20
Salí de la autopista en Capillo y circulé por las calles de la ciudad hasta llegar a la parte baja de State. Cuando pasé por delante de la casa de empeños que había visitado con Pinky, torcí a la derecha en la esquina y aparqué en la bocacalle. Recorrí a pie la media manzana hasta State y entré en el establecimiento. Por lo que pude observar, estaba todo exactamente igual, desde los cuadros colgados en la pared hasta las guitarras dispuestas en hilera, pasando por las vitrinas repletas de relojes y anillos. Me pregunté entonces si se vendería algo. Puede que al vernos obligados a deshacernos de nuestras pertenencias perdamos todo vínculo sentimental con ellas. Quizás el hecho de empeñar nuestros objetos de valor nos libere del mismo modo en que el incendio de una casa destruye no sólo nuestros bienes materiales, sino también nuestro apego a lo que ha desaparecido.
June estaba en la caja cuando entré en la tienda, y al acercarme a ella levantó la mirada. Se había teñido el pelo desde la última vez que la vi. Ya no llevaba aquella franja ancha de raíces grises que exhibía la semana anterior. También había cambiado de gafas. Las nuevas tenían una montura verde lima y parecían casar mejor con sus cabellos ondulados de color rubio rojizo.
—Hola, June —saludé—. Soy Kinsey Millhone. Me pasé por aquí con Pinky Ford cuando vino a recuperar el anillo de compromiso de su esposa.
La mujer me dedicó una mirada perspicaz.
—Usted es la detective privada.
—Estoy impresionada. Pensaba que no me recordaría.
—Vi su nombre en el periódico después de que esa mujer cayera por el puente. Por lo que leí, parece que la periodista le tiene manía.
—Gracias por decírmelo. Creía que eran paranoias mías.
—Para nada. Hace que usted quede como alguien poco dispuesto a colaborar.
—Y como si mi opinión fuera «pura fantasía». No olvide esa parte.
—Eso lo añadió el subinspector de la Brigada Antivicio, que es un elemento de cuidado. He tenido ocasión de tratarlo y no me cae nada bien. No puedo creer que desdeñe la idea de que hay una banda organizada que se dedica a robar en comercios cuando sabe de sobra que es verdad. ¿Por qué vendría a hablar conmigo si no?
—Estaría investigando algo.
—Ya era hora —soltó ella—. Lástima que fuera tan arrogante, si no me habría mostrado más comunicativa.
—Inténtelo conmigo. Me vendría muy bien la información.
—¿Qué quiere saber?
—Bueno, me consta que hay ladrones profesionales operando en la zona… Audrey Vanee era uno de ellos. Estoy tratando de averiguar dónde tienen montado el chiringuito. Debe haber un lugar donde dejen la mercancía.
—Ya lo creo. Cuando se trata de objetos robados, siempre hay un perista de por medio. A nosotros no nos llega nada, si es eso lo que sospecha.
—Se me había pasado por la cabeza —admití sonriendo.
—Es un error muy común. La gente piensa que las casas de empeños son un imán para los objetos robados, pero no hay nada más lejos de la realidad. Estamos sometidos a una regulación muy estricta. De cada artículo que aceptamos, la ley nos obliga a tener una foto identificativa, la huella dactilar del vendedor y una descripción detallada, incluyendo el número de serie. Esta información se la pasamos a la policía para que puedan contrastarla con las denuncias que les llegan por robo. También funciona a la inversa. Si investigan un robo, nos avisan para que estemos pendientes de lo que hay en circulación.
—¿Y cómo funciona? Tiene que haber un comprador al final de la cadena, si no, el mercado se agotaría.
—Depende del producto. A las prendas de ropa les arrancan la etiqueta y las envían a otra parte. Lo mismo ocurre con artículos como las zapatillas de deporte. ¿Quién va a pagar el precio íntegro cuando se puede conseguir lo mismo por la mitad? En el extranjero hay un gran mercado para los productos de marca. Y aquí también, la verdad.
—Me han hablado de mercadillos de intercambio.
—Así es, y hay otras formas de venta no regulada, a través de tiendas de segunda mano, rastros y casas particulares. Incluso podría echar un vistazo a los anuncios clasificados del periódico local. La razón por la que casi toda la mercancía ilegal se saca de una zona para hacerla circular por otra es que conviene alejar al máximo la fuente y la venta final. No interesa que alguien reconozca una prenda de vestir que acaba de ver en un estante de Robinson’s.
—Tiene sentido —opiné—. ¿Qué sabe de los peristas de la ciudad?
June negó con la cabeza.
—En eso no puedo ayudarla.
—Pero seguro que ha oído algo.
—Por supuesto. El problema es que si una dice algo en ese sentido, se arriesga a que la lleven a juicio. En los tiempos que corren, los delincuentes tienen mejores abogados que el resto de la gente.
—Eso es cierto —admití. Acto seguido, saqué una tarjeta de visita y se la di, tras apuntar el número de mi casa en el dorso. Facilitaba aquel número con tanta ligereza que bien podría imprimirlo delante junto al del despacho—. Si se le ocurre algo más, no dude en llamarme.
—Descuide —respondió—. Me alegro de volver a verla.
—Lo mismo digo. Puede que me deje caer por aquí otra vez si necesito más ayuda. Le agradezco su tiempo.
Le tendí la mano por encima de la caja y me la estrechó.
—Una matización —dijo mientras me disponía a irme. Me volví hacia ella.
—Me ha preguntado lo que sé sobre los peristas, no lo que sospecho.
La tienda de artículos de segunda mano en depósito que June me sugirió que podría ser de interés se hallaba en Chapel, en medio de una serie de escaparates que había visto infinidad de veces. En la esquina había un pequeño y cutre establecimiento de fast food con una ventana abierta a la acera por donde se entregaba la comida para llevar. A un lado habían colocado cuatro tristes mesas de hierro forjado para la clientela. Tras una rigurosa inspección, el Departamento de Sanidad había concedido al establecimiento una «C», lo que daba a entender que podías encontrarte cucarachas y cagarrutas de rata en los sitios más insospechados. Tenía tanta hambre que habría estado dispuesta a rebajar aún más mis niveles de exigencia si el lugar hubiera estado abierto.
Encontré aparcamiento justo enfrente, y eso me causó una gran alegría hasta que me di cuenta de que ya habían cerrado todos los comercios. Un letrero colocado en el escaparate de la tienda de segunda mano indicaba que el horario de atención al público era de lunes a viernes de 10:00 a 18:00 horas, y los sábados de 10:00 a 16:00 horas. Al echar un vistazo a mi reloj, vi que por veinte minutos no había llegado a tiempo.
A la izquierda había una tienda donde vendían pelucas hechas con fibras que no se parecían ni de lejos al cabello humano. He visto muñecas Barbie con matas de pelo mejores saliendo de esos agujeritos espaciados de manera uniforme que tanta grima me han dado siempre. Las pelucas, dispuestas en cabezas de poliespan sin facciones, habrían sido idóneas en el caso de que uno se viera obligado a asistir a una fiesta de disfraces a punta de pistola. Al lado había una tienda de lencería subida de tono, y más allá un callejón con un letrero que señalaba hacia otro aparcamiento situado en la parte de atrás. Fui hasta allí para echar un vistazo.
Sólo vi cubos de basura llenos a rebosar y plazas de aparcamiento vacías. Cada plaza tenía asignado uno de los negocios de la zona, siendo el de lencería el que había salido mejor parado en el reparto. Detrás de la tienda de segunda mano había una pila de cajas de cartón bastante maltrechas, desmontadas y atadas con un cordel. No vi nada que me llamara la atención, pero al menos había satisfecho mi curiosidad.
De vuelta en casa, aparqué la ranchera de Henry delante de su garaje, al lado de mi Mustang. Ya la metería en su sitio a la mañana siguiente. Luego fui a echarle una ojeada a su casa. Durante los últimos días había visto cómo las luces se encendían y apagaban según los intervalos marcados por un dispositivo antirrobo. Las lámparas del salón se encendían a las cuatro de la tarde y se apagaban a las nueve, cuando se encendían las del dormitorio, que a su vez se apagaban a las diez y media de la noche.
Era casi como tener a Henry en casa. De momento la estratagema había funcionado, porque no le habían entrado a robar. Henry llevaba una semana fuera y la sensación de abandono se notaba hasta en el aire. Mojé una esponja y la pasé por la mesa de la cocina y por las encimeras, cubiertas ya por una fina capa de polvo. Aparte de eso, todo estaba en orden. Cerré con llave.
Me pasé un momento por el estudio para lavarme la cara. Llevaba muchas horas en danza y, con el trayecto de ida y vuelta en coche a San Luis Obispo, había acabado hecha polvo. Decidí ir a cenar pronto al local de Rosie para luego acostarme temprano. Antes de salir dejé encendida la lámpara del escritorio y una luz exterior para cuando volviera. Cerré la puerta con llave y recorrí a pie la media manzana hasta el restaurante. Cuando llegué eran casi las cinco, y los únicos clientes que había eran un par de bebedores empedernidos que debían de llevar sentados en los mismos taburetes desde el mediodía. Rosie estaba en la barra y me sirvió un vaso de vino peleón antes de volver a la cocina, donde al parecer estaba preparando uno de sus estrambóticos guisos húngaros.
William llegó poco después que yo. Aún iba con su bastón de madera de mango curvo, que de vez en cuando movía describiendo medio arco. No parecía necesitarlo para mantener el equilibrio, pero le daba el aire desenfadado de alguien que siempre anda de aquí para allá. A juzgar por su terno y por el brillo de sus zapatos de vestir, supuse que acababa de regresar de un funeral. Esperaba un aluvión de cotilleos y pormenores, esa clase de información íntima que sólo un tipo curioso como William puede sacarle a un perfecto desconocido en un momento de duelo. Sin embargo, me saludó con un puñado de folletos que le había dado el señor Sharonson.
—¿Qué es esto? —pregunté cuando me puso uno en la mano.
—Preparativos funerarios con antelación —respondió—. Échale un vistazo.
Al oír semejante expresión, me sorprendió que no se le hubiera ocurrido a él antes. Miré la información por encima mientras él sacaba otro folleto y lo abría.
—Escucha esto. «Planificar con antelación su propio funeral le permitirá decidir el tipo de ceremonia y la disposición con los que siempre ha soñado. Dispondrá de tiempo para considerar los detalles importantes y comentarlos con sus seres queridos. Además, evitará a los suyos la incertidumbre de tener que tomar decisiones de última hora que podrían o no estar en consonancia con sus creencias más profundas». Me muero de ganas de contárselo a Rosie. Le va a entusiasmar.
—No lo creo —me apresuré a contestar—. Pero ¿te estás oyendo? A Rosie le encanta mangonear, y si te mueres, estaría en su elemento. Tendría al señor Sharonson desesperado por complacerla y tranquilizarla. No creo que quieras aguarle la fiesta.
William frunció el ceño.
—No puede ser. ¿Estás segura? Porque aquí dice lo siguiente: «Sus seres queridos tendrán la tranquilidad de saber que la aflicción derivada de un momento tan íntimo se verá minimizada por las reposadas decisiones que usted habrá tomado con antelación».
—Que para Rosie es lo mismo que quitarle toda la gracia al asunto. Míralo desde su punto de vista. Rosie es dogmática y autoritaria. Nada la haría más feliz que discutir con el señor Sharonson sobre todos y cada uno de los detalles del sepelio.
—Podríamos decidirlo juntos.
—¿Y acabar con la paz que reina entre vosotros? Creía que Rosie y tú os llevabais de maravilla.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué estropearlo? Hazme caso. Como saques el tema, a Rosie le va a dar algo.
—Pues a mí me parece de lo más sensato. Piensa en lo contenta que se pondría.
Rosie abrió la puerta de vaivén de un caderazo y salió de la cocina con un plato lleno de patatas fritas, que ofreció a la pareja de borrachos con la esperanza de compensar los efectos más perniciosos del consumo de alcohol. Con un movimiento sutil, William me quitó el folleto de la mano y se lo metió todo en el bolsillo interior de la chaqueta. Al volver a la cocina, Rosie se fijó en él y se detuvo. Su perspicaz mirada pasó del rostro de William al mío.
—¿Qué?
William debió de suponer que si respondía «nada» estaría perdido, pues su mujer sospecharía que andaba metido en algún lío. Aproveché el silencio para intervenir.
—Acabo de preguntarle qué es eso que huele tan bien. William me ha explicado que estabas cocinando algo especial para cenar, pero que no estaba seguro de cómo se llamaba.
—Kocsonya. Lo preparé ayer y ahora está enfriándose.
—Ah —respondí.
—Si juntas a cinco mujeres húngaras y les preguntas quién prepara el mejor kocsonya, la discusión está servida. No te quepa la menor duda. El mejor es el mío y te voy a dar la receta del kocsonya de Rosie, que es un secreto de familia. Siéntate, que te la dicto.
Tomé asiento en la mesa más cercana y rebusqué diligente entre el contenido de mi bolso hasta dar con un bolígrafo y un sobre, que me fijé en que era la factura de la luz aún sin pagar. La aparté y cogí la libreta de espiral.
Rosie ya estaba impaciente por entrar en materia.
—¿No escribes?
—Aún no has dicho nada. Me estoy preparando.
—Espero.
—¿Es una especialidad regional?
—Por supuesto. Es todo lo que tú digas. Llevo años trabajando en esta receta, y por fin la he perfeccionado.
—¿Cómo has dicho que se llamaba?
—¿Kocsonya? Es gel… ¿Cómo se dice?
—Gelatina de pies de cerdo —respondió William.
Levanté el bolígrafo del papel torciendo el gesto.
—Uy, Rosie, es que no se me da muy bien cocinar.
—Yo te digo lo que tienes que hacer. Tú sigue paso a paso mi receta. A ver, necesitas una oreja de cerdo, el rabo y el morro, además de un codillo fresco partido por la mitad y un pie de cerdo. Yo a veces pongo dos. Lo hierves todo a fuego lento durante una hora y luego añades…
Rosie siguió con su explicación. Yo veía cómo se le movían los labios, pero estaba totalmente abstraída pensando en la imagen de las partes del cerdo, todas ellas despojos, hirviendo a fuego lento. Rosie se calló a mitad de frase y, señalando la libreta, dijo:
—Apunta lo de la espuma.
—¿Qué espuma?
—La que suelta el cerdo, como una capa de grasa gris que hay que quitar. No me extraña que no sepas cocinar. ¡Si es que no escuchas!
Cuando terminó de explicarme lo tiernos que debían estar los pies de cerdo para poder servirlos en su punto, los ojos me hacían chiribitas. Al ver que seguía con la descripción de la guarnición —pasta rellena con pulmón de ternera—, pensé que tendría que esconder la cabeza entre las rodillas. Mientras tanto, William nos había dejado a las dos solas para ocuparse de la barra.
Rosie se excusó y regresó a la cocina. Era la única oportunidad que tendría de escapar. En el momento en que me disponía a coger el bolso, la vi salir de nuevo con un plato de gelatina de cerdo fría y un cuenco de sopa con lo que parecían raviolis rellenos de coágulos oscuros. Rosie dejó los dos platos delante de mí y se contoneó un poco, con las manos juntas bajo el delantal. Los raviolis flotaban en un caldo claro, y el vapor que emanaba de la superficie olía a vello quemado.
—Me dejas sin palabras —dije, con los ojos clavados en el contenido de los platos.
—Pruébalo. A ver qué te parece.
¿Qué iba a hacer? Tomé una cucharadita de caldo, me la llevé a la boca y sorbí haciendo ruido.
—¡Caramba! Con este vino está buenísimo.
Es posible que Rosie hubiera insistido en que comiera más, ya que le gustan los cumplidos detallados que abundan en adjetivos. Por suerte, se le habían juntado unos cuantos clientes que acababan de entrar y tenía que volver a la cocina. En cuanto la puerta de vaivén se cerró tras ella, cogí el bolso y rescaté el monedero del fondo. Dejé una generosa suma de dinero en la mesa y me dirigí a la salida con calma. Ya pensaría después en una justificación convincente para mi precipitada marcha. No creía que ponerme a devolver allí mismo se considerara un cumplido. De momento me conformaba con haber escapado sin tener que comer nada más.
Una vez en la calle, tuve que reprimir el impulso de echarme a correr. Aún no había oscurecido del todo, pero el vecindario se veía lóbrego bajo los árboles que empezaban a echar hojas. Me paré en el bordillo de la acera y esperé a que pasara un coche. El conductor llevaba las ventanillas bajadas y la música tan alta que el vehículo parecía vibrar. Crucé la calle desde la esquina y seguí recorriendo la media manzana que quedaba hasta mi apartamento por la acera contraria. En el camino de entrada a la casa de Henry había un sedán azul claro con el motor al ralentí, y mientras lo observaba vi salir a dos hombres del jardín posterior y subir al automóvil, donde uno ocupó el asiento trasero y el otro el del copiloto, junto al conductor que esperaba al volante. Acto seguido, el coche reculó hasta la calzada y se alejó. Luego dobló la esquina por Bay y desapareció.
¿Qué harían dos desconocidos en el jardín de Henry? La ranchera se hallaba donde yo la había aparcado. Las luces de su casa estaban encendidas. Las de mi estudio, apagadas. De repente, me asaltó la duda y se me disparó el corazón. Al salir de casa para ir a cenar aún era de día, pero había dejado la lámpara del escritorio encendida, consciente de que cuando regresara ya sería de noche. Volví sobre mis pasos hasta el cruce donde se encuentra el restaurante de Rosie. Esta vez fui por la bocacalle hasta el callejón que linda con la propiedad de Henry por detrás. En más de una ocasión había utilizado aquel acceso, el cual me permitía meterme entre los arbustos que rodean la valla situada detrás de su garaje. Apartando la alambrada del poste, podía colarme en el jardín sin ser vista.
Observé la puerta posterior del estudio al abrigo de la oscuridad. La luz del porche estaba apagada. Nada parecía indicar que hubiera alguien en el patio a oscuras, ni tampoco en las proximidades. La luz de la cocina de Henry estaba apagada, como debía ser. Me bastaba con la iluminación de las farolas de delante para poder identificar los distintos rincones del jardín: los muebles de terraza, la manguera, los helechos en macetas y unos cuantos árboles jóvenes plantados a lo largo del pasaje.
Me asomé por el ojo de buey de la puerta de mi estudio y recorrí el interior con la mirada en busca de luces, preguntándome si divisaría el tenue haz gris de una linterna. Todo apuntaba a que los hombres del sedán azul se habían ido, pero ¿qué habrían estado haciendo aquí? Busqué a tientas la linterna de bolsillo que llevaba en el bolso y me agaché para alumbrar con ella la cerradura. No había indicios de que estuviera forzada, pero eso no significaba que no hubieran utilizado un juego de ganzúas para entrar. Al menos no habían hecho un agujero en la puerta ni habían destrozado las bisagras de una patada.
Tenía la pistola en el maletín cerrado con llave en el maletero del Mustang, que se hallaba aparcado en el camino de entrada. Me habría sentido mucho más valiente con mi H&L en la mano, pero no quería dejarme ver en la calle. Quizás estuviera exagerando un poco, pues tampoco estaba segura de que aquellos dos hombres hubieran entrado en la casa. Tal vez llamaron a la puerta y se marcharon sin más al ver que no había nadie. Saqué el llavero e introduje con cuidado la llave en la cerradura para luego hacerla girar poco a poco. Lo único que veía a través del ojo de buey era una oscuridad total. Abrí la puerta de golpe y le di al interruptor de la luz.
El salón y la cocina estaban vacíos, sin el menor rastro de desorden. Casi había esperado encontrarme cajones fuera de su sitio, sillas volcadas y el sofá destripado con un cuchillo de cocina. Eso es lo que ocurre en las películas, pero no era el caso.
—¿Hola? —dije.
Volví la mirada hacia la escalera de caracol, aguzando el oído. La razón me decía que allí no había nadie. Cerré la puerta a mi espalda y recorrí la planta baja con la misma atención que ponía cuando inspeccionaba la casa de Henry. No había pruebas evidentes de que alguien hubiera estado allí en mi ausencia, pero cuanto más a conciencia miraba, más indicios tenía de que algo iba mal. El cajón inferior del escritorio estaba abierto apenas un centímetro. Tengo la manía de cerrar todos los cajones y las puertas de los armarios, incluso en casa ajena.
Subí la escalera de caracol y me detuve al llegar arriba para mirar por la barandilla. Luego fui directa a la mesilla de noche y me fijé en la disposición de los objetos que había encima. El despertador, la lámpara y las revistas estaban allí, pero no como yo los había dejado, lo que indicaba que alguien había levantado la tapa para mirar dentro. Abrí los cajones uno a uno, y aunque el contenido de los mismos no se veía revuelto, tenía la sensación de que los habían registrado. Inspeccioné el baño, donde no había rincones ocultos salvo el interior del cesto de la ropa sucia. Por supuesto, tenía en mente la caja de dinero que Vivian y yo habíamos llevado al Departamento del Sheriff de San Luis. También pensaba en el hombre que se presentó en casa de Vivian para preguntar por el paquete que le habían entregado por error.
Cuando sonó el teléfono, me sobresalté tanto que di un respingo, y aunque no creo que llegara a chillar, es posible que soltara algún grito. Ya repuesta del susto, alcancé el auricular.
—¿Kinsey? —Era Vivian, hablándome con tono lastimero—. ¿Está todo bien en tu casa? Porque yo acabo de volver del taller de bordado y creo que alguien ha estado aquí.