30
A media tarde del miércoles, un agente uniformado pasó finalmente por mi despacho para recoger las copias del informe que le había entregado a Cheney Phillips. A decir verdad, la que le había dado a Cheney era mi única copia salvo la que hice con papel carbón, que confieso que usé para hacer copias adicionales después de hablar con él. Sabía que se quedaría más tranquilo si pensaba que había reunido todos los papeles que obraban en mi poder, así que le entregué al agente dos copias más y todos tan contentos. La copia en papel carbón la devolví a su escondrijo. Nada más irse el policía llamé a Cheney con la intención de contarle el ataque de Len, el tiroteo entre Cappi y Pinky y mi conversación posterior con Dante. Cheney no respondió al teléfono, así que me hice una nota a mí misma para intentarlo más tarde.
Cuando llegué a casa después del trabajo, encontré un mensaje de Henry en mi contestador. Había intentado localizarme en el despacho, pero yo ya debía de haber salido cuando llamó. Henry decía que iba de camino a la casa de reposo para visitar a Nell. Los médicos esperaban darle el alta algún día de la semana siguiente. El motivo de su llamada era hacerme saber que volvía a casa en avión al día siguiente. Me dio su número de vuelo y la hora de su llegada: las cuatro y cinco de la tarde. Dijo que si tenía otros planes y no podía ir al aeropuerto cogería un taxi, y que no me preocupara. También dijo que me invitaría a cenar en Emile’s-at-the-Beach si estaba libre, lo cual me animó. No hacía falta que mirara la agenda para saber que no tenía otras citas, y me moría de ganas de volver a verlo. Pasé un momento por su casa para asegurarme de que sus plantas seguían vivas. Aproveché también para limpiar lo que había ensuciado Pinky antes de salir disparado de allí. No tardé mucho tiempo en tenerlo todo ordenado. Quité el polvo, pasé la aspiradora y la mopa y luego abrí la puerta trasera para ventilar la casa.
Hice un viaje al supermercado y compré unas cuantas cosas que Henry necesitaría para que no tuviera que preocuparse de hacerlo nada más llegar. El resto del miércoles pasó en un suspiro. Llamé dos veces al hospital para saber cómo estaba Dodie. Parecía estar recuperándose. Las explicaciones que me dieron eran superficiales y no incluían demasiados datos médicos, pero al no ser pariente de Dodie no podía presionarlos para que me proporcionaran más detalles. Me resultaba imposible localizar a Pinky. Las enfermeras de la planta no tenían ni tiempo ni ganas de sacarlo de la sala de espera para llevarlo hasta el teléfono. Y si conseguía ir a su casa a ducharse y a dormir un poco, no hubiera querido molestarlo por nada del mundo.
No tuve tiempo de ir al St. Terry’s hasta el jueves por la mañana. Pasé por mi despacho de camino al hospital y me senté a mi escritorio el tiempo suficiente para intentar llamar de nuevo a Cheney. Después del ataque de Len mi temor había dado paso al enfado. Cuando por fin contestó, Cheney estuvo muy brusco conmigo. No diría que fue descortés, pero adiviné por su tono que no tenía ganas de seguir hablando. Le dije que lo llamaría más tarde, aunque la llamada me produjo cierto desasosiego. ¿Qué estaría pasando? Nada más colgar sonó el teléfono.
Contesté esperando que Cheney se hubiera arrepentido de su brusquedad, pero era Diana Álvarez la que me llamaba.
—Hola, Kinsey. Soy Diana.
Me hablaba con el tono despreocupado y alegre de una amiga íntima, aunque yo no tenía la energía suficiente para recordarle que no lo era en absoluto.
—¿Te ha dicho algo Cheney sobre esa movida tan importante que habrá un día de estos?
—¿Qué movida?
—No lo sé muy bien. Estuve hablando con una de mis fuentes del departamento y me dio la impresión de que iba a pasar algo gordo. Me encantaría conocer los detalles para poder escribir un artículo.
—Pues yo no puedo ayudarte. Cheney no me ha contado nada —repuse.
—Tiene que ser algo importante, sea lo que sea. Ya sabes cómo se ponen los polis cuando se trata de pasar a la acción. Si te enteras de alguna cosa, ¿me lo dirás?
—Claro —respondí.
Incluso intercambiamos los cumplidos de rigor antes de que Diana colgara. Permanecí sentada frente a mi escritorio mirando el teléfono mientras se formaba sobre mi cabeza un signo de interrogación como los que salen en los tebeos. Cheney estaba preocupado por algo, no cabía duda. Yo había presupuesto la existencia de una brigada especial y de una investigación que precedía y reemplazaba a la mía. ¿Estaban listos para pasar a la acción? De ser así, ¿cómo se habría enterado Diana cuando yo seguía en la inopia?
El trayecto hasta el St. Terry’s duró diez minutos y no presentó la más mínima complicación. Al llegar al hospital encontré aparcamiento en la misma plaza en la que había estacionado cuando ingresaron a Dodie. Esperaba que ya la hubieran sacado de la UCI y estuviera instalada en una habitación individual. Como mínimo, contaba con encontrarme a Pinky para ver cómo lo llevaba. Me moría de ganas de decirle que Dante había aceptado pagar sus facturas y sus gastos diarios, lo que esperaba que supusiera un alivio. No estaba segura de si tendría que engatusar a Pinky para convencerlo de que el ofrecimiento no era un gesto caritativo. Yo lo consideraba un pago justo por los servicios prestados. Pinky le había proporcionado a Dante una valiosa confirmación de la duplicidad de su hermano, a lo que Dante podría responder de la forma que le pareciera conveniente. Cuanto más punitiva mejor por lo que a mí respectaba.
Pasé por recepción y a la voluntaria que estaba detrás del mostrador le pregunté el número de habitación de Dodie. Lo buscó en su listado, que modificaban y reimprimían a diario a medida que ingresaban a los pacientes, los trasladaban o les daban el alta. La voluntaria era una mujer de unos setenta años, probablemente con nietos e incluso bisnietos, aunque tenía un aspecto estupendo para su edad. Parecía algo confundida por mi pregunta. Hizo una llamada a la UCI para conocer la situación de Dodie, ya que su nombre no aparecía en el listado. Tras colgar, dijo:
—La señora Ford se nos ha ido.
—¿Se nos ha ido adónde? —pregunté. Creí que se refería a otra planta. Entonces pensé que Dodie habría salido del hospital. Me pareció todo muy extraño. Era evidente que a la voluntaria le incomodaban mucho mis preguntas.
—Ha fenecido a primera hora de la mañana, pero eso es todo lo que me han dicho.
—¿Ha fenecido? —repetí—. ¿Quiere decir que ha muerto?
—Lo siento muchísimo.
—¿Ha muerto? Pero eso no puede ser verdad. ¿Cómo ha podido morirse?
—No me han dado ninguna explicación.
—¡Pero si llamé dos veces ayer y me dijeron que estaba bien! ¿Y ahora me dice que ha fenecido? ¿Y qué manera de decirlo es esa, «ha fenecido»? ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre?
La mujer se ruborizó y me fijé en que dos de las personas que esperaban sentadas en el vestíbulo se habían vuelto para mirarme.
—¿Le gustaría hablar con el capellán?
—No, no quiero hablar con el capellán —respondí bruscamente—. Quiero hablar con su marido. ¿Está aquí?
—No tengo información sobre los familiares directos. Supongo que estará hablando del entierro con el director de alguna funeraria. Siento muchísimo haberla disgustado. Si se sienta, le pediré a alguien que le traiga un vaso de agua.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé.
Di media vuelta y me dirigí a la puerta. No puse en duda su palabra, pero me pareció increíble que Dodie hubiera muerto cuando parecía estar bien la última vez que llamé. Desplegué automáticamente mis habituales mecanismos de defensa y me escudé en el enfado para contrarrestar mi sorpresa. No sentía pena. No conocía a Dodie lo suficiente para llorar su pérdida. Pinky estaría destrozado, y lo primero que me vino a la mente fue su promesa de tomar represalias si algo le pasaba a Dodie. Ahora que se enfrentaba al peor de los escenarios posibles, querría arrasar con todo y Cappi sería su principal objetivo.
Me monté en el coche y recorrí las cuatro manzanas hasta el dúplex. No tenía ni idea del estado en que me lo encontraría, ni de qué iba a decirle. Aparqué al otro lado de la calle y me fijé en que el Cadillac amarillo chillón de Dodie había desaparecido. Sentí una punzada de ansiedad, como si me pincharan entre los omóplatos con la punta de un cuchillo. Subí los escalones del porche de dos en dos y llamé a la puerta con el puño además de tocar el timbre. Como nadie respondió, me decanté por la segunda opción, que era intentar abrir la puerta. No estaba cerrada con llave, así que la abrí y asomé la cabeza.
—¿Pinky?
Percibí el monótono zumbido de los electrodomésticos y el ambiente cargado tan característicos de las casas vacías. Volví a llamarlo, aunque no tenía sentido hacerlo sabiendo como sabía que no se encontraba en casa. Entré en el salón. Habían tirado al suelo uno de los cojines del sofá y la pistola ya no estaba donde la escondí. Me senté y apoyé la cabeza en las manos. No me cabía la más mínima duda de que Pinky había salido en busca de Cappi. Esa forma de actuar tan precipitada era muy propia de él. ¿Qué posibilidades tenía de encontrar yo a Cappi antes de que lo alcanzara Pinky? Y, lo que era más importante, ¿cómo iba a encontrarlo? Consideré rápidamente todas mis opciones. Mi primer impulso fue llamar al 9-1-1. ¿Y qué iba a decirles? Podía describir el coche de Dodie y al hombre que lo conducía, pero eso era todo. También podía llamar a Dante y advertirle que Pinky andaba suelto. Él sabría mejor que nadie dónde estaba su hermano. Quizá pudiera alertar a todos los miembros de la organización para que avisaran a Cappi de lo que pasaba. Mi tercera opción consistía en avisar yo a Cappi si conseguía averiguar dónde se encontraba.
Intenté despejar mi mente. Recordé algo que Pinky había mencionado en medio de sus morbosas divagaciones la noche en que Dodie resultó herida. ¿Qué era lo que había dicho? Que Cappi no había podido encontrar empleo y se veía obligado a trabajar en el almacén de su hermano. Así fue como pudo filtrar los datos sobre el negocio de Dante a la policía. Supuse que la nave que vi en Colgate tendría alguna relación con la red de ladrones de tiendas. Me armé de valor y volví a meterme en el coche.
Me incorporé al tráfico de la 101. El tiempo debió de pasar volando, porque no recordaba haber recorrido las calles de la ciudad para llegar al carril de acceso. Tuve el impulso de pisar a fondo el acelerador, lo que en un Mustang equivale a salir disparado como una bala de cañón. Sin embargo, cuando empezaba a pisarlo, vi un coche patrulla blanco y negro que me adelantaba por la izquierda. Aminoré la marcha, maravillada de mi buena suerte. No hay nada peor que acelerar cuando tienes un coche de la poli al lado equipado con un radar. Permanecí en el carril de en medio, tan concentrada en portarme bien que casi no vi aparecer el segundo coche patrulla que pasó por mi derecha. Ninguno de los dos coches viajaba a gran velocidad, pero el conductor que tenía más cerca parecía ansioso por llegar a su destino, como si no quisiera perderse alguna celebración a la que yo no estaba invitada. Una fiesta, un desfile o cualquier actividad propia de policías que le exigiera ser puntual.
Los dos coches patrulla salieron de la autopista en Fairdale, con el mío cerrando la marcha. ¿Qué estaría pasando? Cuando vi que un tercer coche patrulla se me acercaba por detrás, me metí en el carril de la derecha y dejé que alcanzara a los otros dos. Llegué al cruce, donde un semáforo en rojo me obligó a detenerme. Los coches de la policía redujeron la velocidad unos segundos pero siguieron adelante. Cuando por fin torcí a la derecha, los tres coches patrulla parecían haber desaparecido tan súbitamente como habían aparecido. Seguí adelante un kilómetro más hasta pasar la pantalla gigante de un autocine cerrado que había sido muy popular en mi niñez. Giré a la derecha al llegar a la carretera secundaria que discurría junto al cine y vi que se habían llevado los altavoces montados sobre soportes. Eché una ojeada al descampado de asfalto resquebrajado y casi me salgo de la carretera. El descampado se había convertido en área de estacionamiento para coches patrulla y vehículos camuflados. Dos docenas de agentes uniformados pululaban por la zona vestidos con un amplio surtido de chaquetas con las enseñas del FBI, la policía y el Departamento del Sheriff. Supuse que todos llevarían chalecos antibalas. Volví la vista bruscamente hacia la carretera, pero ahora era consciente de la importancia de lo que acababa de ver. Diana había oído que se estaba cociendo algo importante, así que tenía que ser eso. No era de extrañar que Cheney se hubiera mostrado brusco conmigo. El único edificio importante de la zona era el almacén de Allied Distributors. Los distintos cuerpos policiales estarían preparándose para hacer una redada. Todas las investigaciones realizadas durante los meses e incluso años anteriores culminarían ahora en una respuesta armada. Tenía el corazón desbocado y una descarga de adrenalina me recorrió todo el cuerpo, haciéndome sentir eléctrica. Si Pinky conseguía dar con Cappi aquí, acabaría rodeado por un grupo de agentes de la policía y del FBI aún más nerviosos de lo que estaba él.
Unos cuatrocientos metros más adelante divisé el almacén al final del callejón sin salida. Detrás del edificio discurrían varias vías férreas que se entrecruzaban. Era posible que, tiempo atrás, las mercancías se transportaran en tren desde la nave. La zona habría sido una especie de miniterminal dedicada exclusivamente al transporte de mercancías. Ahora las vías sólo eran utilizadas por los trenes de pasajeros y de carga de Amtrak que atravesaban la ciudad tres o cuatro veces al día. Frené en seco. A mi derecha vi el Cadillac amarillo de Dodie aparcado de lado, con las ruedas lejos del bordillo y levemente hundidas en la hierba. Pinky no se había molestado en aparcar bien. Por otra parte, iba dispuesto a disparar a un hombre, por lo que puede que no hubiera tenido demasiado en cuenta ciertas sutilezas de la educación vial.
Las grandes puertas metálicas que daban al recinto del almacén estaban abiertas. El aparcamiento para empleados apareció a mi derecha, mientras que la nave se encontraba a la izquierda. Habían colocado seis camiones articulados frente a la zona de carga y todas las puertas metálicas retráctiles estaban abiertas. Cinco o seis hombres parecían disfrutar de un cigarrillo mientras dos carretillas elevadoras entraban y salían del almacén cargadas de mercancías. En un extremo del edificio vi dos furgonetas blancas aparcadas una al lado de la otra, con las puertas traseras abiertas. Varios hombres izaban cajas de los palés, las colocaban sobre una plataforma rodante y las metían en las furgonetas. Busqué con la mirada a Cappi, pero no vi a nadie que se le pareciera. Tampoco vi a Pinky, y no supe qué pensar. Los empleados de Dante trabajaban como si aquel fuera un día cualquiera. No parecían tener prisa ni motivos para alarmarse.
Estacioné en el aparcamiento para empleados y me encaminé hacia el edificio principal. El almacén de dos plantas exhibía una extraña mezcla de estilos, antiguos y modernos. Algunas partes del edificio estaban construidas a base de ladrillo envejecido y madera, con un anexo más nuevo de acero en la parte frontal. En total, el edificio tendría unos dos mil trescientos metros cuadrados. Entré por una puerta lateral a fin de evitar la zona de recepción de mercancías, lo que podía ser peligroso si no sabías dónde te metías. Los despachos estaban en la primera planta. Alrededor de todo el recinto habían fijado pasarelas al techo mediante una serie de cables y de barras de acero. Desde los despachos se divisaban los pabellones de almacenaje, separados por amplios pasillos. Vi tramos zigzagueantes de escaleras cada treinta metros, similares a las escaleras de incendios en un bloque de pisos. El negocio parecía bien organizado, con un sistema de trabajo que sólo el ojo experto sabría apreciar.
Pasé por delante de unos lavabos, un vestuario y un pequeño comedor con las paredes cubiertas de máquinas dispensadoras. Las diez mesas que vi apenas estaban ocupadas por unos cuantos empleados que hacían una pausa para tomar café. Crucé el suelo de cemento y subí las escaleras que conducían a los despachos, moviéndome tan rápidamente como me era posible. Me cuesta recordar lo que estaría pensando en aquellos momentos. Dadas las circunstancias, ni siquiera debería haber estado allí, pero quería interceptar a Pinky antes de que se desatara el caos. A juzgar por la actividad febril que había presenciado junto al autocine, la redada parecía inminente. La estrategia estaba definida y los policías bien equipados y dispuestos a atacar. El plan consistiría en rodear y controlar el almacén, arremeter contra sus ocupantes e irrumpir en el edificio antes de que alguien pudiera escapar o destruir cualquier prueba. Los agentes dispondrían de órdenes de registro y de detención, y confiscarían archivos, documentos, ordenadores y cualquier cosa que pudiera proporcionarles pruebas de actividades ilegales. Quién sabe cuántos empleados caerían en el curso de la redada.
En la primera planta, los despachos estaban rodeados de muros bajos revestidos de madera, con paneles de cristal en la parte superior. A través de una puerta abierta vi a una chica con una mata de pelo rubio encrespado sentada frente a su escritorio. Tenía delante un ordenador y a su lado, sobre una mesita con ruedas, reposaba una máquina de escribir anticuada. A diferencia de las oficinas de Dante en el centro de la ciudad, este despacho resultaba bastante mugriento: linóleo vulgar y corriente en el suelo, fluorescentes, escritorios de madera muy baqueteados y sillas con ruedas de las más baratas. La estancia estaba repleta de archivadores, y era evidente que los policías que participaban en la redada los registrarían a fondo. La chica me miró.
—¿Qué desea?
El calendario que tenía sobre el escritorio me pilló desprevenida. Era uno de esos gruesos tacos con la fecha escrita en grandes números en hojas que se arrancaban y se tiraban al final del día. Incluso del revés, pude leer que estábamos a jueves 5 de mayo y apenas logré reprimir un grito. El 5 de mayo es mi cumpleaños. Por eso Henry se había empeñado en volver a casa y se había ofrecido a invitarme a cenar. Uno de los inconvenientes de ser soltera y de vivir sola es que llegue tu cumpleaños y te pille por sorpresa. De repente tenía treinta y ocho años. Aún distraída, pregunté:
—¿Está aquí el señor Dante?
—Sí, pero ha dicho que no quiere que nadie lo interrumpa.
Dante abrió la puerta de su despacho y se acercó hasta la recepción.
—Yo me encargo de esto, Bernice —le dijo a la chica. Luego me miró con expresión displicente—. ¿En qué puedo ayudarla, señorita Millhone? No tendría que estar aquí, espero que lo sepa.
Me había parecido más amable en la limusina, pero como necesitaba su ayuda decidí pasar por alto su sequedad. Le puse la mano en el brazo para sacarlo de la recepción y meterlo en su despacho.
—Pinky tiene una pistola, y o bien está en el almacén o no demasiado lejos. Dodie murió esta mañana y Pinky matará a Cappi si lo encuentra.
Creí que Dante reaccionaría, pero estaba ocupado en una tarea más importante. Había abierto la puerta de su caja fuerte y transfería gruesos fajos de billetes a una bolsa de viaje que reposaba sobre su escritorio. No parecía importarle que la vida de Cappi corriera peligro, o que Pinky estuviera a punto de irrumpir en el edificio con una pistola cargada. Dante parecía relajado; y sus movimientos, eficientes y metódicos. Tenía algo que hacer y lo hacía sin malgastar energía.
—¿Sabe dónde está Cappi? —pregunté.
—Lo envié a hacer un recado para quitármelo de encima. Siento lo de la mujer de Pinky. No llegué a conocerla, pero sé que él la adoraba. Le sugiero que se vaya antes de que Pinky y Cappi se crucen.
—¿No puede impedirlo?
—No más que usted.
Me lo quedé mirando, fascinada por su calma cuando yo estaba hecha un manojo de nervios.
—La cosa se va a poner más fea aún. Hay unos cuarenta polis ahí fuera a punto de irrumpir en el almacén.
—Típico de Cappi. Es incapaz de cerrar su bocaza y esto es lo que pasa. Lo más seguro es que intente mezclarse con los demás para que parezca que está en el mismo aprieto. Más le vale que le salga bien la jugada. En este negocio los soplones no suelen estar muy bien vistos. Si Pinky no lo mata, otro lo hará.
—¿Qué está haciendo? —pregunté.
—¿Acaso no lo ve?
En ese preciso instante oí gritos en la planta baja y la voz de Pinky retumbó en el inmenso almacén.
—¡Cappi, soy yo, Pinky! Tengo que saldar una deuda contigo. ¡Déjate ver, hijo de puta!
Me acerqué a la puerta.
—No salga de aquí —ordenó Dante.
No le hice caso y salí del despacho. Al llegar al rellano miré por encima de la barandilla. Pinky estaba borracho y caminaba tambaleándose. Parecía no haber pegado ojo en días, y si había conseguido dormir algún rato, lo había hecho sin quitarse la ropa. Sostenía la pistola en la mano derecha, con el brazo relajado junto al cuerpo. Si Cappi aparecía, probablemente Pinky no querría que viera la pistola hasta que le apuntara y disparara.
Lo llamé desde donde me encontraba.
—¡Eh, Pinky, estoy aquí arriba!
Pinky recorrió el almacén con la mirada hasta localizarme en la primera planta.
—¿Has visto a Cappi?
—¿Para qué lo buscas?
—Dodie ha muerto. Voy a matar a ese hijo de puta.
—Ya me he enterado. No sabes lo mucho que lo siento. Si bajo, ¿podemos hablar un momento?
—Cuando lo haya matado, podremos charlar todo el tiempo que quieras.
Sentí cómo me invadía la desesperación. Pinky no tenía nada que perder. Pronto estallaría la violencia y yo no quería que muriera. ¿Cómo iba a convencerlo de que abandonara su estúpido plan? Era imposible razonar con él. O, lo que era aún peor, no creí que pudiera persuadirlo mientras tuviera una pistola en la mano y estuviera dispuesto a usarla.
Al otro lado de la franja de cemento que sobresalía de la zona de carga, los obreros interrumpieron lo que estaban haciendo. La mayoría parecían preparados para pasar a la acción. Huir, probablemente. Todos aguardaban por si se producía un enfrentamiento mortal. Quizá no fuera más que palabrería por parte de un borracho con una pistola, o quizá se convertiría en un duelo de película con sangre y muertes auténticas.
Cappi apareció por la puerta lateral y se detuvo en seco, sorprendido ante el retablo de obreros que aguardaban inmóviles, con los ojos fijos en el individuo que se tambaleaba en medio del almacén. Su mirada se posó en aquel hombre. Nada más percatarse de que se trataba de Pinky, Cappi echó a correr. Pinky giró sobre sus talones, extendió el brazo y apuntó a Cappi con la pistola mientras este subía los escalones de dos en dos, usando la barandilla para impulsarse hacia arriba. Oí el retumbar de sus pasos por la escalera metálica. El sonido llegaba medio segundo más tarde que el impacto de sus suelas contra el metal. El efecto era similar al de un reactor, que vuela más rápido que el sonido que deja a su paso. En cierto modo, era el acompañamiento perfecto para la redada que acababa de comenzar.
Seis coches patrulla entraron en el recinto y frenaron en seco con un chirrido. Los policías se abalanzaron sobre la zona de carga y se dispersaron. Varios iban armados con mazos, mientras que dos de ellos blandían sendos arietes. Los obreros huyeron despavoridos en todas direcciones. Los agentes armados con mazos comenzaron a derribar la pared situada junto a un terminal informático. Los golpes retumbaban en el interior de la estructura metálica. Un policía logró destrozar la capa exterior de un bloque de hormigón, blandía el mazo con tal fuerza que le temblaban los brazos desde los codos hasta los hombros.
Desde donde me encontraba, me parecía estar viendo fragmentos sueltos de una película. Un hombre vestido con un mono escaló la verja y desapareció en un campo lleno de hierbajos. Otros tres salieron disparados por la puerta trasera y se metieron con dificultad en la zanja de desagüe que algunos de sus compañeros ya usaban como vía de escape. Varios agentes avanzaban por la zanja desde direcciones opuestas a fin de bloquear su huida. Aunque no podía verlos desde donde me encontraba, oía a los hombres gritar mientras se escabullían por las vías férreas. Ninguno de los empleados del almacén iba armado. ¿Por qué habrían de llevar armas cuando la mayoría desempeñaba trabajos tan rutinarios?
Cappi y Pinky parecían ajenos a todo, como dos amantes que sólo tuvieran ojos el uno para el otro. Pinky subió con dificultad las escaleras en pos de Cappi y este se sacó la pistola de la espalda. Ambos dispararon al azar sin alcanzar sus blancos respectivos. Las balas dieron contra las vigas de acero que soportaban el techo y rebotaron en las paredes de metal ondulado de la fachada posterior. Me hice atrás, consciente del peligro que entrañaba un tiroteo tan descontrolado. No era un duelo de caballeros a tres metros de distancia con las pistolas en alto: era una guerra abierta entre dos hombres. La ventana que tenía al lado se hizo añicos y me tiré al suelo. Dante apareció de repente a mi espalda, me agarró por debajo de los brazos, me levantó y me empujó hasta el interior de su despacho.
—No se separe de mí, la sacaré de aquí.
—¡No! No hasta que vea que Pinky está bien.
—Olvídese de él. Es hombre muerto.
Con tanto grito era casi imposible distinguir las órdenes de la policía del alboroto que se estaba produciendo en la zona de carga. Conseguí desasirme y volví a las ventanas delanteras para poder ver lo que sucedía. Dante se metió en su despacho y desapareció. Yo me quedé donde estaba, muerta de miedo. La violencia me produce terror, pero me pareció cobarde salir corriendo cuando la vida de Pinky corría peligro. Abajo, uno de los camiones articulados arrancó con un rugido. El conductor pisó a fondo el acelerador y la cabina del camión se abalanzó a toda velocidad hacia la carretera en la que dos coches patrulla aparcados bloqueaban la salida. Los agentes se pusieron a cubierto y sacaron sus pistolas. El camionero no quiso apartarse y se estrelló contra uno de los coches, que pareció levitar antes de desplomarse con un estruendo. El conductor impactó contra el volante y se desplomó hacia un lado, con la cara ensangrentada. Casi esperé verlo abrir la puerta y salir huyendo, pero estaba inconsciente. Para entonces, la mayoría de trabajadores ya habían tenido la sensatez de rendirse. Los condujeron a todos hasta el exterior, donde les ordenaron que se tumbaran en el suelo con las manos sobre la cabeza.
Fascinada, recorrí con la mirada la zona de carga, donde vi a Cheney Phillips. A su lado estaba Len Priddy, mirando hacia arriba. Perdí de vista a ambos un instante y volvieron a aparecer al otro lado de un camión con remolque, protegiéndose de los tiros tras la cabina del camión. Estaba segura de que habrían prevenido a todos los agentes contra el uso injustificado de sus armas. Pinky y Cappi, claro está, no estaban sometidos a tales restricciones.
A mi espalda, la chica de la oficina de Dante se había guarecido bajo su escritorio, teléfono en mano. Probablemente su primer impulso había sido llamar a la policía, pero todo el recinto ya estaba lleno de agentes. Entretanto, Cappi había rodeado la mitad del almacén por la pasarela elevada. Corría hacia mí acercándose por mi derecha. Me echó a un lado de un empujón y se dirigió a las escaleras más cercanas. Debió de pensar que si conseguía llegar hasta la planta baja estaría lo suficientemente cerca de la puerta lateral como para poder salir. Parecía tan concentrado en ponerse a salvo que ni siquiera vio a los policías que bloqueaban la salida. Yo aún tenía a Pinky a mi derecha, cada vez más cerca de Cappi. Cuando este se volvió y disparó dos veces, Pinky dobló una pierna y se desplomó. No podía estar a más de cuatro metros de mí. Cappi se quedó sin munición, lo que cambió la dinámica del juego. Se volvió de repente, con expresión decidida. Puede que, tras haber herido a Pinky, hubiera pasado de víctima a agresor. Se me acercó con parsimonia, volviendo a cargar la pistola a medida que avanzaba. Pinky consiguió ponerse en pie.
—¡CORRE, Pinky! —le grité.
Quería que se fuera por donde había venido, pero se me acercó cojeando sin dejar de mirarme. Ahora estaba a tiro de Cappi. Mi primer impulso fue agarrarlo y apartarlo de la línea de fuego. Por lo visto Dante había tenido un impulso similar, pero, curiosamente, parecía más interesado en mí.
—¡Le he dicho que se agache! —exclamó rojo de ira.
Me volví para mirarlo y me di cuenta de que lo tenía a menos de medio metro, gritándome al oído. Me agarró por segunda vez y me arrastró hasta el interior de su despacho.
—¡Suélteme!
Conseguí desasirme una vez más, en un desesperado esfuerzo por proteger a Pinky a toda costa. Si lo pienso ahora, mi intención de intervenir me parece absurda. No tengo ni idea de cómo podría haber cambiado el resultado de los acontecimientos. Lejos de ayudar, lo único que hacía era ponerme en peligro. Dante me dio la vuelta con un tirón rápido que casi me hizo perder el equilibrio y dijo:
—Perdóneme.
Di un traspié, y podría haberme enderezado de no haberme quedado atónita al ver que su puño venía hacia mi cara. Fue imposible evitar el impacto. El golpe me dio en plena nariz, con tal fuerza que caí de espaldas. Extendí los brazos y me incorporé, inclinándome hacia delante hasta apoyarme en manos y rodillas. El cerebro me resonaba en el cráneo como el badajo de una campana. Conseguí sentarme y me llevé las manos a la cara. La sangre me corría entre los dedos, y al verla noté que se me ponían los ojos en blanco. Oí otra detonación, pero el sonido parecía venir de muy lejos y comprendí que quien hubiera disparado no me apuntaba a mí. Me desmayé unos instantes, y luego percibí vagamente que una multitud de policías subía en tropel por las escaleras.