25
Me puse boca arriba y permanecí en el suelo hasta que los latidos de mi corazón se volvieron más regulares y la sangre ya no se me agolpaba en los oídos. Me incorporé, haciendo un sondeo de mi estado físico y emocional. Me costaba tragar y tenía la confianza por los suelos. Aparte de eso, no estaba herida pero sí enormemente asustada. Ahora que la amenaza inmediata había pasado, necesitaba calmarme. Me volví y contemplé el suelo de mi despacho, cubierto de papeles que Len había sacado de la caja fuerte. Las carpetas y los informes del archivador también estaban esparcidos por todas partes. Ansiaba dedicar unos minutos a arreglar aquel desorden, aunque, antes que nada, tendría que intentar ponerme de pie. Me sentía sobrepasada por lo sucedido, y ordenar lo que me rodeaba era mi manera de enfrentarme al estrés. De momento, sin embargo, no podría darle ese capricho a mi cenicienta interior porque Pinky tenía prioridad. No creía que Len fuera a matarme (a no ser que estuviera seguro de que no lo culparían de ello). Pinky parecía el blanco más obvio. Era un delincuente de poca monta, con antiguos compañeros de cárcel que, probablemente, ya suponían un riesgo para su salud y su seguridad. Si aparecía muerto, a nadie le importaría demasiado. Por qué imaginaba que podría burlar a alguien como Len era todo un misterio. Me levanté asiéndome a una de las sillas y fui al baño, donde me bajé el cuello del jersey para poder examinar mi maltrecha garganta. Len tenía razón cuando se jactó de no haberme dejado ni una sola marca.
Recogí el teléfono roto y lo tiré a la papelera. Afortunadamente, aún conservaba un teléfono anterior. Fui a la cocina y abrí y cerré algunos armarios hasta que lo encontré. Era un antiguo teléfono negro de disco, cubierto de polvo. Lo limpié con una toalla y lo llevé al despacho, donde lo conecté al enchufe antiguo. Al descolgar me tranquilizó escuchar el tono de marcar. Necesitaba ponerme en contacto con Pinky para contarle lo que sucedía.
Tenía muy presente la advertencia de Len de no meterme en asuntos relacionados con Audrey Vanee, pero lo de Pinky y las fotografías era otra cuestión, ¿no? Sabía que, si Len lo encontraba, Pinky sería hombre muerto. Debía asegurarme de localizarlo yo primero. Me pregunté si Pinky tenía idea del peligro que corría. Había mencionado que usaría las fotografías para salir de un lío, pero intentar pasarse de listo con Len le acarrearía problemas de otra magnitud.
Me senté frente al escritorio y busqué el número de teléfono de Pinky en mi libreta de direcciones. Apenas había tenido ocasión de llamarlo, y puede que el número de contacto que me dio en su día ya no fuera válido. Introduje la punta del dedo índice en el primer agujero, donde estaba el número 9. Giré el disco hasta el tope y lo solté, pensando en lo raro que resultaba tener que esperar a que el círculo de metal con agujeritos rotara hasta su posición inicial antes de marcar el siguiente número de la secuencia. Parecía tardar una eternidad. Hasta que, quién me lo iba a decir, oí que sonaba. Escuché mientras iba contando, y al llegar a quince perdí las esperanzas y colgué. No tenía ni idea de si Pinky estaba en casa y era demasiado listo para descolgar o de si estaba escondido en alguna parte, como haría cualquier fugitivo sensato. Ni siquiera sabía si aquel aún era su número. Tendría que ir en coche hasta su casa para comprobarlo.
Dejé el desorden tal y como estaba y cerré con llave la puerta del despacho al salir. Antes de meterme en el Mustang fui al maletero, lo abrí y saqué la H&K de mi maletín. Carecía de permiso para llevar armas ocultas, pero no pensaba ir por ahí sin protección.
Vi que un tipo enceraba su coche en el pasaje que discurre entre mi bungaló y el de al lado. No era consciente de tener un vecino nuevo, pero ¿cómo iba a saberlo? El hombre había dejado un cubo y varios trapos en el suelo y aplicaba cera en pasta a los guardabarros delanteros y al capó de un Jeep negro. Vi una manguera sobre la acera, serpenteando entre los edificios. El supuesto vecino no me prestaba atención, aun así, procuré meter la pistola en el bolso sin que nadie me viera. Me monté en el coche y escondí la pistola bajo el asiento delantero antes de hacer girar la llave en el contacto y alejarme de la acera.
No dejaba de reproducir en mi mente el encontronazo con Len, como si se tratara de una película sin fin. Pese a revivir aquellos momentos una y otra vez, nuestro encuentro siempre acababa igual. El instinto de supervivencia me llevó a actuar de la forma en que lo hice, pero no podía evitar preguntarme si no habría otras opciones que no se me habían ocurrido. El cuello aún me dolía como si me estuvieran estrangulando con una soga. No dejaba de llevarme la mano a la garganta para asegurarme de que era capaz de respirar.
Corté hasta Chapel y giré a la derecha para luego recorrer ocho manzanas hasta Paseo Street, donde vivían Pinky y Dodie. No creía que me hubieran seguido, porque Len no se molestaría en hacerlo. Sabía dónde vivía Pinky y, si no lo sabía, sólo sería cuestión de buscar la dirección en su ordenador. Me pregunté si me estaría dando vía libre para ver si salía disparada en busca de Pinky. Por otra parte, de haber sabido dónde estaba Pinky, Len no habría tenido que atacarme a mí para conocer el paradero del sobre marrón. Eché un vistazo por el retrovisor, pero no vi que se acercara ningún coche ni a nadie que deambulara por la calle.
Algo más animada, aparqué, salí del coche y crucé la calle. No vi luz en las ventanas delanteras de ninguno de los dos dúplex. No tenía ni idea de cuál sería el suyo, pero no tardaría en averiguarlo. Eran las dos menos diez del mediodía, el sol brillaba, las temperaturas rondaban los veinticinco grados y en el aire se respiraba aroma a madreselva. Soplaba una brisa juguetona y costaba creer que hubiera alguien que no estuviera disfrutando de un día así. Pero aquí me encontraba yo, buscando a un memo que se creía lo bastante listo como para hacerle una jugarreta a un poli corrupto. Se trataba probablemente del mismo razonamiento sesgado que lo acababa devolviendo a la cárcel cada vez que conseguía salir. Tenía la mala suerte de que el tipo me cayera bien, pero puede que Len contara con ello cuando me dejó ir.
El nombre que figuraba sobre el timbre de la izquierda era Ford, y el de la derecha, McWherter. Llamé al timbre de los Ford y esperé. Si yo fuera Dodie o Pinky, no le abriría la puerta a nadie. Me volví y escudriñé la calle, primero en una dirección y luego en la otra. No vi a nadie sentado en un coche aparcado, y nadie se escabulló furtivamente entre los arbustos.
Incliné la cabeza hacia la puerta y llamé con el puño.
—¿Dodie? ¿Estás ahí? Soy Kinsey, una amiga de Pinky.
Esperé.
Al final, oí a alguien que me decía tapándose la boca:
—Demuéstramelo.
Reconocí la voz de Dodie, así que me situé delante de la ventana del salón, que tenía las cortinas cerradas. Dodie entreabrió la ventana y me miró fijamente. Al cabo de un momento oí cómo desbloqueaba la cerradura de pestillo y retiraba la cadena. Abrió un poco la puerta y entré con sigilo. Me quedé de pie a su lado mientras volvía a bloquear la cerradura y a pasar la cadena. Si Len Priddy decidía venir en su busca, ni con todas las cerraduras del mundo iba a estar a salvo. Priddy rompería la ventana delantera y ahí se terminaría la historia. No le mencioné esa posibilidad; no tenía sentido asustarla aún más cuando ya estaba completamente aterrorizada.
En el salón, a mi derecha, el televisor funcionaba con el volumen bajado. Dodie se llevó un dedo a los labios y luego me indicó mediante gestos que la siguiera hasta la parte trasera de la casa. Mientras recorríamos el pasillo de puntillas de camino a la cocina tuve ocasión de comprobar lo mucho que Dodie había cambiado. La pérdida de peso la había transformado. Pinky me dijo que Dodie había adelgazado veintisiete kilos, y la diferencia era sorprendente. Los ojos, de un azul intenso, siempre habían sido lo mejor de su cuerpo. Ahora llevaba el pelo mejor teñido y mejor cortado, e iba mejor maquillada debido a su nuevo empleo. También había mejorado su guardarropa. El conjunto que vestía —un jersey de manga larga con cuello de pico, pantalones bien confeccionados y zapatos de tacón caros— la hacía tan esbelta como una modelo de pasarela, aunque Pinky tenía razón acerca de su trasero.
—Estás guapísima —le susurré cuando llegamos a la cocina.
—Gracias —respondió susurrando a su vez.
—¿Por qué susurramos?
Dodie levantó un dedo y lo agitó, como si mi pregunta fuera absurda. Tomó un bolígrafo y un periódico y en uno de los márgenes escribió: «Hay micrófonos».
—Me imagino que buscas a Pinky —dijo en voz baja—. ¿Qué ha hecho ahora?
—Ha cabreado a un poli llamado Len Priddy, y no ha sido muy buena idea.
—Ah, ese tipo —murmuró—. Pasó por aquí hace un rato, y le dije que Pinky había ido a verte.
Cerré los ojos, intentando reprimir un chillido. No era de extrañar que Len se hubiera presentado en mi despacho. Ya había espiado a Pinky allí por la mañana, y ahora Dodie me lo había vuelto a enviar.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No te preocupes —respondí—. ¿Sabes algo de las fotografías que ha robado Pinky?
—¿Fotografías? —preguntó nerviosa.
Aguardé unos segundos, con la esperanza de que cantara lo que sabía.
—Dodie, tienes que confiar en mí. Hasta ahora he trabajado a ciegas. No puedo ayudar a Pinky a menos que sepa lo que está pasando.
—Prométeme que no se lo contarás a nadie.
Me entraron ganas de poner los ojos en blanco, pero opté por llevarme la mano al corazón y jurarle fidelidad eterna.
Dodie se tapó la boca con la mano antes de hablar, por si quienquiera que la estuviera mirando desde lejos resultaba ser un avezado lector de labios. Dado que estábamos en el interior de la casa, no me pareció que fuera tan necesario. Me vi obligada a acercarme más a ella porque, además, seguía susurrando.
—Eran fotos mías. Fotografías que me sacó la policía cuando me detuvieron por ejercer la prostitución. Y también las fotos de mi ficha policial y los expedientes de la vez que me detuvieron por embriaguez y alteración del orden público. Ese poli sabe que trabajo para Gloriosa Feminidad, y si mi jefa provincial se entera de que he estado en la cárcel, perderé el empleo. Ya está bastante cabreada conmigo porque vendo más que ella.
—¿Len te está chantajeando?
—No exactamente. Se vale de las fotografías para tener a Pinky a raya. Así se asegura de que Pinky le informa de todo lo que se rumorea por ahí.
—¿Pinky es confidente de la policía?
—Supongo que sí. Bueno, la cuestión es que ha destruido todas esas fotos mías y dice que Len puede irse a tomar por culo.
—A menos que Len use su ordenador para buscar tus antecedentes y lo vuelva a imprimir todo otra vez.
—¡Vaya!
—Y dejando eso de lado, sigo sin entenderlo. Por lo que Pinky me contó, había una segunda serie de fotografías que, según él, le servirían para solucionar un problema. ¿Sabes de qué va esa historia?
—Sí, pero Pinky no sabe que lo sé, así que tendrás que prometerme que no se lo vas a decir.
—Ya estoy bajo juramento.
Dodie volvió a agitar un dedo y, a continuación, abrió la puerta trasera y me sacó al porche.
—Pidió dinero a un prestamista llamado Lorenzo Dante y se le ha acabado el plazo para devolverlo.
—¿Cuánto? —susurré. La paranoia de Dodie era contagiosa, y no conseguí emplear un tono normal de voz.
—Dos mil dólares. Lleva tiempo intentando reunir el dinero, pero no ha tenido suerte. Vendió su coche y empeñó aquel Rolex que le llegó a través de una fuente no identificada. También iba a empeñar mi anillo de compromiso, pero luego se echó atrás.
Pensé en mi anterior encuentro con Pinky y recordé la franja blanca de su muñeca donde antes había llevado un reloj. Entonces caí en la cuenta de que su coche no estaba en el taller, tal y como él había afirmado. Cuando vino a pedirme ayuda, ya lo había vendido.
Dodie me miró con inquietud.
—¿No podrías prestarle tú el dinero? Te lo devolverá. —Hizo una pausa y luego, para no faltar a la verdad, añadió—: Algún día.
Al menos tuvo el detalle de sonrojarse. Me ofendió que intentara sacarme la pasta, pero resulta bastante difícil mostrar indignación por medio de susurros.
—Ya me debe doscientos veinticinco pavos, así es como desempeñó tu anillo de compromiso.
Dodie entrecerró los ojos y me miró con incredulidad.
—¿Aceptó doscientos dólares por un anillo que vale tres de los grandes?
—Dejemos eso ahora. ¿Por qué es tan valiosa la segunda serie de fotografías?
—No estoy segura. Lo único que sé es que ese poli quiere echarles mano.
—Y que lo digas —asentí lacónicamente—. ¿Dónde está Pinky ahora?
—Dijo que era mejor que yo no lo supiera. También dijo que si venías preguntando por él, ya lo adivinarías.
—Vaya, estupendo. ¿Dijo alguna cosa más?
—Ni una palabra.
Pensé durante un momento cómo podía seguir interrogando a Dodie acerca del paradero de Pinky, pero no se me ocurrió ninguna pregunta más.
—Creo que tú también deberías esconderte. ¿Tienes algún sitio adonde ir?
Dodie me clavó sus ojazos azules. Pensé que se había pasado de mala manera con el rímel hasta que me di cuenta de que llevaba pestañas postizas.
—Estoy completamente sola.
—Venga ya, seguro que habrá algún sitio al que puedas ir.
Dodie redujo sus susurros a un nivel que sólo algunos animales serían capaces de captar.
Me acerqué más a ella.
—¿Y qué hay de tu estudio? —me preguntó—. A nadie se le ocurriría buscarme allí.
—Vaya —respondí—. Es un asunto un tanto peliagudo. Len ya está muy cabreado. Me ha amenazado de muerte hace menos de una hora. Ahora estoy arriesgando el pellejo hablando contigo. Si te alojo en mi casa, quién sabe lo que haría. Seguro que tendrás parientes o amigos.
Dodie negó con la cabeza.
—Sólo tengo a Pinky. Si a él le pasara cualquier cosa, no sé qué haría.
—Estoy segura de que no le pasará nada.
—¿Y qué hay de mí? ¿Qué se supone que debo hacer?
—Sobre todo, no abras la puerta. Si alguien viene, llama al novecientos once.
—Preferiría ir a tu casa. No seríamos ninguna molestia.
—¿Seríamos?
—Yo y Cutie-pie, mi gato. No puedo dejarlo aquí solo.
Eché un vistazo a mi alrededor, pero no vi señales de la bestia. ¿De qué iba esta gente? Dodie era igual que Pinky: intentaba engatusarme para que le hiciera un favor que me pondría en un brete. Sin embargo, tras haber dicho que no una vez, ahora me pareció más fácil.
—Lo siento, pero es imposible. Aunque, si quieres, te llevo a un motel.
—¡Ay no, cariño! Ningún motel aceptará a un gato como el mío. Para empezar, marca el territorio orinando, y si se enfada, cosa que sucede a menudo, se hace pis en medio de la cama. Así que supongo que lo tengo crudo.
—Ya se te ocurrirá algo —sugerí, sin tener ni idea de qué.
Mientras me acompañaba por el pasillo hasta la parte delantera de la casa, Dodie me señaló el televisor del salón. Indicó mediante gestos que había micrófonos escondidos, así como un transmisor y un receptor. O al menos eso es lo que entendí. Asentí con la cabeza y, cuando llegamos a la puerta, dijo:
—Bueno, muchas gracias por pasarte. Si vuelvo a saber algo de Pinky, ya te lo diré.
Aunque su voz parecía normal, Dodie hablaba con un sonsonete que no habría engañado a nadie que tuviera pegada la oreja a la pared.
—Gracias y buena suerte —dije.
—¿Estás segura de que no podemos quedarnos contigo? —preguntó susurrando de nuevo.
—¿Te he mencionado mis alergias? Si me metes en una habitación con un gato, me hincho como un pez globo. Precisamente el mes pasado tuvieron que llevarme al hospital.
—Mala suerte —respondió—. Podría haberte dado unos cuantos consejos para un cambio de imagen. Te hace muchísima falta.
De vuelta en mi coche, atravesé tres manzanas y giré a la derecha en State Street. Luego me detuve en un pequeño aparcamiento, situado junto a un mercado de alimentos asiáticos y un consultorio de acupuntura. Encontré una plaza libre y me quedé allí sentada pensando dónde podría estar Pinky. Por lo que me había dicho Dodie, su marido confiaba en que yo lo adivinaría. ¿Y eso qué quería decir? Sólo conocía uno de los sitios a los que solía ir Pinky: la casa de empeños Santa Teresa Joyas y Préstamos. ¡Pues claro! Arranqué el Mustang y conduje hasta el centro. Al llegar a Lower State pasé por delante de la casa de empeños, y cuando doblaba la esquina, vi el Chevrolet verde oscuro de Len Priddy aparcado junto a la acera. Obviamente, June tenía visita y yo me vi obligada a posponer nuestra conversación. Seguí conduciendo, pero un escalofrío me recorrió toda la espalda.
Volví a mi despacho con la idea de llamar a June después de un intervalo razonable. Entretanto, ocuparía el tiempo ordenando la habitación. Recogí todos los papeles diseminados por el suelo, los metí en sus carpetas correspondientes y devolví estas a los cajones. Al cabo de quince minutos hice una pausa. Aún no me había tomado el café de la mañana. Le había ofrecido una taza a Pinky, pero este la rechazó alegando que tenía mucha prisa. Después me distrajeron la visita de Earldeen, el almuerzo con Cheney y la visita sorpresa de Len. Recorrí el pasillo hasta mi pequeña cocina, cogí la cafetera y abrí el agua. Casi me muero del susto al oír un ruido sibilante y una especie de petardeo, pero no salió ni una gota. ¿Qué diantres pasaba? Entonces recordé que la compañía del agua iba a cortar el suministro durante ocho horas. Había olvidado que tenía planeado trabajar en casa, y casi me echo a llorar al pensar en todos los problemas que podría haberme ahorrado si no hubiera venido al despacho.
Abandoné la idea de hacer café y volví a mi escritorio. Miré qué hora era. Habían transcurrido más de treinta minutos desde que había pasado por delante de la casa de empeños. Seguro que Len ya se había marchado. Saqué el listín telefónico del cajón de abajo, encontré el número de la casa de empeños, lo apunté y marqué las tres primeras cifras. No sé qué me llevó a detenerme. Sólo sé que vacilé. Así es como suelo experimentar los «momentos ¡ajá!» en las ocasiones en que se producen. En el fondo de mi mente aún podía oír a Dodie susurrar porque creía que le habían instalado micrófonos en casa. Supongo que entonces yuxtapuse la preocupación de Dodie al recuerdo del tipo que enceraba su coche en el pasaje situado entre mi bungaló y el de al lado. Y me pareció más extraño que alarmante, aunque la imagen de la manguera no acabara de cuadrarme. Por lo que sabía, nadie se había mudado a la casa de al lado. ¿Quién sería ese tipo? Y, lo que era más importante, ¿cómo había conseguido lavar y encerar su coche si el agua estaba cortada?
Me levanté y miré por la ventana. Hacía tiempo que el hombre se había ido y no vi coches desconocidos aparcados en la calle. Saqué la linterna del bolso y, en vez de salir por la puerta delantera, usé la trasera y pasé por entre los dos bungalós. No estaba segura de lo que buscaba. Aunque aún no había oscurecido, el pasaje se encontraba en penumbra. Escudriñé el borde del tejado en busca de cables y luego iluminé con la linterna el espacio de acceso a las tuberías situado bajo el bungaló. Observé el grifo junto al que habían enrollado cuidadosamente la manguera. La espita quedaba justo debajo de la ventana que daba a un extremo de mi cocina. Bajé la mirada. En la pared vi un soporte de aluminio al que habían fijado algo con una palomilla. Me agaché e iluminé el dispositivo con la linterna. La unidad de toma exterior era un micrófono de contacto con sensor de vibraciones como los que había visto en tiendas de electrónica. Habían hecho un agujero a través del revestimiento exterior del bungaló y habían instalado el micrófono entre los perfiles de acero del entramado. El amplificador, el transmisor y la grabadora estaban ocultos en una caja montada en la pared que parecía el típico cacharro que la compañía de la luz o del gas te conminaría a usar para luego cobrártelo aparte. Esta clase de equipo de vigilancia tenía sus limitaciones, pero era barato y fácil de conseguir. No creí que a Len le importaran demasiado las cuestiones legales: la información que obtuviera no se usaría en ningún juicio. Sólo él escucharía las grabaciones.
Volví a mi despacho y me puse a gatear a lo largo del zócalo. El técnico (sin duda uno de los polis de la pandilla de Len) había calculado mal la profundidad de la pared, por lo que pude ver un minúsculo orificio en el yeso allí donde la sonda había estado a punto de atravesar el tabique. Mi primer impulso fue volver a salir y arrancar los cables, o al menos encontrar alguna forma de interrumpir la conexión. Consideré las distintas opciones y decidí que sería mejor dejar el micrófono donde estaba para que Len creyera que tenía acceso a mis conversaciones privadas.
Me tomé el resto del día libre. No podía trabajar si Priddy escuchaba todo lo que decía. Esto significaba que me sería imposible hablar por teléfono, y que los clientes que se presentaran sin previo aviso —por pocos que fueran— tendrían que acompañarme a otro lugar para hablarme de sus casos. Seguro que no les causaría muy buena impresión. Sin agua, no podía tirar de la cadena ni lavarme las manos. Aparte de eso, aún estaba hecha una mierda, y ya que no me pagaban por sufrir, decidí echar el cierre. Ya en casa, registré mi estudio en busca de micrófonos. Cuando estuve totalmente convencida de que no había ninguno, me fui al restaurante de Rosie, donde bebí vino peleón y comí una especialidad húngara que ni siquiera fui capaz de pronunciar. Eso empezaba a sacarme de quicio, por lo que me pregunté si tendría que buscarme otro sitio al que ir. No, probablemente no.
A la mañana siguiente ya me había restablecido. Me tomé la amenaza de Len lo bastante en serio como para decidir evitar el tema de Audrey Vanee a partir de entonces. Probablemente debería haberme avergonzado de mi cobardía, pero no lo hice. Resolví ocuparme sólo de mis asuntos, tal y como Cheney Phillips me había aconsejado. Semejante determinación me duró todo el viaje en coche al despacho. No sabía qué hacer acerca del micrófono oculto instalado en mi pared, pero tenía claro que ya se me ocurriría algo. Encontré una plaza de aparcamiento muy amplia y me di unas cuantas palmaditas en la espalda por mi buena suerte. Mientras subía los escalones de la entrada, un coche dobló la esquina y aparcó justo detrás del mío. Diana Álvarez salió del vehículo. Al verla, salté como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Pensé en escaparme, pero Diana ya había metido su vistoso Corvette blanco detrás de mi Mustang. Aparcó tan cerca de mi guardabarros trasero que me hubiera sido imposible apartarme de la acera sin hacer un montón de maniobras, lo que habría sido muy humillante para alguien empeñado en huir. También me frenó el hecho de que una chica acompañara a Diana. Quizá no le bastaba con sacarme de quicio ella sola y se había traído a una periodista novata para enseñarle el oficio.
Diana llevaba una adorable falda acampanada de color marrón oscuro y un chaleco a juego. Le quedaba de muerte con la melena recta castaña y las gafas de concha. Me moría de ganas de preguntarle dónde se había comprado el conjunto, pero no quise ponerme a hablar de cosas de chicas por si se imaginaba que me caía bien.
Levantó la mano izquierda, como haría el propietario de un perro para indicarle a su chucho que se quedara quieto. Le miré la mano derecha para ver si me compensaría con una galletita perruna por mi obediencia.
—Sé que no quieres hablar conmigo, pero tienes que escucharme. Es importante —afirmó.
No sabía si podría contenerme, así que cerré el pico.
—Esta es Melissa Mendenhall. Leyó el artículo sobre Audrey y tiene información que permite ver su muerte desde una perspectiva muy distinta.
No podía dejar de pensar en el micrófono oculto que sobresalía de la pared exterior de mi bungaló a menos de siete metros de distancia. Sabía que lo habían colocado allí para captar las conversaciones que se produjeran en el interior de mi despacho, pero nada más mencionarse el nombre de Audrey comencé a notar que se me empapaba la zona lumbar. Len me había advertido que me olvidara de Audrey, a menos que quisiera acortar mi vida algunos años. Si bien no me tomé la amenaza demasiado en serio, empezaba a apreciar la capacidad de aquel hombre para infligir dolor.
—No es asunto mío —repliqué—. Marvin me ha despedido.
—He hablado con él de eso y parece que ya se está arrepintiendo —contestó Diana—. Te prometo que te va a interesar lo que Melissa tiene que contarte.
Medité durante cuatro segundos y luego dije:
—Aquí no. Si queréis hablar, salgamos de la calle.
—De acuerdo —aceptó Diana.
Era imposible que las tres consiguiéramos apretujarnos en el Corvette, a menos que Melissa se sentara en mi regazo. Mi cupé de dos puertas no era mucho más amplio, pero al menos yo me sentaría en el asiento del conductor, tanto en el sentido literal como en el figurado.
Abrí la puerta del Mustang y nos las arreglamos como pudimos para acomodarnos dentro. Yo me senté tras el volante y Diana se encorvó para entrar, desplazándose con dificultad desde el asiento del copiloto hasta la parte trasera del coche, donde apenas cabían las bolsas con la compra. Melissa era una chica diminuta de ojillos oscuros y cabello también oscuro muy fino, cortado a lo garçon. Los jóvenes de hoy en día no debían de conocer la expresión, pero el efecto era el mismo: pelo corto peinado hacia delante. Debería haberle pedido consejo a Diana sobre su vestuario. Incluso yo habría elegido algo mejor que una camiseta extra grande y vaqueros demasiado cortos.
—Bueno, ¿qué pasa? —les pregunté a ambas.
—Empezaré yo —dijo Diana tras lanzarle una mirada rápida a Melissa.
—Claro.
—Melissa me llamó al periódico. No sabía nada de la caída de Audrey desde el puente hasta que leyó el artículo el jueves pasado. En cuanto lo leyó fue directa a la policía, porque su novio murió de forma idéntica hace dos años. Melissa pensó que la policía querría investigar la coincidencia, así que les proporcionó toda la información relevante. No ha vuelto a saber nada de ellos.
—Es bastante normal —repuse—. Una investigación de esa clase lleva su tiempo.
—El tipo le respondió con evasivas. Melissa pensó que investigaría el asunto, pero ni siquiera le devuelve las llamadas.
—¿Con quién habló?
—A eso iba. Con el subinspector Priddy…
—Ese cabronazo —atajó Melissa—. Un tío horrible. Me trató de puta pena.
Tenía un aspecto demasiado delicado y femenino para ser tan malhablada. Obviamente, sus exabruptos mejoraron la opinión que me había formado de ella, y esperaba que aquello sólo fuera el principio. La gente no deja de darme la lata sobre la boca tan sucia que tengo, por eso disfruto tanto cada vez que me topo con alguien peor que yo.
—Cuéntale lo que me has contado a mí —le instó Diana.
Nuestra proximidad no fomentaba las conversaciones cara a cara. Melissa había dirigido sus comentarios al parabrisas delantero y Diana se inclinaba hacia delante ávidamente, con la cabeza metida entre la de Melissa y la mía como un perro ansioso por dar una vuelta en coche los domingos. Era la segunda vez que me refería a los perros y a Diana en la misma frase, por lo que me disculpé en silencio ante todos los chuchos del mundo.
—Mi novio se suicidó hace dos años, o eso creía yo. Quedé destrozada. No tenía ni idea de que las cosas le fueran tan mal, así que no conseguía entender lo que había hecho. Sabía que Phillip tenía deudas de juego, pero siempre fue muy optimista y decía que ya se estaba poniendo las pilas. Y entonces, de repente, va y se tira desde la última planta de un aparcamiento…
—Binion’s en Las Vegas. Sexta planta —añadió Diana, siempre tan dada a aportar detalles reveladores.
—Lo que me sorprendió al leer el artículo de Diana —continuó diciendo Melissa— fue que los zapatos de tacón y el bolso de esa mujer estuvieran colocados juntos sobre el asiento delantero de su coche. Y que no hubiera dejado ninguna nota. La cartera de Phillip y sus zapatos también estaban colocados así en su Porsche, y él tampoco dejó una nota.
—Ahora Melissa está convencida de que Phillip no se suicidó, y resulta que Marvin piensa lo mismo sobre Audrey —sentenció Diana.
Pensé que la analogía era bastante pobre, pero quería escuchar el resto de la historia.
—La policía de Las Vegas habrá investigado la muerte de tu novio, ¿no? —pregunté.
—Pasaron de mí —respondió Melissa—. Sólo quería que alguien lo investigara y me dijera si Phillip lo hizo a propósito o no. Yo no acababa de creérmelo, pero supuse que sería una especie de rechazo por mi parte. Como si Phillip estuviera metido en problemas hasta el cuello y esa fuera su única salida.
—A Melissa le rajaron los neumáticos —explicó Diana.
—A eso iba —repuso Melissa con sequedad.
—Lo siento.
—Phillip había estado en Las Vegas tres veces en tres semanas y perdió un montón de dinero jugando al póquer, o eso me dijo el policía. Pero seguía sin cuadrarme, porque sus padres están forrados y seguro que lo habrían ayudado de haber sabido que tenía semejantes problemas. Les conté todo eso y los polis no quisieron escucharme. Me cabreé bastante, pero sabía que les venían con historias como la mía constantemente y yo no esperaba un trato de favor. Entonces empezó el vandalismo. Me rajaron los neumáticos, entraron en mi piso y me robaron el equipo de esquí.
—¿Necesitabas un equipo de esquí en Las Vegas? —pregunté.
—No, no. Trabajaba en la estación de esquí de Vail, que es donde fui después de la universidad para tener algo que hacer. Phillip solía subir a verme cada dos o tres meses. A los dos nos encantaba esquiar, y era fácil trabajar allí todo el año porque es un sitio precioso. Mucha gente va también en verano.
—¿Puedo decir algo? —preguntó Diana.
Señalé con el dedo a Diana, como si le cediera el turno de palabra.
—Una amiga de Melissa, alguien que trabajaba en uno de los casinos de Las Vegas, le dijo que seguro que habría mosqueado a alguien, porque a ella le pasó lo mismo cuando se quejó de un matón que le dio una paliza una vez. El tipo se llamaba Cappi Dante. Acababa de salir de la cárcel, donde cumplió condena por agresión. Su familia vive en Santa Teresa. Su hermano mayor es prestamista. Puede que hayas oído hablar de él, se llama Lorenzo Dante. Lorenzo Dante júnior, no senior, aunque, por lo que sé, el padre era igual de malo en su época.
Dodie acababa de mencionarme a Lorenzo Dante, el prestamista al que Pinky le debía dos de los grandes.
—He oído el nombre, pero a él no lo conozco.
—Melissa descubrió que Phillip le había pedido prestados diez mil dólares, y esa es precisamente la cantidad que perdió jugando al póquer poco antes de que muriera.
—O de que lo mataran —corrigió Melissa.
—¿Me estáis diciendo que la influencia de este prestamista se extendía desde Las Vegas hasta Vail?
—Escucha, lo único que sé es lo que pasó cuando armé un escándalo. Había oído el nombre de Dante, y pensé que la policía de Las Vegas debería saberlo. Entonces empezaron los problemas y capté el aviso. Hice las maletas y volví a Santa Teresa, porque mis padres viven aquí y me pareció que tenía que estar en un lugar seguro. Ahora vivo con ellos y trabajo de niñera, así que mi nombre no aparece en ningún registro público, como el listín telefónico o los contratos de los servicios públicos.
—¿Y le contaste todo esto al subinspector Priddy?
—Palabra por palabra. Le conté que el suicidio de Audrey y el de Phillip eran idénticos, y que creía que deberían ponerse en contacto con la policía de Las Vegas para reabrir la investigación. Así podrían ver si en este caso también hay alguna conexión con Lorenzo Dante.
—A los policías no les gusta que les digan cómo tienen que hacer las cosas —comenté.
—Ahora está muy asustada —interrumpió Diana—. Cree que vio al subinspector pasar en coche por delante de la casa de sus padres, como si Priddy quisiera hacerle saber que conoce su dirección.
—Era un coche verde oscuro, pero no podría decirte la marca.
—¿Y tú qué piensas? —me preguntó Diana, admitiendo muy a su pesar que yo podría hacer alguna aportación interesante.
—No sé qué pensar, pero así es como yo lo veo: cometiste un error yendo a la policía de Santa Teresa, Melissa. Len Priddy trabaja en la Brigada Antivicio. En el caso de Audrey se ocupa del asunto de los robos en las tiendas. Los inspectores de homicidios del Departamento del Sheriff del Condado de Santa Teresa son los que investigan su muerte, tendrías que ir a Colgate y contárselo a ellos.
—¿Crees que la van a tomar en serio?
—Bueno, al menos estoy segura de que no van a conducir por delante de su casa para darle un susto de muerte.