21

En aquel momento debería haber llamado a la policía. Por lo general, no tengo reparo en hacer algo así. Sin embargo, en este caso había ciertos factores en mi contra. Para empezar, desconocía la marca y el modelo del sedán azul. Era casi de noche cuando vi a los dos hombres que se metían en el coche, aparcado a media manzana de donde me encontraba yo. Por otra parte, tampoco tenía la certeza absoluta de que hubieran estado en mi estudio, aunque no me explicaba qué hacían saliendo del jardín de Henry. La cerradura de mi puerta no estaba rayada ni había indicios evidentes de que alguien se hubiera colado. Estaba convencida de que habían entrado de algún modo, pero carecía de pruebas. Si registraron el estudio, seguro que fueron lo bastante listos para no dejar huellas. Así pues, ¿qué iba a denunciar? Que yo sepa, el código penal de California no incluye ninguna disposición para el delito de «creer que un hombre podría haber hurgado en mi cajón de la ropa interior».

Suponiendo que estuviera en lo cierto y aquellos tipos hubieran entrado en mi estudio, seguro que pretendían recuperar el pastón que Vivian y yo habíamos entregado a las fuerzas del orden. Puede que hubiera motivos para llamar a la policía sólo para que «tuvieran constancia de algo», como si un informe policial pudiera allanarme el terreno para posteriores acciones. Tenía claro que no presentaría una reclamación al seguro, ya que estaba convencida de que mi póliza de arrendamiento no cubría daños ocasionados por una tercera persona que me hubiera abierto a escondidas la nevera, creyéndome tan tonta como para guardar un dineral junto a una bolsa de guisantes olvidada en el congelador.

En la conversación que había mantenido por teléfono con Vivian, le dije que hiciera lo que estimara conveniente. No me consideraba la persona adecuada para aconsejarle una cosa u otra. Ella me dijo que estaba bien, pero que llamaría a su prima para que fuera a recogerla. No quería estar sola en casa, un sentimiento que yo entendía perfectamente. Me contó que guardaba una escopeta que su marido le había enseñado a utilizar con resultados satisfactorios, siempre y cuando tuviera el valor de abatir a un intruso. Vivian dudaba de su capacidad de reacción y yo aplaudí su sensatez.

Por mi parte, en cuanto colgué el teléfono me armé con un cuchillo carnicero y salí a buscar el maletín con la Heckler & Koch que guardaba en el Mustang. De vuelta en el estudio, cerré la puerta con doble llave y me aseguré de que las ventanas no pudieran abrirse desde fuera antes de proceder a limpiar y cargar la pistola. Dejé encendida la lámpara del escritorio en el piso de abajo y subí al altillo, donde me quedé dormida encima de las mantas vestida de pies a cabeza. Tres veces me desperté para investigar la procedencia de ruidos que seguramente no había oído.

Hay mucho que decir a favor de dormir a rachas. El cerebro, cuando no está arropado por un reconfortante manto de sueños, opta por otras formas de distracción. El mío revisa toda la información que ha ido acumulando durante el día y me envía telegramas que no me molestaría en abrir si estuviera despierta. El cerebro funciona como una cámara que no para de captar imágenes. Los datos entrantes se clasifican automáticamente de modo que lo relevante pueda guardarse para futuras consultas y lo irrelevante pueda eliminarse. Lo malo es que no sabemos hasta mucho después qué imágenes cuentan y cuáles no. Mi subconsciente me daba algunos toques para advertirme que había visto algo que podría ser más importante de lo que pensaba. En ese momento la idea suscitaba mi interés y la anotaba mentalmente, pero luego me quedaba dormida y al despertar ya no recordaba de qué se trataba.

El domingo por la mañana madrugué y salí a correr cinco kilómetros. No es algo que suela hacer los fines de semana, que reservo para descansar y relajarme. Sin embargo, aquella semana me había saltado el ejercicio porque el deber reclamaba mi presencia en otra parte, y ahora tocaba ponerse firme. Cumplí con los treinta minutos de jogging por la playa que me había impuesto, confiando en alcanzar en algún momento el llamado júbilo del corredor. En general, me dolía todo el cuerpo. Se me resintieron músculos que nunca antes me habían dado problemas. Entre las ventajas estaban la disminución del estrés y la agudeza mental que experimenté a continuación. Al acabar de correr, cuando aflojé el paso para refrescarme, recordé lo que mi subconsciente había estado intentando decirme durante la noche: «Echa otro vistazo a la pila de cajas de cartón desmontadas que hay detrás de la tienda de segunda mano».

En cuanto me hube duchado, vestido y zampado un bol de cereales, registré los cajones del escritorio en busca de mi navaja suiza, que arrojé al interior del bolso. Luego localicé la plancha de vapor y la dejé a un lado para llevármela. Finalmente, cogí el maletín y la pistola y fui por el Mustang, en cuyo maletero guardé ambas cosas bajo llave. Me paré a observar con detenimiento la calle por si estaba el sedán azul, pero no lo vi por ninguna parte. No es que me consolara demasiado. Si aquellos tipos me habían seguido desde la casa de Vivian el día anterior, seguro que serían lo bastante listos para utilizar más de un vehículo.

Tomé la 101 hasta Missile y giré a la derecha por Dave Levine. Pasé lentamente por delante del pequeño centro comercial donde se hallaba la tienda de segunda mano. Los escaparates estaban a oscuras, como cabía esperar un domingo por la mañana. Al llegar a la esquina torcí a la derecha y me metí en el callejón al que daba la hilera de tiendas por la parte de atrás. El aparcamiento estaba vacío y los cubos de basura seguían a rebosar. Dejé el Mustang con el motor al ralentí, me fui directa a la pila de cajas de cartón y corté el cordel con la navaja suiza. Me apresuré a echarles una ojeada, levantándolas una a una. La mayoría habían sido utilizadas más de una vez. Por lo visto, tras vaciar el contenido le habían servido al destinatario para realizar envíos posteriores, una medida de ahorro por parte del dueño del negocio que jugaba a mi favor, pues casi en todos los casos habían pegado una nueva etiqueta de envío encima de la vieja. Como ocurre con los estratos geológicos, aquella circunstancia me permitiría seguir la pista de las cajas a lo largo del tiempo, pasando de la última dirección a la anterior hasta llegar a su origen. Cargué los cartones en el maletero del coche, convencida de que sería mejor buscar aquella información en privado que estar de pie tomando notas en un aparcamiento.

A aquella hora de la mañana el centro de Santa Teresa estaba prácticamente desierto y había poco tráfico. Los grandes almacenes no abrirían hasta el mediodía, así que pude circular por las calles de la ciudad bastante segura de que no estaban siguiéndome. No dejé de mirar el retrovisor en todo el trayecto, pero no vi ningún vehículo que me pareciera sospechoso. Al llegar al despacho, saqué los cartones del maletero y los llevé hasta la puerta. Una vez dentro, llené la plancha con agua, la enchufé y la puse en la posición de vapor. Luego me senté en el suelo con las piernas cruzadas y me dispuse a examinar el montón de cajas desvencijadas.

Fui anotando las direcciones a medida que las destapaba, preguntándome si surgiría alguna pauta. La mayoría de los envíos se habían realizado a través de una empresa de transportes que no me sonaba. Apunté el nombre con la idea de comentar el dato con Vivian para ver si coincidía con el del mensajero que había dejado el paquete en la puerta de Audrey. Despegué una etiqueta tras otra con el vapor, observando cómo cambiaban las direcciones. Resultaba casi imposible distinguir las fechas de envío. Los códigos de seguimiento estaban tachados, y en algunos casos habían arrancado por completo la etiqueta antes de pegar otra encima. En la quinta caja, bajo las dos primeras etiquetas, encontré el nombre de Audrey y la dirección de su casa de alquiler en San Luis Obispo. Parecía que habían mandado los paquetes de una población a otra de California, sobre todo entre las cercanas poblaciones de Santa Teresa y San Luis Obispo. Si la mercancía robada salía del país, seguramente lo haría por medio de una empresa de transporte. Los artículos serían enviados una vez despojados de sus etiquetas y clasificados para su distribución. Cuando llegué al fondo de la pila, puse los cartones de pie y los metí en el hueco que quedaba entre el archivador y la pared.

Cerré el despacho con llave y volví al coche, donde saqué el mapa del condado de Santa Teresa de la guantera y, una vez desplegado, lo apoyé sobre el volante. Acto seguido repasé la lista de direcciones que había anotado. La de Audrey en San Luis Obispo ya la conocía. Las otras dos se hallaban en Colgate. Encontré ambas calles en el listado que figuraba en la parte inferior del mapa. La primera bordeaba los límites del aeropuerto y continuaba hasta la universidad. La segunda estaba a poco menos de un kilómetro de la primera.

Fui por la 101 en dirección norte. El tráfico en sentido sur se veía cada vez más denso debido a los conductores que regresaban a Los Ángeles tras pasar el fin de semana fuera. A media tarde los vehículos circularían pegados unos a otros, sin avanzar apenas. Yo iba pendiente de los coches que tenía detrás, fijándome en si había alguno que pareciera reproducir mi ruta o al que viera con más frecuencia de lo normal. Cuando salí por el carril de desaceleración en Fairdale, nadie abandonó la autopista conmigo. Puede que los tipos del sedán azul hubieran recibido la orden de retirarse al no conseguir su objetivo. No ganarían nada matándome. Si pretendían averiguar a través de mí el paradero del dinero, sólo les serviría viva.

Sin moverme del carril de la izquierda, seguí la carretera que atravesaba la autopista por un paso elevado. A la derecha había un parque tecnológico, un autocine, un campo de golf municipal de nueve hoyos, dos moteles, tres gasolineras y un taller mecánico. Esperé a que el semáforo del cruce se pusiera verde para atravesar la vía principal, manteniéndome en la carretera que conducía al aeropuerto. Se llamaba Airport Road, como era lógico. Si bien el terreno circundante no parecía tan aislado como la zona de San Luis Obispo en la que Audrey había alquilado su casa, distaba mucho de tratarse de un barrio residencial. A mi izquierda, pasé por delante de tres casitas de madera que casi con toda seguridad eran de alquiler. ¿Quién, si no un arrendatario, pagaría por vivir en un sitio tan poco atractivo y apartado?

Cuando llegué al aeropuerto, giré en redondo y volví por donde había venido para echar otro vistazo a aquellas casas. Seguro que estaban destinadas a los temporeros que trabajaban para el propietario de los campos agrícolas adyacentes. Al pasar por primera vez por delante de las casas no me había fijado en si estaban numeradas, pero allí no había nada más que un depósito de clasificación de correo. Ahora que me aproximaba en sentido contrario, vi una serie de garajes de madera en la parte posterior de las tres construcciones, todos ellos idénticos. La dirección del primero coincidía con las señas que aparecían en una de las cajas de cartón desmontadas. No había coches aparcados a la vista ni señales de vida. Cuando llegué al camino de entrada que discurría entre las dos casas, reduje la velocidad y me detuve. No se veían ni cubos de basura ni ropa tendida por ninguna parte.

Salí del coche, aparentando ser alguien que tenía un propósito claro para estar allí. Sentí aflorar la angustia en mi interior, pero una vez tomada la decisión no me quedaba otra que seguir adelante. No había cortinas en las ventanas ni platos para el perro con restos de comida reseca. De momento, todo iba bien. Subí los escalones del porche trasero y me asomé por el cristal de la parte superior de la puerta. La cocina estaba desprovista de muebles. Aun así llamé a la puerta, pensando que eso sería lo que habría hecho de haber tenido un motivo justificado para presentarme allí. Naturalmente, nadie respondió. Lancé una mirada rápida hacia la casa de al lado, que también parecía estar desocupada. No vi a nadie atisbar por la ventana. En un momento de sensatez poco común en mí, decidí no echar mano del juego de ganzúas para forzar la entrada.

En lugar de ello di la vuelta hasta la fachada delantera, donde me fijé por primera vez en el macizo candado sujeto a un cierre con bisagras que habían atornillado en la puerta. Me dispuse entonces a mirar por las dos ventanas de delante y apoyé las manos a modo de anteojeras en el cristal. En la de la derecha había un cartel de SE ALQUILA con las esquinas levantadas. Dentro vi un salón vacío. Al asomarme a la ventana de la izquierda me encontré ante un dormitorio vacío. El interior se veía abandonado, pero más ordenado de lo que cabía esperar. ¿Se habría reunido aquí una alegre banda de ladrones como habían hecho en la casa de Audrey? Aquella era una de las direcciones tanto de origen como de destino de las cajas enviadas, así que alguien había residido allí en los últimos meses. Me pregunté si aquella casa, al igual que la de Audrey, habría sido desmantelada a raíz de su muerte.

Ya puesta, inspeccioné las otras dos, que también estaban vacías. Al atravesar el jardín de vuelta al coche, vi un cartel de se alquila medio enterrado de lado entre los hierbajos. A juzgar por el aspecto del poste, parecía que un coche había impactado en él por detrás y lo había partido por la mitad. Tomé nota del nombre y el teléfono de la agencia inmobiliaria para poder investigar más adelante.

Me metí en el coche y di marcha atrás hasta la carretera para regresar al cruce principal donde había girado a la izquierda. La segunda dirección que tenía apuntada resultó ser una nave situada en un callejón sin salida. Aparte de lo apartado de su ubicación, no había mucho más que mencionar. Seguro que aquella zona estaría clasificada como «de industria ligera», si bien Colgate no vive de la manufactura pesada. El recinto estaba rodeado por una valla de dos metros y medio y habían tapado las ventanas con malla de acero. En la parte posterior había una zona de carga destinada a camiones; y más cerca del edificio principal, un aparcamiento para los empleados. La zona de carga se hallaba vacía, y las puertas metálicas retráctiles estaban cerradas a cal y canto. En el letrero aparecía el nombre de la empresa, ALLIED DISTRIBUTORS.

Aquella era una ubicación apartada y práctica para la distribución de objetos robados, pensé. El objetivo de toda operación de tráfico de artículos robados cuidadosamente estructurada radica en poner distancia entre los ladrones y el destino final de la mercancía. Una empresa como Allied Distributors podía llevar a cabo una confusa mezcla de actividades legales e ilegales. No quería ni imaginar la cantidad de pruebas que habría que recopilar para que las fuerzas del orden pudieran actuar. Una operación ilegal en la que se traspasan las fronteras estatales representa una pesadilla jurisdiccional para los distintos cuerpos policiales, que en más de una ocasión acaban deteniendo a informadores y agentes secretos de otros cuerpos por error. En este caso, puede que se utilizaran camiones de largo recorrido para actividades legales y otros más pequeños para mercancías que no pasarían un control de pesaje en carretera.

Me metí de nuevo en la carretera principal y desde ahí tomé la 101 para volver a la ciudad. Ya en mi despacho, vi que la luz del contestador automático parpadeaba e hice una mueca de irritación, pues quería ponerme a trabajar y no estaba para interrupciones. Aun así, fui buena y pulsé la tecla de reproducción. Este era el mensaje que me esperaba: «Kinsey, soy Diana. Han acudido a mí con una historia que creo que deberías escuchar. Espero que dejes a un lado el resentimiento que me tienes y contestes a mi llamada. Te lo pido por favor».

Dicho esto, dejó su número de teléfono.

—Lo tienes claro, Diana —espeté, dirigiéndome al contestador—. Si crees que voy a llamarte después de lo que me has hecho, vas lista.

Borré el mensaje de inmediato.

Saqué mi máquina de escribir portátil Smith-Corona y la coloqué encima del escritorio. Por lo general, se me da bien redactar informes. Soy consciente de que es mejor poner la información por escrito cuando aún la tengo fresca en la memoria. Si se deja pasar mucho tiempo, se pierden la mitad de los detalles. En toda investigación, las pequeñas revelaciones resultan a veces tan importantes como los descubrimientos más espectaculares. Hasta entonces, lo único que contenía el expediente de Audrey era una copia del cheque de Marvin. Ya iba siendo hora de enmendar la situación. Alcancé un taco de hojas de papel carbón y metí una en el rodillo. A continuación coloqué a un lado las fichas que había reunido hasta entonces y comencé a pasar a máquina las notas.

Cuando terminé, era casi mediodía. Estaba cansada. No soy una mecanógrafa experta, aunque al menos no me hace falta mirar el teclado a cada letra. Lo que me requirió más esfuerzo fue convertir datos escuetos en una narración coherente. En algunos casos la información no era más que un esbozo con lagunas para las que aún no había logrado encontrar respuesta. Al margen de los eslabones perdidos, parecía evidente que tenía entre manos algo importante. Ordené la pila de notas pasadas a máquina y me metí una copia en el bolso junto con las fichas, que sujeté con una goma. La segunda copia del informe la guardé en un archivador sin llave dentro de una carpeta con la etiqueta GINECOLOGÍA E HIGIENE FEMENINA, temas que esperaba que repelieran a la mayoría de los ladrones.

Era hora de hablar con Marvin, el cual vivía a menos de tres kilómetros del despacho. Pese a haber avanzado en mis pesquisas, todavía debía formular el resultado de mis averiguaciones de manera que tuvieran sentido para él. En la práctica me habían suspendido de empleo y sueldo, y yo confiaba ahora en persuadir a Marvin para que financiara la siguiente fase de mi investigación. Si no estaba en casa, era muy probable que lo encontrara en el Hatch. Para un bebedor empedernido, el domingo es como cualquier otro día de la semana, salvo por el hecho de que se empieza con un Bloody Mary y se sigue con cerveza, bourbon o tequila según la compañía y los acontecimientos deportivos del momento. Como de costumbre, yo estaba muerta de hambre y pensé en pasarme por el Hatch para comer estuviera Marvin o no.

Giré a la derecha por State y recorrí el escaso kilómetro que había hasta su barrio. Después de aparcar, me acerqué al trote hasta su puerta. Llamé y esperé. Nada. Llamé otra vez. Nada. Miré por las ventanas delanteras y no vi indicio alguno de que estuviera en casa. Volví al coche y conduje la manzana adicional hasta el Hatch, donde aparqué en la bocacalle tal y como había hecho antes.

Me resultaba extraño entrar en un bar un domingo a una hora tan temprana. Por lo visto, para otros no suponía ningún problema, pues el lugar parecía de lo más animado. Los cuatro televisores estaban encendidos, la máquina de discos sonaba a todo volumen y había diez o doce clientes sentados a la barra, donde Ollie, el dueño, parecía afanarse preparando copas a dos manos. El ambiente ya estaba cargado de humo de tabaco, y noté que me ponía bizca sólo de pensar en todas las partículas en suspensión que estarían depositándose en mi ropa.

Marvin se hallaba entre los parroquianos, hablando con una de las dos mujeres que formaban parte de su círculo íntimo. Earldeen no sé qué, si no me fallaba la memoria. Estaba tomando una copita de bourbon con hielo, de un color más oscuro que un té frío bien fuerte. Se puso un cigarrillo entre los labios y le ofreció fuego a Earldeen antes de encenderse el suyo. Me acerqué y le di una palmadita en el hombro. Marvin se volvió y, al ver que era yo, su semblante se alteró de un modo casi imperceptible, pasando de una expresión relajada a otra de desinterés.

—Anda, mira quién está aquí. ¿Qué hay?

Tenía un tono de voz apagado y eso debería haberme puesto sobre aviso, pero lo pasé por alto sin más. Me fijé en que parpadeaba, pero pensé que le daría vergüenza que lo hubiera pillado fumando otra vez. Así de desencaminada iba.

—He actualizado mi informe —expliqué—. Si tienes un momento, te contaré lo que he averiguado desde la última vez que nos vimos.

—Ya, bueno, es que ahora mismo me pillas ocupado, así que sería mejor que habláramos en otro momento —repuso antes de apartar los ojos de mí con la mirada perdida.

Era evidente que estaba enfadado por algo, y me di cuenta de que tendría que hacer un alto y lidiar con su cabreo antes de insistir.

—¿Qué ocurre?

—No creo que te interese, sabiendo que no te hace ninguna gracia que cuestionen tu punto de vista.

—Venga ya, Marvin. Está claro que te sientes molesto por algo. ¿Quieres contármelo?

—Como ya te he dicho, si las cosas no son como tú las ves, no hay nada que hacer.

Miré un instante a Earldeen, que estaba siguiendo la conversación con gran interés. No parecía perpleja por la actitud de Marvin, lo que indicaba que él ya había comentado la cuestión con ella.

—¿Podemos ir a hablar a otro sitio?

—Aquí ya estamos bien.

—Pues cuéntame qué ha pasado.

Por experiencia propia, cuando alguien como Marvin se enfada, no hace falta mucho para que acabe desembuchando.

—Lo haré con mucho gusto, siempre que no te pongas a discutir conmigo.

—Yo no estoy discutiendo —repliqué airada.

—Me ha dicho un pajarito que justo cuando Audrey cayó por el puente vieron a un expresidiario por la zona, un tipo que acaba de salir de la cárcel y que tiene amigos peligrosos. Es posible que Audrey topara con alguna información que lo habría devuelto al talego, y por eso él la tiró al vacío.

—¿Qué información?

—Lo siento, pero no puedo decírtelo. Es confidencial, así que tendrás que creerme. Como recordarás, Audrey estuvo encerrada un par de horas antes de que yo fuera a pagar la fianza. Se especula que tal vez viera algo que no debería haber visto.

—¿Como qué?

—Ya te he dicho que no puedo entrar en detalles. El caso es que si ella lo hubiera denunciado, él habría vuelto a la cárcel. Y podría haber más. Los polis son muy capaces de manipular las pruebas. A lo mejor fue eso lo que se olió Audrey.

—¿Insinúas que la mataron por algo que averiguó?

—En la comisaría. Eso es lo que acabo de decir.

—Así que no estaba relacionada con una red de ladrones de comercios.

—¿Quieres dejar de insistir en eso? Has sobredimensionado lo ocurrido desde el primer día. Audrey sólo robó unas cuantas cosas. Nada del otro mundo.

—¿Y qué me dices de la ropa de refuerzo que llevaba?

—No hay pruebas de ello. Todo eso forma parte de una maniobra para intentar desacreditarla. ¿Tú la viste con esa ropa? Lo dudo.

—Pues claro que no. Si yo no conocía entonces a Audrey, ¿cómo iba a saber la ropa interior que llevaba?

—Tú cíñete a los hechos. ¿La viste o no la viste con esa ropa? La respuesta es no. Y en todo el tiempo que estuve yo con ella, ¿la vi alguna vez con esa supuesta ropa? Una vez más, no. Sólo porque un poli lo haya puesto en el informe policial no significa que sea cierto.

Me quedé allí mirándolo, analizando lo que acababa de decir. Estuve a punto de recordarle que yo no había leído el informe policial, pero eso no venía al caso. Marvin volvía a echar tierra sobre el comportamiento de Audrey, pero ¿qué habría provocado aquel cambio? Miré a Earldeen, que nos observaba con la barbilla apoyada en el puño, fascinada por la discusión. Me entraron ganas de pegarle una bofetada, pero me lo pensé mejor.

—Vaya, qué novedad —dijo Marvin—. Por una vez te has quedado sin palabras.

—Porque te oigo decir que ahora crees que Audrey ha sido la víctima de una conspiración que se originó en el seno de la policía.

—Para mí tiene mucho más sentido que tu teoría.

—¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?

—Yo no he cambiado de idea. Siempre he dicho que era inocente. ¿Y qué si birló un picardías? Por el amor de Dios, eso no la convierte en una delincuente profesional. —Cerré la boca y dejé que se desahogara—. ¿Sabes cuál es tu problema? —preguntó señalando con el cigarrillo, que me acercó peligrosamente a la cara—. Que siempre piensas lo peor de la gente, sin importarte si hay pruebas o no.

—¿De qué hablas?

—Estuviste casada con un agente de policía al que acusaron de matar a golpes a un hombre, ¿verdad?

—Fui yo quien te lo contó.

—No, tú no me contaste eso. Me contaste que estuviste casada con un poli que era amigo del detective Priddy, y que Priddy era un cretino. Lo que no me dijiste fue que exoneraron a tu exmarido. Qué interesante que decidieras omitir esa parte.

—Eso no viene al caso.

—¿Ah, no? Piénsalo bien. Estabas tan segura de tener la razón que lo abandonaste cuando él más te necesitaba.

Marvin dejó caer el cigarrillo al suelo y lo pisó.

—No ocurrió así —repuse.

—Puedes poner todos los peros que quieras, pero no voy mal encaminado. ¿Verdad?

—Marvin, estás intentando establecer un paralelismo entre mi relación con mi ex y el hecho de que crea que Audrey es culpable. Según tu razonamiento, como al final Mickey fue absuelto, ella también lo será. ¿No es así?

—Exacto. Y además está muerta, como el hombre con el que estabas casada. —Marvin levantó la vista y se dio unos toques en el mentón, como si fuera un personaje de dibujos animados—. Mmm, veamos. ¿Qué tienen en común estas dos historias?

—Se trata de dos situaciones tan distintas que ni siquiera sé por dónde empezar a aclararte las cosas —repuse.

—No te pongas tan a la defensiva. Sólo te comento lo que me han contado.

—Lo que te ha contado Len Priddy.

—Yo no he dicho que haya sido él.

—Claro que ha sido él.

Marvin se encogió de hombros.

—Que Priddy no te caiga bien no significa que intente ir a por ti —dijo—. En cualquier caso, me disculpo por mi descortesía. Debería haberte preguntado qué haces aquí. Espera, no me lo digas. Te has gastado lo que te quedaba del anticipo que te di y pretendes pedirme más.

—Es cierto, pero el juego ha cambiado, ¿no es así? —comenté con voz pausada.

Intenté no alzar la voz, porque la ira estaba apoderándose de mí y no me atrevía a darle rienda suelta.

—Vaya por Dios. Ahora eres tú la que está enfadada. Espero que no vayas a decirme que lo dejas —dijo Marvin en tono de burla.

—¿Dejarlo? No, querido. Pienso seguir hasta el final, tanto si me pagas como si no.

Marvin se echó atrás.

—No puedes hacer eso. No consentiré que te metas en sus asuntos. El pasado de Audrey no es de tu incumbencia.

—Siento discrepar, pero este es mi trabajo y no voy a dejarlo. Haberme despedido cuando tuviste la oportunidad.