27

Esperé hasta media tarde antes de volver a la casa de empeños. Esta vez no vi el coche de Len por ninguna parte. Doblé la esquina y entré en el aparcamiento de pago, donde estacioné mi Mustang Grabber azul entre dos camionetas. June me vio nada más entrar y me miró con expresión impenetrable.

—Hola, June. ¿Cómo estás? —saludé.

—Bien.

—Estoy buscando a Pinky porque ha pasado algo. He pensado que quizá sabrías dónde está.

—Ni idea.

—Pues sí que es mala pata. Acabo de hablar con Dodie y me ha dicho que Pinky estaba aquí.

—No sé de dónde lo habrá sacado.

—Venga, June. Mientes y yo sé que mientes, lo que casi equivale a decir la verdad. No conozco los detalles del supuesto plan de Pinky, pero seguro que es lo bastante descabellado como para poner en peligro su vida.

June se me quedó mirando con la expresión de impotencia de alguien que ve una película sabiendo que acabará mal. Len debía de haberle montado un numerito similar al que me montó a mí. Estaba muy tensa, y yo no tenía nada claro cómo iba a conseguir convencerla para que cooperara. Decidí volver a intentarlo.

—Mira, sé que el subinspector Priddy estuvo aquí ayer, porque vi su coche aparcado delante de la tienda. Créeme, seguro que ha intentado colarte una trola. Ya sabes que ese tipo es un cabrón.

June se lamió los labios y luego se secó las comisuras con dos dedos.

—Dice que tiene una orden de detención. Buscan a Pinky para interrogarlo, y si no lo entrego, me acusarán de encubrimiento y complicidad.

—¡Pero qué dices! No hay ninguna orden de detención —repliqué—. Priddy se la tiene jurada porque Pinky robó unas fotografías. No me preguntes a quién se las robó, porque esa parte no la sé. Len Priddy quiere recuperarlas y por poco me estrangula, porque creía que las tenía yo y que se lo estaba ocultando. Probablemente te haya amenazado con hacerte algo aún peor.

June bajó la voz.

—Esta mañana pasó por mi casa antes de venir yo al trabajo. Derribó la puerta y lo destrozó todo.

—Buscaba las fotografías.

—Probablemente —respondió June—. Le dije que llamaría a la pasma si no se iba con viento fresco. Conseguí que se marchara, y pensé que ya no oiría hablar más del asunto, pero entonces vino aquí y quiso registrar la tienda. Yo ya se lo había contado a mi jefe, que le dijo al subinspector Priddy que no podía hacer nada sin una orden de registro. Así que se ha ido a buscar una. Cuando he visto que se abría la puerta, creí que era él.

—¿Una orden de registro con qué motivo? Te ha tomado el pelo. Estaba tanteando el terreno, eso es todo. ¿Cómo va a encontrar a un juez que se la firme? Tiene que demostrar que existen motivos fundados.

—Dijo que estaba casi seguro de que recibiría un chivatazo anónimo.

—Eso es otra trola.

—Puede que sí, pero ¿y si es verdad?

—Deduzco que Pinky está aquí.

June no asintió con la cabeza, pero bajó la mirada para indicar que yo tenía razón.

—He estado pensando que, cuando oscurezca, podría meterlo en el maletero de mi coche y llevarlo a otra parte. ¿Qué te parece?

—No es muy buena idea —respondí negando con la cabeza—. Lo más probable es que Len le haya pedido a alguien que te siga, así que será mejor que no te muevas de aquí.

—¿Y qué hay de ti? Pinky dice que es sólo por esta noche.

—Len me estará vigilando igual que a ti. Sabe de sobra que Pinky se encuentra aquí, así que ya habrá previsto cualquier intento de sacarlo de la tienda y meterlo en un coche. Sea de quien sea. Lo harán parar valiéndose de cualquier excusa y trincarán a Pinky.

—Tenemos que hacer algo.

—Yo me largo. Cuanto más tiempo esté aquí, más parecerá que estamos tramando algo.

—¿Me vas a dejar sola? —preguntó June alarmada.

—Sólo un rato. Se me ha ocurrido una idea y, si funciona, me verás de nuevo antes de lo que piensas. No te muevas de aquí hasta que yo vuelva.

—De acuerdo.

Salí de la tienda y me encaminé a la esquina sin darme prisa. Contaba con que cualquiera que estuviera vigilándome se percataría de mi marcha y se vería obligado a elegir entre seguirme a mí o vigilar a June. Giré a la derecha y me metí en la bocacalle, pero en lugar de volver a mi coche continué andando hasta llegar a Chapel. Si Len había dado órdenes de que me siguieran en coche, probablemente centrarían su atención en el Mustang Grabber azul. Mientras el coche permaneciera aparcado, pensé, podría moverme con cierta libertad. Tras atravesar Chapel y continuar hasta el cruce siguiente llegué a la manzana en la que se encontraba la tienda de artículos de segunda mano.

Cuando entré, la mujer que estaba detrás del mostrador levantó la vista y me saludó de manera efusiva. Es una técnica pensada para disuadir a los ladrones, ya que estos prefieren pasar inadvertidos. Di una vuelta por la tienda para echarle una ojeada a la ropa, especialmente a los abrigos. Las temperaturas en Santa Teresa descienden a entre seis y doce grados por la noche, y si bien nadie lleva abrigos gruesos, los más ligeros tienen mucha aceptación. Miré un par de etiquetas y palidecí. Se trataba de prendas de segunda mano, lo que a mi entender debería ser sinónimo de barato. Aquí no. Intenté recordar el último extracto de mi tarjeta de crédito, y me pregunté si tendría los fondos suficientes para cargar en mi cuenta los quinientos o seiscientos pavos que costaban los abrigos. Me empeño en pagarlo todo religiosamente cada mes si compro algo con la tarjeta, pero no conseguí recordar cuál era mi límite. Supuse que rondaría los diez mil dólares. Hice una pausa para considerar la situación. Tenía motivos más que fundados para pensar que la tienda estaba vinculada a una red organizada de ladrones de tiendas, lo que significaba que la encargada se pasaba las leyes por el forro. ¿Por qué iba a tener yo remordimientos de conciencia si la estafadora era ella? La mujer apareció de repente a mi derecha.

—¿Busca algo en particular?

—Estoy buscando un abrigo. ¿Sólo tienen estos?

—Déjeme que mire en el almacén. Han llegado algunas cosas que aún no he tenido tiempo de clasificar.

La encargada se metió en la trastienda y volvió al cabo de un momento con dos abrigos colgados en sendas perchas. Uno era un abrigo cruzado de pelo de camello por 395 dólares y pico. El otro, un chaquetón largo de piel de borrego por 500 dólares del ala.

—Este —dije, señalando el abrigo de pelo de camello.

—Muy bonito. Veamos cómo le queda.

Me ayudó a ponérmelo, me lo ajustó en los hombros y luego me llevó hasta un espejo de pared para que viera cómo me sentaba por delante y por detrás. La verdad es que me quedaba bastante bien.

—Algo caro, ¿no?

—Es de Lord & Taylor. Nuevo valía mil quinientos dólares.

—Vaya, entonces será mejor que me lo lleve —dije.

Esperé a que registrara la venta en caja. La tarjeta pasó sin problemas. Firmé el recibo y me guardé la copia en el bolsillo de los vaqueros preguntándome si podría desgravarme el gasto. Miré cómo la mujer envolvía el abrigo en papel de seda antes de meterlo en una bolsa.

Le di las gracias y me dirigí rápidamente a la tienda de pelucas que estaba al lado, donde escogí una con melena rubia por 29,95 dólares. Al ponérmela me remetí bien el pelo para que no se me viera. Me contemplé en el espejo, algo desconcertada al ver a la mujer que me devolvía la mirada.

El dependiente tenía muy claro cuál sería la opción más apropiada para alguien tan negado como yo.

—Quizás algo más parecido a su color natural —sugirió.

—Me gusta esta, es perfecta.

Aunque empezaba a picarme y ya me daba calor, me fascinaba la idea de verme rubia.

—No soy muy aficionado a lo sintético, si me permite el comentario, y le recomendaría pelo auténtico. Tenemos prótesis craneales de montura antideslizante con los mechones tejidos a mano o a máquina.

—La quiero para una fiesta de disfraces. Es una broma.

El dependiente fue lo suficientemente sensato para no añadir nada más, pero su decepción resultaba palpable.

La transacción se prolongó más tiempo del necesario, pero me permitió sacar el abrigo y ponérmelo allí mismo. Metí mi bolso en la bolsa con asa de cordel. Era consciente de que, desde lejos, mi bolso delataba mi identidad tanto como mi ropa.

—Un abrigo muy bonito —comentó el dependiente mientras me devolvía el cambio.

—De Lord & Taylor.

—Se nota.

El breve recorrido de vuelta a la casa de empeños me dio la oportunidad de registrar la zona en busca de medidas de vigilancia. Aunque no vi nada que me llamara la atención, eso no garantizaba que Len no hubiera dado las instrucciones pertinentes. Por otra parte, no creía que contara con un número ilimitado de amigos dispuestos a ofrecerle sus servicios en cualquier circunstancia.

Cuando volví a entrar en la casa de empeños, June estaba ocupada atendiendo a un cliente, pero levantó la vista. No la engañé con mi disfraz, aunque no me lo había puesto para engañarla a ella. Cuando quedó libre, me hizo un gesto para que me acercara. Los dos tipos que trabajaban con ella debían de estar al tanto de lo que pasaba, porque ninguno nos prestó demasiada atención cuando June me hizo pasar a la trastienda.

Pinky estaba escondido en un lavabo que hacía las veces de armario de las escobas, donde un retrete y un pequeño lavamanos compartían el espacio con varias fregonas, un cubo con ruedas y algunos estantes de almacenaje repletos de herramientas eléctricas y de pequeños electrodomésticos recién empeñados. Allí dentro olía a aceite de coche y a un ambientador que aún cargaba más el aire. Un televisor en blanco y negro colocado a un lado del tocador exhibía un plano de la parte delantera de la tienda. Cuando se dio cuenta de que era yo, Pinky me sonrió con cara de tonto, pensando probablemente que June me habría convencido de que lo ayudara aunque antes me hubiera negado a hacerlo. Pinky me cogió la mano y me dio unas palmaditas.

—Gracias.

Quería dejarle muy claro que aún no había hecho nada, pero antes había otro asunto que necesitaba aclarar.

—¿Qué haces aquí? Pensaba que habías concertado una reunión con no sé qué tipo para pasarle las fotografías. ¿No era ese el plan?

—Eso mismo. He estado intentando ponerme en contacto con él, pero en su oficina no saben dónde está. June me dejó ir dos veces al mostrador para telefonear, aunque luego se plantó. Le preocupa que entre Len en la tienda, o que uno de sus amigos me vea por la ventana. Bueno, la cuestión es que la recepcionista del tipo al que quiero ver ha sido muy amable y me ha pedido que le diga dónde estoy para enviar a alguien a recogerme en cuanto llegue su jefe.

—¿Ah sí? Vaya, qué servicial por su parte. ¿Sabe de qué va el asunto?

—Ni idea. No le dije ni mu. —Pinky se dio unos golpecitos en la cabeza para indicar que estaba usando la sesera—. ¿Y qué hacemos ahora?

—Transformarte en una chica y sacarte de aquí. —Me volví hacia June—. Necesito que llames a un taxi. Diles que tienen que recoger a una mujer rubia con un abrigo de pelo de camello que esperará en Hidalgo, junto a la entrada lateral del Hotel Butler.

—¿Dentro de cuánto tiempo?

—En diez minutos. Y dile al taxista que se espere, por si tardamos más de lo previsto.

—Os dejaré solos —dijo June antes de irse.

Le pedí a Pinky que se sentara sobre la tapa del retrete mientras yo me quitaba la peluca y se la ponía a él. El pelo rubio no le quedaba mal del todo, aunque su ancha espalda y su tez morena le daban aspecto de travestí de Miami de mediana edad. Cuando se puso el abrigo de pelo de camello, la mayoría de tatuajes desaparecieron. Me pareció que colaría desde lejos. Si todo iba bien, podría recorrer la media manzana hasta el hotel, entrar por la puerta principal y salir por la lateral.

Le escribí la dirección del restaurante de Rosie en el dorso del recibo de la tienda de pelucas y le di treinta pavos.

—La llamaré para decirle que vas a ir. Te esconderá hasta que yo regrese a casa. No volveré hasta que sea de noche, así que no te pongas nervioso. ¿Alguna pregunta?

—¿Puedes llamar a Dodie para decirle que me encuentro bien? Sé que estará preocupada.

—Eso puede esperar. He hablado con ella hace un rato y está bien.

—Se quedará más tranquila si la llamo yo.

—Escúchame bien: ni se te ocurra llamarla. Dodie cree que os han instalado micrófonos en casa, y puede que tenga razón. Los micrófonos captarían una conversación telefónica.

—No le diría dónde me encuentro.

—¿Y qué pasa si os han pinchado el teléfono?

—No importa, sería una llamada rápida. Podría usar un código especial para que supiera que estoy a salvo.

—¿Cómo puedes usar un código sin decírselo a Dodie antes?

—Podría preguntarle por el loro, porque no tenemos ninguno. Podría decir «¿Está bien el loro?», o algo por el estilo.

—Pinky, por favor, no compliques aún más las cosas. Esto no viene al caso ahora. Dodie me ha hablado de las fotos de cuando la ficharon. ¿Dónde has metido la segunda serie de fotografías?

Pinky se abrió un poco la camisa y pude ver una esquina del sobre marrón.

—No voy a soltarlo hasta que lo entregue.

—Muy buen plan.

Tímidamente, se palpó los lados de la peluca rubia.

—¿Cómo estoy?

—Adorable —respondí—. Vamos a hacer lo siguiente: yo saldré sin prisas de la tienda y luego doblaré la esquina para ir al aparcamiento, donde recogeré mi coche. Espérate cinco o seis minutos y luego vete en dirección contraria. ¿Sabes dónde está el Butler?

—Claro. En la esquina.

—Perfecto. Coge el taxi hasta el restaurante de Rosie y no te muevas de allí. Su marido te llevará hasta mi casa cuando oscurezca. ¿Te ha quedado claro?

—Supongo.

—Muy bien. Cuando me haya ido, espera…

—Ya lo he captado. Cinco minutos, y entonces salgo disparado hasta el Butler.

—No salgas disparado, vete andando tranquilamente. Nos vemos luego.

June me dejó llamar a Rosie desde la tienda. Contestó William, y cuando le expliqué lo que estábamos haciendo, respondió que nos ayudaría encantado. Le pedí que sentara a Pinky a una mesa de espaldas a la puerta. Les quedaría muy agradecida si Rosie le daba de cenar, aunque le advertí que no le sirvieran alcohol, porque no estaba segura de la tolerancia de Pinky. Cuando hubiera oscurecido del todo, William llevaría a Pinky hasta la casa de Henry por el callejón que linda con la parte trasera de la propiedad. Supuse que una pareja de apacibles ancianos no llamaría demasiado la atención a esa hora.

Recogí el coche y me dirigí a mi casa. Fui directamente, aunque hice una parada rápida en el supermercado para comprar leche y papel de váter. Esperaba que quienquiera que estuviera vigilándome tuviera la impresión de que yo era muy confiada y bastante lela. Aún no había visto que me siguiera ningún coche, pero casi seguro que habría alguno. Cuando por fin llegué al camino de entrada de Henry, dejé el Mustang aparcado frente a las puertas del garaje. Entré en mi estudio y encendí las luces. Cerré los postigos inferiores del salón y subí por la escalera de caracol hasta mi dormitorio, donde encendí algunas luces más. Cuando volví a bajar, pasé algunos minutos gateando de nuevo junto al zócalo, en busca de dispositivos de escucha. Que yo supiera, no habían instalado nada en mi estudio. Encendí el televisor y subí el volumen un poco más alto de lo normal por si había alguien ahí fuera escuchando. Apagué las luces exteriores como si pensara irme a la cama, y luego volví a salir sigilosamente y me dirigí hasta casa de Henry a través del patio.

Las luces de las habitaciones delanteras estaban conectadas a un temporizador, pero la cocina no formaba parte del circuito. Dejé la estancia a oscuras e hice mi recorrido habitual con una linterna para asegurarme de que todo estuviera en su sitio. A continuación llamé a Henry a Michigan desde su teléfono. Aunque no parecía que Len me hubiera instalado micrófonos en el estudio, pensé que el teléfono de Henry sería más seguro. Le pregunté por Nell y me contó que estaba mucho mejor. Después lo puse al día acerca de mi pelea con Marvin, el dispositivo de grabación instalado en la pared de mi despacho y el problema que suponía tener que ocuparme de Pinky. No hizo falta que le diera explicaciones cuando le pedí si podía meter a Pinky en su casa por una noche. Le juré que lo llamaría de nuevo a la mañana siguiente y que le contaría cualquier cosa que pasara a partir de entonces.

La oscuridad ya envolvía el barrio. Me senté en el escalón trasero de Henry dispuesta a esperar. Al cabo de diez minutos oí un murmullo entre los arbustos plantados junto al callejón. Si apartabas la alambrada, podías colarte por debajo. Me levanté y me dirigí hasta la parte lateral del garaje. Cuando Pinky apareció, sólo era cuestión de acompañarlo hasta la cocina de Henry. Recé para que William no volviera al restaurante y le soplara todo el plan a cualquiera que llegara en busca de una bebida.

Cerré la puerta con llave después de entrar y conduje a Pinky al pasillo interior de la casa de Henry. Cerré también las puertas que daban a los dormitorios, el salón y la cocina y finalmente me volví hacia él. Parecía pasárselo de miedo, lo que me irritó sobremanera. Pinky estaba inspeccionando el recibidor, es probable que con la esperanza de que hubiera algo que robar.

—¿Vives aquí? Lo recordaba distinto.

—Es de un amigo mío que se encuentra fuera de la ciudad. Puedes quedarte aquí esta noche, pero tienes que prometerme que no entrarás en ninguna de las habitaciones. Hay temporizadores conectados a las luces, así que se apagarán y se encenderán a distintas horas. La gente del barrio sabe que Henry no está, por lo que si deambulas por la casa, alguien podría verte y llamar a la poli creyendo que han entrado a robar.

—Ya entiendo, lo último que queremos es que venga la pasma.

—Eso mismo. ¿Te portarás bien?

—Claro que sí, pero te confieso que tengo tanta hambre que me comería el brazo. Me he pasado todo el día en la casa de empeños, y lo único que June tenía a mano era una caja de chocolatinas que hasta me han hecho daño en los dientes.

—Se suponía que Rosie iba a darte de cenar.

—Y lo ha hecho, pero tendrías que haber visto lo que me ha traído. Ni siquiera sabía lo que era. Unos trocitos como de cartílago cubiertos de salsa. He fingido comérmelos y le he dicho que estaba buenísimo, pero tengo el estómago delicado y he estado a punto de echar la pota. ¿Tu amigo tiene algo de comer en casa?

—Espera un momento, iré a mirar.

Me puse a hurgar en los armarios de cocina de Henry en busca de comida. Sabía que no encontraría nada que pudiera estropearse porque me lo había dado todo a mí. Encontré una caja de Cheerios, pero no había leche. Henry tenía una botella de Coca-Cola en la nevera y una lata pequeña de V-8. También tenía una lata de anacardos, un paquete de galletas integrales y un poco de mantequilla de cacahuete. Me planteé darle la botella de Jack Daniel’s, convencida de que le vendría muy bien a Pinky, pero decidí no tentar a la suerte. Saqué una bandeja y coloqué todas las cosas encima, junto a una servilleta de papel y cubiertos. No le habría hecho ascos a semejante festín, pero preferí dejar solo a Pinky. Llevé la bandeja hasta el pasillo interior y se la dejé en el suelo. Pinky abrió la botella de Coca-Cola y se bebió alrededor de la mitad. Mientras untaba las galletas integrales con mantequilla de cacahuete, fui hasta el baño y cerré las persianas.

Al salir, le dije:

—Puedes usar el baño siempre que no enciendas la luz. ¿Me lo juras?

Con la boca llena, Pinky asintió y se llevó dos dedos a la sien como si fuera un boy scout haciendo un juramento. Yo he hecho lo mismo y sé lo poco que significa.

Pinky tragó lo que tenía en la boca y luego se limpió con el dedo los restos de mantequilla de cacahuete que le habían quedado en los dientes.

—¿Serías tan amable de buscarme una manta y una almohada?

—Está bien. —Este hombre me sacaba de quicio, pero yo solita me había metido en el berenjenal y no me pareció que tuviera derecho a quejarme. Abrí la puerta que daba al armario empotrado del pasillo, donde Henry guarda la ropa de cama. Saqué una almohada, una manta de lana y un abultado edredón—. Puedes poner un par de toallas grandes de baño en el suelo si te parece demasiado duro.

—Gracias, con esto me arreglo.

Lo señalé con el dedo muy seria.

—Pórtate bien.

—¡Pero si no estoy haciendo nada!

Después de dejar a Pinky volví a mi estudio. Me hubiera encantado ponerme la bata y las zapatillas, pero aún me quedaban cosas que hacer. Poco antes de acostarme le haría otra visita para asegurarme de que todo iba bien. Me daba la impresión de que era un hombre poco imaginativo, lo que significaba que le costaría entretenerse.

Como cena, me hice un bocadillo de huevo duro con mayonesa y lo puse en un plato de papel. Luego me serví una copa de Chardonnay de la marca Cakebread y eché mano del Santa Teresa Dispatch, que aún estaba doblado. Me acomodé en el sofá, abrí el periódico y mordisqueé mi bocadillo mientras leía las noticias. Era la primera oportunidad que tenía de relajarme desde que había salido de casa aquella mañana. Las necrológicas no parecían especialmente interesantes y las noticias mundiales eran las de siempre: guerra en seis partes distintas del planeta, un accidente de tren, el colapso de una mina y una mujer que había parido a los sesenta y dos años. El Dow Jones había bajado y el NASDAQ había subido, o puede que fuera a la inversa.

La única noticia interesante —tanto que me incorporé para leerla— era un recuadro de la página seis, en una sección que incluía breves sobre los delitos cometidos en la ciudad. Se trataba de un resumen diario de supercherías demasiado insignificantes para merecer una mención exhaustiva. La mayoría eran delitos de poca monta: habían levantado un coche con el gato y habían robado las ruedas; le habían quitado el monedero a una mujer en Lower State Street… Lo que me llamó la atención fue un párrafo minúsculo: la propietaria de una vivienda, tras pasar fuera el fin de semana, descubrió que alguien había entrado en su casa y se había llevado una caja fuerte a prueba de incendios que estaba atornillada al suelo de un armario. Abigail Upshaw, de veintiséis años, calculó que las pérdidas (que incluían joyas, dinero en efectivo, objetos de plata y diversos artículos de valor sentimental) ascendían aproximadamente a tres mil dólares.

Caramba. Abbie Upshaw era la novia de Len Priddy, y estaba casi segura de que Pinky era el ladrón. Por lo que me había contado, estuvo buscando las fotografías comprometedoras de Dodie y debió de pensar que Len las escondía en su casa. Al no encontrarlas allí, Pinky centró su atención en la novia. Seguía sin tener ni idea de quién aparecía en la segunda serie de fotografías ni de por qué eran tan valiosas como moneda de cambio, pero puede que lo acabara descubriendo a su debido tiempo.

Casi de forma subliminal, oí el chirrido de la verja de entrada y levanté la vista del periódico. La flecha de mi sensor interno saltó a la franja roja. Dejé a un lado el periódico y me dirigí a la puerta, donde encendí la luz del porche y miré por el ojo de buey. Marvin Striker apareció en el umbral, con expresión entre traviesa y avergonzada.

Le abrí la puerta.

—¿Qué haces aquí?

—Tengo que hablar contigo.

—¿Cómo te has enterado de dónde vivo?

—Se lo pregunté a Diana Álvarez. Lo sabe todo. Podrías tenerlo en cuenta por si surge algo. ¿Puedo entrar?

—¿Por qué no? —respondí. Me hice a un lado para dejarlo pasar.

—¿Te importa si me siento?

Le señalé las distintas opciones de mi minúsculo salón. Podía elegir entre el sofá cama y una de mis dos sillas de director azules. Eligió una silla y yo me senté en la otra, lo que provocó que los dos asientos de lona produjeran toda una serie de ruidos embarazosos.

No estaba enfadada con Marvin, pero no me pareció que tuviera que tratarlo como si aún fuéramos igual de amigos que antes de que intentara despedirme.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Te debo una disculpa.

—No me digas.

Marvin se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un sobre de ventanilla con una franja amarilla en la parte inferior. El remite impreso en la esquina superior izquierda del sobre era la dirección del Banco Wells Fargo de San Luis Obispo, acompañado de una minúscula diligencia. Alcancé el sobre y leí el nombre del destinatario. Audrey Vanee. La franja amarilla indicaba su cambio de dirección de la casita de San Luis Obispo a la de Marvin en Santa Teresa. Por lo visto, Vivian Hewitt había rellenado un formulario en la oficina de correos para poder reenviarle a Marvin el correo de Audrey, tal y como yo le había pedido. Marvin ya había rasgado el sobre.

—¿Puedo leerla? —pregunté.

—Para eso la he traído. Adelante.

El extracto estaba subdividido en numerosos bloques de información, algunos en negrita, que incluían números telefónicos disponibles para los que quisieran mantener una conversación en inglés, español o chino. Las otras nacionalidades podían jorobarse. También había columnas con cantidades en dólares para los activos totales, el pasivo total, el crédito disponible, los intereses, los dividendos y otros ingresos. Todas las transacciones de Audrey aparecían desglosadas, y sus ingresos se remontaban al primer día del año. Hasta la fecha, tenía 4.000.944,44 dólares en su cuenta. Ni un solo reintegro. Me impresionó lo rápido que aumentaban los intereses mínimos de cuatro millones.

—No creo que ganara todo ese dinero gestionando la contabilidad de una empresa de ventas al por mayor —dijo Marvin.

—Probablemente no.

—Me preguntaba si podrías plantearte la posibilidad de seguir con la investigación donde la dejaste.

—Mira, Marvin, esto supone un problema, y te diré cuál es. Tu buen amigo y confidente Len Priddy me ha amenazado con hacerme mucho daño si sigo investigando este caso.

Marvin esbozó una sonrisa, como si esperara oír el final de un chiste.

—¿Qué quieres decir con que te ha amenazado?

—Me dijo que me mataría.

—Pero no lo diría en serio. Seguro que no te lo dijo con esas palabras…

—Me lo dijo tal cual.

Con el rabillo del ojo, vi una estela de luz deslizarse frente a las ventanas que daban a la calle. Había cerrado los postigos inferiores, los cuales tenían bisagras y un palito en medio para ajustar las tablillas hacia arriba o hacia abajo, o para cerrarlas del todo. La hilera inferior estaba totalmente cerrada, pero había dejado los postigos superiores abiertos. Un coche se detuvo frente a la casa y supuse que el conductor habría aparcado en doble fila, ya que había dejado el motor al ralentí.

Mientras Marvin y yo explorábamos las sutilezas del lenguaje me pregunté si de pronto entraría un ladrillo volando por la ventana. Quizás un cóctel Molotov para refutar la afirmación de Marvin sobre que yo había malinterpretado el comentario de Len, que Marvin juró que iba en broma. Le aseguré que Len iba en serio y pasé a exponerle mi definición del sentido común, que consistía en abstenerse de exhibir comportamientos que pudieran ocasionar lesiones corporales. Marvin se mofó de que me dejara intimidar tan fácilmente, mientras que, a mi modo de ver, una amenaza de muerte bastaba para aplacar cualquier pizca de valentía que aún me quedara. Entonces oí el leve chirrido de mi verja de entrada y no tuve más remedio que excusarme.

—¿Me perdonas un momento?

—Desde luego.

Lo dejé sentado en el salón mientras yo me hacía rápidamente con las llaves de Henry y me dirigía hacia su casa a través del patio. El temporizador de su salón hizo que las luces se apagaran y, al cabo de dos segundos, la luz de su dormitorio se encendió. Este sistema estaba pensado para persuadir a la gente de que Henry se encontraba en casa y estaba a punto de irse a la cama. Entré en la cocina, que seguía a oscuras, y la crucé en tres zancadas. Luego abrí la puerta que daba al pasillo.

—¿Pinky?

Había dejado a un lado su bandeja de picnic y me fijé en que se lo había comido todo. Aún no se había preparado el camastro en el suelo. Por lo visto, había llevado el teléfono de la cocina hasta el pasillo estirando el cable de espiral al máximo. Esto le permitió cerrar la puerta del pasillo y permanecer juiciosamente encerrado en la parte más recóndita de la casa de Henry. Vi que la puerta del baño estaba cerrada. Di unos golpecitos para no sorprenderlo sentado en el retrete con los pantalones bajados alrededor de los tobillos.

Recliné la cabeza contra la puerta.

—Pinky, ¿estás ahí?

Al abrir la puerta descubrí que el baño estaba vacío. Entonces me volví y di dos pasos para alcanzar el pomo de la puerta que separa el pasillo del salón. A través de las ventanas delanteras pude ver un destello amarillo en la oscuridad de la noche: un taxi arrancó y desapareció de mi vista. El pasajero que creí vislumbrar en el asiento trasero se parecía muchísimo a Pinky.