26
Nora
Dante le había dado una llave de la casa de la playa. En sus fantasías, Nora ya se encontraba allí, esperando a que él apareciera. En la vida real, Channing había pospuesto su retorno a Los Ángeles hasta el martes por la mañana, y eso casi la vuelve loca. Consiguió llamar rápidamente al teléfono privado de Dante, donde dejó un mensaje para decir que no podría verlo en el día acordado. El lunes se le hizo eterno, tan monótono y aburrido que Nora se preguntó cómo había podido soportarlo antes de que Dante entrara en su vida. El martes por la mañana, mientras desayunaban, Nora y Channing mantuvieron una conversación agradable y trivial. Ella no dejó de pensar en Dante. Era casi como si estuviera sentado a la mesa con ellos, y Nora se preguntó si Thelma también estaría presente. No dejaba de sorprenderla la complejidad del corazón humano, tan astuto, opaco, impenetrable e inmune a las críticas. Lo que uno hiciera en este mundo podría ser condenado, pero las ideas, los sentimientos y los sueños estaban protegidos por un recurso tan sencillo como el silencio. ¡Qué fácil era engañar a Channing! Ninguno de los dos sabía lo que pasaba por la mente del otro. ¿Cuántas veces se habían sentado a esa misma mesa y habían charlado como si nada? La cortesía les servía de engañoso disfraz con el que ocultar sus fantasías y sus deseos más profundos. Tostadas, café, una charla sobre su cita en Santa Mónica horas más tarde. Nora le contó a Channing que había concertado una reunión con su corredor de Bolsa para repasar su cartera de acciones. Channing la instó a pasarse por su despacho, a lo que Nora objetó mencionando un sinfín de gestiones. Hablaban por hablar. Nunca había entendido tan bien a Channing y nunca le había gustado tan poco, pero al menos su infidelidad con Dante le había permitido desquitarse. Puede que algún día se lo contara todo, aún no lo había decidido. Lo acompañó hasta la puerta y se dieron un beso rápido. Nora se cuidó de no exteriorizar su impaciencia por que Channing se fuera, ni el cosquilleo en el estómago que le producía lo que estaba por venir. Nada más irse Channing, Nora se puso el chándal y las zapatillas de deporte y condujo hasta la casa de Paloma lane.
Dejó el coche en el aparcamiento de la casa de la playa y fue avanzando por la arena blanda hasta llegar a la franja más dura. Corrió sus seis kilómetros habituales por la playa, cronometrándose porque no tenía forma de medir las distancias. El acceso a la playa estaba cortado en algunas partes, lo que la obligó a subir por unas empinadas escaleras de madera construidas en la ladera de la colina y a atravesar dos urbanizaciones privadas donde normalmente no se permitía el paso. Nora salió a la carretera de dos carriles que pasaba delante del Hotel Edgewater y frenó para dejar pasar a dos coches. El primero se metió en el camino de acceso al hotel, pero el segundo se detuvo. Nora oyó un claxon y miró hacia el coche mientras la conductora bajaba la ventanilla.
—No estaba segura de que fueras tú —dijo la mujer con exagerada jovialidad—. ¿Qué haces por estos pagos?
Imelda Malcolm vivía a dos portales de la casa de los Vogelsang en Montebello. Rondaría los sesenta y era delgada como un pájaro, con el pelo ralo teñido de color rojizo. Se subió las gafas de sol a la frente. Tenía los ojos de color gris deslavazado, pero sorprendentemente vivos. Imelda solía pasear por las calles del barrio, de modo que Nora había aprendido a evitarla variando su recorrido y sus horarios para no cruzarse con ella. Su vecina era una chismosa impenitente a la que no le importaba lo más mínimo esparcir rumores. Poco después de mudarse a la ciudad, Nora había salido con ella algunas veces y había observado que Imelda hablaba en voz baja incluso en plena calle, como si pretendiera impedir que la gente oyera sus chismorreos. En todas aquellas ocasiones Nora tuvo la desagradable sensación de ser cómplice de su malevolencia.
—Me gusta cambiar de aires de vez en cuando —explicó Nora—. ¿Y qué hay de ti?
Imelda torció el gesto.
—Le dije a Polly que le pagaría una limpieza de cutis. Ya sabes que Rex ha presentado suspensión de pagos o se ha declarado en quiebra, ahora no recuerdo qué exactamente. Menudo golpe bajo.
—Ya me enteré. Qué mala suerte.
—Terrible —asintió Imelda—. Polly dice que no puede ni pensar en ir al club, y no sólo porque deban tantas cuotas. Estoy segura de que Mitchell encontrará la manera de hacerles saber que ya no son bienvenidos, aunque tiene demasiada clase como para montarles un número. Polly dice que no es que las otras socias la rechacen, pero no puede soportar darles lástima. ¿La has visto últimamente?
—No desde Año Nuevo.
—¡Dios mío! Tiene muy mal aspecto. No le cuentes a nadie que te lo he dicho yo, pero te juro que ha envejecido quince años. Y no es que tuviera muy buena pinta antes, si me permites el comentario.
—Estoy segura de que capearán el temporal —dijo Nora. Se miró el reloj e Imelda captó la indirecta.
—No te entretengo más —añadió—. Me alegro de haberte visto. Pensaba llamarte por si querías jugar al bridge con nosotras mañana por la tarde. Mittie tiene unas cuantas visitas médicas antes de los arreglillos que se va a hacer, y supongo que, ahora que Channing no está, debes de tener mucho tiempo libre.
—Pues no podrá ser —respondió Nora de inmediato—. Tengo que ir a Los Ángeles. Estoy esperando a que nuestro contable me devuelva la llamada para concertar la hora. Además, llevo meses sin jugar, sería una pareja desastrosa.
—No seas tonta. Jugamos cuatro manos. Almorzamos y bebemos mucho vino, así que nadie se lo toma en serio. Volveremos a jugar el viernes, si te parece, te apunto para entonces.
—Tendré que mirar mi agenda. Ya te diré algo.
—En mi casa, a las once y media. Solemos acabar antes de las tres.
Imelda se despidió agitando un poco el dedo, subió la ventanilla y se marchó.
Nora cerró los ojos. Esa mujer la exasperaba de tal modo que tenía el cuerpo agarrotado de la tensión. Detestaba su atrevimiento, así como la clase de agresividad femenina que blandía por norma. Nada más llegar a la casa de la playa, la llamaría y le dejaría un mensaje en el contestador diciendo que había olvidado un compromiso anterior. Y que lo sentía mucho. Un beso. Quizás en otra ocasión. Imelda detectaría que Nora le estaba mintiendo, pero ¿qué podía hacer al respecto? Nora siguió andando hasta el espigón y bajó con cuidado los maltrechos escalones de cemento que la devolvieron a la playa. Si Imelda llegara a enterarse de su relación con Dante, se pondría las botas.
En el fondo, Nora se avergonzaba de haberse acostado con Dante. ¿Cómo había sucumbido tan fácilmente? Sabía que su enfado con Channing había motivado en parte lo sucedido, pero la angustiaba lo que había descubierto sobre sí misma al tomar aquella decisión. Al parecer, la duración, la confianza mutua o la santidad del matrimonio no significaban demasiado para ella. Sólo era cuestión de que se le presentara la oportunidad, y ahí estaba, desvistiéndose envuelta en un fogonazo de deseo. Cierto, Dante era espectacular: generoso, incansable, cariñoso y elogioso. Sus elogios, por cierto, eran otra fuente de consternación. Al recordar algunas de las frases que él le había dicho se sintió tonta y crédula, como esas mujeres tan superficiales que ante el mínimo elogio se abren de piernas a cualquiera. ¿Se habría entregado Thelma con la misma facilidad? Un buen vino, unas cuantas caricias superficiales y se metió en el catre sin importarle el estado civil de Channing. Ahora Nora había dejado de lado la lealtad y la fidelidad y, pese a avergonzarse de su comportamiento, no se mostraba arrepentida. El recuerdo de lo sucedido la hizo temblar, y el temblor la hizo sonreír.
Antes de las diez ya se había duchado y yacía desnuda sobre una chaise longue doble en la terraza de la casa de la playa, protegida de miradas indiscretas por un muro bajo sobre el que habían colocado un cortavientos de cristal ahumado. La sensación que le producía el sol sobre la piel le pareció extraordinaria. Notó cómo iba relajándose gradualmente y, sin siquiera pretenderlo, se durmió.
Se despertó al oír un crujido y al abrir los ojos vio a Dante, también desnudo, sentado en la chaise longue colocada junto a la suya. Tenía el bolso de Nora a sus pies y su pasaporte en la mano.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Memorizando el número de tu pasaporte. Puedo hacerlo si me concentro, es como sacar una fotografía.
—¿Dónde has encontrado mi pasaporte?
—Estaba en tu bolso. ¿Por qué lo llevas contigo? ¿Piensas ir a alguna parte?
—Lo recogí en el banco el otro día y me olvidé de dejarlo en casa. ¿Por qué me estás registrando el bolso?
—Me parecía descortés preguntarte la edad, así que pensé que sería mejor descubrirlo por mi cuenta.
Nora sonrió.
—Mi edad no es ningún secreto.
—Ahora ya no. El quince de marzo. Los idus —dijo Dante—. Te voy a contar algo que probablemente no sepas: los idus caían cada quince de marzo, mayo, julio y octubre. Y el trece de todos los meses. Mi cumpleaños es el trece de noviembre, o sea, que también cae en uno de los idus, como el tuyo.
—¿Y eso qué significa?
—Nada, pero me pareció interesante —explicó.
Dante volvió a meter el pasaporte en el bolso y se inclinó hacia delante, hasta arrodillarse sobre la terraza. Se acercó a Nora y le besó un pecho. Nora emitió un sonido involuntario, casi ronco, mientras el calor la invadía por dentro. Los dos comenzaron a hacer el amor con la naturalidad propia de los amantes que llevan muchos años juntos. Nora no recordaba haber experimentado jamás semejante intensidad y se entregó totalmente, respondiendo con ternura a las caricias de Dante.
Después se ducharon juntos, se envolvieron en grandes toallas de baño y volvieron a la terraza. Dante había traído una botella de champán y dos copas largas de cristal, con las que brindaron por su felicidad. Le pareció maravilloso beber champán a aquellas horas.
—Casi me olvidaba —dijo Dante. Se levantó y fue al dormitorio, al cabo de un momento volvió con un puñado de folletos de agencias de viaje que depositó sobre el regazo de Nora.
—¿Qué es esto?
—Folletos de las Maldivas. Ahí es adonde pienso ir cuando llegue el momento. O quizás a Filipinas, aún no lo he decidido. Te he traído folletos de los dos sitios porque pensé que te gustaría verlos.
Dante se sentó en el borde de la chaise longue y se aflojó la toalla.
Nora abrió el primer folleto, que mostraba fotografías de las Maldivas: aguas de color turquesa y aguamarina con islas como piedras pasaderas diseminadas por el mar. Nora le dirigió una mirada de curiosidad, preguntándose si Dante hablaría en serio.
—Creía que te habían imputado. No te van a dejar salir del país.
—El hecho de que no me dejen salir no quiere decir que no pueda hacerlo.
—¿No te han retenido el pasaporte?
—Tengo otro.
—¿Y qué pasa si te interceptan en el aeropuerto?
—No pueden interceptarme si no lo saben. Tengo una fortuna en cuentas corrientes de paraísos fiscales. Llevo años planeándolo.
Nora le mostró un folleto.
—¿Por qué las Maldivas? Ni siquiera sé dónde están.
—En el océano índico, cuatrocientos kilómetros al sudoeste de la India. La temperatura oscila entre los veintiuno y los treinta y tres grados todo el año. No tienen tratados de extradición con Estados Unidos. Hay otras opciones: Etiopía o Irán, si lo prefieres. Si te gusta Botsuana, lo incluiré para que podamos reírnos un rato.
—¿Pero qué harás en un sitio así durante todo el día?
—No lo sé. Descansar. Comer. Beber. Hacerte el amor. Estudiar el idioma.
—¿Cuál es?
—Aún no lo sé, ya me enteraré cuando esté allí. Le pediré a Lou Elle que te llame para darte los detalles, pero sólo si vienes conmigo. Si no, cuanto menos sepas de este asunto, mejor.
—¿Pero tú crees que me iría contigo?
—¿Por qué no? Nada te retiene aquí. Lo único que necesitas es una bolsa de viaje con lo indispensable. Yo me encargo del resto.
—Hablemos de otra cosa.
—Desde luego. Entiendo perfectamente que necesites tiempo para pensarlo. Te lo he contado para que sepas cuáles son mis planes.
—Ya sabes que no voy a ir.
—No lo sé, ni tú tampoco.
Nora se incorporó, sujetando la toalla.
—No conviertas esto en algo que no es.
—¿Y qué «no es»?
—No es profundo, ni complejo. Ni siquiera muy importante. Es una forma de pasar la mañana cuando no estoy en la peluquería.
—Entonces, ¿soy un polvo trivial para ti?
—No he dicho que seas trivial.
—Pero soy el tipo al que te estás tirando. ¿No significo nada más para ti?
—Así es.
—Mientes.
—Sí, miento. Dejémoslo así.
Nora se anudó la toalla en la parte delantera y se levantó.
Dante la sujetó de la mano.
—No te vayas. No te alejes de mí. Siéntate.
—No tiene sentido que hablemos del futuro cuando no tenemos ningún futuro juntos.
—Escúchame. ¿Quieres hacer el favor de escucharme? No me escondas nada. Puede que tengas razón, puede que esto no sea más que una aventura, pero a mí no me lo parece. Si esto es todo lo que hay entre nosotros, entonces seamos sinceros el uno con el otro. ¿Te parece?
Nora lo miró. Adoraba su rostro, pero no podía decírselo. Dante la estiró del brazo hasta hacerla sentar a su lado. Luego tomó su mano y se la llevó a los labios.
—Nora, pase lo que pase, vengas conmigo o no, tienes que salir de ese matrimonio. Puede que ese sea mi papel, el de comadrona que te ayuda a empezar una nueva vida lejos de tu marido.
—Hemos pasado por muchas cosas juntos. No puedes echar a perder toda una vida porque haya momentos difíciles de vez en cuando. Los años de convivencia cuentan para algo, me parece a mí.
—No, no cuentan. ¿Crees que tener una mala relación durante mucho tiempo hace que esa relación merezca la pena? No la merece. Es más tiempo perdido. Catorce años de infelicidad son demasiados.
—Channing y yo también hemos tenido años buenos. No quiero dejarlo así por las buenas.
—¿Y qué hay de tu exmarido? ¿No te parece que el divorcio fue una forma de huida?
—No nos divorciamos. Murió.
—¿De qué?
—Fue algo totalmente imprevisto; una anomalía cardiaca de nacimiento que ningún médico había descubierto. Era banquero, con un empleo magnífico. Treinta y seis años, y jamás hubiera imaginado que tenía los días contados. Yo creía que la vida era perfecta. Nos teníamos el uno al otro, y teníamos a nuestro hijo. También teníamos una hipoteca bastante grande, y muchas deudas con las tarjetas de crédito. Lo que no teníamos era un seguro de vida, así que cuando mi marido murió de repente, me quedé sin un centavo. Tenía treinta y cuatro años y no había trabajado nunca. Me entró el pánico, estaba desesperada por encontrar a alguien que cuidara de mí. Conocí a Channing seis meses más tarde, y cuando ya hacía un año de la muerte de Tripp, me casé con él. Mi hijo tenía once años, y las gemelas de Channing trece.
Dante la miró entrecerrando los ojos.
—¿Qué has dicho?
—¿Sobre qué?
—¿Has dicho «Tripp»?
—Sí.
—¿Estuviste casada con Tripp Lanahan?
—Ya te lo había mencionado antes.
—No habías dicho su nombre. No tenía ni idea.
—Bueno, pues ahora ya lo sabes —respondió Nora. Dante había palidecido y la miraba sin apartar los ojos de ella—. ¿Pasa algo malo?
—No, no es nada.
—Estás blanco como el papel.
Dante sacudió la cabeza rápidamente, como para evitar que le zumbaran los oídos.
—Hicimos negocios una vez. Aprobó el préstamo que pedí para comprar mi casa. Ningún otro banquero de la ciudad me lo habría concedido debido a mi profesión.
Nora sonrió.
—Tenía buen ojo para la gente y no le asustaba saltarse las normas.
Dante bajó la cabeza. Había dicho lo mismo sobre Tripp al referirse a él. Se pasó una mano por la cara, deformándose las facciones por unos segundos.
Nora lo abrazó.
—He de irme. Le dije a Channing que tenía una cita con mi corredor de Bolsa en Santa Mónica. Sonó como una mentira cuando se lo dije, pero resulta que es verdad. ¿Estás bien? Parece como si hubieras visto un fantasma.
—Estoy bien.
Dante cubrió la mano de Nora con la suya sin mirarla directamente a los ojos.
Nora ladeó la cabeza y se apoyó en él.
—¿Te veré mañana?
—Te llamaré para confirmarlo. Conduce con cuidado.
—Lo haré.
La cita con su corredor de Bolsa fue muy breve. Era un hombre de unos setenta años, enjuto y sin sentido del humor. Había llevado la cartera de Nora durante veinte años, tanto tiempo que casi la consideraba suya. Cuando Nora le dijo que quería vender sus acciones, pareció confuso.
—¿Cuáles?
—Todas.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—No me gusta lo que está pasando ahora mismo en el mercado. Quiero salirme.
El hombre permaneció en silencio unos instantes, y Nora observó cómo titubeaba antes de formular su respuesta.
—Entiendo tu preocupación, pero no es el momento más indicado para vender. Me veo obligado a aconsejarte que no actúes con precipitación. No sería demasiado inteligente.
—Muy bien. Ya me has aconsejado. Puedes hacer una transferencia a mi cuenta en el banco Wells Fargo de Santa Teresa. Menos tu comisión, por supuesto.
—Quizás estés pasando por un mal momento —sugirió él, demasiado comedido como para preguntárselo directamente.
—Quizá, pero no de la clase que imaginas.
—Porque ya sabes que puedes contar conmigo si algo va mal. Tienes todo mi apoyo.
—Te agradezco tu lealtad.
—¿Es una decisión de Channing?
—Por favor, Mark. Limítate a hacer lo que te pido. Cursa las órdenes de venta y avísame cuando ya esté todo solucionado.
En el coche, mientras se dirigía hacia el norte por la autopista de la Costa del Pacífico desde Santa Mónica, bajó la ventanilla y dejó que el viento le alborotara el pelo. No fue consciente de sus intenciones hasta que las expresó en voz alta. Le gustaba la idea de tener todo ese dinero a mano…, por si surgía la necesidad. No pensaba en lo que podía pasar durante las semanas siguientes. No pensaba en hacer las maletas, ni en encontrarse con Dante en el aeropuerto y subir con él a un avión. Semejante comportamiento supondría un desafío a las convenciones, a la dignidad personal y al sentido común. Pero ¿qué pasaría si, en el último momento, cambiaba de opinión? ¿Qué pasaría si lo que le parecía tan imposible ahora le resultaba imprescindible para ser fiel a sí misma? Tenía que estar preparada por si surgía la necesidad. Así es como lo veía. Por si surgía la necesidad. Esa idea la había animado a pasar por el banco para vaciar su caja fuerte antes de ir a Santa Mónica por la mañana. Era la razón por la que había llevado el pasaporte en el bolso durante la última semana, aliviada de que no caducara hasta al cabo de seis años. Por si surgía la necesidad contó el dinero que tenía a mano, y se metió las joyas buenas en el bolso. Si no iba a ninguna parte —lo que sería más que probable— tampoco habría perdido nada. Volvería a ingresar el dinero en efectivo en el banco y usaría la cantidad obtenida con la venta de las acciones para comprar otras.
Tras girar a la derecha para salir de la autopista, Nora inició el largo y tortuoso ascenso hasta la casa. Recortadas contra el inmenso cielo azul claro, cuatro aves enormes volaban en círculo con las alas extendidas y las plumas de vuelo plateadas bien visibles, dejándose llevar por las corrientes térmicas. Si de algo sentía envidia, era de la elegancia con que planeaban esas aves, elevándose sin esfuerzo y surcando el viento mientras volaban en círculo. Allá en lo alto se estaría muy tranquilo, y el océano se extendería a lo largo de kilómetros.
Nora continuó mirándolas, preguntándose qué las habría traído hasta la montaña. A medida que la carretera serpenteaba hacia arriba se dio cuenta de que eran más grandes de lo que había pensado. Se trataba probablemente de auras gallipavos, buitres americanos con una envergadura de casi dos metros. Alguna vez los había visto de cerca —cabeza y cuello sin plumas, rojos y escamosos— descuartizando animales muertos en la carretera. Tenían la reputación de ser tranquilos y eficientes, humildes siervos de la naturaleza a la que limpiaban de carroña. Al ser calvos, podían introducir la cabeza hasta el fondo de un cadáver para acceder a las partes comestibles.
Nora giró para meterse en el camino de entrada y dejó el coche en el aparcamiento. Esperaba ver la camioneta del señor Ishiguro con su cargamento de rastrillos y escobas. Los miembros del equipo de limpieza habían venido y ya se habían ido. Vio las bolsas repletas de basura que habían acumulado a su paso. Los buitres volaban justo encima, como si fueran nubes rápidas que tapaban el sol. Un buitre se posó sobre un cubo de basura y se la quedó mirando. El buitre, de postura encorvada y aspecto astuto, siseó y emprendió el vuelo trabajosamente, con un ruidoso aleteo. Nora abrió la tapa del cubo de la basura y se echó atrás repelida por el hedor y la nube de moscas. El señor Ishiguro había tirado un pollo medio podrido. Nora cerró la tapa de golpe y se llevó la mano a la boca, como para protegerse del repulsivo pedazo de carne.
Channing había dicho que el jardinero pondría pollos muertos en los cepos, pero ¿cuántos cepos había colocado? Pegado con cinta adhesiva al cristal de la puerta trasera, encontró un sobre que contenía los recibos de las tres trampas que el señor Ishiguro había comprado. Los pollos muertos no se los cobraba. Nora abrió la puerta trasera con llave y tiró su bolso y el sobre encima de una mesa. Se quitó las sandalias y encontró un par de zapatillas de deporte que se puso sin calcetines. Cogió dos trozos de leña y volvió a salir por la puerta trasera. Empujó la verja del muro de contención y comenzó a andar por el cortafuegos, recorriendo el suelo con la mirada en busca de cepos. Encontró el primero en una maraña de broza que, al parecer, el señor Ishiguro había usado para disimular las grandes fauces de hierro del artefacto. El pollo muerto seguía ahí, y Nora usó un trozo de leña para activar el mecanismo. La mandíbula se cerró de golpe y partió la rama de diez centímetros de grosor por la mitad. Los trozos salieron volando frente a su cara. Nora dio un respingo, soltó un chillido y reemprendió la marcha, evitando con agilidad las chumberas que la amenazaban desde todos los lados. No encontró nada más en la estrecha pista de tierra, y cuando llegó a un cruce, comenzó a descender cuidadosamente por la pendiente esperando no caerse.
Dos grandes buitres se habían posado sobre el suelo como centinelas que vigilaban su hallazgo: el coyote macho, atrapado en el segundo cepo. Nora podría no haberlo visto de no ser por los buitres y por la hembra del coyote, la cual trotaba nerviosamente de un lado a otro por el sendero que quedaba más abajo. El señor Ishiguro había ocultado el cepo en un montón de hierba seca. El coyote yacía de costado, jadeando. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba allí. De su pata trasera izquierda, que se le había roto, sobresalía el extremo astillado del hueso. La tierra ensangrentada formaba un círculo oscuro a su alrededor. Nora no se movió. Temía que, si lo asustaba, el animal intentara huir del cepo y se hiciera una herida aún mayor. Ahora parecía descansar. Al cabo de un minuto volvió a levantar la cabeza y la torció hacia un lado para lamerse la herida. Su sufrimiento tenía que ser insoportable, pero el animal no emitió ningún sonido. Su mirada apagada se posó en ella con indiferencia. ¿Qué le importaba Nora cuando se debatía entre la vida y la muerte?
La ladera de la colina parecía arder, y los pequeños remolinos de viento que se levantaban de vez en cuando llenaban el aire de polvo. Tras dar media vuelta, Nora volvió a la casa llorosa y asustada. Ansiaba hacer cualquier cosa para acabar con el sufrimiento del animal. Subió a la primera planta, abrió el cajón de la mesilla de noche de Channing y sacó su pistola. Su marido le había enseñado cómo cargar y disparar la High Standard de cañón desmontable. Tenía la mira trasera fija y microajustable a la elevación y al viento. Channing se había mostrado reacio a comprar el arma, pero finalmente la compró debido a la insistencia de su mujer. Nora estaba sola en la casa demasiado a menudo como para permanecer allí sin ningún tipo de protección. Comprobó que estuviera cargada. La pistola pesaba casi un kilo y medio, y tuvo que sujetarla con ambas manos mientras bajaba las escaleras y salía por la puerta trasera.
La hembra se había acercado en círculos a su pareja. Ahora permanecía sentada a una distancia desde donde el macho podía verla, gimoteando sola. El macho parecía aturdido por el dolor. Se retorcía y empujaba con su cuerpo enjuto, intentando apoyar la pata en el suelo para poder levantarse. Miró a Nora, y esta hubiera jurado que el coyote sabía lo que estaba a punto de hacer. En lo más profundo de sus ojos amarillos brilló una chispa de reconocimiento, como si aceptara el vínculo que se había establecido entre ambos. Nora tenía el poder de liberarlo, y sólo había una salida posible. Era un animal demasiado salvaje para permitir que Nora se acercara para abrir el cepo, aunque supiera cómo hacerlo. Los buitres aleteaban hacia arriba y volaban en círculo, observándola con interés.
Nora se echó a llorar. No podía soportar verlo, pero se negó a apartar la mirada. El hecho de que aquel animal sorprendente hubiera caído en la trampa y de que hubiera sido sometido a semejante crueldad le parecía impensable, pero allí yacía, exhausto, jadeando con dificultad. Retrasar su muerte significaría prolongar su agonía. Si no tenía la posibilidad de salvarlo, tendría que poner fin a su vida, no le quedaba otra opción. Nora disparó. Bastó con una bala. La hembra observaba sin curiosidad mientras Nora se desplomaba cerca del macho, entonces dio media vuelta y se fue trotando por el sendero hasta desaparecer. Volvería con sus cachorros y seguiría cazando sola. Les enseñaría a cazar, a adentrarse en territorio civilizado si esa era la única manera de encontrar comida. Les mostraría dónde encontrar agua. Si los conejos, las ardillas y los topos escaseaban les mostraría dónde encontrar insectos y cómo perseguir, derribar y destripar a los gatos domésticos que sus dueños habían dejado fuera de las casas por la noche. La hembra desempeñaría la tarea que ahora le correspondía de la única forma que conocía, guiándose por el instinto.
Cuando volvía a la casa con la pistola aún en la mano, vio un sedán negro aparcado junto a su Thunderbird. Al acercarse, dos hombres vestidos con traje salieron del coche y la saludaron cortésmente. No había nada amenazador en su aspecto, pero no le gustaron en cuanto los vio. Ambos llevaban el pelo corto e iban bien afeitados. Uno rondaba los cincuenta años, mientras que el otro tendría treinta y tantos.
—¿La señora Vogelsang? —preguntó el más joven.
El hombre le ofreció una tarjeta de presentación.
—Soy el agente especial Driscoll y este es mi compañero, el agente especial Montaldo. Somos del FBI. Me pregunto si podríamos hablar con usted.
—¿De qué?
—De Lorenzo Dante.
Nora parpadeó mientras decidía cómo responder y a continuación entró en la casa sin decir ni una palabra, seguida de los dos hombres.