18
Nora
Channing llegó a Montebello el sábado por la tarde. Había llamado desde Malibú, supuestamente para avisarla de que estaba en camino. Nora sospechó que su verdadera intención era tantear el terreno en el frente doméstico para saber si ella había descubierto su tapadera. Se esforzó en mostrarse amable por teléfono, manteniendo en todo momento un tono natural y desenfadado. Desde luego, Channing no pudo percibir ni un ápice de la tensión y la ira que había previsto. A medida que avanzaba la conversación notó que su marido se iba relajando, a juzgar por el alivio evidente en su voz. Nora no detalló cómo había pasado la tarde del miércoles; se limitó a contar lo justo para resultar convincente. Sabía lo preocupado que estaría él por evitar que lo desenmascarase. Sus sentimientos por Thelma estaban en plena ebullición y se mostraría resuelto a no dejarla escapar. A la larga se cansaría de ella, pero por el momento su aventura le proporcionaba toda la emoción y el suspense de una novela de espías.
Nora oyó un chirriar de ruedas en el patio de gravilla. Mientras bajaba por las escaleras respiró hondo, como una actriz metiéndose en su papel. La noche del miércoles quedaba explicada. La sinfonía había durado noventa minutos. A la salida, Belinda, Nan y ella habían ido a comer algo a un bistró situado enfrente. Nora había pagado la cuenta para que Channing pudiera verlo por sí mismo cuando se la cargaran en la Visa. Y por si albergaba alguna duda, había dejado un programa del concierto sobre la encimera de la cocina como por descuido. Sólo tendría que explicarle lo ocurrido con la ropa que faltaba.
Channing entró en la cocina desde el garaje, donde había aparcado el coche. Se detuvo junto al buzón para recoger la correspondencia, así que ya iba separando las revistas de los folletos publicitarios. Al dejar ambas pilas de papeles en la encimera se fijó en el programa.
—La Sexta de Mahler. No sabía que te gustara.
Nora sonrió al tiempo que le ofrecía la mejilla para que le diera un beso.
—Fue idea de Nan. Leyó una biografía en la que sugerían que Mahler le robó a Weber la línea melódica de una pieza para piano a cuatro manos. Además, estaba todo ese revuelo sobre si el scherzo debía preceder o suceder al andante. Sé que suena aburrido, pero fue interesante saber lo que ocurría entre bastidores.
—Me alegro de que te lo pasaras bien.
—Me lo pasé de maravilla. Se ve que Sissy y Jess estaban allí, pero no tuve ocasión de hablar con ninguna de las dos. ¿Y tú, qué tal? ¿Cómo te fue la noche?
—Al final cambié de opinión y no fui. Cuando llegó el momento, no me vi con ánimo.
—¿En serio? Pues parecías empeñado en ir.
—Tuve un día de mucho trabajo y no soportaba la idea de enfundarme un esmoquin. De camino a casa me pasé por Tony’s y recogí unas costillas que había encargado.
—¡Qué chico tan malo! De haber sabido que ibas a hacer novillos habría hecho todo lo posible para reunirme contigo. ¿Y qué pasó con la mesa reservada para diez?
—Supongo que habría dos sillas vacías en vez de una.
Nora sonrió.
—Bueno. Como el dinero era para una buena causa, supongo que no importa.
—¿Tenemos algo para esta noche?
—Hemos quedado a cenar con los Heller en Nine Palms.
—¿A qué hora?
—A las seis y media para tomar algo. Tenemos mesa reservada para las siete, pero Mitchell ha dicho que nos la prepararía cuando nos fuera bien.
—Estupendo. La noche promete.
Nora tomó el hervidor que había sobre el fogón y lo llevó hasta el fregadero para llenarlo bajo el grifo del agua filtrada.
—¿Te has fijado en que todos mis trajes de noche han desaparecido?
Nora observó que su marido se ponía en alerta.
—Acabo de llegar.
—Aquí no. En Malibú.
Channing abrió una carta y miró el contenido.
—Pues no me fijé —contestó—. ¿Y a qué se debe?
—Le pedí a la señora Stumbo que se pasara por allí el miércoles y me lo trajera todo. Te habría llamado a ti, pero ya habíamos hablado una vez y no quería volver a molestarte.
—No me molesta que me llames.
—Gracias. Es un detalle por tu parte, pero no me gusta incordiarte con algo que no tiene importancia. Total, que cuando caí en que no bajaría a Malibú la semana pasada, le pedí a ella que se encargara del tema. Lo ha llevado todo a la tintorería, así al menos no estorba.
—No lo entiendo. ¿Me he perdido algo?
—Quiero hacer una limpieza a fondo. Una purga de armario. Algunos de esos vestidos hace años que los tengo y la mitad no me sientan bien. Me quedaré los mejores, y los que no quiera los donaré al Instituto de la Moda.
Nora puso el hervidor en el fogón y encendió el fuego.
—¿Te apetece un té?
—No, gracias. ¿Y si te surge un compromiso?
—Pues supongo que tendré que ir de compras. Con la lata que eso supone —añadió, sonriendo.
—Puede que tengas que ir a Nueva York —sugirió él, emulando el tono de voz de ella.
—Exacto.
La cena en el club fue agradable. El lugar tenía un aire anticuado, como la casa de una tía rica solterona. El mobiliario, en su día esplendoroso, estaba tapizado con un brocado de color melocotón que había conocido tiempos mejores. Los sofás y las sillas se hallaban dispuestos de forma que facilitaran la conversación. Algunos de los acolchados estaban llenos de bultos y tenían los brazos raídos aquí y allá, pero para restaurar todo aquello se necesitaba el permiso de los socios, lo que desembocaría en una infinidad de quejas y discusiones interminables. Los clientes del club eran en su mayor parte parejas septuagenarias y octogenarias cuyas residencias se habían revalorizado al tiempo que menguaban sus ingresos por jubilación, sujetos a los vaivenes de la economía. Los socios más jóvenes, por así decirlo, eran cincuentones y sesentones, y pese a gozar quizá de mejor posición económica estaban destinados a pasar por lo mismo. Comenzarían a perder a los viejos amigos uno a uno, y al final agradecerían poder pasar una velada con los pocos y renqueantes conocidos que aún les quedaran.
Robert y Gretchen aparecieron diez minutos tarde, como de costumbre. El retraso era tan sistemático que Nora se preguntó por qué no conseguirían llegar nunca a la hora. No se habían visto desde las navidades, así que aprovecharon para ponerse al día mientras tomaban unas copas. Su relación era amistosa, pero superficial. Los cuatro eran republicanos fervientes, lo que significaba que cualquier conversación sobre política se ventilaba por la vía rápida ya que estaban siempre de acuerdo. Nora conoció a los Heller en Los Ángeles poco antes de casarse con Channing. Robert era un cirujano plástico al que un infarto lo había dejado fuera de juego diez años atrás. Tenía cincuenta y dos años cuando le ocurrió, y desde entonces había reducido el ejercicio de su profesión a dos días por semana. Gretchen era su primera y única esposa, también de sesenta y pocos años, aunque en su rostro apenas se notaba el paso del tiempo. Tenía unos ojos verdes enormes, el cabello rubio platino y un cutis perfecto. Se había operado los pechos, pero sin pasarse.
Los Heller fueron los primeros en comprar en Montebello: una casa de estilo normando de más de quinientos cincuenta metros cuadrados en Nine Palms, un club que además del campo de golf ofrecía parcelas de cuatro mil metros cuadrados en el seno de una comunidad aislada del exterior y formada por personas de ideas afines. Robert era un hombre regordete, media cabeza más bajo que Gretchen, calvo y barrigón. Se adoraban de tal manera que Nora solía envidiarlos. Aquella noche agradeció especialmente su compañía, pues conseguían que la conversación fluyera en un tono desenfadado e intrascendente. Nora logró mantenerse cortés al tiempo que guardaba las distancias con su marido. Hubo momentos en que lo vio mirarla con extrañeza, como si Channing notara un cambio en ella sin intuir de qué se trataba. Nora sabía que no le preguntaría nada por miedo a que ella le contara algo que él no quería saber.
Pasaron del salón al comedor, donde pidieron una segunda ronda de bebidas, ya con la carta delante. Había una selección fija de platos a unos precios sorprendentemente razonables. ¿Dónde si no ofrecían un bistec de Salisbury o un solomillo Stroganoff por 7,95 dólares, con ensalada y dos acompañamientos? Se trataba de recetas de los años cincuenta, en absoluto modernas, condimentadas o exóticas. Nora dudaba entre el rodaballo de California a la plancha y el pollo al horno con puré de patatas cuando Gretchen se acercó a Robert y le puso una mano en la manga.
—Ay, Dios. No vas a creer quién acaba de aparecer.
Nora estaba sentada de espaldas a la entrada, por lo que no tenía ni idea de a quién se refería Gretchen. Robert miró discretamente de soslayo y exclamó:
—¡Mierda!
Dos hombres pasaron por delante de la mesa, siguiendo al maître que los guiaba. Nora conocía al primero de vista, aunque no recordaba su nombre. El segundo era Lorenzo Dante. Ella bajó la mirada, consciente de que el rubor encendía sus mejillas. A pesar de que Dante le había dicho que a veces se dejaba caer por allí, era la última persona a la que esperaba ver en Nine Palms. Nora había apartado de su mente el encuentro con el prestamista, negándose a pensar en la embarazosa transacción del anillo. Había vuelto a guardar la sortija en el joyero, lamentando haber rechazado los setenta y cinco mil dólares de forma tan categórica. Debería haberlos aceptado.
—¿Quién es? —preguntó, inclinándose hacia delante.
—El hijo de Lorenzo Dante —respondió Gretchen en voz baja—. Le llaman Dante. —Y, moviendo los labios, añadió—: Es de la Mafia.
Robert captó el comentario y respondió con impaciencia.
—Por el amor de Dios, Gretchen. No es de la Mafia. ¿De dónde has sacado esa idea?
—Como si lo fuera —repuso ella—. Tú mismo me lo dijiste.
—Yo no he hecho tal cosa. Te dije que en una ocasión había tenido tratos con él por cuestiones de trabajo, y que era un tipo duro.
—Dijiste algo peor que eso, y lo sabes —replicó Gretchen.
El maître invitó a los dos hombres a tomar asiento a una mesa rinconera y Nora se encontró entonces frente a Dante, al que veía por encima del hombro de Channing. La yuxtaposición resultaba extraña, pues la esbelta elegancia de su marido contrastaba con la complexión más robusta de Dante. Channing tenía el pelo blanco, muy corto en los lados y desfilado en la parte superior, unas cejas casi invisibles y un rostro afilado. Dante tenía el cabello plateado y un tono de piel más cálido. Cejas oscuras, bigote gris y mejillas de hoyuelos pronunciados. Al comparar las facciones de uno y otro, Nora se fijó en el rostro demacrado de su marido. Quizás estuviera acusando la tensión de la vida secreta que llevaba. Ella siempre lo había considerado un hombre apuesto, pero ahora tenía sus dudas. Estaba pálido y parecía haber perdido peso. Cuando el camarero se acercó a su mesa, pidieron la comida y una botella de Chardonnay Kistler.
Nora notó que se abstraía de la realidad, un estado en el que se encontraba con demasiada frecuencia últimamente. Cualesquiera que fueran los tratos que había tenido Robert con Dante, estaba claro que en aquel momento no quería hablar del tema. Gretchen se lo habría contado todo de haber tenido la más mínima oportunidad. En el círculo social en el que se movían, chismorrear era un pasatiempo. Los hechos no existían, sólo los rumores y las insinuaciones. Ganaba muchos puntos quien poseyera alguna información suculenta, fuera o no veraz. Lo que sabía ella de Dante era que había salido en su defensa. También, que le había ofrecido una salida.
Nora prestó atención a la conversación que mantenía Robert con Channing y oyó cómo aquel le proponía quedar para comer y jugar al golf.
—¿Tienes hora reservada para el green?
—En domingo no hace falta. No habrá mucha gente. Podemos ir cuando queramos.
Channing desvió la mirada hacia Nora.
—¿Te parece bien?
—Sí.
La conversación derivó hacia otros temas, como el último campo de golf visitado por Robert. La semana anterior había jugado en Pebble Beach, y los dos hombres se pusieron a hablar del recorrido que ofrecía. Ni ella ni Gretchen jugaban al golf, lo cual significaba que sus maridos podían pontificar libremente sin esperar a que ellas intervinieran. Con la llegada de las ensaladas el tema de conversación cambió de nuevo, centrándose esta vez en el crucero al Extremo Oriente que los Heller tenían previsto hacer a finales de junio. Cambiaron impresiones sobre compañías de cruceros, y Nora fue capaz de seguir el hilo de la charla hasta el final sin demasiado esfuerzo. Una vez que desconectaba, todo resultaba mucho más fácil.
Su marido le sirvió otra copa de vino. Channing sonrió cuando se cruzaron sus miradas, pero fue un gesto carente de emoción. Nora echaba de menos los primeros tiempos de su relación. Thelma era ahora la destinataria de todo lo que ella había apreciado en él. Si fuera sincera, reconocería lo poco que se había abierto a Channing en los últimos años. La facilidad con la que desconectaba no era consecuencia directa de la aventura que tenía su marido, sino algo habitual en ella.
El rodaballo de California resultó ser una elección equivocada. Estaba blando, insípido y flotaba en un charco de mantequilla. Nora comió muy poco, y en la pausa entre el segundo plato y el postre se excusó para ir al baño. Mientras cumplía con el ritual de cepillarse el pelo y retocarse el pintalabios, pensó en la habilidad con la que creía haber ocultado sus sentimientos ante Channing, asegurándose de que este no sospechara dónde había estado ni lo que sabía. Pero de tanto fingir que no le preocupaba, había dejado de preocuparse de verdad. Ahora era incapaz de revivir lo que había sentido en su día por él.
Al salir del baño de señoras vio que Dante se aproximaba por el pasillo y le dio un vuelco el corazón. Sintió una sacudida fruto de la tensión o del temor, no estaba segura. Llevaba un traje gris claro y una camisa gris oscuro con corbata negra. La combinación le confería aspecto de gángster, algo de lo que él o bien no era consciente o no se molestaba en ocultar. Nora intuyó que Dante habría calculado el momento de levantarse de la mesa para coincidir con ella cuando regresara al comedor.
—¿Qué hace usted aquí? —inquirió Nora.
La pregunta sonó en cierto modo acusatoria, aunque no era su intención.
—Ya le dije que vendría. Estoy cenando con un amigo.
—Creía que hablaba por hablar.
—Así fue, pero cuando se marchó de mi despacho, decidí echarle un vistazo al afortunado que estuviera casado con usted. No creo que sepa valorar lo que tiene en casa.
Nora bajó la mirada.
—Tengo que volver a la mesa.
—¿Por qué no quedamos mañana para tomar algo, solos usted y yo?
—No bebo.
—He visto que ha tomado vino durante la cena. Deberíamos hablar.
—¿De qué?
—De cómo acabó casándose con un inútil.
—No es un inútil.
—Sí que lo es, pero usted aún no se ha dado cuenta. Conozco a los de su calaña. A primera vista parece un buen tipo, pero en el fondo es un mierda de cuidado.
Nora notó que se le sonrojaban las mejillas.
—Mi amiga dice que es usted de la Mafia.
Dante sonrió.
—Me halaga, pero no es cierto. Mis vínculos son otros.
—Es usted un matón.
Dante sonrió de nuevo.
—Ahora sí que ha dado en el clavo. Soy un tipo duro de verdad. Concédame una hora de su tiempo mañana, no es mucho pedir.
—No puedo.
—Hay un local en State Street llamado Down the Hatch. Puede buscarlo en la guía telefónica. Es un antro. No verá a nadie a quien conozca.
—Channing y yo tenemos planes.
—Cancélelos. A la una en punto. El local estará vacío.
—¿Por qué habría de ir?
—Quiero estar en un sitio tranquilo y oscuro donde pueda contemplarla.
—No me parece una buena idea.
—Le propondría quedar para comer, pero lo tomaría como una cita y sé que rechazaría mi invitación.
—No, gracias.
—Piénselo.
Cuando Nora se disponía a replicar, él le puso un dedo en los labios. Fue un roce breve, pero increíblemente íntimo.
—Disculpe —dijo ella antes de alejarse.
Cuando regresó a la mesa, Channing estaba hablando de cepos para animales. Le desconcertó que algo así fuera motivo de conversación.
—¿Cepos para animales? —preguntó mientras tomaba asiento—. ¿Cómo ha salido un tema así?
—Vuestro jardinero se queja de los coyotes —explicó Gretchen.
Nora dedujo que el señor Ishiguro le habría hablado a Channing acerca de los excrementos de coyote que le había enseñado a ella el miércoles cuando estuvo en la casa. Le había contado a su marido que había enviado a la señora Stumbo, así que tendría que hacerse la tonta. Aunque el señor Ishiguro hubiera mencionado que la había visto por allí, su inglés era tan rudimentario que Channing no habría captado la alusión.
—¿Qué ocurre con los coyotes? —preguntó Nora.
Channing hizo un gesto de impaciencia.
—Que han invadido la finca. Se cagan por todas partes. El señor Ishiguro dice que ha visto al macho saltar ese muro de casi dos metros que separa nuestra casa de la de Ferguson. La semana pasada desaparecieron los dos gatos de Karen. Ya te lo conté.
—Karen no debería haberlos dejado salir. Tú mismo dijiste que había sido una irresponsabilidad por su parte.
—Esa no es la cuestión. Cada vez son más atrevidos. Una vez que pierden el miedo a los humanos, son realmente peligrosos. El señor Ishiguro sugirió lo de los cepos, y a mí me pareció bien.
—¿Cómo vas a dejar que ponga cepos? Son horribles. Pueden partirle la pata en dos a un animal. La pobre criatura sufre un dolor insoportable, eso si no muere desangrada. ¿Cómo puedes estar de acuerdo con algo tan primitivo? Esos coyotes nunca nos han molestado.
—Son depredadores. Se comerán todo lo que encuentren. Pájaros, basura, carroña. Absolutamente todo.
—Os contaré algo truculento —dijo Gretchen—. Al perrito shih tzu de una amiga nuestra lo sacaron a rastras y lo destriparon, estando ella delante. El pobre perro no hacía más que dar alaridos, todo ensangrentado. Según ella, fue lo peor que le ha pasado nunca. A raíz de aquello se compró una escopeta y la tiene junto a la puerta trasera. Ahora no sale al jardín si no va armada.
—Eso es ridículo —opinó Nora.
—Lamento discrepar —le contestó Gretchen—. Incluso desde donde estamos nosotros se les oye aullar cuando se hace de noche. Parecen un puñado de indios salvajes a punto de atacar. Me ponen los pelos de punta.
—Será mejor que tenga la pistola cargada —añadió Channing con una sonrisa—. Si los cepos no funcionan, puedo liquidarlos desde la terraza.
—¿Tienes una pistola? —preguntó Gretchen.
—Pues claro.
—Mira qué picarón. No tenía ni idea.
—Basta —espetó Nora—. Como ese hombre ponga un solo cepo, seré yo quien le dispare a él.
—Pues ya puedes darte prisa. Ayer recogió las trampas y tenía previsto utilizar tripas de pollo como cebo.
—No conseguirá que funcione —dijo Robert—. Son demasiado listos. Si un coyote percibe el más mínimo olor a humano, no se acercará.
Nora tomó su bolso y se puso de pie.
—Me voy al coche. Si queréis seguir hablando de estas gilipolleces, hacedlo sin mí.
De regreso a casa, Channing intentó animarla para que se le pasara el mal humor.
—Era broma —dijo.
—El sufrimiento no tiene nada de gracioso.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—A mí no me pasa nada, Channing. Los coyotes vivían aquí mucho antes que nosotros. Somos nosotros quienes hemos invadido su territorio, no al revés. ¿Por qué no los dejas en paz y punto?
—¿Es que ahora vas de ecologista?
—No seas malicioso. Es impropio de ti.
—Pues no me vengas con esos aires de superioridad moral. Que no es para tanto, joder.
—Ahora no la tomes conmigo.
—Vale. Sólo te digo que a los Heller no les ha sentado nada bien la escena que has montado.
Nora se reclinó en el asiento.
—¿A quién le importa lo que piensen los Heller?
—¿Y qué es lo que te importa?
—He perdido la cuenta.
Aquella noche hicieron el amor, lo que era extraño dada la tensión existente entre ellos. Fue Nora quien dio el primer paso, movida por la ira y la desesperación. La relación de Channing con Thelma era como un oscuro afrodisíaco. Si aquella mujer le hacía la competencia, le daría motivos para competir. Nora se sentó a horcajadas sobre él y se agitó como si lo montara hasta que el placer los condujo a un clímax estremecedor. Él la puso de espaldas con brusquedad, la arrastró hasta el borde de la cama y le levantó las caderas mientras se disponía a penetrarla de nuevo, con las piernas apuntaladas en el suelo. Había una violencia apenas contenida en la cópula, algo salvaje en el modo en que se trataban, y si lo que ella sentía no era amor, al menos era un sentimiento de algún tipo, intenso y apremiante.
Después permanecieron tumbados juntos, sin resuello, y cuando él volvió la cara para mirarla, Nora lo sintió cerca. En su rostro vio al Channing que había amado tiempo atrás, al Channing que la había querido incluso estando ella medio muerta de pena, con un vacío emocional que invadía todo su ser. Nora sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas y se volvió de costado para que Channing no la viera. Podría haber recobrado la compostura si su marido no se hubiera mostrado tan amable.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Ella negó con la cabeza. Se tumbó de espaldas y se tapó los ojos, sintiendo cómo las lágrimas le mojaban el pelo. Ya no podía contenerse. Dejándose llevar por el llanto, lloró como cuando de niña el dolor y la desilusión se volvían insoportables. Lloró como cuando de adulta tuvo que encajar un golpe del que no lograría reponerse. Permitió que él la consolara, algo que no había hecho en meses, y recordó entonces lo dulce y paciente que era.
—Oh, Dios. Parece que todo está perdido —dijo.
Nora se incorporó en la cama con la sábana metida bajo los brazos y se abrazó las rodillas.
—No es así. En absoluto.
Channing le acarició el cabello, que tenía enredado y empapado de lágrimas y de sudor tras haber hecho el amor.
Nora cogió un pañuelo de papel de la mesilla de noche y se sonó.
—No me mires. Estoy horrible. Tengo la cara hinchada y los ojos como pelotas de ping-pong.
Channing sonrió plácidamente bajo la escasa luz que entraba del exterior.
—¿Dónde has estado? Te he echado de menos.
—Sé que te parezco distante, pero a veces no puedo evitarlo. Me resulta mucho más fácil abstraerme de todo y desconectar.
—Pero siempre vuelves a mí. Levanto la mirada y ahí estás —dijo él—. Ven aquí.
Channing abrió los brazos y Nora se acurrucó junto a él. Era un hombre enjuto y estrecho de pecho, con la piel más fría que la de ella. Olía a sexo, a sudor y a algo dulce.
Ella le habló acercándole los labios a la oreja.
—¿Y tú, Channing? ¿Dónde has estado?
—En ningún sitio importante. Venga, duérmete.