23
El lunes por la mañana a primera hora, de camino a mi despacho, pasé por el Registro Civil y empecé a buscar información sobre Corazones que Ayudan, Manos que Curan. Si se trataba de una fundación benéfica, tendría que estar registrada. En el estado de California, como sucede seguramente en la mayoría de estados, a cualquier organismo que quiera beneficiarse de una desgravación fiscal se le exige rellenar toda una serie de impresos, sujetos a las tasas administrativas de rigor. Ya sea la entidad en cuestión una empresa unipersonal, una sociedad colectiva, una sociedad comanditaria o una sociedad anónima, el solicitante debe incluir el nombre y la dirección de la organización, así como los nombres y direcciones de todos sus socios, administradores o directivos.
Comencé la búsqueda en el registro de fundaciones benéficas, pero no encontré nada. Intenté buscar bajo entidades sin ánimo de lucro y me topé con otro callejón sin salida. Perpleja, le pedí a la recepcionista si me podía sugerir algo. Me dijo que buscara bajo «Nombres comerciales ficticios», también conocidos como NC, abreviatura de «nombre comercial». Me envió a otra oficina. Los NC caducan al cabo de cinco años, pero se requiere un nuevo registro antes de treinta días. Le agradecí su ayuda. Esta vez tuve suerte, aunque la respuesta a la pregunta me llevó de nuevo al punto de partida. El propietario y gestor de Corazones que Ayudan, Manos que Curan era Dan Prestwick, marido de la mismísima Georgia a la que llevaba días siguiendo.
No quedaba claro qué pretendía con esa iniciativa, pero supuse que habría adquirido las licencias y los permisos necesarios, que le habrían asignado un número federal de identificación fiscal y que cumpliría todas las normativas estatales y federales exigibles para el desempeño de los objetivos expuestos, cualesquiera que estos fueran. Prestwick debería haber incluido una lista de todos sus fondos, propiedades y otros activos, pero no encontré ningún registro de dichos datos. Estaba segura de que la gente tiraba todo tipo de enseres domésticos y prendas de ropa usada en sus contenedores, pero no sabía qué pasaba con esos artículos después. Prestwick no declaraba su valor potencial, desde luego. Quizás acabara echando los mismos artículos a los contenedores del Ejército de Salvación, o los dejara en el punto de recogida situado tras la tienda con fines benéficos de Chapel.
Corazones que Ayudan, Manos que Curan parecía ser una empresa fantasma creada para proteger a Dan Prestwick de una investigación más rigurosa. Imaginé que la supuesta fundación benéfica sería un conducto para distribuir mercancía robada. Georgia dedicaba parte de su tiempo a robar en tiendas y también participaba en la recolección de las mercancías robadas, a juzgar por las abultadas bolsas de plástico que la vi echar en dos contenedores distintos. Pero al parecer no estaba involucrada en el transporte de los artículos de un lugar a otro. Supuse que se deshacía de la mercancía robada lo más rápido posible, pasándosela a otros miembros de la red. No me imaginaba que los Prestwick estuvieran en lo más alto de la jerarquía. Seguramente trabajaban para alguien más poderoso. Las llamadas de Audrey a Los Ángeles, Corpus Christi y Miami indicaban la existencia de una organización con divisiones repartidas por todo el país. El dinero en efectivo obtenido en cualquier punto de la red se enviaba a continuación a la ahora difunta Audrey Vanee, quien probablemente lo usaba para pagar a los trabajadores a los que contrataba en sábados alternos. ¿Y ahora qué?
Salí del edificio del condado y volví en coche a Juniper lane. Aparqué a dos puertas de la casa de los Prestwick y observé la estrecha franja del camino de entrada que podía ver desde el coche. Oficialmente, no estaba de vigilancia. Necesitaba un sitio donde sentarme mientras me aclaraba, y ¿por qué no a un tiro de piedra de dos de los jugadores principales? Saqué mis fichas del fondo del bolso y tomé unas cuantas notas, desalentada por la escasez de datos relevantes. Tenía montones de conjeturas, pero muy pocas pruebas sólidas.
Ahora que Marvin Striker y yo nos habíamos separado me tocaba arreglármelas por mi cuenta. Aunque me gustaba no tener que darle explicaciones de lo que hiciera, no iba a sacar ni un céntimo por mis servicios. Era una forma muy tonta de llevar un negocio, especialmente cuando llegaran las facturas habituales y yo estuviera baja de fondos. Tengo una cuenta de ahorro para tapar agujeros, pero no me apetece echarle mano a ese dinero. Pese a haber alardeado de lo contrario en plan ofendido, no podía permitirme trabajar mucho tiempo sin cobrar. Lo más sensato sería reunir todos los datos que había obtenido y entregárselos a Cheney Phillips. No pensaba tratar con Len Priddy, pero si Cheney quería pasarle la información, sería asunto suyo.
Oí un ruido y vi que Georgia salía a pie del camino de entrada a su casa. No iba vestida como para hacer ejercicio, a menos que le gustara hacer jogging con una falda ajustada, medias y sandalias con tacón de aguja. Georgia anduvo hasta la esquina y ahí se detuvo. Observé cómo llegaba una larga limusina negra. Se abrió la puerta trasera y Georgia entró en ella, tras lo cual la limusina desapareció de mi campo de visión. Arranqué el Mustang y conduje hasta el final de la calle, donde asomé el morro ligeramente y miré a mi derecha. La limusina se había detenido junto al bordillo y permanecía allí con el motor al ralentí. Un hombre muy corpulento enfundado en un traje negro salió del vehículo. Permaneció de pie junto a la limusina con los brazos cruzados mientras escudriñaba los alrededores. Su mirada se posó en mi coche, así que no me quedó más remedio que girar a la izquierda y seguir adelante, como si esa hubiera sido mi intención. No tuve tiempo de fijarme en la matrícula, lo cual se estaba convirtiendo en una mala costumbre por mi parte. Una vez más, maldije mi Mustang Grabber azul por llamar tanto la atención. Ni siquiera podía dar la vuelta rápidamente a la manzana para acercarme desde la dirección opuesta.
Volví a mi despacho y, mientras aparcaba frente a la casa, vi a Pinky Ford sentado en el escalón de mi porche, con un sobre marrón en la mano. Me apetecía estar sola, pero por lo visto no iba a poder ser. Cuando me vio, Pinky se levantó y se limpió el polvo de los pantalones. Se había enfundado los vaqueros de rigor, esta vez con una camisa vaquera negra adornada en un lado con tachones plateados que parecían tachuelas de tapicero. Llevaba allí algún tiempo, a juzgar por el número de colillas que tenía a sus pies. Cuando me acerqué, se metió el sobre bajo el brazo y se agachó para recoger las colillas. Las sostuvo con la mano ahuecada mientras se esforzaba en apagar las cenizas con la puntera de la bota.
—Hola, Pinky —saludé—. ¿Cómo estás? Espero que no hayas venido a decirme que has empeñado algo más.
—No, señorita. Me he portado bien —respondió—. Al menos a ese respecto.
Abrí la puerta con llave y Pinky me siguió hasta el interior del despacho.
—Puedo hacer una cafetera si te apetece —ofrecí.
—Tengo algo de prisa.
—¿Quieres sentarte, o te tomaría demasiado tiempo?
—Puedo sentarme —contestó.
Saqué la papelera que había bajo mi escritorio y se la tendí, mientras esperaba a que depositara allí sus colillas y se limpiara las manos en los vaqueros. La verdad es que a mí me apetecía muchísimo un café, pero pospuse ese placer en aras de la rapidez y la eficiencia. Pinky se acomodó en la silla que tengo para las visitas y depositó el sobre marrón sobre mi escritorio. Al mirar el sobre me fijé en que la luz de mi contestador parpadeaba alegremente.
—Espera un momento.
Le di a la tecla y nada más oír «Soy Dia…» borré el mensaje.
—Caray, ya veo que te cae muy bien —comentó Pinky.
—Es una larga historia —respondí—. ¿Eso es para mí?
Pinky empujó el sobre hacia delante.
—Tenía la esperanza de que pudieras guardármelo por un tiempo.
—¿Qué hay dentro?
—Fotografías.
—¿De?
—Dos individuos distintos en circunstancias comprometedoras. Es mejor que no conozcas los detalles.
—¿Por qué es mejor? A mí no me parece mejor.
—Se trata de un asunto un tanto delicado. En la primera serie de fotografías, la reputación y el buen nombre de alguien están en juego.
—¿Tú con otra mujer?
—Yo no. Yo no tengo ni buen nombre ni reputación. Además, no engañaría a Dodie. Me ha explicado con todo detalle lo que me haría si me aparto del buen camino.
—¿Y qué hay de las otras fotos?
—Es un asunto más grave. Diría que de vida o muerte, si no sonara a cuento chino.
—¿Cuántas fotografías hay en total? No importa, lo preguntaba por curiosidad —expliqué.
—Diría que unas diez.
—¿Es una suposición, o ya las has contado?
—Las he contado. También están los negativos. Las fotos sin los negativos no valen una mierda. Si destruyes una serie sólo es cuestión de revelarlas de nuevo.
—¿Y por qué quieres dármelas a mí?
Pinky hizo una pausa para quitarse una hebra de tabaco de la lengua.
—Buena pregunta —dijo sin ofrecer ninguna respuesta.
—Pinky, no pienso guardarte nada a menos que me cuentes lo que pasa.
—Lo entiendo —respondió. Luego miró hacia el techo—. Veamos cómo puedo explicártelo y seguir ejerciendo el derecho a no declarar.
—Tómate el tiempo que quieras.
Pinky reflexionó durante un momento.
—Puede que haya allanado la propiedad de la persona que, según creía yo, estaba en posesión del material que hay dentro del sobre. No estoy diciendo que lo haya hecho, pero es posible. También es posible que buscara las fotografías en otra parte y, como no aparecían, acabara deduciendo dónde estaban.
—¿Y por qué te involucraste en este asunto?
—Quería impedir que amenazaran a un amigo mío. Pero entonces salieron a la luz estas otras fotos, que son las que me han metido en un lío. Un lío de narices.
—¿Y todo esto no indica que quien guarde las fotografías también se meterá en problemas si otra persona deduce que las tiene?
—¿Por qué iba a sospechar alguien de ti?
—¿Y si te han seguido? Podría haber un tipo aparcado al final de la calle con los prismáticos dirigidos hacia mi puerta. Tú entras con el sobre y luego sales sin el sobre. Los malos no son tontos. Sean quienes sean, lo van a descubrir.
Pinky se revolvió en la silla, al parecer desconcertado ante esa posibilidad. Me lanzó una mirada llena de astucia.
—Podrías darme otro sobre marrón para que me lo lleve cuando salga de aquí.
Entrecerré los ojos.
—¿Sabes qué? La verdad, no me parece un plan demasiado bueno. Sabes que te ayudaría si pudiera, pero te has metido en un agujero y yo no quiero caer también en él.
Esa no era la respuesta que Pinky esperaba.
—¿Y qué te parece si te dejo las fotos durante un día?
—¿Cómo sé que volverás a buscarlas?
—Porque las necesito, pero no inmediatamente. Es sólo para guardarlas en un lugar seguro. Un día.
Pinky me mostró un dedo para especificar el plazo, como si el número uno resultara un tanto ambiguo.
—Te conozco demasiado bien. Harás lo que más te convenga y me dejarás colgada.
—Te prometo que volveré a buscarlas. Te lo juro.
—No entiendo de qué puede servir que las guarde un día.
—Voy a concertar una reunión para mañana por la tarde. Estoy metido en un lío y las fotos son mi tarjeta para salir de la cárcel, como en el Monopoly, pero sólo si se las llevo a la persona adecuada. Mientras tanto, podrías meter el sobre en tu caja fuerte y olvidarte de que está ahí.
—¿Qué te hace pensar que tengo una caja fuerte?
Pinky me miró con expresión afligida, dada la obviedad de mi pregunta.
—Las recogeré mañana antes del mediodía y no volverás a oír nada más sobre este asunto.
Quería dar un puñetazo en el cajón de los lápices, habría resultado menos doloroso que su propuesta.
—Por favor, no me pidas esto.
—Pues te lo estoy pidiendo. Estoy desesperado.
Pinky consiguió que su expresión fuera solemne, lastimera, desvalida y dependiente a un tiempo.
Lo miré fijamente. Los delincuentes habituales son así con frecuencia, pensé. Estén dentro o fuera de la cárcel, te camelan y te manipulan. Quizá no puedan evitarlo. Se encadenan a las vías férreas seguros de que los buenos samaritanos como yo acudirán galopando a rescatarlos. De hacer lo que se esperaba de mí, ¿a que no sabéis quién acabaría bajo el tren?
Por poco me pongo a gritar en señal de protesta. ¿Cuántas veces decir que sí en situaciones como esa me ha traído consecuencias desastrosas? ¿Cuántas veces me he dejado engatusar por alguien con la labia de Pinky? La intuición nos sirve para ponernos sobre aviso cuando el lobo llega a la puerta vestido de caperucita roja. Abrí la boca sin saber muy bien qué iba a decir.
—Hay algo en todo esto que no me parece bien —dije—. De hecho, nada de todo esto me parece bien.
—Eres la única amiga que tengo.
—Corta el rollo. Seguro que tienes otros amigos.
Pinky se encogió de hombros sin mirarme a los ojos.
—Esperemos que sí. Si no, me van a machacar a base de bien.
Me quedé allí sentada preguntándome qué sería peor: tomar la decisión equivocada y acabar cubierta de mierda o evitar el desastre y sentirme agobiada por la culpabilidad. Ese fue el momento que por poco acaba conmigo. Estuve a punto de aceptar, pero finalmente negué con la cabeza.
—No puedo. Lo siento, pero si acepto, sé que luego lo lamentaré.
Pinky se levantó y yo hice otro tanto. Cuando alargó el brazo sobre el escritorio para darme la mano, consiguió conferir a sus palabras un carácter irreversible.
—No quiero que te sientas mal por haberme dicho que no. No debería haberte puesto en este brete.
—Espero que se te ocurra alguna cosa.
—Yo también. Bueno, te agradezco tu tiempo. Cuídate. No hace falta que me acompañes hasta la salida.
—¿Te mantendrás en contacto?
—Si puedo —respondió.
Nos despedimos de forma incómoda y, después, Pinky me dejó en el despacho y se dirigió a la puerta de salida. Me pregunté si realmente volvería a verlo. Me acerqué a la ventana y miré hacia el exterior. Pinky tardó unos segundos en aparecer en mi campo de visión. Debería haberme imaginado que tramaba algo, pero en aquel momento no le di más importancia. Recliné la cabeza contra el cristal, observando cómo desaparecía calle abajo. Casi esperaba oír disparos, o el chirrido de ruedas mientras algún vehículo sin matrícula aceleraba y lo atropellaba.
Me hundí en la silla giratoria y experimenté todo el peso del remordimiento. La próxima vez que Pinky me pidiera algo —si es que vivía el tiempo suficiente como para pedírmelo— le diría que sí fuera lo que fuera. Era uno de esos momentos que, tiempo después, nos llevan a preguntarnos: «¿Cómo iba a imaginarme algo así?», aunque entonces yo no fuera consciente de ello. No sé cuánto tiempo permanecí ahí sentada reprochándome mi actitud, pero de pronto llegó otra visita.
Oí que alguien tamborileaba en la puerta de entrada, que se abrió y se cerró a continuación. Me levanté y me dirigí al antedespacho para ver quién había entrado. Earldeen, la compañera de juergas de Marvin, se estaba quitando el abrigo. Se me pasó por la cabeza que Marvin podría haberla enviado para que se disculpara en su nombre, al ser demasiado cobarde y estar demasiado avergonzado como para hacerlo él mismo.
—Hola, Earldeen —saludé—. No esperaba verte aquí.
Me mostró una de las tarjetas de visita que yo había dejado en el Hatch.
—Fue una suerte que Ollie conservara las tarjetas, si no, no habría podido localizarte.
—Entra —invité—. ¿Quieres que lo cuelgue?
—Ya está bien así —respondió.
Colocó el abrigo sobre el respaldo de una de las sillas para las visitas y se sentó en la otra. Me pasaba por lo menos una cabeza. Probablemente había empezado a adoptar una mala postura de adolescente con la esperanza de parecer igual de alta que el resto de la gente. El olor a bourbon la envolvía, aunque me pareció que estaba sobria.
Volví a mi escritorio y me senté.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Más bien soy yo la que ha venido a ayudarte a ti. Ha pasado algo, y he creído que deberías saberlo.
—Estoy impaciente.
—Bueno, ayer, después de que salieras del Hatch llegó un hombre. Llevaba tiempo sin verlo, pero ese hombre conocía a Audrey bastante bien, porque los dos solían tener unas charlas muy íntimas. Te hablo de hace un año, antes de que Audrey y Marvin empezaran a salir juntos. No lo había visto desde entonces. Pensé que sería su exmarido, o un antiguo novio, alguien de quien Audrey no quería que Marvin supiera nada.
—¿Y tenías razón?
—En aquel momento no estaba segura, pero admito que sentía curiosidad por saberlo. Es un tipo muy atractivo. Rondará los cincuenta, alto, con el pelo rizado gris y unos ojazos marrones preciosos. Él y Audrey siempre estaban muy juntos, y cuando en una ocasión le pregunté a ella quién era, cambió de tema. En mi opinión, no hacían muy buena pareja. Ella sería unos diez años mayor que él, o más, y sin ánimo de ofender, pero el tipo era demasiado guapo para una mujer como Audrey. Sé que esto suena fatal, pero es la verdad.
—¿Ayer fue al bar para buscar a Audrey?
Earldeen negó con la cabeza.
—Se encontró con otra mujer, alguien que no encajaba para nada en un sitio como el Hatch. La típica socia de un club de campo, ya sabes a lo que me refiero.
—Me parece que sí —respondí—. ¿Y qué pasó?
—No mucho. Charlaron durante un par de minutos y entonces él la acompañó hasta la salida lateral. Ya no volví a verlos.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí?
—Bueno, a eso iba. Cuando ese hombre se veía con Audrey, le pregunté a Ollie quién era, y me respondió que se llama Lorenzo Dante. ¿Has oído hablar de él?
—Creo que no.
—Se hace llamar Dante para que nadie lo confunda con su padre, Lorenzo Dante senior. Ollie dice que es un gángster.
—¿El padre o el hijo?
—Los dos. Supongo que el padre se habrá retirado. No puede decirse que me mueva en esos círculos, claro, pero he oído que el tipo ese está metido en bastantes asuntos turbios.
—¿Como qué?
—Bueno, para empezar, es un prestamista. También es el dueño de un almacén de importación-exportación en Colgate llamado Allied Distributors. Tengo el presentimiento de que Audrey trabajaba para él.
El corazón empezó a latirme con fuerza porque había visto ese mismo almacén el día antes.
—¿Y por qué no me lo dijiste hace una semana? Me he dejado la piel intentando averiguar en qué estaba metida Audrey. Esto me habría ayudado mucho.
—Supongo que me entretuve con otras cosas. Estaba tan alterada pensando que Audrey se había suicidado que no se me ocurrió que su muerte pudiera tener relación con su jefe. No caí en la cuenta hasta que lo vi ayer en el bar.
—¿Lo sabe Marvin?
—Digamos que se lo conté enseguida, pero eso no significa que captara el mensaje. No quiere ni oír que Audrey trabajaba para un granuja. Piensa que era una santa y no le interesan otras opiniones.
—Es lo mismo que me echó a mí en cara.
—Ya lo sé. Se denomina proyección, lo veo constantemente en el Hatch. Acusas a otra persona de tener defectos que te niegas a reconocer en ti mismo —explicó—. No me mires con esa cara de pasmo. Me licencié en la universidad años ha. Estudié psicología y bellas artes.
—Lo siento. Es que estoy intentando asimilarlo. Lo normal hubiera sido que Marvin se pusiera muy contento al saberlo. Está convencido de que la asesinaron y esto respalda su teoría, ¿no te parece?
—Bueno, tampoco estoy tan segura —respondió Earldeen—. Audrey y ese tal Dante eran uña y carne. Audrey trabajaba mucho. Siempre estaba viajando, y ganaba montones de dinero. En mi opinión, eso significa que tenía éxito. ¿Por qué la mataría si era tan buena en lo suyo?
—Quizá se le subieron los humos a la cabeza y amenazó con ponerse ella al frente del negocio.
—Supongo que es posible. Ya oíste lo que dijo Marvin. Alguien le hizo creer que la tiraron del puente porque sabía demasiado. La pregunta es: ¿qué sabía Audrey?
—No tengo ni idea —respondí. Consideré las posibles consecuencias. Basándome en el puñado de datos inconexos de que disponía, no se me ocurría qué podía haber descubierto Audrey.
Earldeen se removió inquieta.
—¿Qué crees que debo hacer?
—Bueno, yo que tú informaría a la policía.
—Ya lo he intentado. Antes de venir aquí fui a la comisaría y pedí hablar con alguien sobre la muerte de Audrey. El agente que estaba en recepción hizo una llamada y me dijo que el subinspector Priddy vendría enseguida. Respondí que no importaba y salí de allí a toda prisa. Me da mala espina que su nombre salga a cada paso. Bueno, espero que Marvin no se entere de que he estado aquí, porque, si no, me despellejará viva.