28
Saqué el coche del camino de entrada dando marcha atrás y luego salí disparada con un chirrido de ruedas que sonó como si hubiera atropellado a un gato. Marvin se quedó de pie en la calle mirándome con incredulidad. Lo había echado a toda prisa de mi estudio con la más sucinta de las excusas. ¡Pobre hombre, con lo amable que era! Había venido a mendigarme que volviera al trabajo, pero yo estaba angustiada por la desaparición de Pinky y no podía pararme a renegociar. Según mis cálculos, Pinky me llevaba cinco minutos de ventaja, y habría apostado a que se dirigía hacia su casa. Dodie no podía haberlo llamado, porque no sabía dónde estaba. Si los dos se habían puesto en contacto, él tendría que haberla llamado a ella. Dada la población total de la Tierra en aquellos momentos, existían otras posibilidades. Puede que hubiera contactado con alguno de los millones de seres humanos repartidos por el globo, pero tras su insistencia en hablar con Dodie, mi suposición tenía cierto sentido. Cuando diera con él, esperaba descubrir por qué había llamado a un taxi y se había largado sin decirme nada. Cualesquiera que fueran sus motivos, debía de haber creído que no me los tragaría y por lo tanto no habría querido arriesgarse a contármelos.
Mi apartamento cerca de la playa estaba a aproximadamente doce manzanas del dúplex de Pinky en Paseo, como mucho a unos dos kilómetros y medio. El límite de velocidad en la mayoría de calles residenciales era de cincuenta y cinco kilómetros por hora. No quise pararme a pensar en las señales de stop, los semáforos en rojo y el resto de impedimentos viarios que ralentizarían mi avance. Mantuve el pie en el acelerador y en las calles transversales puse especial atención por si venían vehículos antes de salir disparada en cada cruce. No me salté ningún semáforo en rojo, pero a punto estuve. Era muy consciente del riesgo de que hubiera coches patrulla en la zona, pues no me encontraba demasiado lejos de la comisaría.
Me dirigí hacia el norte por Chapel, que a aquella hora no tenía demasiado tráfico. Por suerte, iba bien de tiempo. No me percaté del problema hasta que me topé de narices con él, cuando estaba a punto de girar a la izquierda en Paseo. Habían levantado una barrera. Vi una hilera de conos naranjas cuidadosamente alineados frente a seis tramos de valla provisional, junto a un letrero en el que ponía CALLE CERRADA AL TRÁFICO. Me planteé protagonizar un acto de desobediencia civil, pero preferí seguir por Chapel con la idea de girar a la izquierda en la siguiente transversal, que también resultó estar cortada. Me pareció una broma cruel, pero lo más probable es que los cortes de calles formaran parte de un proyecto de rehabilitación relegado al horario nocturno en lugar de ser un plan concebido específicamente para fastidiarme. En la siguiente manzana la calle no estaba cortada, pero tenía una señal de sentido único y la flecha me urgía con insistencia a ir a la derecha cuando yo quería girar a la izquierda. Me dije «¡a la mierda!» y giré a la izquierda de todos modos, conduciendo en dirección contraria por una calle de sentido único. En el fondo de mi mente sabía que no estaba completamente sobria. Menos de una hora antes había bebido una copa de vino —diría que quince decilitros, pero puede que fueran veinte— con el bocadillo. Dados mi peso y mi estatura, casi rozaba el límite legal de alcohol en la sangre. Probablemente no llegaba al máximo de 0,3, pero si un policía me paraba por violar las normas de tráfico puede que me exigiera montar el numerito de rigor para demostrar que no estaba borracha. Aunque no me obligara a hacer una prueba para medir el nivel de alcohol en mi aliento, ni a proporcionarle fluidos corporales, una multa de tráfico me retrasaría más de lo que podía permitirme.
Aceleré hasta Dave Levine Street, giré a la izquierda, recorrí dos manzanas y volví a girar a la izquierda en Paseo. Vi un reluciente Cadillac amarillo nuevo aparcado cerca de la esquina, con un adhesivo en el parachoques en el que decía SOY LA DUEÑA DE ESTE COCHE GLORIOSO GRACIAS A GLORIOSA FEMINIDAD. En la puerta del conductor se veía la silueta dorada de una mujer con los brazos levantados, bajo una lluvia de estrellas fugaces. Por suerte, encontré sitio junto a un trozo de bordillo pintado en rojo. Aparqué de maravilla, tapando la boca de riego. Apagué el motor, pero al salir del coche vacilé. Debatí rápidamente si debía coger mi H&K o dejarla en el coche. La marcha apresurada de Pinky me había provocado una sensación de apremio, pero puede que sólo se debiera a mi febril imaginación. No tenía motivos para pensar que se produciría un tiroteo, así que guardé mi pistola en el Mustang bajo el asiento del conductor. Abrí el maletero, dejé mi voluminoso bolso en su interior y luego me puse el cortavientos que siempre tengo a mano. Me metí las llaves en el bolsillo de los vaqueros y crucé la calle en dirección al dúplex.
Vi luces encendidas en el piso superior del dúplex de los McWherter, a la derecha del edificio. El salón de los Ford también tenía las luces encendidas en la planta baja. Las cortinas estaban corridas casi del todo, pero pude divisar a Pinky sentado en un sillón. A su derecha, vi a Dodie sentada en un sofá, casi tapada por las cortinas. Las luces del televisor parpadeaban débilmente en sus rostros. Si ver a Dodie era tan importante para Pinky, no podía entender por qué tenía esa expresión tan enfurruñada. Su rostro, de pómulos altos y tez morena, parecía tallado en madera. Llamé al timbre y, al cabo de un momento, Pinky me abrió la puerta.
—¿Por que te has ido tan a la carrera sin decirme nada?
—Tenía prisa —respondió.
—Ya lo veo. ¿Te importa si entro?
—Por qué no.
Pinky se apartó de la puerta y me dejó pasar.
El recibidor, del tamaño de una toalla de baño, daba directamente al salón a la derecha. Había fuego en la chimenea, pero los troncos eran falsos y las llamas provenían de una hilera de agujeros colocados a intervalos regulares en la tubería del gas instalada bajo la rejilla. Los troncos estaban fabricados con un material que imitaba tanto la corteza como la madera del roble recién cortado, pero no se oía el chisporroteo de un fuego auténtico y tampoco se percibía el inconfundible olor del humo de leña. Costaba creer que un fuego de ese tipo pudiera calentar, aunque no parecía que a Pinky ni a su mujer les importara demasiado. Pinky tenía la mirada clavada en el hombre que apretaba su pistola contra la cabeza de Dodie. Al parecer, el tipo había arrastrado una silla desde el comedor y se había sentado detrás del sofá, usando el respaldo para apoyar la mano.
La pistola era una semiautomática, pero no tenía ni idea de quién sería el fabricante. A mi modo de ver, las armas y los coches pertenecen a la misma categoría general: algunos se pueden identificar nada más verlos, pero de muchos sólo importa su capacidad para mutilar y matar. Me fijé en el gran armazón de la pistola y en el acabado en cromo satinado de su cañón, que también exhibía una floritura de hojas grabada a lo largo. El calibre no importaba demasiado, porque con la boca presionada contra su cráneo, Dodie no podría sobrevivir al disparo de ninguna de las maneras.
Dodie dirigió la vista hacia mí sin mover la cabeza. Estaba convencida de que había un micrófono en la habitación y probablemente tenía la esperanza de que alguien captara la conversación, lo que significaría que la ayuda no tardaría en llegar. Sospeché que, de haber algún micrófono escondido, estaría conectado a una grabadora activada mediante voz a la que nadie prestaría atención hasta que se acabara la cinta. Aparté la mirada de Dodie y la fijé en el hombre de la pistola. Tendría unos cuarenta y pico años, con una mata de pelo rubio oscuro peinada en una cresta. Llevaba barba de dos días y tenía la nariz ligeramente torcida hacia la derecha. Entreabría los labios, como si respirar por la boca fuera su método preferido para tomar aire. Zapatillas de deporte, vaqueros, camisa sintética deformada y de aspecto barato. Podría haberlo considerado guapo de no parecer tan tonto. Con los tipos listos puedes razonar, pero este memo era peligroso. Dejó de mirar a Pinky y se fijó en mí.
—¿Quién es esta?
—Una amiga.
—Soy Kinsey, encantada de conocerte. Siento interrumpir —dije.
—Este es Cappi Dante —dijo Pinky, para completar las presentaciones.
Recordé el nombre de Cappi de mi conversación con Diana Álvarez y Melissa Mendenhall. Su hermano era el prestamista que quizás había tenido algo que ver con la muerte del novio de Melissa. O quizá no. Según lo que esta había contado, Cappi le pegó una paliza a una amiga suya, que salió malparada al quejarse a la policía de Las Vegas. Un tipo muy agradable.
—Cuando he llamado a casa, él ya estaba aquí, amenazándola con una pistola. Por eso he pedido un taxi y me he marchado cagando leches sin decírtelo.
—Tráela aquí para que pueda ver cómo la cacheas —ordenó Cappi.
—He dejado la pistola en el coche —repliqué.
—Eso es lo que tú dices.
Cappi gesticuló con impaciencia.
Pinky y yo nos situamos frente a Cappi. El matón no nos quitó el ojo de encima mientras yo me volvía de medio lado y levantaba los brazos, lo que permitió a Pinky palparme los costados y las perneras de los vaqueros.
—No va armada —dijo Pinky.
—Ya te lo había dicho —añadí.
—No te las des de lista. Cállate y mantén las manos donde pueda verlas —ordenó Cappi.
Hice lo que me pedía para no cabrearlo más de lo que ya estaba. Pinky volvió al sillón y se sentó, mientras que yo permanecí de pie con las palmas hacia arriba, como esperando a que lloviera.
—¿Te importa que te pregunte qué está pasando?
—He venido a buscar unas fotografías —contestó Cappi. Luego dirigió su atención a Pinky—. ¿Vas a dármelas de una puta vez?
Pinky se desabrochó la camisa, sacó el sobre marrón y se lo mostró.
—Ya sabes que son de Len. No le va a hacer mucha gracia que te entrometas.
—Pásaselas a tu amiga. Ya que está aquí, dejaremos que haga los honores.
Tomé el sobre y Cappi me indicó con la pistola que me dirigiera a la chimenea.
—¿Se supone que las tengo que quemar?
Crucé la habitación.
—Eso mismo —respondió Cappi.
—Irá más rápido si las voy sacando y las quemo de una en una —sugerí.
Ya que había sido amenazada de muerte a causa de esas fotografías, tenía curiosidad por saber a qué venía tanto alboroto.
Cappi reflexionó durante unos instantes, preguntándose quizá si intentaba engañarlo. Me encontraba a más de cinco metros de él, por lo que debió de darse cuenta de que mis opciones eran limitadas. No había atizadores en la falsa chimenea, ni nada que pudiera usarse como arma.
—Tú misma —contestó.
Rasgué el sobre y saqué las fotografías, cuidándome de no demostrar excesiva curiosidad. Eran copias de 20 por 25 centímetros, en blanco y negro brillante. La primera mostraba a Len Priddy y a Cappi sentados en un coche aparcado. La habían tomado de noche desde el otro lado de la calle, con un teleobjetivo. La iluminación no era muy buena, pero el primer plano no admitía dudas sobre la identidad de los fotografiados. Sostuve la fotografía sobre el fuego y una de las esquinas empezó a ondularse. Dodie había apartado la mirada y Pinky parecía desolado. Ladeé la fotografía para que se quemara por el otro lado. Cuando estuvo envuelta en llamas, la dejé caer sobre los troncos falsos, donde continuó ardiendo. Con la siguiente copia hice lo mismo. Len y Cappi aparecían fotografiados desde un ángulo similar en distintos lugares, pero la escena era prácticamente igual en todas las fotografías. Me concentré en mi tarea, guiando a las llamas a medida que el fuego masticaba y digería las imágenes. A juzgar por la hortera selección de camisas de Cappi, él y Len se encontraron en seis ocasiones.
Mientras desempeñaba mi cometido volví a pensar en el comentario de Cheney Phillips sobre la posibilidad de que yo estuviera poniendo en peligro a un confidente de la policía. Dodie me había contado que Len se valía de las fotos de su ficha policial para asegurarse de que Pinky le contara los rumores que circulaban por la calle. Puede que esta segunda tanda de fotografías fuera valiosa porque Len la estaba usando para tener a Cappi a raya. Las imágenes no suponían ninguna amenaza para Len. La identidad de los confidentes policiales suele tratarse con mucha cautela, y si su relación con Cappi salía a la luz, Priddy podría justificarla como un asunto policial, cosa que probablemente era. Por otra parte, cabía suponer que si Dante descubría que su hermano le proporcionaba información a un subinspector de la policía, Cappi sería hombre muerto.
—Ahora los negativos —dijo Cappi cuando las fotografías quedaron reducidas a ceniza.
Saqué las tiras de negativos y las sostuve sobre las llamas. Las películas llamearon y desaparecieron, dejando un olor acre en el aire. Una vez destruidos los negativos y las fotografías, no creí que Dodie, Pinky y yo corriéramos peligro. Cappi estaba en libertad condicional, que ya había violado por el hecho de blandir un arma. ¿Por qué querría complicarse la vida? Si disparaba contra nosotros no tenía nada que ganar y sí mucho que perder. No suponíamos una amenaza para él. Aunque nos chiváramos acerca de las fotografías, las pruebas ya habían desaparecido. Con todo, decidí mantener un cauto silencio para no provocarlo.
Cappi me miró.
—Pisotea las cenizas para asegurarte de que no quede ningún trozo de las fotografías.
Removí con la puntera de la bota los restos de papel fotográfico quemado. Una de las fotografías había conservado la forma rectangular, y hubiera jurado que aún se veía la imagen borrosa de Len y Cappi, con sus rasgos casi irreconocibles. Los fragmentos se separaron y se mezclaron entre los troncos.
Cappi se levantó y se metió la pistola en la cinturilla de los vaqueros, por la espalda. Ahora que las pruebas se habían convertido en hollín parecía relajado, dispuesto a correr alguna de sus juergas nocturnas.
—Me marcho, no hace falta que me acompañéis a la puerta. Agradezco vuestra colaboración —añadió, lo que demostraba que era un tipo la mar de afable. Debía de haber visto alguna película en la que los malos exhibían buenos modales.
Dodie se echó a llorar. Se cubrió los ojos con la mano y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Permaneció inmóvil, reprimiendo cualquier sollozo audible. Cappi se despidió y se dirigió tranquilamente hacia la puerta. Tenía que proteger su dignidad de matón, y no quería dejarnos con la impresión de que salía huyendo. Debió de sentirse tan aliviado como yo de que su misión acabara sin contratiempos. Pinky no había movido ni un músculo y yo contenía la respiración, consciente de que la situación no estaría resuelta hasta que Cappi se metiera en su coche y se fuera a otra parte. Abrió la puerta de la entrada y luego salió, cerrándola tras de sí con una sonrisa insolente.
—¡Hijo de puta! —exclamó Pinky.
A continuación se puso en pie de un salto, salió corriendo del salón y abrió de un tirón el armario del pasillo. Fue sacando de cualquier manera cosas de un estante, hasta que dio con una pistola. Comprobó que estuviera cargada y volvió a introducir el cargador a fondo mientras corría hacia la puerta y la abría de golpe, gritando el nombre de Cappi. Presa de la desesperación, salí tras él e intenté controlarlo. Cappi ya había recorrido media calle y, cuando se volvió, Pinky le descerrajó tres tiros. La boca de la pistola retrocedió cada vez. Oí un chillido agudo, pero el sonido era producto de la indignación, no del dolor. Cappi no había resultado herido, aunque el atrevimiento de Pinky lo había sobresaltado. Al parecer, no estaba acostumbrado a ser él el objetivo y su voz sonó tan aguda como la de una niña. Extrajo la pistola que llevaba a la espalda en la cinturilla de los vaqueros y disparó dos veces antes de volverse y salir corriendo calle abajo, agitando los codos. Sus pisadas retumbaron con fuerza sobre el asfalto. Al cabo de un momento oí que la puerta de su coche se cerraba de golpe y que el motor arrancaba. Con las prisas, se dio contra el vehículo que tenía delante antes de apartarse de la acera y desaparecer.
Pinky jadeaba, con la respiración acelerada por la ira y por la adrenalina. Me volví para mirar a Dodie, pensando que se habría tumbado detrás del sillón para protegerse. Fue entonces cuando vi la sangre. Uno de los disparos de Cappi había atravesado la pared de madera, y eso había ralentizado la trayectoria de la bala pero no lo suficiente. Esta vez fui yo la que chilló sorprendida, aunque sólo conseguí emitir un grito ahogado por la incredulidad. Pinky se quedó paralizado al ver a su mujer. No parecía captar la gravedad de su estado a pesar de tenerla delante. Como me sucediera antes a mí, no cayó en la cuenta hasta que vio la sangre.
Corrió a su lado y la puso de espaldas. La bala le había impactado en el lado derecho del pecho. Parecía tener la clavícula destrozada y la sangre manaba sin parar del orificio. Pinky presionó la herida con ambas manos y se volvió hacia mí con una expresión llena de impotencia y horror. Salí rápidamente de la habitación y me dirigí por el pasillo hasta la cocina, donde descolgué el auricular del teléfono de pared y marqué el 9-1-1. Cuando la operadora contestó a la llamada le di los detalles básicos: la naturaleza de la urgencia y el lugar donde se había producido el tiroteo. Cubrí el micrófono con una mano y llamé a Pinky.
—Oye, Pinky, ¿cuál es el número de tu casa?
Pinky me gritó el número y se lo comuniqué a la operadora.
La operadora reaccionó de forma metódica, repitiendo las preguntas con calma hasta quedar satisfecha con la información que le había proporcionado. Al fondo, oí a una segunda operadora que contestaba a otra llamada. La mujer con la que yo hablaba interrumpió la conversación el tiempo suficiente para activar el protocolo de emergencia, consistente en el envío de un equipo de asistencia.
Cuando volví al salón, lo primero que vi fue la pistola de Pinky tirada en el suelo. Dado que la ambulancia ya venía de camino hacia el escenario del tiroteo, la pistola era lo último de lo que debíamos preocuparnos. La cogí y salí al pasillo, donde aún estaban por en medio todos los trastos que Pinky había tirado mientras buscaba su arma a toda prisa. No tenía ni tiempo ni ganas de ponerme a ordenar, así que me decanté por la segunda opción: volver al salón y esconder la pistola bajo un cojín del sofá. Pinky vio cómo la escondía, pero ninguno de los dos quiso preocuparse de buscar un escondrijo mejor.
El hospital St. Terry’s estaba a menos de cuatro manzanas de allí, lo que iba a nuestro favor. Me arrodillé junto a Pinky e hicimos lo que pudimos por Dodie, que ya respiraba con gran dificultad. Había comenzado a temblar a causa del shock y de la pérdida de sangre. No estoy segura de que fuera consciente de lo que había sucedido, pero se la veía muy pálida y su organismo reaccionaba con una serie de convulsiones. Le acaricié la mano e intenté animarla y tranquilizarla mientras Pinky farfullaba cualquier palabra de consuelo que le venía a la mente. Eran palabras llenas de inquietud y de estrés, de histeria contenida por pura necesidad. En un instante, todo se había complicado. Pensé que, tras quemar las fotografías, lo peor habría pasado, pero no había hecho más que empezar.
Contemplé a Dodie con una curiosa sensación de distanciamiento. La mujer de Pinky estaba consciente, y pese a que desconocía la gravedad de su estado, sabía que corría peligro. Creo que en semejantes circunstancias un herido grave puede decidir si quiere seguir viviendo o si prefiere desentenderse de todo. Por grave que fuera su herida, podíamos convencerla para que no se rindiera si lográbamos que aceptara lo que le decíamos: que estaba a salvo, que todo saldría bien, que se recuperaría, que la ayuda estaba de camino, que no nos apartaríamos de su lado. Toda una letanía de reconfortantes promesas para hacerle ver que volvería a estar sana y que dejaría atrás el dolor. Dodie se tambaleaba en el borde del precipicio y el abismo se abría ante ella. La observé mirar al oscuro agujero de la muerte y entonces puso los ojos en blanco. Le sacudí la mano. Abrió los ojos de nuevo y, tras mirarme, volvió la vista hacia Pinky. Intercambiaron un mensaje silencioso pero cargado de intención. Si Pinky era capaz de pedirle que volviera a la vida, seguro que lo estaba haciendo. La cuestión era si Dodie sería capaz de responder a las súplicas de su marido.
Oí sirenas, y al cabo de unos instantes vi luces que centelleaban más allá de las ventanas del salón. Dejé a Pinky con Dodie y me dirigí hacia la puerta, agitando los brazos como si así pudiera conseguir que se dieran más prisa. Resulta fascinante presenciar la calmada respuesta del personal de urgencias ante situaciones que, de otro modo, desembocarían en un caos. Eran cuatro, todos ellos hombres y más jóvenes de lo que uno creería posible, un equipo de niños optimistas, competentes y bien entrenados. Cuatro chicos fuertes que sabían estar a la altura de las circunstancias. Vi que Dodie observaba sus rostros, comprensivos y amables. Incluso Pinky pareció tranquilizarse cuando comenzaron a suministrarle los primeros auxilios a su esposa. Pulso, tensión sanguínea. Uno le insertó una vía intravenosa mientras otro le administraba oxígeno. Entre los cuatro la envolvieron en mantas y la izaron para colocarla sobre la camilla. Actuaban de forma experta y bien coordinada, y Dodie pareció abandonar su estado de confusión y entregarse a sus cuidados como si hubiera vuelto a la infancia.
Nada más desaparecer la camilla de Dodie por la puerta rodeé con el brazo la espalda de Pinky, musculosa y huesuda a un tiempo; aquel hombre menudo parecía estar recubierto de una coraza protectora de músculo. Al salir de la casa me fijé en que sus vecinos de la puerta de al lado habían apagado las luces, sin duda para evitar que les pidiéramos ayuda. Acompañé a Pinky hasta mi coche e hice que se sentara en el asiento del copiloto. Me aseguré de que estuviera poniéndose el cinturón para no atraparle los dedos al cerrar la puerta. Me dirigí a mi asiento y me deslicé bajo el volante. Hice girar la llave en el contacto, puse el motor en marcha y me aparté con cuidado del bordillo. Creía ir a toda velocidad, pero el coche parecía avanzar a paso de tortuga mientras cubríamos la distancia que separaba el dúplex de Pinky del hospital. No nos dirigimos la palabra, pero en un momento dado estiré mi mano hacia la suya y se la apreté.
La ambulancia había llegado a Urgencias antes que nosotros. Dejé a Pinky en la puerta y le dije que iría a buscar un aparcamiento. La camilla de Dodie desapareció por las puertas automáticas, rodeada de un remolino de batas blancas. Se la tragó el hospital, y dejó a Pinky atrás. Nada más entrar en el aparcamiento en busca de la plaza más próxima comencé a perder la compostura y el corazón pareció desbocárseme. Saqué el bolso del maletero y volví corriendo al hospital. La zona de recepción brillaba bajo las luces del techo y la sala de espera parecía vacía. Pinky se hallaba sentado en un cubículo de cristal con una mujer vestida de calle que rellenaba un formulario a máquina, completando los espacios en blanco a medida que Pinky iba proporcionándole las respuestas.
Me senté sin perderlos de vista hasta que la mujer dejó de hacerle preguntas. Al salir del cubículo, Pinky parecía abatido y se dirigió pesadamente hacia la salida. Lo seguí y observé cómo se sentaba en los escalones exteriores con la cabeza agachada entre las rodillas. Me senté a su lado y nos dispusimos a esperar. Parecía que eran las dos de la mañana, pero cuando me miré el reloj vi que sólo eran las ocho y treinta y cinco. Estábamos a martes por la noche, y supuse que el personal de Urgencias habría disfrutado de un descanso después de la habitual avalancha de pacientes heridos y medio muertos del fin de semana. Me imaginé cortes, narices sangrantes y reacciones alérgicas, intoxicaciones alimentarias, infartos y huesos rotos, así como un sinfín de enfermedades poco importantes que deberían haberse tratado en el consultorio más cercano al día siguiente. Por suerte, Dodie no tendría que competir por la atención de los médicos. Adondequiera que la hubieran llevado, sabía que estaría en buenas manos. Me levanté y regresé al interior del hospital, donde el auxiliar de enfermería, un chico negro vestido con ropa de quirófano, estaba sentado tras el mostrador de recepción.
—Hola —saludé—. Me preguntaba si podrías decirnos algo sobre Dodie Ford. La han traído en ambulancia hace unos minutos. Su marido ha estado llenando los formularios y os agradecería que le dijerais algo.
—Voy a preguntar.
El muchacho se levantó y se dirigió hacia las puertas dobles que daban a los quirófanos situados en la parte posterior del hospital. Conseguí divisar dos camillas vacías en sendos boxes con las cortinas corridas. Había diversos aparatos médicos, pero no vi enfermeros ni médicos por ninguna parte, y todo parecía estar en calma. El auxiliar de enfermería cerró la puerta tras de sí y volvió en menos de un minuto.
—La van a llevar a quirófano. El médico saldrá dentro de un rato. Siento no poder decirle nada más, sólo sé lo que me han dicho a mí.
Salí del hospital para comunicarle a Pinky la escasa información de que disponía. Llevaba puesto el cortavientos, pero la tela era ligera y apenas abrigaba. Pinky ya se había fumado cuatro cigarrillos, encendiendo cada uno con la colilla del anterior.
—¿Por qué no vamos adentro? —sugerí—. Me voy a morir de frío aquí fuera.
—Dentro no puedo fumar.
No tenía la energía suficiente para discutir, y no quería dejarlo solo. Volví a sentarme y metí las manos entre las rodillas para calentarlas. Pinky suspiró y bajó la cabeza, sacudiéndola hacia delante y hacia atrás.
—Es culpa mía. Mierda, mierda, mierda. Es todo culpa mía. No tendría que haberle disparado.
—Pinky, no empieces otra vez con eso. No vas a solucionar nada.
—Pero ¿por qué he tenido que ir tras él? No paro de preguntármelo. Ya se había acabado todo, y si me hubiera controlado, el tío se habría ido.
—¿Quieres que hablemos del asunto? Está bien. Si te vas a sentir mejor, te escucho.
—No quiero hablar de ello. Si le pasa algo a Dodie, voy a matar a ese cabrón. Te juro por Dios que lo mataré.
—Dodie está en buenas manos.
Pinky se volvió y me miró.
—¿Cómo voy a pagar las facturas del hospital? Tendrías que haber oído lo que me preguntaba esa mujer ahí dentro. ¿Y yo qué iba a decirle? No tenemos seguro médico, ni tarjetas de crédito, ni ahorros. Y no hay nada en la cuenta corriente. Dodie está muy mal, y vamos acumulando miles de dólares en facturas médicas. No lleva aquí ni una hora y ya estoy en la ruina. Tendrán que darle la baja, lo que significa que no cobrará su sueldo. Soy un expresidiario. Nadie me va a dar empleo. ¿Y qué pasa con el resto de las facturas? ¿Cómo vamos a pagarlas?
—Estoy segura de que habrá algún tipo de ayuda económica disponible a través del ayuntamiento —sugerí.
—¡No quiero limosnas! Dodie y yo conservamos nuestro orgullo. No somos unos aprovechados. Lo que pasa es que hemos tenido mala suerte, y ahora estamos con el agua al cuello…
Mantuve la boca cerrada y lo dejé despotricar. Nadie sabía lo que el destino le depararía a Dodie. Pinky no se atrevía a dar por sentado que sobreviviría, y sin embargo no podía aceptar la posibilidad de que muriera. Era lo suficientemente supersticioso como para evitar mencionar cualquiera de las dos posibilidades por si inclinaba la balanza hacia uno u otro lado. En lugar de eso se centró en el quebranto económico, al que tampoco sabía cómo enfrentarse. Debía de sentirse algo más seguro hablando de las próximas facturas, que al menos eran concretas y más controlables que el estado de Dodie. Me crucé de brazos y me encorvé para intentar entrar en calor, mientras pensaba que Pinky también podría dar rienda suelta a sus preocupaciones en la sala de espera del hospital. En ningún momento mencionó la posibilidad de no hacer frente a sus obligaciones, pero su nerviosismo parecía retroalimentarse. Me sentí como una de esas postales con mensajes cursis cuando le sugerí que se enfrentara a sus problemas a medida que se fueran presentando. ¿Dónde estábamos? ¿En una reunión de Alcohólicos Anónimos?
Pinky permanecía en silencio, sin dejar de darle vueltas al asunto.
—Ya sabes cómo empezó todo esto, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Con Audrey Vanee.
—¿Audrey?
—Sí, suponía que ya te lo habrías imaginado. Yo estaba en comisaría el día que la detuvieron. Tomé prestado el Cadillac de Dodie a media tarde para dar una vuelta y me trincaron conduciendo bebido. A Audrey la trajeron casi al mismo tiempo.
—¿La conocías?
—Claro. Desde hacía mucho tiempo. Le hice un par de trabajos, y no me preguntes de qué tipo porque me llevaré el secreto a la tumba.
—¿Hablaste con ella?
Pinky negó con la cabeza.
—La vi de pasada, así que no tuve la oportunidad. Al día siguiente me llamó medio histérica por lo que había visto aquella noche.
—¿Y qué había visto?
—Cuando salió de comisaría después de que su novio pagara la fianza, vio a Cappi sentado junto a Len en un coche aparcado. Sabía quién era porque Audrey trabajaba para su hermano. No hacía falta ser muy listo para adivinar que Cappi era un confidente de la policía y que le estaría contando a Priddy todo lo que supiera. Audrey sabía que Cappi se la cargaría si se enteraba de que los había visto juntos. Supongo que se enteró, si no, Audrey aún estaría viva.
—Entonces, ¿quién la empujó desde el puente?
—¿Quién crees que fue?
—¿Cappi?
—Por supuesto. Tenía que callarle la boca, o Audrey se lo habría contado a Dante. Puede que Priddy sea un corrupto, pero no iría tan lejos. Todavía. De todos modos, dejemos el tema. No tendría que habértelo contado, pero supuse que te preguntarías cómo me había enredado con un tipo así.
—Sí que me lo pregunté —admití.
—Ese hijo de puta de Cappi no va a salirse de rositas. Cuando le eche el guante, es hombre muerto.
—Si ha huido, puede que ya haya salido del estado. Ni siquiera sabes dónde está.
—¡Pero me puedo enterar, joder! Tengo mis contactos, y sé dónde vive. Un tipo como él no puede desaparecer, no es lo suficientemente listo. Ni siquiera pudo encontrar empleo por su cuenta. Se ve obligado a trabajar en el almacén de su hermano, así es como se entera de todos los chivatazos que luego le pasa a la pasma.
—Tú mantente al margen.
—No, ni por esas. Cappi no va a librarse tan fácilmente. Encontraré la manera de vengarme.
—No puedes permitírtelo. Sólo conseguirás empeorar las cosas.
—Tú no sabes cómo se pueden empeorar, yo sí que lo sé. Tengo que llenarlo de agujeros, y que sepa entonces lo que se siente.
—Venga, Pinky. Puedo entender que quieras vengarte, pero si lo haces volverás a la cárcel, y entonces, ¿qué? Dodie está mal. Te necesita. Es egoísta por tu parte andar pensando en cómo vengarte cuando tienes asuntos más importantes de los que preocuparte. Deja que la policía se encargue de Cappi.
—Pueden encargarse después de que yo acabe con él.
—Olvídate de eso y céntrate en Dodie. Creo que tenemos que ser positivos, por si ayuda en algo.
—Ya estoy centrado en Dodie. Esa es la cuestión. Cappi pagará por lo que le ha hecho, así de fácil.
Tiré la toalla. Cuanto más discutía con él, más empeñado parecía en salirse con la suya. No tenía sentido avivar su ira contradiciéndolo. A las nueve, Pinky accedió a volver a la sala de espera, y eran casi las once cuando finalmente apareció el cirujano. A juzgar por su etiqueta de identificación era extranjero, con un apellido que yo no habría sabido pronunciar. Miré al cirujano un momento y luego los dejé hablar. Quería oír lo que el médico tenía que decir, pero me pareció de mala educación quedarme a escuchar. Me fijé en que a Pinky le cambiaba la expresión, por lo que las noticias no debían de ser buenas. Nada más irse el cirujano, Pinky se dejó caer en una silla y se echó a llorar. Me senté a su lado y le di algunas palmaditas en la espalda. No creía que Dodie hubiera muerto, pero me daba miedo preguntárselo, así que me limité a musitar palabras de consuelo y a darle más palmaditas. La recepcionista vio lo que pasaba y se acercó con una caja de pañuelos de papel. Pinky cogió un puñado y se secó los ojos.
—Lo siento. Joder, yo no voy a durar mucho en este mundo.
—¿Qué te ha dicho el médico?
—No lo sé. Tenía un acento tan fuerte que no he entendido ni una palabra. En cuanto se ha puesto a hablar, ha sido como si me hubiera quedado sordo por el miedo que tenía de que fueran malas noticias.
—¿Se va a poner bien Dodie?
—Aún es pronto para saberlo, o al menos eso es lo que creo que ha dicho. No parecía demasiado contento, y cuando me ha soltado toda esa palabrería médica, he dejado de escucharlo. Me miraba con unos ojos tan tristes que casi me echo a llorar allí mismo. Creo que ha dicho que podrán hacerse una idea mejor a lo largo de las doce horas siguientes… O algo por el estilo. La han trasladado a la UCI. Me dejan quedarme aquí si quiero.
Parecía que hablar lo ayudaba, pero cuando ya se hubo recuperado un poco, fui yo la que estuvo a punto de venirse abajo. Como cabía esperar, Pinky optó por pasar la noche en la sala de espera adyacente a la UCI. Quería quedarme con él, pero me instó reiteradamente a que me fuera a casa. No le hizo falta insistir demasiado. Le dije que dormiría unas cuantas horas y que volvería a la mañana siguiente para saber cómo estaba Dodie. Antes de irme, me ofrecí a bajar a la cafetería para comprar un par de vasos de café, cosa que pareció agradecer. Yo era la única persona que deambulaba por los pasillos a aquella hora. Sabía dónde estaba la cafetería por alguna visita anterior al hospital. Estaría cerrada, pero recordé una hilera de máquinas que ofrecían un sinfín de posibilidades. Cuando llegué al lugar en que se encontraban las máquinas, saqué dos billetes de dólar del billetero y los metí en la ranura, uno tras otro. Pulsé el botón del café, a continuación pulsé un segundo botón para añadir crema de leche y luego cogí algunos sobres de azúcar de un carrito que había allí al lado y que también tenía servilletas y palitos de madera para remover el café. Pagué un segundo café y volví a Urgencias con los dos vasos de porexpán en la mano.
Al llegar a la sala de espera vi que un coche patrulla estacionaba en una de las plazas de aparcamiento situadas frente a la entrada del hospital. Un agente salió del vehículo y entró por las puertas automáticas, mirando a Pinky de reojo al pasar. Di media vuelta y me quedé en el pasillo mientras se desarrollaba el minidrama. Sabía de sobra lo que iba a suceder. El poli le pediría a la recepcionista el nombre de la víctima y de algún familiar. La recepcionista lo dirigiría a Pinky, y el poli lo interrogaría durante el tiempo que hiciera falta para poder redactar un informe detallado sobre el tiroteo. No quise participar en el interrogatorio. Estaba cansada, me picaba todo, no me encontraba bien y me sentía demasiado impaciente para aguantar según qué preguntas. Les contaría con mucho gusto lo que sabía, pero no en aquel momento. En todo caso, el agente le daría su tarjeta a Pinky por si este recordaba algo más. Ya le pediría el nombre del policía a Pinky e iría a comisaría por la mañana. Si el agente en cuestión no estaba de servicio, cualquier otro me tomaría declaración.
Asomé la cabeza a la sala de espera, donde los dos estaban sentados en un rincón. Pinky se había inclinado hacia delante y hablaba con la cabeza entre las manos mientras el agente tomaba notas. Tiré los dos vasos de café a una papelera y encontré una salida en otra ala del hospital. El recorrido hasta el aparcamiento era más largo, pero mereció la pena dar unos pasos de más. Después de recoger el coche conduje hacia mi casa a través de calles oscuras y desiertas. Subí la calefacción en el Mustang hasta que me pareció estar dentro de una incubadora, y aun así no conseguí entrar en calor. Ya en casa, me metí a rastras bajo el edredón sin molestarme en desnudarme.
Por la mañana no salí a correr. Después de ducharme, vestirme y tomarme el tazón habitual de cereales, saqué el listín telefónico y busqué el teléfono de Lorenzo Dante. No aparecía su domicilio particular, pero di con el número de Dante Enterprises, cuyas oficinas se encontraban en el centro comercial Passages. Aunque estuviera metiéndome donde no debía, pensé que ya iba siendo hora de hablar con el hermano de Cappi. No tenía ni idea de cómo sería la relación entre los dos, pero si Cappi no se iba a responsabilizar de lo que había hecho, puede que su hermano diera la cara. Ahora que existía un informe policial sobre lo sucedido, el sistema judicial se pondría en marcha y acabaría atrayendo a Cappi hasta sus fauces. Su agente de libertad condicional enviaría otro informe al comité encargado de otorgar permisos, y lo retendrían hasta que se celebrara una vista para revocarle la libertad condicional. Por ser el autor de los disparos, Cappi tendría derecho a un abogado y le concederían toda una serie de derechos constitucionales. Entretanto, Dodie, como víctima, no tenía derecho alguno. Si a Cappi le revocaban la libertad condicional, volverían a enviarlo a la cárcel. A Dodie la enviarían a un centro de rehabilitación, donde le esperaría un periodo de recuperación largo, lento y doloroso, y eso suponiendo que sobreviviera. Pinky pagaría un precio muy alto pasara lo que pasara, y yo no pensaba quedarme cruzada de brazos.
Conduje hasta el aparcamiento subterráneo que discurría a lo largo del centro comercial. Las tiendas aún no habían abierto, por lo que todas las plazas estaban libres. Elegí una en un extremo del aparcamiento, cerca de los ascensores. Recorrí con la mirada el directorio de la pared, que incluía los nombres de las empresas que tenían oficinas en la segunda y la tercera planta, encima de las tiendas. Dante Enterprises ocupaba la suite del ático.
Subí en el ascensor. No sabía qué esperar del despacho de un prestamista, pero sus oficinas eran elegantes y estaban decoradas con muy buen gusto: moqueta gris claro de pelo corto y paredes interiores de cristal y de teca brillante. No vi a nadie en recepción, por lo que me dispuse a esperar sin saber con qué entretenerme. Tomé asiento en una mullida butaca de cuero gris y hojeé una revista sin quitarle ojo al ascensor. Finalmente se abrieron las puertas, y un hombre alto con gafas y calvicie incipiente salió de la cabina y se dirigió a la puerta interior del despacho. Antes de abrirla hizo una pausa y me miró.
—¿La atiende alguien?
Dejé a un lado la revista y me levanté.
—Busco a Lorenzo Dante hijo. Creo que también hay un Dante padre.
—¿Tiene cita con él?
Negué con la cabeza.
—Esperaba que pudiera recibirme. Me he arriesgado a venir por si lo encontraba en el despacho.
—Suele estar aquí a esta hora, pero no he visto su coche en el aparcamiento. ¿Se trata de algo en que la pueda ayudar yo?
—No lo creo. Es un asunto privado. ¿Tiene idea de cuándo vendrá?
El hombre se miró el reloj.
—Tendría que venir pronto. Si se sienta, puedo pedirle a la recepcionista que le traiga un café mientras espera.
Ya empezaba a ponerme nerviosa. De repente me pregunté qué estaba haciendo allí y qué esperaba conseguir. Puedo entablar una conversación con quien sea, pero prefiero hacerlo cuando conozco a mi interlocutor. Aquí no tenía ni idea de qué recibimiento me esperaba.
—¿Sabe qué? Creo que iré a hacer un par de recados y volveré dentro de un rato.
—Si cambia de idea sobre el café, dígaselo a la recepcionista —sugirió.
El hombre con gafas desapareció por un pasillo interior justo cuando la recepcionista volvía a su escritorio. Yo ya estaba frente al ascensor, donde acababa de pulsar el botón de bajada. Tenía intención de salir antes de que Dante llegara, por lo que fue pura casualidad que mirara a la recepcionista mientras esta se sentaba. Se fijó en que la estaba observando y me miró con la expresión perpleja de quien aún no ha caído en la cuenta de lo que sucede.
—¿Tú no eres Abbie Upshaw? —pregunté.
La recepcionista siguió mirándome con perplejidad.
—Sí.
—Soy Kinsey Millhone. Nos conocimos el otro día a la hora de comer. Eres la novia de Len Priddy.
Su mirada se cruzó con la mía y pude ver cómo iba recordando quién era yo y dónde nos habíamos conocido. Cayó en la cuenta de que era amiga de Cheney Phillips, y de que ahora sabía más acerca de ella de lo que debía. Yo aún estaba juntando todas las piezas, pero ya empezaba a hacerme una idea. Fue en su casa donde Pinky entró a robar el sobre de fotografías de Len. Probablemente las había tomado la propia Abbie a fin de documentar la relación existente entre el subinspector de la Brigada Antivicio y el hermano de Dante. Lo que ya sabía sin necesidad de preguntárselo era que la habían infiltrado en el despacho de Dante para que captara el mismo tipo de información confidencial que Cappi le estaba chivando a la poli.
Oí un «ding» suave. Las puertas del ascensor se abrieron y entré en la cabina. Abbie aún me miraba estupefacta cuando las puertas se cerraron. Ahora estaba muy pálida, y su expresión había pasado de atemorizada a despavorida.
Fue un momento del que quizá disfruté más de la cuenta.