22

Dante

Dante contaba los largos a medida que nadaba, sacando la boca por la derecha para coger aire y metiéndola después en el agua para soltarlo. Sólo se oía el sonido de las burbujas que exhalaba. Era consciente de la fuerza de sus brazos al avanzar por el agua, de la destreza de sus movimientos al impulsarse hacia delante. Con cada brazada repetía los números mentalmente. «Dieciocho, dieciocho, dieciocho…», a la ida. «Diecisiete, diecisiete, diecisiete…», a la vuelta. Era fácil perder la noción de dónde estaba y de lo lejos que había llegado con el agua a una temperatura tan perfecta y sin nada que interrumpiera el flujo natural de la energía. Las voces que resonaban en su cabeza dieron paso a la repetición de una rutina sencilla: brazos, piernas, aspirar, espirar.

El día después de que su madre los abandonara su padre vació la piscina de la casa donde vivían, lo que dejó un enorme hoyo en el suelo como recordatorio de los placeres que se había llevado consigo. La lluvia y las hojas caídas se pudrieron en el fondo, convirtiéndose en un fango negro. Dante sabía que su padre lo había hecho por puro resentimiento, para privarlos del consuelo que su madre les ofrecía y de la confianza que les había infundido. El dolor que ella pudiera haberle causado a su marido se lo transmitió este a su hijo con creces. Dante no volvió a zambullirse en el agua hasta que compró esta casa y mandó construir una piscina.

El último largo era siempre el mejor. Para entonces tenía el cuerpo relajado y la mente tranquila. Tras las brazadas finales salió del agua y se quedó de pie en el borde de hormigón de la piscina, sintiéndose las extremidades flexibles y laxas. Se llevó una toalla a la cara, enrojecida a causa del calor generado por el ejercicio. Mientras que levantar pesas le hinchaba los músculos, la natación le permitía estirarse y lo mantenía alto y delgado. Aquella tarde vería a Nora, si es que ella decidía acudir a la cita.

Cuando llegó a la suite principal, su calor corporal ya había disminuido y necesitó una ducha caliente para quitarse el frío. Los domingos por la mañana no solía afeitarse, pero aquel día sí lo hizo. Por Nora, claro está. Desde que la vio por primera vez, todo giraba en torno a Nora. No podía identificar el origen de aquella atracción y tampoco la ponía en duda. Nunca le había ocurrido algo semejante y no tenía ninguna explicación para ello. Poco importaba si estaba obsesionado por ella. A decir verdad, lo estaba.

Se asomó al dormitorio. Lola seguía durmiendo, enterrada bajo el peso del edredón. Tenía tan poca grasa corporal que siempre estaba helada. Durante la noche, si se le arrimaba, su piel era fría como el escay. Dante cerró la puerta del vestidor con cuidado y se vistió: pantalones claros, camisa de seda roja y mocasines sin calcetines.

Sophie libraba los domingos, así que no había nadie cuando entró en la cocina. Las encimeras relucían y los electrodomésticos de acero inoxidable despedían una luz plateada. La cafetera estaba preprogramada y la jarra térmica se veía llena. Sophie le había hecho un bizcocho y lo había envuelto en film transparente. Dante se cortó una porción generosa y la fue comiendo con una mano mientras se servía café con la otra. Le añadió leche y se llevó la taza a través del túnel hasta el despacho que tenía en el Cottage.

Lola se mofaba de su pasión por los pasadizos subterráneos, pero a él le satisfacía poder moverse de un sitio a otro sin ser visto. Ella lo veía como su forma de volver al útero materno, una afirmación que a él le molestaba. ¿Qué sabría ella? Para él representaba una posible vía de huida. Dante era un hombre que siempre encontraba la forma de escapar.

Atravesó el jardín desde el Cottage hasta la casa de invitados. La enfermera de guardia llevaba cinco meses cuidando de su tío.

Medía más de metro ochenta y tenía un físico de atleta fibroso y musculado. Facciones marcadas, pelo rubio muy corto. Dante había salido con ella hacía nueve años, pero la relación duró poco. Cara era promiscua por naturaleza y no tenía ningún problema para liarse con el primero que pasara. A falta de hombres, no le importaba acostarse con alguna mujer. Cuando solicitó el trabajo, Dante vaciló, preguntándose si sería aconsejable tenerla tan cerca. Su presencia haría aflorar la inseguridad emocional de Lola y él se vería obligado a tranquilizarla con muestras de afecto constantes. No tendría por qué haberse preocupado. Nueve años eran nueve años, y la atracción física se había desvanecido. Cara era competente y trabajadora, y le constaba que a su tío Alfredo le alegraba la vista.

Cara fue a recibirlo a la puerta.

—Está esperándote. Se ha despertado a media noche y quería compañía. Nos hemos pasado casi toda la noche jugando a las cartas y viendo la tele. No sé de dónde saca la energía.

Dante la siguió hasta el salón, donde encontró a su tío Alfredo sentado junto a la chimenea, envuelto en un enorme edredón amarillo. Las noches de abril aún eran frías, y por la mañana seguía haciendo fresco. Dante fue directo a la chimenea y se agachó para besar a su tío en la coronilla. Alfredo le agarró de la mano y, aferrándose a ella, se la llevó a la mejilla.

—Eres un buen chico, Dante. Déjame que te lo diga mientras tenga la oportunidad.

Cuando lo soltó, Dante acercó una silla y se sentó frente a él.

—¿Cómo va la batalla?

—Como es de esperar. De momento, voy tirando.

—Cara dice que te has pasado la mitad de la noche despierto.

—Tengo miedo de morirme durmiendo.

—¿No quieres que la Parca te coja desprevenido?

—Pienso plantarle cara —respondió Alfredo—. Tu padre vino a verme ayer. Tuvimos una larga conversación.

—No me digas más. Cree que soy muy duro con Cappi. Quiere que le ceda el fardo y le deje dirigir la gira.

—De eso fue de lo que hablamos, principalmente. No es que yo me ponga de parte de Lorenzo, pero ¿cómo va a aprender el chico lo que es la responsabilidad si nunca se le ha dado ninguna? No estoy juzgando a nadie, así que no te pongas gallito conmigo. Sólo pregunto.

—El «chico», como con tanto acierto te has referido a él, tiene cuarenta y seis años. Creo que ya ha demostrado su capacidad para crecer y madurar —afirmó Dante—. Cappi es un aprovechado. Se dedica a adular y a quejarse a quien haga falta, y luego papá cree que la idea se le ha ocurrido a él.

—No me cabe la menor duda. Si Cappi viene a verme, sé que es por interés, para buscar apoyo.

—Pues conmigo que no cuente. Puede que me preste a enseñarle cómo funciona el sistema, pero no pienso dejar que saque tajada de una operación que vale millones. Si crees que se trata de una buena idea, es que estás loco.

Alfredo ladeó la cabeza.

—Míralo de otra forma —sugirió con tono suave—. ¿Cuántos años llevas diciendo que te gustaría dejar el negocio? Puede que esta sea tu oportunidad.

—Las cosas no funcionan así. Tengo cincuenta y cuatro años. ¿Qué iba a hacer, apuntarme a la facultad de medicina? ¿Sacarme la carrera de derecho? Es demasiado tarde. Estoy haciendo lo que papá esperaba de mí. Y ahora espera que le pase el trozo más grande del pastel a Cappi, que jode todo lo que toca. Pues no pienso hacerlo.

—¿Y cómo vas a evitarlo si tu padre ya ha tomado una decisión?

—Puede tomar todas las decisiones que quiera, pero aquí mando yo. ¿Y sabes qué? Para mí, que está perdiendo la chaveta. Ahora le ha dado por hablar de Amo y de Donatello como si los tuviera ahí al lado.

—A veces le falla la memoria. Nos pasa a todos.

—A ti no —repuso Dante.

—Yo soy un caso especial —dijo Alfredo con ironía—. Lo que pasa es que Lorenzo no siempre sabe ver las intenciones de Cappi. Deberías acabar con el asunto antes de que se te vaya de las manos.

—¿Cómo?

El rostro de su tío adoptó una expresión de congoja.

—Pero ¿qué te pasa? Lo sabes de sobra. Es algo que ni se pregunta. —Alfredo lo observó unos instantes—. ¿Sabes cuál es tu problema?

—Seguro que tú me iluminas.

—Que te has vuelto muy remilgado. En otros tiempos te habrías ocupado de esto, sin tanto hablar ni tanto dudar.

—Muy «remilgado» —dijo Dante con una sonrisa—. Esta sí que es buena.

—Ya sabes a qué me refiero. Un hombre en tu posición no puede permitirse el lujo de tener conciencia. Es impropio de ti. No puedes huir de las dificultades. Tienes que hacer lo que debes.

—¿No creerás que somos lo que hacemos?

—Claro que lo creo. Tenemos que aceptarlo. Que somos corruptos, que nuestros pecados son mortales. Dios sabe que los míos me pesan en el alma.

—¿Y me deseas el mismo tormento?

—Ya sabes lo que hay que hacer.

—No lo sé, sé lo que sería más expeditivo. Pero, por una vez, intento obrar como es debido.

Tío Alfredo negó con la cabeza.

—Va en contra de tu naturaleza.

—Me gustaría pensar que a estas alturas de mi vida soy un hombre mejor.

—Tu hermano no comparte tu sensibilidad moral, lo que le da ventaja.

—Así es como lo ve él, en todo caso.

Dante se montó en su propio coche, un Maserati plateado de 1988 con la tapicería de piel negra. Llegó al Hatch a las doce cuarenta y cinco y aparcó a la vuelta de la esquina. Había dado el día libre al chófer y al guardaespaldas, optando en su lugar por una Colt Lightweight Commander cargada que guardaba en un compartimento especial de la puerta del conductor. Había reforzado las medidas de seguridad hacía dos años, cuando una banda colombiana se estableció en Perdido, a unos cuarenta kilómetros al sur de Santa Teresa. Los recién llegados, un grupo formado por seis hombres y cuatro mujeres, utilizaban permisos de conducir que los identificaban como portorriqueños. En realidad, estaban invadiendo un territorio controlado por un amigo de Dante nacido en Puerto Rico que se sintió ofendido, no sólo por dicha invasión, sino por el perjuicio que estaban causando a su país de origen. Dado que en aquel momento su amigo estaba en prisión, Dante se ofreció a intervenir en el asunto con sus propios hombres. Estos acorralaron a varios de los colombianos en una habitación de motel donde estalló una estufa defectuosa, lo que provocó la muerte de sus ocupantes y la voladura de la mitad del tejado. Después de aquello, los colombianos que sobrevivieron a la explosión guardaron las distancias, pero dieron a entender que les ajustarían las cuentas a su debido tiempo. El amigo de Dante fue alcanzado de lleno por un francotirador el día que salió de la cárcel, y desde entonces Dante se empeñó en poner guardias armados en la casa y en utilizar vehículos blindados.

Al entrar en el Hatch, Dante saludó a Ollie con la cabeza y se sentó a una mesa que daba a la puerta. Le apetecía un bourbon con agua, pero decidió abstenerse. Pedir una copa se interpretaría como un signo de debilidad, como si fuera incapaz de volver a ver a Nora sin ayuda del alcohol. No tenía claro qué haría si ella no acudía a la cita, de lo inquieto que estaba ante la idea de que apareciera en cualquier momento. Y luego, ¿qué? Se había dicho a sí mismo que no debía abrigar esperanzas, pero las abrigaba.

El bar estaba bastante concurrido y entre los clientes había algunas caras que le sonaban de otras ocasiones. Llevaba meses sin pasarse por allí, pero nada había cambiado. Miró a su alrededor y vio el bar tal y como lo vería ella, cutre y poco atractivo, sin encanto ni estilo. Había elegido el Hatch porque, como le explicó a Nora, allí no correría el riesgo de encontrarse con ningún conocido. Los que se movían en su círculo social probablemente no habrían oído hablar de aquel antro, y aunque así fuera, jamás lo frecuentarían.

Dante dirigió una mirada distraída hacia la puerta, la cual se hallaba abierta y dejaba entrar una columna de luz de contornos borrosos, como si hubieran colocado un filtro sobre el objetivo de una cámara. La neblina confería a la sala un aire de otra época, propio de una película de la segunda guerra mundial con un trasfondo de muerte y traición como telón de fondo. No era una perspectiva muy alentadora. Dante no la conocía en absoluto. No sabía, por ejemplo, si ella sería puntual o si tenía por costumbre retrasarse. Se miró el reloj y vio que era la una en punto de la tarde. Esperaría diez minutos más y o bien pediría una copa o se marcharía. Al fin y al cabo, ella era una dama felizmente casada, o eso afirmaba; así pues, ¿qué motivo tendría para reunirse con él allí, o en cualquier otra parte? Nora era una mujer elegante, con clase, discreta y reservada. Había algo en su rostro que le producía ganas de llorar, que lo llevaba a ansiar verla de nuevo a cualquier precio.

Pasaban tres minutos de la una cuando Nora apareció por la puerta, tapando por un instante la luz al entrar. Dante se levantó. Ella lo vio y se acercó a su mesa. Él le ofreció una silla y ella tomó asiento. Llevaba puesto un traje sastre de lana blanco, de falda corta y chaqueta entallada, con un ribete de encaje rojo en la unión del cuello con las solapas. Dante sintió tentaciones de alargar la mano y pasarle un dedo entre los pechos.

—Pensaba que no vendrías —dijo.

Ella esbozó una sonrisa.

—Yo misma lo dudaba.

Su mirada pasó del letrero de cerveza de neón colgado en la pared a la barra, y de allí a la flecha como de cómic que señalaba el baño de señoras.

—Te invitaría a tomar algo, pero me parece que no estás cómoda.

—Por supuesto que no. ¿Y todo este humo de tabaco? Cuando llegue a casa me apestará la ropa y tendré que lavarme la cabeza.

—Tengo una idea mejor. Quiero enseñarte un sitio. Te gustará.

—¿Ahora nos vamos a otra parte?

—No te pongas nerviosa. No va a pasarte nada.

Nora bajó la mirada.

—No dispongo de mucho tiempo.

—No vamos a salir de la ciudad —dijo él—. Bueno, rectifico. Está a las afueras, pero no muy lejos. A un cuarto de hora como mucho.

—¿Y mi coche?

—Te volveré a dejar aquí. ¿A qué hora tienes que estar en casa?

—A las cuatro.

—Ningún problema.

Cuando Dante se disponía a levantarse, ella le puso una mano en el brazo para detenerlo.

—Acompáñame hasta mi coche y ya te seguiré —le dijo.

Al acercársele al oído, Dante aprovechó para olerle el cabello y la suave fragancia a lilas que desprendía su piel.

—Lo que quieres es llevar las riendas.

Nora pareció estremecerse con el roce de su aliento.

—Eso es lo que quieres tú, ¿no?

Dante se levantó y le sujetó la silla.

—¿Dónde has dejado el coche?

—A la vuelta de la esquina.

—Yo también. Saldremos por la puerta lateral. Así no tendrás que pasar por delante de esos patanes que no paran de mirarte.

Dante la tomó del brazo con suavidad y se puso delante para taparla.

—¿Adónde me llevas?

—No pienso decírtelo. Voy a poner a prueba tu confianza.

—¿Por qué habría de confiar en ti?

—Ya lo has hecho. Pese a ser tan malvado, tengo cara de persona honrada.

—No me digas que eres malvado.

—No del todo. Pero tampoco soy del todo honrado.

Dante la acompañó a su automóvil, un elegante Thunderbird azul verdoso como nuevo. Por alguna razón, le gustó que condujera ese modelo. Él tenía el suyo tres coches detrás del de ella. Hizo girar la llave en el contacto y arrancó. Nora esperó a verlo pasar antes de salir tras él. Dante la fue guiando por las calles de la ciudad, observándola por el retrovisor. Ella le seguía el ritmo. Cada vez que Dante pasaba un semáforo se aseguraba de que a ella también le diera tiempo de atravesar el cruce.

Al llegar a la 101, Dante se metió en el carril de acceso en dirección sur y un kilómetro y medio más adelante salió en Paloma lane, una vía que discurría paralela a la autopista por una amplia franja de tierra que bordeaba el océano Pacífico. El ferrocarril se había apropiado del derecho de paso hacía unos años, pero aparte del estruendo de los trenes que pasaban dos veces al día, aquel era un paraje residencial de primer orden. La mayoría de las casas no se veían desde la carretera, lo que garantizaba su privacidad. La presencia de eucaliptos y otros árboles de hoja perenne fragmentaba la luz del sol.

Dante redujo la velocidad y activó un portón automatizado de madera curada. Las viviendas situadas a ambos lados de la propiedad se hallaban ocultas tras setos de pitanga de unos diez metros de alto. Una vez pasado el portón, el camino de entrada giraba a la izquierda y seguía hasta convertirse en un patio con capacidad para seis vehículos. Tras aparcar y salir del coche, Dante esperó a que Nora estacionara detrás de él. Luego le abrió la puerta y le tendió una mano para ayudarla a salir.

—¿Esta es tu casa? —preguntó Nora.

—Un lugar para los fines de semana. Nadie sabe que es mía.

Mientras se encaminaban hacia la puerta principal, Dante sacó un juego de llaves. La fachada, revestida con un entablado de madera, estaba pintada de amarillo, con los postigos en blanco, y tenía un tejado de juntas de chapa con poca pendiente que recordaba la arquitectura de lugares tropicales como Key West o Jamaica. Varias palmeras se agrupaban en el pequeño jardín, mitad de arena y mitad de césped. Una vez abierta la puerta, Nora accedió al pequeño vestíbulo y se detuvo para hacerse una idea del espacio.

La pared frontal del salón consistía en unos ventanales panorámicos que daban a una amplia terraza de madera, rodeada por una valla baja hecha a base de tablones y listones. La valla estaba coronada por unos paneles de cristal ahumado que permitían ver el océano sin ser visto desde el exterior. Nora se acercó a mirar por el cristal. El aire estaba impregnado de olor a mar, y Dante observó cómo cerraba los ojos y aspiraba.

—¿Te gusta?

Ella le sonrió.

—Es ideal. Me encanta el mar. Soy una criatura de agua. Piscis.

—Yo también. Sólo que soy Escorpio.

—¿Cuánto hace que tienes esta casa?

—Tres días.

—¿La has comprado esta semana?

—La he alquilado con opción a compra. Eres mi primera invitada.

—Me siento halagada.

—Si quieres, te enseño el resto.

—Será un placer.

Recorrieron las distintas estancias sin que Dante tuviera mucho que comentar, ya que la casa era pequeña y todos los espacios tenían una función obvia. Cocina, dormitorio principal, habitación de invitados, dos baños y salón con comedor al fondo. La vivienda estaba amueblada hasta el último detalle, ropa de cama incluida.

—Me gusta eso de comprar por impulso —dijo Nora—. Parece divertido, aunque confieso que no me veo haciéndolo a semejante escala.

—Era una oportunidad en todos los sentidos. El propietario de la casa me debe dinero y así me paga la deuda. Le llamé para decirle que la quería y me la cedió encantado. Los quince mil al mes incluyen los intereses. En treinta y seis meses zanjamos el tema. Una ganga para él.

Nora pareció desconcertada.

—¿Cuánto te debía?

—Mucho. Le ofrecí un descuento para suavizar el trato.

—¿Qué razón tendría alguien para pedir prestado tanto dinero?

—El coste de la vida sube cada vez más y el mercado va a la baja. El tipo es muy conocido en la ciudad y debe mantener una imagen. Su mujer no tiene ni idea de lo endeudado que está.

—¿Y no utilizan la casa?

—Ya no. Él le ha contado que la ha vendido.

—¿Así, sin más?

—Claro.

—¿Y el nombre de ella no figuraba en la escritura?

—El nombre de ella no figura en ninguna parte. En ese sentido él es como Channing.

Nora vaciló, reacia quizás a pedirle que se explicara, pero la curiosidad la pudo.

—¿Por qué lo dices?

—Seguro que la casa de Malibú está a su nombre.

—Era suya antes de que nos conociéramos.

—Así que cuando os casasteis él se declaró propietario único y exclusivo.

—Por supuesto. Yo también tengo una vivienda escriturada a mi nombre. Ambos hemos estado casados antes, así que es una mera cuestión legal.

—¿Qué me dices de la casa que tenéis ahí arriba? ¿Figura tu nombre en el título de propiedad?

—Pues no, pero Channing me dijo que era por razones fiscales. Ahora no recuerdo bien lo que me explicó.

—¿Cuántas veces se divorció antes de casarse contigo?

Nora le mostró dos dedos.

—Y seguro que en ambos casos salió perdiendo, ¿verdad?

—Según él, sí.

—Por eso no figura tu nombre en el título de propiedad. Porque te está esquilmando por anticipado.

—Ya basta. En este estado se aplica el régimen de bienes gananciales. En caso de divorcio, me quedaría igualmente con la mitad de todo.

—Nora, tu marido es abogado. Todos sus amigos lo son y, si no, conocen a otros abogados cuyo único objetivo en esta vida es impedir que los bienes conyugales acaben en manos de mujeres como tú. ¿Sabes cómo llaman los hombres a esas razones fiscales a las que se refería tu marido? El impuesto de los tontos, porque les toca pagar un ojo de la cara por no haber sido listos.

—No creo que debamos seguir discutiendo sobre este tema. Me parece fuera de lugar.

—«Fuera de lugar». Bueno, es una forma de verlo. ¿Te digo cómo lo veo yo? Eres una mujer hermosa. Estás en apuros y lo sabes, te lo veo en la cara. Intuyo que tienes una vena temeraria que no puedes controlar. Seguro que de pequeña eras un torbellino y hacías lo que te venía en gana.

—Creía que en eso consistía ser joven.

—Ahí quiero ir a parar. Así es como envejecemos, le damos demasiadas vueltas a las cosas que antes hacíamos casi sin pensar.

—No sigas con eso, por favor.

—¿Por qué no?

—No debería haber venido aquí. Ha sido un error.

—Sólo estamos hablando. No tiene nada de malo.

—Sabes de sobra que no es así.

—Sí, lo sé. Lo que no tenía claro es que tú lo supieras. Eso es lo malo de elegir. Al final hay que tomar una decisión. Quizás ahora mismo no, pero sí dentro de muy poco —aseguró Dante.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué es lo que quieres? Me tachas de indecisa, pero tú aún no te has pronunciado.

—Para empezar, me gustaría evitar pasarme el resto de mi vida en la cárcel.

—¿Existe esa posibilidad?

—Según mis abogados, sí. Tengo cuatro, y son los mejores. Si te dijera sus nombres, seguro que Channing sabría quiénes son.

—¿Qué has hecho?

—La cuestión es, ¿de qué se me acusa? ¿Quieres oír la lista?

—Cómo no.

—Evasión de impuestos, presentación de declaraciones de renta falsas, ocultación de cuentas bancarias en el exterior y de ingresos internacionales, así como extorsión, conspiración, blanqueo de dinero, transporte interestatal de mercancía robada y venta de bienes robados. En resumen, sería eso. Ah, y fraude postal, creo que eso no lo he mencionado. Puede que me deje algo, pero casi todo está relacionado con el mismo tema.

—¿Y delitos violentos?

—Esos cargos van aparte. Los que he citado son todos los imputables de acuerdo a las leyes contra el crimen organizado.

—¿Te condenarán?

—No si encuentro una escapatoria. Mis abogados me dicen que los federales ofrecerán negociar con el fiscal, pero las condiciones no serán nada buenas.

—¿A qué pena te enfrentas?

—A cuarenta años de prisión, además de la confiscación de un montón de propiedades, que es lo que más me cabrea.

—¿Cuarenta años? Vaya, siento oír eso. No me veo esperando tanto, pero te echaré de menos.

Dante se echó a reír.

—Aún no ha ocurrido. La buena noticia es que las investigaciones avanzan al ritmo propio de la Administración pública. Es decir, que están casi paralizadas. Tardarán años en llegar a su fin, y mientras tanto pueden surgir imprevistos.

—Vaya, suena interesante. ¿Qué clase de imprevistos?

—Ya te he contado bastante. La cuestión es, en el caso de que decidiera irme del país, si tú te plantearías venir conmigo. Hay quien vive como si estuviera en una cárcel.

—No te pongas melodramático.

—Sólo constato un hecho. Si sigues casada con Channing, ya sabes lo que te toca. Tu marido tendrá una ristra de aventuras y tú serás la última en enterarte. Lo mejor que puedes hacer es tener una aventura tú también.

—Y ahí es donde entras tú.

—¿Por qué no? No trato de convencerte de nada, salvo, quizá, de que vengas conmigo cuando llegue el momento.

—Debería irme.

—Si no son ni las dos… No tienes que volver hasta las cuatro.

Nora se echó a reír.

—Qué malo eres. Si no me ando con cuidado, terminaré llamando a mi terapeuta para hablarle de ti.

—¿Estás yendo a terapia?

—Estaba. Dos veces por semana durante un año.

—¿Y eso?

—Perdí a un hijo.

—¿Quieres hablar de ello?

—No.

—¿La terapia te ayudó?

—No. Por eso la dejé. Me cansé de oír mi propia voz. Llorar la muerte de alguien es como estar enfermo. Crees que el mundo entero gira a tu alrededor, y no es así.

Dante levantó el brazo y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

—Pobre gorrión.

—Sí, pobre de mí —dijo Nora, pero no se apartó.

El lunes por la mañana Saul entró en el despacho de Dante con un grueso fajo de papeles en la mano.

—Tenemos un problema.

Dante estaba sentado ante su escritorio, jugando con un abrecartas. Al oír el comentario de Saul, lanzó el abrecartas a un lado y juntó las manos. No parecía nada contento, y lo último que necesitaba era otro problema.

—¿Qué pasa?

—Ha llamado Georgia. Quiere verte.

—¿Y qué tiene eso de malo? Dile que la recogeré donde quedamos siempre.

—Ese no es el problema al que me refería.

—Nada de malas noticias. Estás más serio de lo normal y no quiero saber por qué.

Saul guardó silencio.

—¡Joder! ¿Qué? —espetó Dante, exasperado.

—Ya volveré más tarde.

Dante hizo un gesto con la mano, como diciendo «suéltalo».

—Han interceptado la nómina. Por eso quiere hablar contigo Georgia. Un imbécil de Miami no se enteró de que Audrey estaba fuera de combate y le envió el dinero como de costumbre. Su casera interceptó el paquete. El dinero ha desaparecido.

—¿Cómo que ha desaparecido? ¿Cuándo ha sido eso?

—El viernes.

—¿Y ahora avisa Georgia? Dile que mueva el culo para recuperarlo.

—Lo ha intentado, pero resulta que hay una investigadora privada metida en el asunto. Supongo que la casera y ella están conchabadas. Georgia ha enviado a alguien a la casa de cada una, aquí y en San Luis, y no ha aparecido nada. Corre el rumor de que lo han entregado al Departamento del Sheriff de San Luis Obispo.

—¡De puta madre! —exclamó Dante—. ¿Qué más?

—Georgia cree que la detective ha estado siguiéndola.

—Estará a punto de venirle la regla. Cada treinta días le entra la paranoia de que la persiguen. Es una histérica de cojones.

—A mí me parece que habla en serio. Tal vez tendrías que oírla a ella.

Dante hizo un ademán desdeñoso.

—Vale. ¿Algo más? Porque de momento sólo me has puesto de mal humor a medias. Sé que puedes hacerlo mejor.

—Me preguntaba si habrías reflexionado sobre lo de Cappi. Está haciendo demasiadas preguntas, y no me gustan sus insinuaciones.

—Le he dado un dato muy valioso para ver qué hace con él. Le he contado que vaciamos el disco duro todos los jueves al mediodía. Me lo inventé mientras hablábamos, pero ¿qué sabrá él? Si se anda con dobles juegos, le irá con el cuento a su contacto y nos acusará. Me imagino que los federales se presentarán con una orden de registro y lo pondrán todo patas arriba. Una vez echada por tierra su credibilidad, ¿quién va a confiar en él?

—¿Por qué habría de creer alguien una historia como esa?

—Para cuando se vaya de la lengua, se armará tal lío con los datos que nadie sabrá qué pensar. Si vienen a por nosotros será en el improbable caso de que el muy gilipollas cuente la verdad.

—Me alegra saber que hay algo bajo control.

Dante señaló el montón de documentos que Saul le traía.

—¿Qué es esto?

Saul se los dejó encima del escritorio.

—La última entrega del papeleo previo al juicio. ¿Quieres repasarlo?

—¿Para qué? Me van a joder pase lo que pase. Si miento, me trincarán por perjurio. Y si digo la verdad, ya me puedo ir a la mierda. ¿Qué se supone que debo hacer?

—¿A qué vienen las dudas? Miente como un bellaco. Que demuestren ellos lo contrario.

—No me gusta la idea de mentir bajo juramento. Puede que te parezca que hilo demasiado fino, después de todo lo que he hecho en mi vida, pero yo también tengo mis principios.

—Entonces pasa al plan B: apártate de la línea de fuego.

—¿Y cómo lo hago? Si me aparto, tú quedarás al descubierto.

—No te preocupes por mí. No me pasará nada. Si desapareces del mapa, alegaré desconocimiento y te echaré toda la culpa a ti.

—Es que la tengo.

—Le diré a Lou Elle que lo organice todo para cuando estés listo.

—Aún no. Antes quiero ocuparme de algunas cosas.

—¿Como qué? Está todo en orden. Llevamos meses preparándolo.

—Ya lo sé —respondió Dante irritado—. Es que no creo que sea el momento.

—¿Y por qué no? —preguntó Saul con prudencia.

—Es por la mujer con la que me estoy viendo.

A Saul le costó un instante asimilar las palabras de Dante.

—¿Y Lola?

—Se ha acabado. Sigue en casa, pero no tardará en marcharse.

—No tenía ni idea.

—Yo tampoco. Ha sido ella la que ha tirado la toalla, si no, yo seguiría al pie del cañón. Creía que nos iba bien, que lo nuestro duraría para siempre. Para que veas lo equivocado que estaba —añadió—. Y mientras tanto, he conocido a otra mujer.

—¿Quién es?

—No te preocupes por eso. El caso es que la situación me supera.

—¿A ti?

—¿De quién estamos hablando si no?

—¿Desde cuándo?

—Desde ayer.