24
Después de que Earldeen se marchara volví a repasar mis notas. Nunca había estado tan enamorada de mis fichas. Eran como las piezas de un rompecabezas que podría completar una vez comprendiera qué era lo que tenía delante. Barajé las fichas y las esparcí sobre mi escritorio. Podía ordenar los datos como más me conviniera, pero sólo formarían un todo cuando percibiera su auténtica relación. El proceso aún no me permitía atar cabos, así que no me preocupé demasiado en ordenar la narración tal y como pensaba que debería ordenarse. De momento no sabía qué rumbo tomar, pero, en lugar de desanimarme, lo vi como una oportunidad para hacer una pausa y reconsiderarlo todo. Era como estar de pie en un torrente de información que fluyera despacio envolviéndome por todas partes. Podía girarme en cualquier dirección y analizar lo que me rodeaba mientras decidía dónde echar el sedal.
Di la vuelta a la ficha en la que había anotado el nombre de la agencia inmobiliaria que ofrecía casitas destartaladas en alquiler, una empresa llamada Providential Properties. Sería interesante, pensé, averiguar quién había sido el inquilino y durante cuánto tiempo. Saqué el listín telefónico y busqué la agencia inmobiliaria en las páginas amarillas. Sólo encontré una dirección. Estaba en Colgate, California, lo que indicaba que no era una multinacional con sucursales en Londres, París y Hong Kong. Quizá valía la pena charlar con el agente inmobiliario, y mejor en persona que por teléfono.
Reposté e hice una visita al lavabo de señoras antes de meterme en la 101, lo que me dio tiempo para pensar en una tapadera.
¿Por qué preguntaba por una vivienda destartalada? Con mis vaqueros y mi jersey de cuello alto habitual ofrecía un aspecto convincentemente desaliñado. Nunca he comprado una propiedad y ni siquiera me lo he planteado, así que no tenía ni idea de cómo hacerlo. ¿Qué pasaría si me pedían mi dirección, mi profesión y el nombre de la empresa para la que trabajaba? Decidí inventarme las respuestas si es que me lo preguntaban. Por lo que sabía, Providential Properties, como Corazones que Ayudan, Manos que Curan, eran producto de la imaginación de alguien.
Encontré la agencia en una hilera de negocios de la calle principal que atravesaba Colgate. Pasé por delante, la inspeccioné rápidamente y aparqué al final de la calle. Fui andando hasta la agencia y me detuve para mirar el escaparate, en el que exhibían fotografías de las propiedades disponibles. La mayoría parecían ser locales comerciales, y me fijé en que la letra pequeña del letrero de la empresa rezaba: OFICINAS, TIENDAS, NAVES INDUSTRIALES E INMUEBLES PARA INVERSORES. Al poner la mano en el pomo me fijé en un reloj de papel y en una nota que colgaban de una ventosa sujeta a la cara interna del cristal. VUELVO EN DIEZ MINUTOS. Las manecillas del reloj marcaban las once en punto. Según mi reloj, eran las doce menos cuarto. Me volví para comprobar si venía alguien, con la esperanza de que fuera el agente inmobiliario. Si bien había algunas personas en la calle, ninguna venía hacia mí. No estaba segura de si sería mejor esperar o darme por vencida.
Me metí en la tienda de reparación del calzado que había al lado, la cual despedía un olor irresistible a cuero, goma, betún y maquinaria. El hombre que trabajaba detrás del mostrador estaba volviendo a coser la correa de una mochila. Rondaría los setenta y llevaba una melena blanca y rizada que le llegaba hasta los hombros. Levantó la vista y me miró por encima de la media montura de sus bifocales.
—¿Tiene idea de cuándo volverá el agente inmobiliario de aquí al lado? —pregunté—. En el cartel de la puerta pone diez minutos, pero de eso hace ya tres cuartos de hora.
—Se marchó a casa. Lo hace a veces cuando hay poco movimiento.
—Vaya. Me pregunto por qué no cerró el local entonces.
—No soporta que se le escape ningún cliente. Mucha gente viene aquí preguntando por ella. Le daré su tarjeta. Si le deja un mensaje en el contestador, ya la llamará.
Eso supondría hacer un segundo viaje, o sea, un auténtico fastidio, pero no se me ocurrió ninguna alternativa.
—Supongo que tendré que conformarme con la tarjeta.
El zapatero se levantó y se dirigió al mostrador, donde abrió un cajón y rebuscó antes de entregarme una tarjeta decorada con marcas de dedos.
Mientras le daba las gracias me fijé en el nombre del agente. Era un mujer, Felicia Stringfield.
—¿Felicia? —pregunté.
—¿La conoce?
—Creo que he oído su nombre —respondí—. ¿También vende viviendas?
—Si se le presenta la oportunidad. Nunca rechaza ninguna petición.
—Pues es una buena noticia —comenté—. La llamaré y puede que me pase por aquí de nuevo cuando esté en la agencia.
—¿Quiere dejarme su nombre y su teléfono?
—No se preocupe, ya la llamaré yo. Gracias.
Volví al coche y saqué mis fichas. Les quité la goma y busqué hasta encontrar las notas que había tomado después de mi primera reunión con Marvin. Felicia era el nombre de la agente que iba a enseñarles casas en venta a Marvin y a Audrey el día en que esta desapareció. Puede que hubiera un montón de agentes inmobiliarias llamadas Felicia, aunque me extrañaría mucho. Me habría encantado que Marvin me lo confirmara, pero de momento no quería hablar con él. Si la agente era la misma, no podía ser una coincidencia que ofreciera casitas en alquiler o en venta desde un establecimiento relacionado a su vez con la tienda de artículos de segunda mano.
Cerré los ojos mientras repasaba todos los datos mentalmente. No se me ocurría ningún nexo de unión entre los distintos puntos. Podía vislumbrar los contornos de la banda de ladrones y sabía el nombre de algunos de sus miembros. También sabía cómo se desplazaban entre los puntos que integraban su recorrido, pero desconocía lo que transportaban. Desgraciadamente, no tenía autoridad para intervenir. Como mucho podría hacer una detención ciudadana, pero ese tipo de detenciones nunca me habían parecido muy buena idea. Si conseguía pillar a un chorizo, ¿qué le impediría reírse de mí y largarse? Nada más echarle el guante, me acusaría de haberlo agredido. Sólo soy investigadora privada de una ciudad de provincias. El desmantelamiento de una organización como esta les correspondía a los agentes de la ley.
Busqué la cabina telefónica más próxima y llamé al número directo de Cheney Phillips. Al contestar pareció reconocer mi voz, pero yo me identifiqué de todos modos.
—¿Puedo hablar contigo?
—Claro —respondió—. Si quieres pasarte por aquí, esta tarde tengo algo de tiempo. ¿A qué hora te va bien?
—En tu despacho no —respondí.
Cheney permaneció en silencio unos instantes.
—Vale. ¿Dónde entonces?
—¿Qué te parece el Shack, en Ludlow Beach?
—Estupendo. Podríamos aprovechar para comer, yo invito. Nos vemos allí en veinte minutos.
No lo había llamado con la idea de salir a almorzar, pero nada más mencionarlo Cheney, me di cuenta de que me moría de hambre. ¿Por qué no? Había elegido aquel restaurante porque no se encontraba en un lugar demasiado concurrido. Era un sitio turístico, poco frecuentado por los vecinos de la zona. Seguro que sería el restaurante favorito de alguien, pero no era popular entre los polis. El Shack estaba junto a la playa, protegido de los coches que circulaban por allí por un gran aparcamiento. Grandes toldos de rayas azules y blancas cobijaban la terraza en la que se encontraban las mesas. Tiempo atrás, por poco me matan en el gran cubo de basura que había frente al restaurante. Un detalle nostálgico para alguien como yo.
Encontré una mesa para dos en un rincón del fondo y me senté de cara a la entrada. Cuando Cheney apareció, levanté la mano a fin de que me viera. Se abrió paso por entre las mesas y, cuando llegó a mi lado, me dio el beso de rigor en la mejilla antes de sacar una silla y sentarse. Llevaba pantalones chinos, una camisa blanca y una americana de ante ultra suave del color de un conejito salvaje marrón. Cheney venía de una familia adinerada, y pese a haber rechazado dedicarse a los negocios bancarios de su padre, un fondo fiduciario le permitía vestir con un gusto impecable. Le gustaban los tonos cálidos, colores que me recordaban el lado más amable de la naturaleza, en telas sensuales que siempre me apetecía tocar. Además, olía mejor que casi cualquier otro hombre que haya conocido: una mezcla de jabón, champú, aftershave y química corporal. Recordé algunos momentos de nuestra breve relación y tuve que resistir a la tentación de sexualizar mi encuentro con él.
Charlamos un rato, pedimos y comimos. Pese al hambre que tenía, apenas presté atención a la comida. Estaba bastante nerviosa, y era consciente de que me iba por las ramas porque no me atrevía a soltarle todo el rollo. No sé si me preocupaba que no me tomara en serio, o que considerara los hechos demasiado rocambolescos para pasar a la acción.
Cheney finalmente sacó el tema.
—¿De qué quieres hablar?
Eché mano de mi bolso, saqué el informe y lo deposité boca abajo sobre la mesa.
—He reunido alguna información que supongo que debería entregarle a Len, pero no soporto tener tratos con él. Ya sabes lo que piensa de mí después de lo que le pasó a Mickey. No haría caso de nada que dijera yo, pero quizá preste atención si viene de ti.
—Hazme un resumen.
—Robos organizados en tiendas. No habría sabido nada al respecto de no ser por la muerte de Audrey…
Llevaba días pensando en este asunto, y se lo expliqué a Cheney en una progresión ordenada. Observé cómo iba cambiándole la expresión a medida que yo desgranaba lo sucedido desde el principio hasta el momento actual. Cheney es un tipo listo, así que sabía que no tenía que explicarle todo el entramado cuando ya le estaba proporcionando los detalles. Al final de mi resumen, alargó la mano para que le pasara el informe. Se lo di y observé cómo lo hojeaba. En un par de ocasiones me miró con expresión de asombro, lo que, confieso, me tomé como un cumplido.
Cuando acabó de leer, dijo:
—¿Cómo se te ha ocurrido la conexión con la tienda de artículos de segunda mano?
—Me puse a hablar con alguien sobre peristas y el nombre salió en la conversación.
A continuación le hablé de las cajas que había recogido, y de las etiquetas de envío.
Cheney permaneció en silencio unos segundos y evitó mirarme a los ojos. La cosa no pintaba bien. Parecía estar procesando la información desde un enfoque distinto al mío.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Lo siento. Me has pillado desprevenido. No sabía en qué te habías metido.
—¿En qué me había metido?
—No sabía que te interesara tanto Audrey Vanee.
—Pues no entiendo que no lo supieras. Te conté que Marvin Striker me había contratado para investigar su pasado. Por eso te hice varias preguntas el día que te encontré almorzando con Len. ¿Qué pasa?
—Nada que puedas saber.
—¿Te refieres a que ya hay otra investigación en marcha sobre este asunto?
—Sólo puedo decirte que te estás metiendo en terreno peligroso, y te sugiero que te apartes.
—Bueno, si te sirve de consuelo, me encuentro en un callejón sin salida —admití—. Si supiera cómo continuar, no estaría aquí. Son tus dominios, no los míos.
—Es verdad, y valoro lo que has conseguido. Pero ahora prométeme que te olvidarás del asunto.
—Vaya. Entonces no voy tan desencaminada, por eso cierras la boca.
—No es asunto tuyo. No quiero ponerme borde, pero sé cómo trabajas. Si le sigues el rastro a algo, no hay manera de apartarte de tu presa. No te estoy criticando por ello, ni por ninguna otra cosa.
—Pues menudo alivio —respondí.
Cheney miró el informe.
—¿Hay más copias o sólo tienes este?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque quizá tenga que confiscarlo durante algún tiempo. No quiero que esta información circule libremente.
—No lo dirás en serio.
No advertí ni la más mínima socarronería en su mirada, así que opté por abandonar mi tono jocoso.
Me incliné hacia él y bajé la voz.
—Caray, Cheney. Si estaba a punto de pisar un montón de mierda, ¿por qué no me lo dijiste?
—Toda la culpa es mía. Debería haberte advertido.
—¿Sobre qué?
—Olvídate del asunto, ¿vale? Ya sé que tus intenciones son buenas…
—No entiendo qué está en juego. No quiero causar problemas. Me conoces de sobra, así que, ¿de qué va todo esto?
—Estás poniendo en peligro a un confidente de la policía.
—¿Y cómo es eso? No sé nada de ningún confidente, es la primera noticia que tengo.
Cheney me observó brevemente.
—Te lo contaré si me juras que no vas a decirle ni una palabra a nadie.
—Te lo juro.
—La red de ladrones de tiendas sólo es una pequeña parte de todo el entramado. También están investigando a Priddy. El confidente trabaja tanto para Priddy como para nosotros. Len cree que el tipo le pasa toda la información, pero en realidad sigue nuestras instrucciones y a él le va soltando algún que otro dato suelto mientras preparamos la acusación. Su testimonio será fundamental. Priddy es un tipo muy escurridizo. En todos estos años nadie ha conseguido pillarlo.
—Ya te entiendo —dije—. No sabes lo que me gustaría verlo caer.
—Déjanoslo a nosotros. Len tiene muchos amigos en la policía que harían cualquier cosa por él. Sabemos quiénes son algunos de ellos, pero no todos, así que aléjate de él. Puedes confiar en mí, pero no hables con nadie más.
Cheney se sacó un billete de veinte y uno de diez de la cartera y los puso debajo de su plato.
—El almuerzo no ha costado tanto —observé.
—Me gusta dejar una buena propina. Hazme caso: entierra este asunto hasta que yo te diga que puedes seguir investigando. Te enviaré a alguien a recoger cualquier otra copia que tengas de esto.
Cheney dobló el informe y se lo metió en el bolsillo interior de la americana.
Mientras conducía de vuelta a mi despacho, deconstruí la conversación separando cada elemento para poder analizarlo mejor. Era obvio que el Departamento de Policía llevaba a cabo una investigación paralela a la mía, y que ambas coincidían en más de un punto. No estaba segura de hasta dónde habrían llegado, pero tenían que estar centrados en la misma operación que yo había estado investigando, aunque sin duda a un nivel mucho más complejo y exhaustivo. Probablemente contarían con un equipo operativo y varios departamentos policiales unirían sus recursos mientras recogían información. La revelación de Cheney me entusiasmó y me preocupó a un tiempo. No esperaba que me lo revelara todo. Actualmente, el sistema legal está tan calibrado que una brecha en la seguridad o una violación de los procedimientos podrían dar al traste con la investigación. Por norma, nunca meto las narices en los asuntos policiales, aunque no siempre me resulte fácil. Es cierto que tiendo a obsesionarme con algún problema y no dejo de darle vueltas. En este caso, más que husmear, me encantaba la posibilidad de que desenmascararan a Len Priddy. La advertencia de Cheney había llegado demasiado tarde para apartarme del asunto de los robos en las tiendas, pero pensaba hacerle caso con respecto a Len. Lo que más me inquietaba era saber lo suficiente para sentirme vulnerable.
Al girar para entrar en mi calle, me fijé en un Chevrolet verde oscuro estacionado en mi espacio habitual junto a la acera. No le di demasiada importancia, porque aparcar es una pesadilla en este barrio. El que primero llega se lo lleva, y a menudo me veo obligada a dar varias vueltas en busca de un sitio libre. Encontré un espacio donde mi parachoques delantero invadía un vado privado, pero sólo unos noventa centímetros. A fin de cuentas, si tenía suerte me libraría de la multa.
Mientras me dirigía a mi despacho por el camino de entrada, me detuve junto a los escalones delanteros y vi que la puerta estaba abierta pese a estar segura de haberla cerrado con llave al irme. Di cuatro pasos a un lado y, al atisbar por la ventana, vi a Len Priddy husmeando en mis archivos. Intenté pensar en cómo me habría comportado con él de no haberme puesto Cheney sobre aviso. Len ya sabía que no podíamos vernos, pero, más allá de nuestra animadversión mutua, nunca había tenido motivos para tenerle miedo. Ahora se lo tenía. Entré en mi antedespacho, y cuando aparecí por la puerta ni siquiera pareció avergonzarse de que lo hubiera pillado in fraganti.
—¿Te importa decirme qué estás haciendo? —pregunté.
—Lo siento —respondió—. Cuando llegué no estabas, así que abrí la puerta y entré. ¿Hay algún problema?
Priddy había tirado varias carpetas al suelo. No porque fuera necesario, sino para mostrarme más claramente su desprecio.
—Eso depende de lo que quieras.
Me acerqué al escritorio, manteniendo la máxima distancia posible entre los dos. Al bajar la vista, me fijé en que había dejado los cajones de mi escritorio entreabiertos a propósito para que yo supiera que también los había revuelto. No hice ningún comentario.
—Relájate —dijo—. Esto no es nada oficial. Pensé que ya iba siendo hora de que charláramos.
Sacó una carpeta y cerró el cajón. Lanzó la carpeta sobre el escritorio y entonces se acomodó en mi silla giratoria, se echó hacia atrás y apoyó los pies en el borde de la mesa. Abrió la carpeta y sacó la única hoja que había en su interior, la fotocopia del cheque de Marvin. Había sido lo suficientemente lista como para archivar el informe sobre Audrey en otro sitio, así que Priddy no tenía manera de determinar lo que yo sabía.
Sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
—Parece que no has descubierto nada sobre Audrey Vanee, cosa que me sorprende. Pensaba que eras una investigadora de primera, pero no has descubierto un carajo. Si aceptas el dinero de Marvin, lo mínimo que podrías hacer es darle algo a cambio.
Rápidamente, repasé la posible lista de respuestas, intentando adivinar cómo protegerme mejor.
—Aún no he empezado a investigar. Estoy metida en otro caso que tenía prioridad —expliqué. Mentí con tal facilidad que no creí que se fijara en mi vacilación antes de responder.
—Pues entonces deberías devolverle el dinero.
—Buena idea. Hablaré con él para saber si piensa lo mismo.
—Sí que lo piensa. Ya no le interesan tus servicios.
—Gracias por el consejo.
Tanto jueguecito me estaba sacando de quicio, pero era mejor que Priddy pensara que llevaba ventaja. No quería contrariarlo. Nada de chulería ni de salidas ingeniosas por mi parte.
—Si me dices a qué has venido, quizá pueda ayudarte.
—No tengo prisa. ¿Y qué hay de ti? ¿Tienes asuntos urgentes que solucionar? —Miró fijamente mi calendario, en el que no había nada apuntado—. No lo parece.
Dejó la carpeta de Audrey sobre el escritorio y se levantó. A continuación se metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró hacia la calle a través de la ventana. Dándome la espalda, me demostraba lo seguro que estaba de sí mismo. Era un hombretón, y al ver su silueta recortada contra la pared me asustó su corpulencia. Como muchos hombres de mediana edad, Priddy había aumentado de peso, diría que entre diez y quince kilos. En su caso, casi todos esos kilos eran de masa muscular. Mickey y él solían levantar pesas juntos tiempo atrás, un hábito que por lo visto Priddy no había abandonado. Parecía indiferente a cualquier acción que yo pudiera emprender, pero tenía muy claro que no podía fiarme.
Se volvió para mirarme y apoyó la cadera en el alféizar de la ventana.
—Alguien a quien los dos conocemos ha venido a verte hoy.
—He estado fuera.
—Antes de que salieras a almorzar.
Tenía que referirse a Pinky o a Earldeen, y me decanté por Pinky. De pronto caí en la cuenta de que Priddy buscaba las fotografías. Nada más ocurrírseme, intenté eliminar el pensamiento, por miedo a que Priddy captara mi proceso mental. Muchos sociópatas, como Len, son capaces de leerte el pensamiento, una habilidad que sin duda se debe a la paranoia innata que motiva casi todas sus acciones.
—No estoy segura de a quién te refieres —repuse.
—A tu amigo, Pierpont.
—¿Pierpont?
Ese apellido no me decía nada. Negué con la cabeza.
—Pinky.
—¿Se apellida Pierpont?
—Eso pone en su expediente. Tiene un historial delictivo larguísimo, del que sin duda estarás al tanto.
—Sé que ha estado en la cárcel. ¿Lo buscas a él?
—A él no. Busco un sobre marrón. Creo que te lo dejó a ti.
O bien Len aparecía en una de las fotografías, o protegía a la persona fotografiada. Si las fotos eran de Len, no se me ocurría cómo podrían comprometerlo. Pinky consideraba las fotografías su comodín. ¿Qué podía aparecer en aquellas imágenes?
—Te equivocas —repliqué—. Me pidió que le guardara el sobre, pero yo me negué.
Priddy sonrió.
—Buen intento, pero no me lo trago.
—Es verdad. No quiso decirme lo que había en el sobre, así que le contesté que no podía ayudarlo. Se lo llevó cuando salió de aquí.
—No es cierto. Salió con las manos vacías, yo estaba fuera vigilándolo.
¿Qué habría hecho Pinky? Recordé el breve espacio de tiempo transcurrido desde que salió de mi antedespacho hasta que apareció en la calle. Lo único que se me ocurría era que se hubiera escondido el sobre bajo la camisa, o en la parte delantera de los pantalones. Fui yo la que le sugirió que podría haber alguien vigilándolo, así que, sin ser consciente de ello, me creé mi problema actual. Ahora me tocaba persuadir a Len de que el sobre no obraba en mi poder.
Levanté las manos, como si alguien me apuntara con una pistola.
—Yo no lo tengo, te lo juro. Ya has buscado en mis archivadores y en los cajones del escritorio, o sea, que ya sabes que no está aquí. Busca en mi bolso si te parece.
Deposité el bolso sobre el escritorio. Priddy no quería dar muestras de un excesivo interés, por lo que se tomó su tiempo mientras toqueteaba mis pertenencias como el que no quiere la cosa. Billetero, neceser de maquillaje, algunas medicinas sin receta, llaves y libreta de espiral, que hojeó antes de tirarla a un lado. Temía que se fijara en las fichas y las confiscara, pero Priddy tenía en la cabeza la imagen de un sobre de veinte por veinticinco centímetros y no prestaba atención a nada que no coincidiera con dicha descripción. Sentí que la tensión me agarrotaba los músculos. Reaccionaba ante Len de la misma forma en que reaccionaría ante un matón en la calle o ante un borracho agresivo, alguien capaz de ejercer la violencia a la menor provocación. No creí que Priddy fuera a atacarme, porque una agresión podría suponerle una demanda. No había ninguna orden de registro ni de detención a mi nombre, y Len Priddy no tenía ninguna forma de justificar el haber recurrido a la fuerza física.
—¿Dónde tienes la caja fuerte? —preguntó.
Señalé hacia el suelo, a un lado de la habitación. Mi caja fuerte estaba oculta bajo una parte de moqueta color rosa chicle. Priddy gesticuló con impaciencia para indicarme que me diera prisa y acaté sus órdenes. Sabía que el sobre marrón no estaba allí, así que ¿qué más me daba? Priddy cruzó la habitación y permaneció de pie a mi lado mientras yo me agachaba, levantaba la moqueta y dejaba la caja fuerte a la vista. No me gustaba nada que supiera dónde estaba, pero pensé que sería mejor mostrarme dispuesta a colaborar. Me arrodillé y marqué la combinación. Cuando la puerta se abrió, Priddy se vio obligado a arrodillarse él también para poder sacar lo que había en el interior de la caja. Le eché una ojeada a la puerta y me di cuenta de que, si pensaba salir corriendo, ese era el mejor momento para hacerlo. Controlé el impulso, creyendo que resultaría más sensato ver qué sucedía a continuación. La caja fuerte no contenía nada interesante: pólizas de seguros, información bancaria y la modesta cantidad de dinero en efectivo que me gusta tener siempre a mano.
Fue entonces cuando me fijé en que Priddy había arrancado el cable telefónico de la pared y había golpeado el teléfono hasta partirlo por la mitad. La ferocidad de estas acciones me aterrorizó. Demasiado tarde caí en la cuenta de que había adoptado la mentalidad de las víctimas de un secuestro: pensaba que todo iría bien mientras hiciera lo que me dijeran. Visto lo visto, era una idea ridícula. Siempre es mejor gritar, correr o defenderse. Nadie sabía que Priddy estaba aquí. Si decidía que yo le ocultaba algo, fuera cierto o no, podría esposarme, meterme en el maletero de su coche y molerme a palos en privado hasta que le diera lo que quería. El hecho de que yo no tuviera las fotografías no era relevante, y sólo me causaría más problemas.
Priddy aún sacaba documentos de mi caja fuerte cuando me abalancé hacia la puerta. Desgraciadamente, estaba rígida por la tensión y no me pude mover con la suficiente agilidad. Incluso al dar los dos primeros pasos sentí como si estuviera clavada al suelo. Priddy me alcanzó antes de que yo hubiera cubierto dos metros. No podía creer que un hombre de su tamaño fuera capaz de actuar con tanta rapidez. Me agarró por la camisa y me echó hacia atrás, rodeándome el cuello con el brazo sin que yo pudiera defenderme. Conocía la llave de estrangulamiento de mi época de policía novata. La denominaban constricción vascular lateral del cuello, o constricción de la carótida. Al colocar la parte interior del codo contra mi tráquea, a Priddy le bastaba con aumentar la presión valiéndose de la mano que le quedaba libre para hacer palanca. Si yo intentaba volverme, sólo conseguiría intensificar la sujeción. La presión en las arterias carótidas y en las venas yugulares me produciría hipoxia, lo cual me dejaría inconsciente en cuestión de segundos. La mayoría de departamentos policiales prohíben el uso de la llave de carótida a menos que un agente se vea amenazado de muerte o corra el riesgo de sufrir heridas graves. Len Priddy era de la vieja escuela, y fue ascendiendo cuando el empleo de esta llave aún se consideraba juego limpio. Me pasaba más de una cabeza, y pesaba al menos cuarenta y cinco kilos más que yo.
No pude emitir ni un solo sonido. Me aferré a su brazo, apretando con ambas manos como si así pudiera aflojar la presión, pese a saber que mi esfuerzo resultaría inútil. El dolor era insoportable y me faltaba el oxígeno.
Len me acercó los labios a la oreja y me habló en voz baja.
—Sé cómo acabar contigo sin dejarte ni una sola marca. Quéjate de mí y te haré tanto daño que quedarás fuera de combate para los restos. Te estoy machacando por tu propio bien. Audrey Vanee no es asunto tuyo, ¿entendido? Si te enteras de cualquier cosa, mantén la boca cerrada. Si ves cualquier cosa, mira hacia otro lado. Si descubro que tienes esas fotografías, volveré y te mataré, no te quepa la menor duda. Y si le cuentas algo de esto a alguien, el castigo será el mismo. ¿Queda claro?
Ni siquiera pude asentir con la cabeza. A continuación, Priddy me tiró al suelo y se apartó de mí, jadeando él también. Yo me quedé a cuatro patas, aspirando con dificultad, y me llevé la mano a la garganta. Aún tenía sensación de asfixia. Recliné la frente sobre la moqueta y me llevé las manos a la cabeza, respirando de manera entrecortada. Sabía que Priddy estaba de pie a mi lado. Pensé que me propinaría una patada o un puñetazo, pero quizá no quería arriesgarse a magullarme o a partirme las costillas. Vagamente, tuve conciencia de su marcha. Escuché abrirse y cerrarse la puerta del antedespacho. Fui tras él a gatas y cerré con llave. No comencé a temblar hasta oír que su coche arrancaba.