32
Después
Santa Teresa, California
27 de mayo de 1988
Todas las historias tienen un epílogo. ¿Cómo podría ser de otro modo? La vida no se presenta en paquetes envueltos con esmero y adornados con un bonito lazo. La redada se saldó con diecisiete detenciones y fueron imputados doce de los detenidos. A todos los efectos, la red de ladrones se desarticuló y la organización quedó desmantelada: al menos durante el tiempo que tarden sus miembros en volver a constituirla. De no ser por Len, Pinky Ford estaría muerto, lo que según Pinky hubiera sido preferible a seguir viviendo. Sin Dodie no le parece que su vida tenga sentido, pero puede que eso cambie con el tiempo. A Len le concedieron un permiso administrativo y luego decidió jubilarse anticipadamente antes de que Asuntos Internos lo sometiera a una investigación. Con treinta agentes y una veintena de detenidos como testigos, nadie cuestionó la muerte de Cappi por herida de bala. Tras considerar el asunto, la oficina del fiscal del distrito decidió no presentar cargos. Len fue considerado un héroe, lo que a mí me fastidió sobremanera. Recordaba demasiado bien el tiroteo de años atrás, cuando lo investigaron por haber matado accidentalmente a un compañero durante una redada que acabó mal. Entonces lo absolvieron, pero nunca quedé convencida de su inocencia. Circuló el rumor de que el otro agente había amenazado con denunciar a Len por ciertas transacciones cuestionables que había observado mientras trabajaban juntos. En cuanto a la muerte de Cappi, la opinión generalizada fue que Len les había hecho un favor a las fuerzas del orden, así que nadie comprendió que no me uniera a las alabanzas.
Por lo visto, Dante desapareció mientras yo seguía sangrando sobre aquel linóleo tan desgastado. Después de que me noqueara recuerdo haberlo visto meterse en su despacho, donde se hizo a toda prisa con la bolsa que reposaba sobre su escritorio y salió de mi campo de visión. Cuando los agentes del FBI irrumpieron en la sala, creí que lo sacarían esposado, pero para entonces ya se había ido. Circularon numerosas explicaciones sobre su fuga. Hubo quien dijo que se escondió en una habitación secreta hasta que la policía acabó la redada y se fue. Otros especularon que salió por la ventana y que, aferrándose al marco, logró subir con su bolsa hasta el tejado y huir por la escalera de incendios situada al otro extremo del edificio. Incluso cuando se descubrió la escalera oculta, nadie supo explicar cómo había conseguido desaparecer sin dejar rastro.
Len Priddy, por otra parte, acaparó mucha atención. Siempre se mostraba pagado de sí mismo, prepotente y ajeno a las críticas. Era un hombre tan malo como listo, y consiguió mantenerse fuera del alcance de la ley. Ahora que Dante se había marchado y que Cappi estaba muerto, no quedaba ningún testigo que pudiera corroborar la relación de Priddy con la familia de mañosos. Aquellos que esperaban verlo entre rejas se sintieron decepcionados de que no fuera a hacerse justicia.
Al cabo de tres semanas recibí una visita. Estaba sentada a mi escritorio cuando apareció una mujer en la puerta.
—Hola, soy Lou Elle —saludó—. ¿Es usted Kinsey?
—La misma.
Para entonces la mayoría de mis heridas faciales había desaparecido y sólo tenía la nariz un poco hinchada, así que no creí que fuera necesario darle explicaciones sobre mi aspecto. Probablemente no habría notado la diferencia, ya que nunca nos habíamos visto antes.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté.
—Trabajo para Lorenzo Dante. O quizá debería decir que trabajaba para él. ¿Le importa si me siento?
—Adelante. Espero que haya venido a contarme qué le pasó.
—Sí y no. Se puso en contacto conmigo una vez, pero dijo que no volvería a tener noticias suyas. Quizá sea mejor así. Cuanto menos sepa, mejor será para los dos. Dante Enterprises ya ha cerrado.
—¿Y usted no ha salido perjudicada con el cierre?
—No, en absoluto. El señor Dante se aseguró de que no me viera metida en todo el jaleo. No sé si usted se enteró, pero le pidió a Abbie que comprara billetes de avión a su nombre y al de su acompañante para el vuelo a Manila del jueves por la noche. Luego me hizo comprar a mí un segundo par de billetes, así que cuando la Patrulla de Autopistas interceptó su limusina de camino al aeropuerto de Los Ángeles, los agentes nos encontraron a mi marido y a mí en el asiento trasero en lugar de a él. Debería haber visto la cara que pusieron. ¡Menuda decepción! Esperaban llevar a cabo una detención, pero tuvieron que dejarnos seguir y nos fuimos tan campantes.
—¿Cómo consiguió escapar?
—Por arte de magia. Dentro de uno o dos años se lo contaré, pero de momento sólo puedo decirle que ha aterrizado sin percances y que tiene la vida resuelta.
—Eso espero. Sólo nos encontramos una vez, pero me cayó muy bien.
—Usted también debió de caerle bien a él. Pese al puñetazo en la nariz —añadió.
—Fue la sorpresa más grande que me han dado en toda mi vida.
—Lo sintió muchísimo. Estoy segura de que se habría disculpado en persona de haber tenido tiempo.
Lou Elle abrió el bolso, sacó un sobre abultado y me lo pasó por encima del escritorio.
—Para usted.
Cogí el sobre y levanté la solapa lo suficiente como para ver un grueso fajo de billetes, sujetos con una goma. Encima de todo había un billete de cien dólares, y supuse que el resto serían duplicados de aquel.
—No es un regalo —señaló Lou Elle—. Es un reembolso por el daño sufrido.
—No hacía falta —respondí—. Para eso están los seguros médicos.
—También es un pago por un encargo que quiere que realice, si le parece bien.
—¿Un encargo?
—Un encargo puntual. No es demasiado complicado. Digamos que es una pequeña gestión.
—¿Y de qué se trata?
—Vuelva a mirar dentro del sobre. Hay algo que no ha visto.
Cuando abrí de nuevo el sobre, encontré una cinta de casete envuelta en papel blanco.
—Dante cree que valdría la pena difundirlo.
—¿Qué es?
—No lo sé. Dice que usted ya se hará una idea. Confía en que use la información como mejor le parezca, siempre que la haga pública.
—¿Usted ha escuchado la cinta?
—No, pero conociéndolo, seguro que merece la pena.
Tras decir esto, Lou Elle se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¿Y qué pasa si decido no hacer lo que me pide?
—Se puede quedar con el dinero de todos modos.
—¿Por qué? —pregunté.
Lou Elle sonrió.
—Dice que usted juega limpio, y cree que es una mujer de palabra.
Cuando oí que la puerta se cerraba tras ella, abrí el cajón de en medio de mi escritorio y saqué mi grabadora. Llevaba tanto tiempo sin usarla que tuve que cambiarle las pilas antes de lograr que funcionara. Cuando estuvo lista, inserté la cinta y le di a la tecla de reproducción.
La calidad del sonido era excelente. Oí a Dante decir lo siguiente:
«—Subinspector Priddy, me alegra verlo de nuevo. Hace bastante tiempo desde la última vez.
»—Parece que las cosas le van bien.
»—Me iban bien hasta hace poco.
»—¿Y cómo es eso?
»—Sí, cómo es eso. Vayamos al grano. Han visto a mi hermano hablando con usted. La noticia me ha llegado de varias fuentes y no me ha sentado nada bien».
La conversación duraba seis minutos, y acababa así:
«—¿Para eso me ha citado aquí? ¿Para oír consejos que no he pedido de boca de un puto gángster?
»—No me considero un gángster, esa palabra me ofende. Nunca me han condenado por ningún delito.
»—Pero lo condenarán.
»—Puede permitirse la petulancia, porque saldrá ganando pase lo que pase. Que me vaya yo, que entre mi hermano, a usted le da igual. Si cree que yo le doy mucho trabajo, espere a que Cappi tome las riendas. Va a dejar esta ciudad patas arriba.
»—Entonces, ¿por qué no nos hace un favor a todos y lo elimina?
»—¿Por qué no lo hace usted? Yo ya tengo demasiados problemas, no me hace falta añadir el asesinato a la lista.
»—Usted sólo tiene un problema, amigo. Que vamos a cargárnoslo.
»—¡No me diga! ¿Cuánto tiempo dura ya esta investigación? ¿Dos años, tres? ¿Están jugando a las palmitas con el FBI y con quién más? ¿La Agencia Antidrogas? ¿La ATF? Un montón de burócratas, gilipollas todos ellos. Ya le he dicho que lo pienso dejar. Es Cappi el que debería preocuparle. Elimínelo y el negocio será todo suyo.
»—Se acabó la reunión. Adiós y buena suerte.
»—Piénselo, es todo lo que le digo. Jubílese de la policía y viva a lo grande para variar. Le podría ir mucho peor.
»—Lo consideraré. ¿De cuánto tiempo estamos hablando hasta que se marche?
»—Eso no le concierne. Si le he contado todo esto es porque quiero ser justo, ya que usted me ha sido de gran ayuda hasta ahora».
Y así acababa la grabación.
Permanecí sentada considerando las distintas posibilidades mientras me frotaba pensativamente la nariz. Cheney se pondría contentísimo, al igual que el fiscal del distrito. Por desgracia, no podía confiar en que ninguno de los dos sacara el máximo partido a las revelaciones. Seguro que retrasarían la difusión de la cinta hasta que estuvieran listos para actuar. En círculos legales, esto podría llevar años. Tendría que encontrar a alguna persona intrépida y agresiva, alguien capaz de manipular los hechos con tal de darle un mayor énfasis a la noticia y capaz asimismo de evitar las posibles repercusiones.
Dejé mi escritorio, levanté la moqueta y metí el fajo de billetes en la caja fuerte sin contarlos. A continuación volví a mi silla giratoria, descolgué el auricular y llamé a Diana Álvarez.
—Hola, Diana —saludé cuando contestó—. Soy Kinsey Millhone.
Diana Álvarez guardó silencio durante unos segundos. Debía de estar evaluando mi tono, que, debo confesar, sonó más amable que en ocasiones anteriores.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó con cautela.
—Soy yo la que te va a ayudar a ti. Invítame a una copa de algún Chardonnay decente y verás cómo te lo compenso.
Con todos mis respetos,
Kinsey Millhone