29
Dante
En el asiento trasero de la limusina, Dante se puso las gafas de lectura mientras examinaba la hoja de cálculo que Saul le había enviado a casa por mensajero la noche anterior. Era un resumen detallado de sus finanzas, una serie de páginas que destruiría cuando hubiera absorbido su contenido. Quiso repasar el informe en cuanto lo recibió, pero la casual revelación que le había hecho Nora en la casa de la playa lo había alterado. Se preguntó si podría haber descubierto de alguna manera que Nora había estado casada precisamente con Tripp Lanahan. Dante podía contar con los dedos de una mano los hombres que habían acudido en su defensa a lo largo de su vida. Tripp lo valoraba y se había enfrentado con éxito a las normas del banco por él, en un gesto de confianza sin precedentes. Además, Tripp tuvo que aguantar un montón de mierda por parte del banco por haberle concedido el préstamo, pero ignoró todas las críticas y no dio su brazo a torcer. Aunque Dante nunca supo por qué lo había hecho, siempre le estuvo agradecido. A su modo de ver, la compra de la antigua mansión le confería cierta respetabilidad, y nunca se saltó un pago. De hecho, acabó de pagar el préstamo seis años antes de su vencimiento y ahora la casa ya era totalmente suya. Desde entonces se había esforzado mucho por borrar la mácula del gangsterismo que aún lo perseguía, pero no conseguía librarse de semejante reputación. Estaba cansado de soportar esa carga y ansiaba dejar atrás las luchas de poder y la necesidad de dominar a los demás. Hasta hacía poco, cuando se imaginaba su huida, siempre la situaba en un futuro borroso y lejano. Supuso un gran alivio saber que había una salida, pero ahora que la realidad se cernía sobre él, se mostraba reacio a actuar. Todo sería muy distinto si Nora accediera a acompañarlo, pero ¿qué posibilidad existía una vez conociera el papel que Dante había desempeñado en la muerte de Phillip? Estaba sentenciado tanto si se quedaba como si partía sin ella. El tío Alfredo era otra pérdida a la que no sabía cómo enfrentarse. Alfredo lo quería como su padre nunca fue capaz de quererlo, e incluso ahora que la vida se le escapaba, el anciano seguía siendo el principal apoyo de Dante. No concebía irse mientras su tío aún respirara.
También se sentía agobiado por el fin de su relación con Lola, un asunto que lo deprimía tanto como todo lo demás. Aquella mañana, cuando acabó de ducharse y de vestirse, entró en el dormitorio y la encontró ya levantada y vestida con ropa de viaje. Tenía una maleta abierta sobre la cama y un portatrajes con la cremallera bajada colgado de la puerta abierta del armario. Ya había metido toda una serie de vestidos, faldas y trajes, aún en sus perchas.
—¿Qué es todo esto?
—¿Qué te parece que es? Estoy haciendo las maletas.
—No tienes que irte tan pronto.
—Desde luego que sí. El mundo entero no da vueltas a tu alrededor. Yo también tengo mis deseos y mis necesidades.
—¿Adónde piensas ir?
—Aún no lo he decidido. He pedido un coche para que me lleve a Los Ángeles. Me alojaré en el Bel Air hasta que tome una decisión. Seguro que iré a Londres, y después, ¿quién sabe?
—¿Necesitas dinero?
—No, Dante. Tengo una fortuna en monedas de oro escondida debajo del colchón. Pensé que lo sabías.
Dante no pudo evitar sonreír.
—¿Cuánto quieres?
—Con cincuenta mil me las apaño por ahora.
Dante sacó un fajo de billetes, contó unos cuantos y se los dio.
—Aquí tienes diez mil. Le diré a Lou Elle que te envíe los otros cuarenta mil al hotel. Después abrirá una cuenta a tu nombre.
—Gracias. Lo estoy cargando todo en tu cuenta de todos modos, pero siempre surgen imprevistos. Podrías avisar a American Express para que no pongan trabas. No soporto cuando esos cabrones rechazan una tarjeta. Te tratan con unos aires de suficiencia que me sacan de quicio.
—No te preocupes.
Dante se sentó en el borde de la cama, que aún estaba por hacer. Las colchas estaban arrebujadas a los pies, y las sábanas todavía calientes olían a Lola: colonia, sales de baño, champú. Dante sintió una punzada de ansiedad. ¿Qué haría cuando Lola se hubiera marchado? Después de ocho años, ni siquiera podía imaginarse el vacío que dejaría en su vida.
Lola colocó las cintas de sujeción sobre las prendas para mantenerlas planas y luego subió la cremallera interior. Añadió unas cuantas prendas más a la maleta y la cerró.
—¿Podrías bajármela? No quiero provocarme una hernia.
Dante se dirigió a la puerta del armario y agarró el portatrajes por el gancho. Lo colocó sobre la cama y observó cómo Lola cerraba la cremallera.
—¿Esto es todo lo que te vas a llevar? Parece muy poco.
—Tendré que llevarlo yo sola. Las maletas tienen ruedas, pero no puedo empujar varias a la vez.
—Para eso están los maleteros y los botones.
—Sólo cuando llegue a mi destino. Mientras tanto, tengo que pensar en los taxis, los aeropuertos y quién sabe qué más. Mejor viajar ligera para no acabar cargada como una mula —explicó—. ¿Y qué hay de ti? Supuse que te irías con tu nuevo amor. ¿Cómo se llama?
—Nora. ¿Cómo te has enterado de lo nuestro?
—Sé cómo actúas, y puedo obtener información de las mismas fuentes.
—Aún no ha aceptado venir conmigo, y además ahora ha surgido un problema.
—Vaya. Eso no suena bien.
—Para nada. Hace dos años le presté dinero a un chico que tenía deudas de juego. Le debía dinero a un casino de Las Vegas y vino a pedirme un préstamo para poder pagar. Hicimos un trato y nos dimos la mano. Aflojé la mosca, pero él intentó escabullirse sin pagar. Me ofreció su Porsche en lugar del pago y le dije a Cappi que se ocupara del asunto. Me refería a que le echara un vistazo al coche para ver si estaba bien. Cappi empujó al chico desde lo alto de un aparcamiento de varias plantas.
—Doy por sentado que no pillaron a Cappi, si no, aún estaría entre rejas —dijo Lola.
—Ese no es el problema. Resulta que el chico era el único hijo de Nora. Conocí a su marido hace años, se llamaba Tripp Lanahan. Cayó fulminado por un infarto a los treinta y seis. Cuando Nora mencionó su nombre, enseguida até cabos. Creí que a mí también me daba un infarto.
Lola se sentó a su lado.
—¿Y qué piensas hacer?
—¿Qué opciones tengo? No me queda más remedio que contárselo.
—No, no tienes por qué hacerlo. ¿Estás loco? Cierra el pico. Si no, la vas a pifiar.
—¿Y qué pasa si Nora se entera a través de otros? Entonces sí que estaré jodido.
Lola lo miró con expresión afligida.
—Por favor, Dante. ¿Sabes a qué me recuerda este asunto? Es como cuando tienes una aventura y luego se lo confiesas todo a tu pareja. Después de contárselo tú te quedas tan ancho, con la conciencia tranquila. Pero la que tiene que tragar es tu pareja, que no es culpable de nada.
—Quiero ser sincero con ella y hacer las cosas como es debido.
—Deja de soltar chorradas. Nora no te lo perdonará nunca. Si se lo cuentas, se acabó todo entre vosotros. ¿Es eso lo que quieres?
—No puedo vivir el resto de mi vida preguntándome si algún día lo descubrirá.
—¿Y cómo va a descubrirlo? Vas a sacarla del país. El mundo es muy grande. ¿Qué probabilidades hay de que os topéis con alguien que, «oh, casualidad», sepa lo que pasó? ¿Cuántas personas conocen la historia? Muy pocas, y todas trabajan para ti. Yo que tú no le daría más vueltas.
Dante se volvió y la miró.
—¿Vivo contigo todos estos años y así es como piensas?
—Se llama sentido común. Hay que usar la sesera y mirar antes de saltar.
—Intentas justificarlo. Buscar la manera de salvar el pellejo a costa de otra persona.
—A ella no le va a costar nada. ¿Cómo se va a enterar?
Y Lola lo dejó con esa pregunta. Fue lo último que dijo antes de que Dante la ayudara a bajar el equipaje hasta el coche y observara cómo desaparecía. Se acabó. Ya no volvería a verla nunca más.
La calidad de la luz cambiaba a través de los cristales tintados de la limusina. Se dio cuenta de que Tomasso había reducido la velocidad a la entrada del aparcamiento y ahora descendía por la pendiente. Dante devolvió el informe a su maletín y contempló con indolencia cómo iban pasando ante sus ojos las paredes de cemento, los pilares de apoyo, el techo bajo, el carril de desaceleración que apareció a su derecha. Tomasso se detuvo frente a la entrada de Macy’s. Los ascensores en la parte de atrás que conducían a las plantas de oficinas se encontraban situados a la derecha. Los compradores que pasaban por delante no solían fijarse en ellos, absortos como estaban en sus asuntos.
Hubert salió por el lado del copiloto y rodeó la limusina por detrás para abrirle la puerta. Mientras Dante bajaba del vehículo, las puertas del ascensor se abrieron y una mujer joven salió de la cabina. Dante la observó detenidamente —vaqueros, jersey negro de cuello alto y un gran bolso de piel blanda— con la curiosa sensación de que le sonaba de algo. Era poco habitual topar con alguien en el aparcamiento tan temprano. Hubert reaccionó automáticamente y le impidió acercarse a su jefe. La mujer se detuvo y Dante vio en sus ojos que lo había reconocido mientras su mirada oscilaba entre el corpulento guardaespaldas y la limusina. Dante no recordaba haberla visto antes, pero ella parecía conocerlo.
Estaba a punto de pasar por su lado cuando la mujer se dirigió a él.
—¿Podría hablar con usted un momento?
—¿Sobre qué?
—Señorita… —advirtió Hubert.
—Usted es Lorenzo Dante. Acabo de salir de su despacho, lo estaba buscando.
—¿Quién es usted?
—Por favor, señorita —insistió Hubert—. ¿Puede apartarse del coche?
Eran frases corrientes que Hubert había aprendido de memoria. Cualquiera que lo escuchara creería que dominaba el inglés, pero, en realidad, en su trabajo el único dominio que se requería era el de las pistolas y el combate cuerpo a cuerpo, destrezas para las que estaba especialmente dotado.
—Hubert, tranquilízate. Estoy hablando con esta señorita.
—Lo siento, jefe —se disculpó el guardaespaldas, sin dejar de observar detenidamente lo que sucedía.
—Soy Kinsey Millhone, una amiga de Pinky.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Ayer por la noche su hermano y Pinky se liaron a tiros, y la mujer de Pinky, Dodie, resultó herida en el fuego cruzado. Dodie está muy mal, y Pinky está preocupadísimo por las facturas médicas.
—Sigo sin ver qué pinto yo en esto.
—Pinky tenía una serie de fotografías para usted, pero su hermano llegó primero y destruyó tanto las copias como los negativos.
—¿Fotografías de qué?
—De Cappi y Len Priddy charlando en un coche aparcado en seis ocasiones distintas. Su hermano lo ha traicionado.
Dante la miró durante unos instantes mientras decidía qué hacer.
—Entre en el coche —ordenó.
Dante se hizo a un lado mientras ella lanzaba el bolso a la parte trasera de la limusina y entraba a continuación, deslizándose junto al bolso hasta el otro extremo del largo asiento lateral. Cuando ella se hubo aposentado, Dante entró agachando la cabeza y se sentó en su asiento habitual.
—Da una vuelta —le ordenó a Tomasso—. Ya te avisaré cuando quiera que nos vuelvas a traer hasta aquí.
Antes de arrancar, Tomasso subió el panel divisorio que separaba el asiento delantero de la parte trasera de la limusina. Para entonces Hubert ya había vuelto al asiento delantero. Dante miraba absorto a la mujer que se sentaba a su izquierda. Rondaría la treintena, más niña que mujer en su opinión. No sabía qué pensar acerca de ella. Tenía los huesos pequeños y una desgreñada mata de pelo oscuro que seguro que se cortaba ella misma. Ojos de color avellana y nariz ligeramente torcida. Dante vio que la mujer había recibido algún que otro golpe, pero no podía imaginar por qué.
—¿De qué conoce a Pinky? —preguntó—. No tiene pinta de moverse por los bajos fondos.
—Soy investigadora privada. Pinky me regaló el primer juego de ganzúas que tuve en mi vida y le estoy agradecida. Además, le tengo cariño aunque sea un granuja.
—¿Y para qué la ha contratado?
—El no. Quien me ha contratado es el prometido de Audrey Vanee.
Dante empezaba a comprender.
—Usted es la que se llevó mi dinero y se lo entregó a la policía. Usted y la casera de Audrey en San Luis Obispo. Eso estuvo muy mal.
—Oiga, usted envió a unos tipos para que entraran por la fuerza en mi estudio. Violó mi privacidad, lo que está igualmente mal.
Dante no podía creer que aquella mujer tuviera la desfachatez de mostrarse indignada cuando era ella la que le había jugado una mala pasada. Estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo.
—Estamos hablando de cien de los grandes. Eso es lo que usted me ha costado.
Ella se encogió de hombros.
—El mensajero se lo entregó a la casera de Audrey. ¿Por qué me culpa a mí?
—Espere un momento. Ahora sé dónde he oído su nombre. Leí algo sobre usted en el periódico. Usted fue la que delató a Audrey.
—¿Y qué opción tenía? Vi cómo robaba ropa interior y se la metía en el bolso.
—Podría haber hecho la vista gorda. Audrey era un encanto. Trabajó muchos años para mí.
—Me sorprende que Audrey no fuera mejor en su trabajo.
—Además, usted ha estado siguiendo a una amiga mía, y eso la tiene muy cabreada. ¿Por qué se dedica a fastidiar así a la gente?
—Sí, claro. Corazones que Ayudan, Manos que Curan. Menuda gilipollez. ¿Quiere que hablemos de Cappi o prefiere que sigamos intercambiando reproches? En mi opinión, estamos en paz.
—Tiene una cara dura impresionante. ¿Por qué me viene con estas historias sobre Pinky? ¿A mí qué coño me importan? Ese tipo es un chorizo.
—Necesita ayuda. He pensado que a lo mejor podíamos hacer un intercambio.
—¿Un intercambio?
—Eso mismo. Yo le cuento lo que sé y usted le paga las facturas médicas y los gastos diarios hasta que Dodie se recupere.
Dante la miró asombrado.
—Soy un hombre malo. ¿No se lo ha advertido nadie?
—A mí no me parece tan malo.
—A tipos como yo no se les pide que acepten un trato —dijo—. Esa es la cuestión.
Ella lo miró con…, no lo llamaría insolencia exactamente, pero quizá sí cierta chulería.
—¿Por qué no?
—¿Que por qué no? Fíjese en quién más está metido en este asunto. Me dice que Cappi me ha vendido. ¿Sabe qué clase de persona es? Una afirmación como esa puede costarle muy cara.
—Len Priddy es aún peor.
—¿Que Cappi? ¿Y por qué lo cree?
—Len es un poli y ha jurado defender la ley. Si él es corrupto, ¿qué hay del resto de nosotros?
—Ya veo. Usted da por sentado que yo ya soy corrupto, así pues, ¿qué más da en mi caso?
—En absoluto. Sospecho que usted juega limpio, y que es un hombre de palabra.
—¿En qué se basa?
—Me baso en el hecho de que tiene poder, y lo ha tenido desde hace años. No necesita ir haciendo el gilipollas por ahí.
—Bonitas palabras, pero no le van a servir de mucho. No hay nada que pueda ofrecerme a cambio. Que Cappi se chive no es ninguna novedad. Llevo sospechando de él desde que salió de Soledad.
—Bueno, pero ahora ya lo sabe seguro. Yo he visto las fotografías.
—Su palabra contra la de él. Usted ha dicho que Cappi las destruyó todas, así que ¿dónde están sus pruebas?
—Eso no importa. Usted no lo va a denunciar, así que las pruebas no son relevantes.
—Dos correcciones. A, usted no sabe lo que voy a hacerle a mi hermano; y B, usted no tiene ni idea de lo que es o no relevante. Cuénteme algo que yo no sepa y quizá podamos negociar. Lo crea o no, yo también le tengo cariño a Pinky.
La detective le sostuvo la mirada y Dante adivinó que quería decirle algo más. No parecía estar segura de si sería prudente decírselo y, por primera vez, Dante mostró auténtico interés.
—Venga, suéltelo de una vez.
—¿Es consciente de que Abbie Upshaw es la novia de Len Priddy?
Dante la miró fijamente.
—¿Quién lo dice?
—Los vi en el Palms hace una semana. Me la presentaron como su novia. Se lo puede preguntar usted mismo.
—¿La ha visto en mi despacho?
—Claro. Cuando lo buscaba a usted me topé con ella.
—Y está involucrada en este asunto, se trate de lo que se trate. ¿Tiene algo que ver con las fotos que usted ha mencionado?
—Para empezar, creo que las hizo ella. Len las escondió en casa de Abbie, que estuvo fuera de la ciudad el pasado fin de semana, tirándose a Len seguramente. Pinky buscó las fotos en casa de Priddy y, como no las encontró, decidió buscarlas en la casa de Abbie. Se llevó su caja fuerte, y al abrirla, se topó con un filón.
—¿Qué interés tiene Pinky en todo esto?
—Len le hacía chantaje con otra serie de fotografías para tenerlo controlado. Esas eran las que Pinky estaba buscando. Las de Len y Cappi fueron una especie de prima. Pura chiripa. Esperaba que usted le perdonara los dos mil dólares que le debía a cambio de las fotos.
Dante tardó unos instantes en asimilar la información.
—Está bien. Dígale a Pinky que venga a verme, y ya me ocuparé de él. ¿Tiene coche?
—Lo he dejado en el aparcamiento subterráneo.
Dante levantó el brazo y pulsó un botón.
—Tomasso, puedes llevarnos de vuelta al aparcamiento. Dejaremos a esta dama junto a su coche.
Dante tomó el ascensor para subir hasta sus oficinas. Al abrirse las puertas, se dirigió a la recepción y se detuvo frente al escritorio de Abbie. Una chica muy guapa, sin duda, con esa larga melena oscura. A veces la llevaba recogida, sujeta con un gran pasador de concha que parecía un cepo dentado. Seria, responsable, una empleada valiosa. Abbie lo observaba cuidadosamente, intentando adivinar su humor. Quizá sospechaba que su jefe y la detective se habían encontrado abajo.
—Quiero que te encargues de algo.
—¿Yo?
Su cálida tez aceitunada había adquirido una tonalidad grisácea. Dante sabía que si alargaba el brazo y le tocaba la mano, Abbie tendría los dedos fríos.
—Necesito dos asientos de primera clase en un vuelo de Los Ángeles a Manila. Y una limusina para llevarnos al aeropuerto.
Cuando Abbie asimiló las instrucciones de Dante, su expresión se volvió inescrutable. Al fruncir el ceño le aparecieron dos arrugas paralelas entre los ojos. Si lo fruncía a menudo, las arrugas ya no desaparecerían.
—¿Algún problema? —preguntó Dante.
—Me preguntaba por qué ha elegido Manila.
—Me gustan las Filipinas, ¿de acuerdo?
Abbie se pasó la lengua por los labios, como si se le hubiera secado la boca.
—¿Cuándo quiere irse?
—El jueves. Que sea tarde, así podré trabajar todo el día. Estaré en el almacén a primera hora de la mañana. Envía una limusina a recogernos en casa para el viaje hasta el aeropuerto.
—¿No quiere que lo lleve su chófer?
—Tiene derecho a tres semanas de vacaciones. Y mi guardaespaldas también.
Abbie vaciló.
—Lou Elle es la que se suele encargar de los viajes.
—Pero esta vez te encargarás tú. ¿Te las arreglarás?
—Sí, señor Dante.
Dante se inclinó hacia delante y cogió la libreta en la que su secretaria anotaba las llamadas telefónicas. Dante hubiera preferido un bloc con papel carbón intercalado, de modo que Abbie pudiera arrancar la hoja de encima y dejársela en su escritorio. Anotó dos nombres y una serie de números en la página pautada y le devolvió la libreta a Abbie empujándola sobre el escritorio.
Abbie le echó un vistazo.
—¿La señora Vogelsang?
—Te puedes guardar tus opiniones.
—¿No necesitaré su fecha de nacimiento y el número de su pasaporte?
Dante señaló a la hoja.
—¿Y esto qué crees que es?
—¡Vaya, lo siento! ¿Con qué compañía?
—Sorpréndeme. Quiero tener el itinerario esta tarde. Además, llama al Departamento de Policía y pregunta por el subinspector Priddy. Se escribeP-R-I-D-D-Y. Concierta una reunión aquí lo antes posible. Antes de una hora, si puede venir.
Dante se dirigió a la puerta y desapareció por el pasillo interior. No volvió la mirada, pero pudo imaginarse la expresión consternada de su secretaria. ¿Qué haría cuando Len Priddy llegara al despacho? ¿Admitir que se acostaba con un poli de la Brigada Antivicio? ¿Fingir que no lo conocía?
Entró en el despacho de Lou Elle y la encontró tecleando en su ordenador. Las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz.
—Siento interrumpir. Le he pedido a Abbie que me reserve unos billetes de avión. No quiero que pienses que se está metiendo en tu terreno.
—Te agradezco la información. ¿Algo más?
—Eso es lo que más me gusta de ti. Siempre vas al grano.
—Para eso me pagas.
—¿A quién conocemos en el hospital St. Terry’s?
—¿Historiales médicos o administración?
—Lo que sea. Necesito todo lo que tengan tanto de una cosa como de la otra.
Una vez más, anotó varios datos en una libreta, arrancó la hoja y se la pasó a Lou Elle. Después continuó escribiendo mientras ella leía la nota que le había dado.
—¿Pierpont? ¡Menudo nombrecito!
—Yo no se lo puse, fue cosa de su madre. Abre una cuenta a su nombre. Cien de los grandes para empezar, y luego ya se irá viendo. Asegúrate de que no le falte nada, pase lo que pase.
Lou Elle lo miró a los ojos.
—¿Qué va a pasar?
—La vida es como una partida de dados. Nunca sabes qué números te van a salir.
—¿Son gastos desgravables?
Dante sonrió.
—Buena pregunta. Habla con Saul para ver si puede arreglarlo —contestó Dante—. Y ya que estás, hay algo más de lo que quiero que te encargues. Un pequeño cambio.
Dante le entregó la segunda página que había arrancado de la libreta.
Lou Elle le echó una ojeada.
—¡Caray! ¿Es para mí?
—Pensé que a ti y a tu marido os vendrían bien unos días fuera.
Lou Elle dobló la nota por la mitad y la metió bajo su calendario de mesa.
—Gracias. Muy amable de tu parte. Le diré a Saul que se encargue del resto, ya que ese es su terreno.
—Todo es terreno de Saul.
—Entendido.
Dante se pasó el resto de la mañana ocupándose de otros asuntos. Cuando Abbie llamó a su interfono al mediodía, casi había olvidado lo que le había pedido hasta que ella le dijo que el subinspector Priddy estaba en el vestíbulo.
—Dame unos minutos y luego hazlo entrar. No le vendrá mal tener que esperarse un rato.
—¿Quiere que le sirva café?
—¿Por qué no? Haz que se sienta bienvenido.
Dante levantó el dedo de la tecla del interfono. No valía la pena enfadarse por el engaño de Abbie. La gente te traicionaba y se volvía contra ti sin pensárselo dos veces. Su padre ya se lo había advertido. Siempre le aconsejaba jugar la mano que le hubiera tocado en suerte. No tenía sentido desear que las cosas fueran distintas sólo porque la verdad cortara como la más afilada de las cuchillas.
A continuación, Dante se levantó de su escritorio, fue hacia la caja fuerte empotrada en la pared, marcó la combinación y la abrió. Sacó su pistola Sig Sauer y se la metió en el bolsillo interior de la americana. Cuando se hubo sentado de nuevo, llamó a Abbie por el interfono y le dijo que hiciera pasar a Priddy. Al cabo de unos minutos llegaron los dos. Si hubiera instalado una cámara de vigilancia en el vestíbulo podría haberse divertido observando sus tejemanejes.
Abbie dio unos golpecitos en la puerta. Mientras la abría, Dante se inclinó hacia delante y pulsó una tecla en el contestador automático. Al parecer, Abbie y Priddy habían decidido actuar como si nada. Ella adoptó una expresión vacía e indiferente y el policía se esforzó en ignorarla. Dante se levantó y le estrechó la mano a Priddy, invitándolo a tomar asiento. Nunca le había gustado su aspecto. Tenía pinta de adulador. Pelo gris peinado hacia atrás, cara grande y cuadrada con la piel rugosa y flácida alrededor de la mandíbula. Tenía grandes bolsas debajo de los ojos y los párpados superiores tan caídos que parecía un milagro que pudiera ver. Dante no entendía qué hacía una chica tan despampanante como Abbie con un tipo como él. Quizá necesitara un protector, y a Priddy le gustara trajinarse a alguien a quien doblaba la edad.
—Subinspector Priddy —dijo Dante—, me alegra verlo de nuevo. Hace bastante tiempo desde la última vez.
—Parece que las cosas le van bien.
—Me iban bien hasta hace poco.
—¿Y cómo es eso?
—Sí, cómo es eso. Vayamos al grano. Han visto a mi hermano hablando con usted. La noticia me ha llegado de varias fuentes y no me ha sentado nada bien.
Len continuó mirándolo. Dante se dio cuenta de que el policía parecía reacio a confirmar la acusación, y era demasiado listo como para negarla.
—No creo que sea muy buena idea hablar de esto ahora —señaló Len.
—¿Por qué no? No hay ningún micrófono oculto en el despacho. Hago que lo inspeccionen en días alternos —explicó Dante, y luego añadió—: Supongo que le ha llegado todo tipo de información sobre la forma en que gestiono mis negocios. Aunque Cappi no es, precisamente, una fuente muy fiable.
—No creo que eso merezca ningún comentario. Usted conoce a su hermano mejor que yo.
—Hay algo que no le he dicho a Cappi, y que por tanto no habrá tenido la oportunidad de contárselo a usted. Voy a cerrar el negocio. Llevo años queriendo dejarlo, pero nunca me parecía que fuera el momento indicado.
Len sonrió.
—Va a cerrar el negocio porque lo han imputado y sabe que acabará en la cárcel.
—No era consciente de que estuviéramos hablando de mis motivos —repuso Dante—. Admito que me retiro porque me conviene, pero tenga esto muy presente: soy un buen empresario. Creo en las buenas prácticas financieras, como si fuera un banco. Además, he limitado al máximo los actos violentos, y si ha habido alguno, habrá sido cosa de Cappi.
—Usted nunca ha ordenado que mataran a nadie —ironizó Priddy.
—No, no lo he hecho. Los asesinatos tienen muy mala prensa. Aunque seguro que Cappi no estaría de acuerdo conmigo. Se muere de ganas de ocupar mi puesto. Cuando eso suceda, usted tendrá un problema muy serio entre las manos.
—Creo que podré arreglármelas.
—De este asunto es de lo que quiero hablar ahora. Puede que Cappi esté dispuesto a pagarle su parte, pero no será tan generoso como yo. Le aconsejo que llegue a un acuerdo con él al principio, y asegúrese de que sea usted el que pone las condiciones.
—¿Para eso me ha citado aquí? ¿Para oír consejos que no he pedido de boca de un puto gángster?
—No me considero un gángster, esa palabra me ofende. Nunca me han condenado por ningún delito.
—Pero lo condenarán.
—Puede permitirse la petulancia, porque saldrá ganando pase lo que pase. Que me vaya yo, que entre mi hermano, a usted le da igual. Si cree que yo le doy mucho trabajo, espere a que Cappi tome las riendas. Va a dejar esta ciudad patas arriba.
—Entonces, ¿por qué no nos hace un favor a todos y lo elimina? —preguntó Len.
Dante sonrió.
—¿Por qué no lo hace usted? Yo ya tengo demasiados problemas, no me hace falta añadir el asesinato a la lista.
—Usted sólo tiene un problema, amigo. Que vamos a cargárnoslo.
—¡No me diga! ¿Cuánto tiempo dura ya esta investigación? ¿Dos años, tres? ¿Están jugando a las palmitas con el FBI y con quién más? ¿La Agencia Antidrogas? ¿La ATF[2]? Un montón de burócratas, gilipollas todos ellos. Ya le he dicho que lo pienso dejar. Es Cappi el que debería preocuparle. Elimínelo y el negocio será todo suyo.
Len se levantó.
—Se acabó la reunión. Adiós y buena suerte.
—Piénselo, es todo lo que le digo. Jubílese de la policía y viva a lo grande para variar. Le podría ir mucho peor.
—Lo consideraré —respondió Priddy—. ¿De cuánto tiempo estamos hablando hasta que se marche?
—Eso no le concierne. Si le he contado todo esto es porque quiero ser justo, ya que usted me ha sido de gran ayuda hasta ahora.
Dante salió del despacho temprano. Estaba inquieto, le obsesionaba la reacción de Nora y aún no había decidido qué hacer. Quería contarle lo que le pasó a Phillip, pero sabía que eso supondría el final de su relación. Por otra parte, ¿qué era el amor sino sinceridad y franqueza? Le pidió a Tomasso que lo dejara en casa, y allí cogió su coche. Condujo hasta la residencia de los Vogelsang en Montebello, entró con su Maserati en el patio y a continuación lo aparcó junto al Thunderbird de Nora. Era miércoles, así que supuso que Channing habría vuelto a Los Ángeles. Dante sentía un gran peso en el corazón, expresión que nunca había entendido antes.
Se dirigió a la puerta de entrada, consciente de lo rutinarios que le parecían todos sus actos. Interpretaba el papel de Lorenzo Dante sin habitar del todo en su cuerpo. Era como si se observara a sí mismo desde lejos. Nora debió de oír su coche, porque nada más llamar él al timbre ella le abrió con expresión airada. No se movió del umbral, obligándolo a permanecer en el exterior. Alguien había levantado la liebre.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Dos agentes del FBI fueron a la casa de Malibú. No puedo creer que no me lo hubieras contado tú antes. ¿Cuánto tiempo ibas a dejar pasar?
—No tenía ni idea de que estuvieras casada con Tripp hasta que me lo dijiste ayer en la casa de la playa.
—Sí que lo sabías. Lo vi en tu cara. ¿Por qué no me lo dijiste?
—No fui capaz. Cuando finalmente caí en la cuenta, sólo podía pensar en que no quería perderte. Sabía que, si te lo confesaba, todo se habría acabado.
—Eres despreciable —dijo Nora.
—No tenía intención de engañarte. He venido porque quiero ser sincero contigo, pase lo que pase.
—Vaya, ¡qué actitud tan noble!
—Nora, te lo juro por Dios. Nunca le puse la mano encima a tu hijo. No me estoy disculpando, murió por mi culpa. Soy responsable de lo que sucedió, pero no fue en absoluto mi intención. Hice un comentario a la ligera y Cappi lo interpretó mal. Es despiadado y no puede controlar sus impulsos. Ha sido así desde que era un niño. Debería haber mandado que lo eliminaran. No fui capaz, pero debería haberlo hecho. No sabía lo peligroso que era.
—Sí que lo sabías, lo sabías perfectamente, pero miraste hacia otro lado.
—No quiero discutir contigo, no he venido para eso. Tienes razón, acepto todo lo que digas. Debería haberlo denunciado hace dos años, cuando me enteré de que tiró a Phillip desde aquel tejado. Pensé que el hecho de que fuera mi hermano importaba más que hacer justicia. Me equivoqué.
—Podrías haberlo denunciado ayer mismo. Puede que hubiera creído en tu sinceridad si lo hubieras hecho.
—Haré lo que es debido. Hablaré con el fiscal del distrito y se lo contaré todo.
—¿A quién le importa una mierda lo que hagas ahora? Sigue siendo tu hermano. No veo por qué de repente te parece bien hacer lo que deberías haber hecho hace mucho tiempo.
—Escúchame, por favor. La situación ha cambiado. Cappi me ha delatado a la policía, así que ya no le debo nada.
—¿Pero te das cuenta de lo que acabas de decir? Si te hubiera sido leal, habrías seguido protegiéndolo. ¿Qué más da que cometiera unos cuantos asesinatos? Lo habrías protegido siempre que tú pudieras sacar también provecho.
—He tenido que cargar con él porque mi padre se habría muerto si a Cappi le hubiera pasado algo. Pensé que si cuidaba de él, mi viejo dejaría de ignorarme.
—Vaya, así que tu padre te ignora.
—De acuerdo, dejémoslo así. No voy a pelearme contigo por esto. Ya que estamos poniendo las cartas sobre la mesa, hay algo más que quiero contarte. Haz lo que tengas que hacer, pero te pido que consideres lo que voy a decirte. Phillip era un buen chico, pero se había descarriado. Me dijo que jugó al póquer durante todos los años que pasó en la universidad. Alardeaba de haber ganado mucho dinero, pero era mentira. Todos los jugadores de póquer dicen lo mismo. Distorsionan la realidad: se olvidan de lo que pierden y exageran lo que ganan. ¿Te has parado a pensar alguna vez cuánto pagasteis Channing y tú para cubrir sus deudas? Seguiríais pagándolas hoy, porque Phillip no lo habría dejado. No podía. Era como una droga para él, su manera de aliviar el dolor y la ansiedad.
—No sabes de qué hablas.
—Sí que lo sé. Veo a tipos como él todo el tiempo. Les presto dinero para que puedan salir del agujero que ellos mismos se han cavado. Tú y Channing siempre ibais a estar recogiendo los platos rotos. Phillip era muy débil.
—¡Cómo te atreves a criticar a mi hijo! ¡Era un niño! Sólo tenía veintitrés años.
—Nora, tenía problemas muy graves. Era inmaduro y presuntuoso, padecía altibajos. Todo eso no importaba mientras viviera en la burbuja que se había creado, pero en el mundo real no conseguía salir a flote.
—¿Cómo sabes que no se habría enmendado? Perdió la oportunidad de intentarlo. Perdió la vida, ¿y para qué?
—Puede que se hubiera enmendado. Yo no tengo forma de saberlo, ni tú tampoco. De todos modos, no merecía morir. Lo que le pasó fue culpa mía, y no niego mi responsabilidad en el asunto. Sé que no puedes perdonarme, y no te estoy pidiendo que lo hagas. Pero no quiero que intentes falsear cómo era Phillip o lo que hacía. Siento mucho su muerte, te lo digo de verdad. Sé lo que significaba para ti, y lo siento.
—¿Algo más? —preguntó Nora con voz monótona.
Dante respiró hondo.
—Ya que te estoy siendo sincero, será mejor que te lo cuente todo. Le tendí una trampa. Quería darle una lección, algo que quizás hubiera hecho Tripp de seguir vivo.
—¿Una lección? ¿De qué demonios hablas?
—Puse a una mujer en su mesa, una de mis empleadas. Georgia es una jugadora de póquer de primera. Sabía que Phillip se estrellaría si se enfrentaba a ella. Quería que tocara fondo para que se percatara de que estaba obrando mal. No iba a descubrirlo por su cuenta si siempre acudía alguien en su ayuda. Te juro que esa era mi intención, conseguir que volviera al buen camino.
Nora empezó a cerrar la puerta.
Dante alargó el brazo y se lo impidió.
—Escúchame. Mi hermano mató a tu hijo. Phillip no se suicidó. Su muerte no tuvo nada que ver contigo. Échame a mí la culpa, si eso te hace sentir mejor. Has pasado por algo que ningún padre tendría que soportar, y nada podrá compensarlo. Pero Phillip está muerto y ya no hay marcha atrás. Al menos ahora sabes que no murió por su propia voluntad.
—Basta. Ya has dicho todo lo que tenías que decir. Ahora aléjate de mí. Estoy cansada.
—Joder, Nora. Todos estamos cansados.
Nora cerró la puerta. Dante permaneció en el umbral durante un minuto más y luego dio media vuelta y volvió a su coche.
Pensaba que su conversación con Nora había sido el momento más aciago del día, pero aún le esperaba algo peor. Cuando llegó a su casa, las habitaciones de la planta superior estaban a oscuras. Alguien había encendido las luces de la cocina, el comedor y el salón, pero nada halagüeño lo esperaba. Lola se había ido hacía horas. Dante dejó el coche en el camino de entrada para que Tomasso lo metiera en el garaje y entró en la casa por la puerta principal. Sintió alivio al no ver a su padre. Entró en la biblioteca y se preparó una bebida. Salió de la casa por la puerta trasera, saludando brevemente a Sophie al pasar. La criada lo miró con preocupación, consciente, al parecer, de que Lola había hecho las maletas y se había ido. Aunque sabía que no sería prudente compadecer a su jefe, le estaba preparando sus platos favoritos: ternera Wellington y judías verdes. Dante vio trozos de patata hirviendo a fuego lento y supo que Sophie haría puré con mantequilla y crema agria. Había sacado la sopera para verter en ella la sopa de tomate que acababa de hacer. También había preparado una ensalada verde, que aliñaría antes de servírsela. Esos eran los únicos cuidados maternales que Dante conocía: alguien que le hiciera la cena y le cocinara los platos que le gustaban. Pagaba muy bien a Sophie, pero no se quejaba. Su dedicación bien lo merecía.
—Su tío ha preguntado por usted —dijo Sophie—. Cara ya ha venido seis veces.
—Ahora iba a verlo. Volveré en una media hora. ¿Está papá en casa?
—Se marchó en la limusina, conducía Tomasso. Dijo que se pasaría por casa de Cappi y lo invitaría a cenar.
Dante no hizo ningún comentario. ¿Qué le importaba lo que su padre hiciera con Cappi?
Aunque todavía no había oscurecido del todo, el día ya tocaba a su fin, lo que confería un aspecto acogedor a las luces de la casa de invitados. A Dante le llegó el olor de humo de leña y se imaginó que Cara habría encendido la chimenea para calentar al anciano, que cada día estaba más débil. Al abrirle la puerta, la enfermera le habló en voz baja. Por encima del hombro de Cara pudo ver a su tío, sentado lo más cerca posible de la chimenea.
Cara lo miró con expresión inquisitiva.
—¿Vas a ir a algún sitio? Tu tío no deja de decir que te vas. Está muy agitado.
—De momento no tengo ningún plan. Lola se ha ido. Se fue a Los Ángeles esta mañana, así que puede que mi tío la haya visto salir y haya pensado que era yo el que iba en el coche.
—Bueno, pues haz lo que puedas para calmarlo. Nunca lo he visto tan mal.
Dante se acercó a la chimenea, donde Cara le había puesto una silla para que pudiera hablar con su tío. Alfredo estaba envuelto en un edredón, con la cabeza hundida en el pecho. Sólo algún que otro ronquido indicaba que aún se encontraba entre los vivos. Dante no quería despertarlo, así que se sentó y fue bebiendo a sorbos su copa. Mejor hacerle compañía a su tío en silencio que quedarse a solas en la casa principal. Se entretuvo contemplando el fuego, y cuando volvió a mirar a su tío, el anciano tenía los ojos abiertos y lo miraba con una intensidad que Dante no había visto en él en muchos años.
—¿Cómo va todo? —preguntó Dante—. ¿Aún sigues aquí?
—He soñado que te ibas de viaje. No dejabas de mirar hacia atrás y de hacerme gestos, como si yo tuviera que ir contigo. —El tío Alfredo hizo una pausa y luego sonrió—. Uno de esos sueños en los que te quieres dar prisa pero no lo consigues. Como andar en aguas profundas que te cubren hasta aquí.
Alfredo se llevó una mano temblorosa al pecho.
—A veces yo también me siento así cuando estoy despierto —explicó Dante—. Pero de momento no me voy a ningún sitio, así que eso no tendría que preocuparte.
—Cada vez me queda menos tiempo, y hay algo que debo confesarte.
—No tienes por qué hacerlo ahora…
Alfredo negó con la cabeza.
—Escúchame. De esto estoy seguro. Las sombras son cada vez más largas y tengo frío. La tensión me está bajando. Cara no quiere hablar del asunto, pero yo lo noto en el alma. Los que trabajan en centros para terminales pueden decirte la hora exacta en la que te vas a morir, por eso no quería que pulularan a mi alrededor. Cara es más guapa, y además tiene unas tetas enormes.
Dante sonrió.
—Pensé que apreciarías sus atributos.
—Lo que pienso decirte es algo que, o no quieres saber o ya lo supusiste hace años. No te lo voy a decir para hacerte daño, sino para liberarte. Crees que no vas a irte a ninguna parte, pero el tiempo se te acaba, igual que se me está acabando a mí.
—Ahora estoy aquí —afirmó Dante.
—Lo que me pasa contigo es que siempre me has roto el corazón. Tuviste que soportar más penas de las que merece soportar cualquier niño, así que déjame decirte esto mientras pueda.
Dante notó que se le agarrotaban los músculos de la cara debido a sus esfuerzos por contener las lágrimas.
—Tiene que ver con tu madre.
Dante levantó una mano.
—Centrémonos en nosotros y en nuestra relación. Es a ti a quien voy a echar de menos.
—No como la echaste de menos a ella. ¿Recuerdas el día en que tu padre vació la piscina?
—Fue puro resentimiento por su parte. Incluso a los doce años, eso lo tuve claro.
—Lo hizo porque había sangre de tu madre en el agua.
Dante sintió que su cuerpo se paralizaba. Tenía la imagen tan clara como si él hubiera estado presente cuando sucedió, pese a saber que no fue así.
—¿Él la mató?
—Es lo que mejor se le daba, matar. No como ahora, que está hecho una ruina. Seguro que recuerdas su mal genio en aquella época. Era algo terrible. Se volvía loco cuando se enfadaba. Ahora ni siquiera recuerdo qué provocó que explotara. No fue nada que hiciera ella, todo eran suposiciones de tu padre. Yo estaba allí. Traté de intervenir, pero tu padre había perdido el control. Tú y tus hermanos estabais durmiendo. Me obligó a ayudarlo a enterrarla y luego se deshizo de su ropa y de todo lo que ella atesoraba. Tú eras el favorito de tu madre, y por eso a partir de entonces tu padre te pegaba unas palizas de muerte a la menor oportunidad. Quería aplastarte a ti para vengarse de ella.
—¿Cómo la mató?
—La degolló.
—Dios mío.
—Ella nunca os habría dejado. Deberías saber lo mucho que os quería, y lo mucho que se preocupaba por vosotros. Con los años, pensé que me lo preguntarías. Creí que te darías cuenta de que lo hizo él, de que no tuvo nada que ver con tu madre. Ahora entiendo que, al faltarte ella, sólo te quedaba tu padre. Es un auténtico infierno para un niño. Cuanto más intentabas complacerlo, más le recordabas lo que hizo.
Dante sintió una sacudida en lo más profundo de su ser. Los recuerdos se agolparon en su mente y la verdad rebotó por todos los rincones de su alma. Lo sabía, lo había sabido siempre. ¿Qué otra cosa tenía sentido en su vida salvo su madre? Bella, joven y entregada a él después de todo.
—Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo —dijo Alfredo—. No tengo ningún consejo que ofrecerte. Asimila bien lo que acabo de contarte y haz con ello lo que te parezca. No podía dejarte sin hacértelo saber. Debería habértelo contado hace años, pero soy un cobarde. Aunque me avergüenzo de mí mismo, siempre he estado orgulloso de ti. Eres un buen hombre, y te quiero más que a nada en el mundo. Si hubieras sido hijo mío, todo habría sido distinto. Debes salir del país mientras puedas. Yo estaré bien. De todos modos, no me queda mucho tiempo y no quiero que te quedes por mi culpa. Esta es nuestra despedida. Vete, te cubriré la espalda. Seré como el tipo que se queda en el fuerte mientras los otros se libran de una muerte segura. Descansaré mejor sabiendo que estás a salvo, así que hazlo por mí.
Dante asintió. Alargó los brazos y los dos hombres se apretaron las manos con fuerza, como si así pudieran encontrar la manera de inmortalizar su vínculo. Dante se sintió más valeroso, fuerte y limpio de lo que se había sentido en toda su vida. Fue el regalo de despedida de Alfredo.