19
A las seis de la mañana del sábado ya estaba en mi puesto. Tras cuatro horas de sueño, me duché, me vestí y me dirigí a la zona alta del este de la ciudad. De camino me detuve en un McDonald’s para comprar un café largo, un zumo de naranja y un Egg McMuffin. El café y el zumo no tardarían en obligarme a buscar un baño público, pero de momento tenía que arriesgarme. En otros tiempos, cuando desempeñaba labores de vigilancia, utilizaba una lata de pelotas de tenis para urgencias urinarias, una solución poco satisfactoria. En el caso de las mujeres, las funciones fisiológicas resultan problemáticas a nivel estratégico. La puntería y la postura tienen más que ver con el arte que con la ciencia, y últimamente me había llegado a plantear si no me iría mucho mejor un recipiente de plástico para alimentos, uno de boca ancha con tapa hermética. Aún seguía sopesando los pros y los contras de la idea.
Tras doblar la esquina que daba a Juniper lane, aparqué en la misma acera de la calle donde se hallaba la casa estilo Tudor de los Prestwick, a unos quince metros del camino de entrada, en un lugar que quedaba justo fuera del campo visual de sus ocupantes. Al menos eso esperaba. Aún estaba oscuro y, al arrellanarme en el asiento disponiéndome a esperar, vi que unos faros giraban en la esquina desde Santa Teresa Street. Un coche se aproximó muy despacio. Yo me escurrí hacia abajo y observé la calle bajo el borde inferior del protector del parabrisas. Incluso con el cartón en su sitio, sabía que podrían verme si alguien que pasaba por allí se volvía para mirar directamente hacia mí.
A través de la ventanilla vi pasar un periódico volando y un instante después oí que caía en el suelo. El vehículo siguió avanzando. En la siguiente residencia un segundo diario voló por el aire hasta aterrizar en el jardín. Cuando el conductor torció en la esquina al final de la calle, salí del coche y eché a correr por la fachada lateral de la casa estucada de verde para recoger de las escaleras un periódico envuelto en plástico y regresar después a toda prisa. Ya de vuelta en la ranchera, retiré la funda de plástico y coloqué el diario encima del asiento del copiloto, junto a la réflex y la tablilla con sujetapapeles, donde anoté la hora para que quedara constancia del dato. No tenía ninguna necesidad de hacerlo. En teoría estaba trabajando fuera de las horas que me había pagado Marvin, pero él mismo me había dicho que podía emplear el tiempo como mejor me conviniera sin darle explicaciones. Lo cierto es que investigaba por el placer de investigar, aunque no podría permitirme el lujo de hacerlo indefinidamente. Tenía un negocio a mi cargo y facturas que pagar, cuestiones que no podía pasar por alto.
Cuando se hizo de día, me puse a leer el periódico, mirando de vez en cuando por los agujeros que Henry había hecho en el protector del parabrisas. No es que hubiera nada que ver. Hojeé el diario en busca de algún artículo firmado por Diana Álvarez, pero por lo visto había puesto toda la carne en el asador al escribir el primero. La propuesta de la barrera contra suicidios había suscitado ya seis cartas al director, la mitad a favor y la mitad en contra. Todo el mundo mostraba su indignación al leer opiniones y puntos de vista que no coincidieran con los suyos.
En las tres horas siguientes observé cómo el vecindario iba cobrando vida. Una persona apareció haciendo jogging por Santa Teresa Street, avanzando de izquierda a derecha. Tres mujeres recorrieron el camino inverso, paseando a sus perros. Dos ciclistas pasaron de largo luciendo mallas ceñidísimas y piernas sin duda rasuradas. De nada servía pensar en lo mucho que me aburría. Repasé una vez más mis fichas, que ya casi me sabía de memoria. La labor de vigilancia no está hecha para pusilánimes, ni para aquellos que precisan estímulos externos.
Durante un breve rato me entretuve rellenando lo que pude del crucigrama que venía en el periódico local, un modelo que Henry desdeña por considerarlo demasiado simple. A él le gustan los crucigramas enrevesados que se basan en refranes escritos al revés, o aquellos en los que todas las respuestas tienen un rebuscado nexo común, como aves del mismo plumaje, por ejemplo, o últimas palabras célebres. Me quedé atascada en la segunda columna vertical: «Deidad tutelar de Ur». ¿Qué clase de persona sabe una gilipollez como esa? Me hizo sentir tonta e ignorante.
Casi sin darme cuenta percibí un chirrido de metal contra metal y, al alzar la mirada, vi que la verja de los Prestwick se estaba abriendo. El Mercedes negro avanzó despacio por el camino de entrada hasta llegar a la calle. Mirando con los ojos entrecerrados a través del protector de cartón, alcancé a ver un destello de cabello rubio al volante en el momento en que el vehículo giraba a la derecha. No estaba segura de si la conductora era la madre o la hija. Mientras se aproximaba lentamente a la esquina para torcer por segunda vez a la derecha por Santa Teresa Street, hice girar la llave en el contacto. Tras quitar el protector del parabrisas de un manotazo y tirarlo encima del asiento, me dispuse a seguirla a una velocidad moderada, confiando en no llamar la atención.
Una vez en la esquina, asomé el morro de la ranchera y vislumbré el pálido brillo rojo de dos luces traseras una calle más abajo a mi derecha. El Mercedes había llegado al cruce en forma de T de Orchard Road y se había detenido ante dos coches que tomaron la curva a toda velocidad. A continuación torció a la izquierda en dirección a State Street. Yo pisé el acelerador para ir hasta el final de la calle y hacer lo propio. El sedán negro estaba parado en el cruce de cuatro caminos, todos ellos con una señal de stop. Después de ceder el paso al tráfico que atravesaba su carril, el coche giró a la derecha. Yo lo seguí de nuevo y unos instantes después llegué al cruce y también torcí a la derecha, esforzándome por no perderlo de vista.
Aquel extremo de State Street fue animándose a medida que discurría hacia el oeste. Tras una sucesión de bloques de apartamentos y complejos residenciales, comencé a ver fachadas de pequeños comercios. En el siguiente semáforo, un supermercado situado a la izquierda servía como reclamo de un centro comercial que no tenía mucho más que ofrecer. Me hallaba a tres manzanas de Down the Hatch, el bar en el que había quedado con Marvin hacía tres noches.
Esperaba que el Mercedes pasara de largo, pero el intermitente de la izquierda comenzó a parpadear. Cuando el semáforo se puso verde, el automóvil se metió en una calle lateral que lindaba con el aparcamiento del supermercado. Los establecimientos comerciales de aquella parte de la ciudad parecían pasar de «Gran inauguración» a «Liquidación total», sin que hubiera mucho más de por medio. Yo me mantuve a una distancia prudencial del sedán negro mientras lo seguía hasta el interior del aparcamiento. Una vez allí, avanzó hasta el pasillo más alejado de la entrada antes de detenerse frente a un contenedor metálico destinado a la recogida de ropa usada, uno de esos enormes receptáculos pintados de blanco con el contorno de un corazón gigante trazado en rojo. La puerta del maletero del Mercedes se abrió de golpe.
Cogí la cámara, enfoqué y comencé a sacar fotos. Capté la imagen de la conductora en el momento en que salía del coche, que dejó al ralentí mientras se dirigía a la parte de atrás. Me alegró ver que se trataba de Georgia y no de su hija. Sacó dos voluminosas bolsas de basura negras del maletero y las echó al contenedor. Debía de haber hecho limpieza de armarios, una tarea que yo tenía pendiente. La mujer volvió a sentarse al volante y dio vueltas por el aparcamiento hasta encontrar un sitio libre. A continuación entró en el supermercado sin mirar atrás en ningún momento. Dejé la cámara a un lado. No creía que sus acciones tuvieran un fin delictivo, pero conviene estar alerta, y más aún no perder la práctica.
Tras encontrar aparcamiento dos pasillos más allá, cerré el coche con llave y la seguí hasta el supermercado. Era una soleada mañana de sábado, y pensé que yo tenía tanto derecho como ella a hacer la compra semanal. No había motivo alguno para que sospechara que se iba a topar conmigo. Seguro que me había borrado de su memoria nada más librarse de mí. El establecimiento estaba atestado de gente y había multitud de zonas donde podría entretenerme si era necesario, parándome a leer tranquilamente el contenido nutricional de los comestibles que tuviera a mi alrededor. Recorrí la tienda de punta a punta a lo ancho, mirando a lo largo de los pasillos uno a uno. Cuando por fin la localicé, Georgia estaba en la sección de productos frescos, palpando aguacates. Abandoné el supermercado por la salida más cercana. No eran ni las diez de la mañana, y el resto de los comercios del centro aún se hallaban cerrados.
Al cabo de unos minutos Georgia apareció con su carrito. Yo me volví y fijé la vista en la fachada de la tienda más cercana, que resultó ser la Ortopedia Santa Teresa. No había mucho que ver, pues (quizá) los propietarios habían cambiado de idea antes de decidirse a decorar el escaparate entero con prótesis de pie. Con el rabillo del ojo observé cómo Georgia cargaba la compra en su coche, y aproveché el momento para regresar a la ranchera. Confiaba en no tener que ir tras ella durante toda una jornada de quehaceres sabatinos. Estaba dispuesta a seguirla a donde fuera, pero incluso un vehículo tan anodino como el de Henry acabaría llamando la atención si alguien lo veía varias veces seguidas.
Georgia salió del aparcamiento y giró a la izquierda por State Street en dirección al centro comercial La Cuesta. Me picó la curiosidad por saber si entraría en Robinson’s y se pondría a robar como una posesa, pero no lo hizo. Condujo a lo largo de la parte posterior de una hilera de tiendas hasta el aparcamiento del centro comercial y se detuvo frente a otro contenedor blanco de recogida de ropa con un corazón enorme dibujado en rojo. El aparcamiento se estaba llenando por momentos, así que estacioné en la plaza libre más cercana desde la que tuviera a Georgia a la vista. Cogí la cámara de nuevo y la fotografié mientras abría el maletero y sacaba de su interior otras dos bolsas de basura voluminosas que echó en el contenedor. Cualquiera que fuera el nombre de la fundación benéfica, los receptáculos eran idénticos, y no entendí por qué necesitaba dos. Seguro que no limitaban la cantidad de ropa usada que uno podía depositar en dichos contenedores de una sola vez. Esperé a que Georgia regresara al coche y abandonara el aparcamiento. Suscitaba más mi interés el contenido de las bolsas que había tirado al contenedor que el lugar al que se dirigiera a continuación.
En cuanto la perdí de vista, agarré la cámara y me acerqué al contenedor. En torno al perfil del corazón vi el siguiente texto escrito con florituras: CORAZONES QUE AYUDAN, MANOS QUE CURAN. Hice dos fotografías del logotipo. No figuraba dirección ni teléfono alguno. Ni siquiera constaba un aviso legal para impedir que los holgazanes se hicieran con toda la ropa y el calzado de segunda mano y los artículos domésticos allí depositados. Estaba a punto de levantar la tapa para echarle un vistazo al contenido de las bolsas de plástico cuando vi que una furgoneta blanca se acercaba y paraba junto al bordillo. A los lados del vehículo destacaba el siguiente rótulo: CORAZONES QUE AYUDAN, MANOS QUE CURAN.
Me alejé del contenedor como si tal cosa y me encaminé hacia la entrada del centro comercial, reprimiendo el impulso de volverme para ver lo que sucedía a mi espalda. Esperé a doblar la esquina que daba a una de las avenidas laterales para volver la vista hacia la furgoneta. El conductor sujetaba la tapa del contenedor con una mano mientras con la otra sacaba una a una las dos bolsas de basura y las depositaba a sus pies. Acto seguido dejó caer la tapa de golpe y llevó ambas bolsas hasta la parte posterior de la furgoneta. Las arrojó a su interior y después cerró las puertas traseras de un portazo. Me retiré de su línea de visión, y al cabo de unos segundos oí que se cerraba la puerta del conductor con un ruido sordo.
Tenía la cámara lista, así que cuando el vehículo cruzó mi línea de visión en dirección a la salida abandoné mi escondite y fotografié la parte de atrás. La furgoneta no llevaba matrícula. Me fui derecha a la ranchera, pero, para cuando la puse en marcha, la furgoneta ya se había perdido entre el tráfico que circulaba por la carretera.
Dudaba que aquella institución benéfica fuera legal. El nombre en sí resultaba tan almibarado que sin duda se trataba de la tapadera para un chanchullo de algún tipo. Al menos me daba una pista. En California toda entidad que pretenda realizar una actividad sin ánimo de lucro debe presentar un acta constitutiva que incluya la dirección de la sociedad, el nombre y la dirección de un «representante autorizado» y los nombres de los directores. Toda aquella información era de dominio público y estaba a disposición de quien quisiera consultarla. Cerré los ojos y me di unas palmaditas en el pecho, imitando el latido del corazón. ¿Qué más se podía pedir? Un breve instante compensaba todas las horas que llevaba invertidas.
Si yo estaba en lo cierto, el trabajo de Georgia consistía en reunir la mercancía robada y depositarla en los contenedores de ropa usada para que sus compinches la recogiesen. La casera de Audrey había hecho alusión a la presencia de una furgoneta blanca cuando Audrey se hallaba en su pequeña casa alquilada. Supuse que el conductor se encargaba de recoger las bolsas y llevarlas a San Luis Obispo. Antes de morir, Audrey trabajaba fines de semana alternos. Su desaparición habría alterado la rutina, pero puede que la banda hubiera recobrado el ritmo y ya estuviera preparada para seguir adelante. Cabía la posibilidad de que mis conclusiones fueran erróneas, pero no se me ocurría otra explicación que tuviera tanto sentido. De momento dejaría en suspenso mis labores de vigilancia. Tendría que confirmar mis sospechas, pero mientras tanto no quería que me descubrieran.
Regresé a la ciudad e hice otra parada en la biblioteca pública para visitar la sección de consulta, donde busqué el nombre de Corazones que Ayudan, Manos que Curan tanto en la guía telefónica como en el callejero actualizado. Por «Organizaciones benéficas» no encontré nada, ni tampoco por «Organismos de servicios sociales», «Refugios para mujeres», «Iglesias» o «Misiones de rescate». No me extrañó. Contaba con otras vías para investigarlo, pero, siendo sábado por la mañana, todas las fuentes habituales —el Registro Civil, el juzgado y la oficina del tasador de impuestos— estarían cerradas. Reanudaría las pesquisas el lunes por la mañana, de momento no tenía nada que hacer.
De vuelta a casa me pasé por el supermercado para comprar lo imprescindible y luego dediqué unos minutos a guardarlo todo en su sitio. A continuación puse una lavadora, y habría seguido con aquella emocionante vena que me había entrado, aprovechando para limpiar los sanitarios y pasar la aspiradora, si no hubiera sonado el teléfono. Al contestar, me encontré con que era Vivian Hewitt quien llamaba.
—Hola, Vivian —la saludé—. ¿Cómo está?
—Bien, gracias. Espero que no le importe que la llame a casa, pero es que ha pasado algo. ¿La pillo en mal momento?
—En absoluto. ¿Qué ocurre?
—He hecho algo que no debería, y ahora no sé cómo arreglarlo.
—Vaya, soy toda oídos —dije.
—Va a pensar que soy un desastre.
—¿Quiere contármelo de una vez?
—Lo haré, pero no le va a gustar.
—Vivian…
—Rafe se fue a pescar el viernes por la mañana y no volverá hasta el domingo por la noche.
—Ya.
—Sólo se lo digo porque él no está aquí para ayudarme a solucionarlo. Ayer, cuando fui a casa de Audrey para lo del cerrajero, se pasó por allí una camioneta de reparto. Traían un paquete para ella que le habían enviado el día anterior, y el conductor necesitaba una firma. Cuando le dije que Audrey no estaba, me pidió si podía firmar por ella y le dije que sí.
—Ah.
—No sé qué me entró. Fue una de esas situaciones en las que se te presenta una oportunidad y la aprovechas. Ahora pienso que hice mal.
—Mire, yo no soy la persona más indicada a quien pedir consejo cuando se trata de cuestiones éticas peliagudas. En su lugar habría hecho lo mismo.
—Pero ¿qué se supone que tengo que hacer ahora? Me siento muy culpable. A Rafe le daría algo si se enterara.
—No es para tanto. ¿Por qué no llama a la empresa de mensajería y les dice que ha habido un error? Que vengan a recoger el paquete y se lo devuelvan al remitente.
—Ya lo he pensado. El problema es que no me fijé en el nombre de la empresa, así que no sé a quién llamar.
—¿No hay ninguna etiqueta donde ponga el nombre?
—No hay nada —respondió Vivian.
—¿Y el cerrajero? ¿Cree que se acordaría?
—Estaba cambiando la cerradura de la puerta de atrás, así que no vio la camioneta.
—¿Ha mirado en las páginas amarillas?
—Sí, pero no me sonaba ninguno de los nombres. Por eso la he llamado. Podría abrir el paquete, pero prefería hablar antes con usted por si quería estar aquí cuando lo haga.
—Adelante, ábralo. No tiene sentido que vaya hasta allí si es algo sin importancia. ¿Se trata de una caja o de un sobre acolchado?
—Una caja, de las grandes, y tan bien precintada que podría ser impermeable. Espere un momento. Voy a dejar el teléfono para intentar abrirla. No sabe cómo me tranquiliza que no condene lo que he hecho.
—Me alegro de darle la absolución si eso la hace sentir mejor —dije.
Alcancé a oír la respiración de Vivian y los comentarios en voz baja que iba haciendo a medida que abría el paquete, acompañado todo ello por el sonido del papel al rasgarse.
—Vale, ya he quitado el envoltorio. ¡Caray! Los bordes de la caja están cerrados con cinta adhesiva. Un momentito, que voy a por un cuchillo de cocina.
Se hizo el silencio mientras Vivian se afanaba en abrir la caja.
—¡Oh! —exclamó entonces.
—¿Qué quiere decir ese «¡Oh!»?
—No había visto tanto dinero en mi vida.
—Ahora mismo voy para allá.
Me planté allí en una hora y media, conduciendo al límite de la velocidad permitida. Cuando llamé al timbre, Vivian acudió a abrirme pálida y demacrada. Tras mirar hacia la calle que quedaba a mis espaldas, me hizo entrar a toda prisa. Luego cerró la puerta y, apoyándose en ella, dijo:
—La cosa ha ido a peor.
—¿Qué ocurre ahora?
Vivian fue hasta las ventanas del salón y bajó los estores.
—Después de hablar con usted por teléfono, me puse a preparar las cosas de bordar. Voy a un taller de bordado a las tres, y mi prima pasa a recogerme unos minutos antes. Quería tenerlo todo listo.
Moví la mano en el aire con un gesto de apremio, confiando en que fuera al grano.
—Total, que en eso han llamado a la puerta.
—Ay, que me temo lo peor. ¿Era el mensajero?
Vivian negó con la cabeza.
—No ha dicho que lo fuera, pero lo ha dado a entender. Me ha explicado que habían entregado un paquete erróneamente y que venía a recogerlo.
—¿Erróneamente? ¿Eso ha dicho?
—Así es, y me ha extrañado que empleara una palabra como esa. Aparte del hecho de que fuera sin uniforme, no iba a darle todo ese dinero a un hombre al que no conocía de nada. No me parecía adecuado.
—De momento vamos bien. Me muero de ganas de oír lo que ha hecho.
—Le he dicho que no tenía la caja. Le he contado que había comunicado a los de la empresa que habían entregado un paquete en la dirección equivocada, y que habían venido a recogerlo media hora antes.
—¿Y la ha creído?
—Supongo. No parecía muy contento, pero no podía hacer mucho al respecto.
—Ah. Así que no sabía que usted lo había abierto.
—Puede que sí que lo supiera. La caja estaba ahí mismo.
Miré hacia la mesa del comedor, que se veía perfectamente desde donde me encontraba. Vivian había puesto la tapa del revés sobre la caja para esconder el dinero, pero el envoltorio de papel marrón estaba a la vista. Fui directa a la mesa y deposité la tapa a un lado. Me quedé mirando el dinero con la misma admiración e incredulidad que Vivian había manifestado por teléfono. Moví ligeramente el envoltorio y le di la vuelta con el cuchillo que ella había utilizado para cortar la cinta adhesiva. Como remite figuraba un apartado de correos de Santa Mónica. Anoté el número en mi libreta y volví a examinar el dinero.
—¿Cuánto cree que hay aquí?
—Pues no sabría decirle —respondió Vivian—, pero no creo que debamos tocarlo.
—¡Eh, que yo pienso lo mismo! No quiero que mis huellas dactilares aparezcan por ninguna parte. Bastante grave es ya que usted haya manipulado el paquete antes de que supiéramos lo que había dentro.
La caja, que era cuadrada y medía unos treinta centímetros por cada lado, estaba repleta de fajos de billetes, de cien dólares los de encima de todo.
—¿Qué cree que deberíamos hacer? —preguntó Vivian.
—Entregárselo a la policía.
—¿Y decir qué? ¿No va en contra de la ley interceptar el correo de otra persona?
—Tiene razón. Es un asunto federal. Yo he hecho lo mismo muchas veces, pero nunca me había encontrado con algo como esto. Por otra parte, cualquiera que reclamara el dinero tendría que dar una buena explicación.
—¿Y yo qué? No puedo decir que lo encontré por casualidad en el porche de Audrey porque el mensajero sabe que firmé el recibo, y me entregó el paquete en mano.
—Tendrá que contarles la verdad.
—¿Quién, yo? ¿Y por qué no usted?
—Utilice la lógica. Audrey está muerta. Usted es su casera, así que no parece tan descabellado que recoja su correo, sobre todo sabiendo que la habían imputado por un delito. Además, ¿no es ese el motivo por el que aceptó el paquete?
—Más o menos. Fue un impulso… negativo, y sería la primera en reconocerlo.
—Les ha hecho un favor. La policía puede utilizar el remite para seguir la pista del paquete hasta dar con la persona que lo ha enviado.
—Me estoy poniendo nerviosa. Y sigo sin entender por qué no puede ocuparse usted de esto.
—Ni lo sueñe —repuse.
Ya me veía apareciendo en el despacho de Cheney Phillips con el dinero negro —que sin duda estaría relacionado con los robos perpetrados por Audrey—, y eso significaba que Len Priddy sería informado de ello, lo que significaba a su vez que me vería sometida al riguroso examen de un hombre que, para empezar, no me tenía ninguna simpatía. Por otra parte, la ocultación de una prueba de semejante magnitud constituiría probablemente un delito mucho más grave que la interceptación de correo personal.
—¿Qué otras opciones tenemos? —quiso saber Vivian.
—Ni idea —respondí—. En situaciones así, es mejor obrar como es debido y asumir las consecuencias. No voy a llevarme el dinero a casa y esconderlo bajo la cama.
—Usted no podría encargarse del asunto sin que mi nombre saliera a relucir, ¿verdad? Es que no quiero que Rafe se entere.
—Lo siento.
—¡Qué mierda! —espetó, lo que me pareció tan impropio de ella que se me escapó la risa.
Fuimos en mi coche, pues Rafe se había llevado el suyo. El único arreglo que se me ocurría era entregar el dinero al Departamento del Sheriff del Condado de San Luis Obispo en lugar de a la policía local, lo cual implicaría ciertas ventajas. El Departamento del Sheriff y el Departamento de Policía de Santa Teresa tenían jurisdicciones distintas. Con suerte, pasaría algún tiempo antes de que un cuerpo comunicara el hecho al otro, no porque creyera que hubiera algún tipo de rivalidad entre ambos, sino porque seguramente habría una jerarquía y los habituales rollos burocráticos de por medio. Cuanto más tardara Len Priddy en enterarse de lo del dinero, mejor para mí.
Durante el trayecto apenas hablamos debido a lo preocupadas que estábamos por las posibles repercusiones…, para ella por parte de Rafe, y para mí por parte del subinspector Priddy. Nos presentamos como ciudadanas modélicas, la personificación misma del buen samaritano que encuentra un monedero lleno de dinero en la calle y lo entrega a la policía. El ayudante del sheriff que nos atendió hizo una llamada telefónica y derivó el asunto a un oficial de policía llamado Turner, que acudió a la recepción. Tras hacernos firmar el registro de llegada y proporcionarnos unos pases autoadhesivos que nos pegamos en la pechera, el oficial nos acompañó por las dependencias internas hasta su cubículo. Una vez sentados todos, comencé a explicarle cómo había llegado el dinero a nuestras manos. Vivian asentía con frecuencia, pero consiguió permanecer en silencio por temor a decir algo que pudiera ser utilizado en su contra ante un tribunal.
Metida ya de lleno en el relato de lo sucedido, me dio incluso por contarles lo de la detención de Audrey y la caída mortal que había sufrido posteriormente. En ningún momento mencioné que el subinspector Priddy estuviera al frente de la investigación abierta en torno al caso. Ya lo averiguarían por sus propios medios. Lo que sí comenté fue que Marvin había contratado mis servicios, y que yo había recurrido a la ayuda de Vivian para registrar la casa de Audrey. Cuando tocó explicar cómo había acabado el paquete en sus manos, ofrecimos una versión un tanto ambigua de los hechos, aunque en realidad tenía todo el sentido del mundo. Si el dinero estaba relacionado con alguna actividad delictiva, más valía entregarlo a las autoridades que ver cómo caía en las manos equivocadas. Ni siquiera el inspector con el que estábamos hablando pareció pensar que habíamos obrado mal. Si hubiéramos pecado de falta de honradez, podríamos haber llenado nuestras propias arcas sin que nadie se hubiera enterado.
Se me pasó por la cabeza sugerirle al oficial Turner que contara el dinero antes de que lo perdiéramos de vista, pero no quería que se ofendiera. Dado el empeño que pusimos en convencerlo de nuestras buenas intenciones, no parecía prudente cuestionar las suyas. Registraron el paquete como prueba y lo llevaron al almacén, donde permanecería en un estante hasta que alguien decidiera qué hacer con él.
Cuando por fin abandonamos el Departamento del Sheriff y regresamos a la casa de Vivian, la culpa nos embargaba aunque lo que habíamos hecho era honesto y legítimo. Para entonces eran las dos de la tarde y yo no veía la hora de ponerme en camino. Seguí a Vivian hasta la cocina, donde llenó de agua un hervidor eléctrico y lo enchufó.
—Menos mal que se ha acabado todo. ¿Tiene tiempo de tomarse una taza de té conmigo?
—Debería ir tirando. ¿Le importa que eche un vistazo a su listín telefónico?
Vivian sacó la guía de teléfonos de un cajón de la cocina próximo al teléfono de pared.
—¿Qué busca?
—Una fundación benéfica llamada Corazones que Ayudan, Manos que Curan. ¿Ha oído hablar de ella?
—No me suena.
Empecé por las páginas amarillas, buscando por organismos de servicios sociales. También probé suerte con las páginas blancas, pero en ambos casos el resultado fue infructuoso.
—Tienen un par de contenedores de recogida de ropa en Santa Teresa, pero la organización no figura en ninguna parte. Pensaba que su sede podría estar aquí.
—¿Qué relación tiene Audrey con esto?
—Perdone. Debería haberla puesto al tanto.
Le expliqué cómo había identificado a Georgia Prestwick y cómo había terminado siguiéndola aquella mañana. La historia era casi tan larga y aburrida como la labor de vigilancia en sí.
—Recuerdo que en su momento me comentó que había visto una furgoneta blanca aparcada en el portal de al lado las noches que Audrey trabajaba hasta tarde.
—Así es. Siempre la aparcaban ahí cuando ella estaba en casa.
—¿Me avisará si vuelve a verla? He logrado hacerle un par de fotos cuando se alejaba. También he fotografiado el logotipo que aparecía en los contenedores. Ya le enseñaré las fotos cuando las revele. Sería de gran ayuda que identificara la furgoneta o el logotipo.
Eran las dos y veinte cuando por fin tomé la 101 en dirección sur. Circulé en todo momento a una velocidad reposada, sin sobrepasar los cien kilómetros por hora. Hacía una tarde estupenda con unas condiciones óptimas para la conducción, así que aproveché el trayecto para evaluar el resultado de mis pesquisas hasta la fecha. Estaba contenta con lo que había averiguado, aunque no tenía claro qué pensaría Marvin al respecto o si querría seguir financiando mi investigación. Tendría que mantener una larga conversación con él antes de hacer cualquier otra cosa.
Como sucede tantas veces en la vida, me vi sobrevolando en círculos un campo, como un avión a la espera de aterrizar. Yo sabía cuál era mi punto de partida y tenía cierta idea de dónde iba a aterrizar. Sólo precisaba la autorización de la torre de control. En retrospectiva, me doy cuenta de lo mucho que me confié, embargada como estaba por un sentimiento de profunda satisfacción. Si hubiera prestado atención al retrovisor, podría haber visto el sedán azul claro que venía siguiéndome desde que salí de la casa de Vivian.