17
Me senté frente a mi mesa favorita de la sala de consulta de la biblioteca. Había sacado el callejero de Santa Teresa del estante y lo tenía abierto por la página que buscaba, que ahora recorría con el dedo. En la sección que estaba mirando, las calles aparecían por orden alfabético. Para cada calle se disponía la numeración de las casas en orden ascendente. Al lado de cada número figuraba el nombre y la ocupación del propietario, con el nombre del cónyuge entre paréntesis. En otro apartado se recogían los nombres de los residentes dispuestos por orden alfabético en una lista que incluía asimismo teléfonos y direcciones. Si uno pasaba de una sección a otra y entrecruzaba los datos, por así decirlo, podía reunir más información de la que imaginaba.
Anoté en la libreta los nombres de los ocupantes de las viviendas que me interesaban, incluyendo los de la casa estilo Tudor, los vecinos que tenían a ambos lados y las familias que vivían enfrente. De paso busqué el nombre del dueño de la casa estucada en verde situada en la esquina de Juniper lane con Santa Teresa Street. Eso es lo que le da alegría a mi vida: la recopilación de información. La mujer más joven que acompañaba a Audrey era Georgia Prestwick. Ahora sabía su dirección y su número de teléfono, datos que seguramente nunca tendría la ocasión de utilizar. Su marido se llamaba Dan, de ocupación «jubilado». Si hubiera querido saber lo que hacía antes de jubilarse, podría haberle seguido la pista a través de los callejeros antiguos hasta dar con él. Partiendo de una fuente distinta, había averiguado que los Prestwick tenían una hija, la alumna incluida en la lista de honor de la Academia Climping.
El propietario de la casa estucada en verde era Ned Dornan; su mujer se llamaba Jean. Ned trabajaba para el comité de planificación urbanística de la ciudad, aunque en el callejero no se especificaba en calidad de qué. Dejé la biblioteca, me metí en el coche y volví a casa. Para entonces ya eran las cuatro y media, pero aún quedaba mucho para que pudiera dar por terminada mi jornada laboral. Me senté frente al escritorio. La luz del contestador automático parpadeaba alegremente. Por lo visto, tenía un montón de mensajes y supuse que todos ellos estarían relacionados con el artículo del periódico. Me faltaba la paciencia necesaria para escuchar todo un bla, bla, bla interminable. Seguro que me había llamado gente con la que hacía años que no hablaba, y ¿por qué debía darles una explicación? Abrí el cajón inferior y saqué una guía telefónica, que hojeé hasta dar con el número de información de la ciudad de Santa Teresa. Llamé al teléfono y, cuando me contestó una operadora, le pedí que me pusiera en contacto con la oficina municipal de urbanismo. Me atendió una empleada de dicho departamento. Al preguntarle por el señor Dornan, me respondió que estaba fuera de la oficina y que no regresaría hasta el lunes 2 de mayo. Me ofreció pasarme con otra persona, ofrecimiento que agradecí y decliné, respondiendo que ya volvería a telefonear.
Subí por la escalera de caracol y despejé la parte superior del baúl que me sirve como mesilla de noche. Después de dejar la lámpara de lectura, el despertador y una pila de libros en el suelo, levanté la tapa, saqué mi cámara réflex de 35 mm, le puse pilas nuevas y la aparté junto con dos carretes. Luego cerré la tapa del baúl y volví a poner las cosas encima, aprovechando antes para limpiar el polvo de la superficie con un calcetín que saqué del cesto de la ropa sucia.
Estaba dejándome llevar por el instinto, lo confieso, pero tenía esperanzas razonables de descubrir algo si me centraba en la cómplice de Audrey. No podía arriesgarme bajo ningún concepto a encontrármela cara a cara. Aunque no parecía haberme reconocido cuando nos cruzamos en el baño de señoras de Nordstrom, tenía la certeza casi absoluta de que se había quedado con mi cara en el momento en que intentó atropellarme. Si pretendía averiguar cómo actuaba, sería mejor que estuviera dispuesta a esperar.
Salí de casa y fui a donde tenía el Mustang, un Grabber azul de 1970. Era un deportivo rapidísimo que había comprado en sustitución del Volkswagen que llevaba años conduciendo. Debo reconocer que me equivoqué con la elección. Era un coche demasiado llamativo y atraía sobre mí una atención mal vista entre los de mi gremio. Estaba más que dispuesta a deshacerme de aquella fiera si me hacían una oferta razonable. Abrí la puerta del copiloto y saqué los prismáticos que tenía en la guantera. De paso extraje el maletín que guardaba bajo el asiento trasero y comprobé que mi Heckler & Koch seguía en su sitio, junto con abundante munición. No pensaba disparar a nadie, pero me sentía más segura sabiendo que tenía el arma a mano. Metí el maletín y la pistola en el maletero y lo cerré con llave (lo que resultó ser una sabia decisión).
Acto seguido, fui hasta la ranchera de Henry para dejar los prismáticos en el suelo, cerca del asiento del conductor. En la parte de atrás encontré el protector de parabrisas flexible que Henry utilizaba para evitar que el interior del vehículo se calentara demasiado cuando lo dejaba aparcado mucho tiempo al sol. Hacía unas semanas, Henry había hecho unos agujeros en el cartón para que yo pudiera espiar a una tiparraca a la que conocí en un caso anterior. Puse el protector de cartón en el suelo del lado del copiloto.
De vuelta en mi estudio me senté frente al escritorio y marqué el número de la casa estucada en verde. El teléfono sonó cinco veces antes de que saltara el contestador automático. Una voz mecánica dijo: «No podemos atender su llamada en estos momentos. Por favor, inténtelo más tarde. Gracias». Por lo visto, Ned y Jean estaban de vacaciones.
Me puse a tararear mientras me preparaba un sándwich de mantequilla de cacahuete con pepinillos, que corté en diagonal para luego envolverlo en papel de cera y meterlo en una bolsa de papel marrón. Saqué una toalla pequeña del armario de la ropa blanca, la mojé y la escurrí bien antes de meterla en una bolsa de plástico con cierre hermético que guardé en mi bolso; de ese modo podría limpiarme después de comer. Así de fina soy cuando me toca trabajar sobre el terreno. Me llevé una alegría al comprobar que los Fritos que había cogido antes estaban más o menos intactos. Llené un termo de café caliente y lo dejé junto a la bolsa marrón de la comida. Encontré la tablilla con sujetapapeles y le enganché un bloc de notas. Luego fui por un par de novelas, la cazadora vaquera, la réflex y los carretes, una gorra de béisbol y una camisa oscura de manga larga. Iba tan cargada como si me marchara de casa una semana.
Aproveché para ir al baño, consciente de que podrían pasar horas antes de que tuviera otra oportunidad. De regreso a Juniper lane, paré en el supermercado para comprar una bolsa de galletas de chocolate Milano de Pepperidge Farm, imprescindibles para ejercer la labor de vigilancia. Sin ellas, acabaría compadeciéndome de mí misma.
Aparqué en Santa Teresa Street, me puse la gorra de béisbol, cerré el coche con llave y di una rápida vuelta por el vecindario para inspeccionarlo. Recorrí el largo tramo de Santa Teresa Street que discurría en dirección noroeste hasta terminar en Orchard Road. A dos calles a la izquierda tras doblar aquella esquina, Orchard cruzaba State Street. Donde yo estaba, la calle describía una amplia curva hacia la derecha, lindando con los muros de un convento. Siguiendo la curva a pie, llegué al otro extremo de Juniper lane. Buscaba un lugar desde donde pudiera tener la casa estilo Tudor dentro de mi campo visual sin que mi presencia suscitara curiosidad. Allí imperaban las mismas restricciones que en Horton Ravine. Cualquiera que permanezca en un coche aparcado más de unos minutos provoca preguntas incómodas. Me eché a andar por Juniper lane, prestando especial atención a la zona de aparcamiento que tenía a su disposición el dueño ausente de la casa estucada en verde. A la izquierda del garaje había abierto un espacio lo bastante amplio para dar cabida a una camioneta y una autocaravana, ninguna de las cuales se encontraba allí. En vez de eso vi una alambrada en forma de U cargada de enredaderas de campanillas.
Regresé a mi coche, lo puse en marcha y giré a la derecha en Santa Teresa Street para seguir luego hasta Juniper lane, donde volví a doblar a la derecha. En mi fuero interno me preguntaba qué ocurriría si, una vez aparcada en aquel lugar idóneo, regresara el dueño. Parecía poco probable. Según deducía de mis pesquisas, los Doman se hallaban fuera de la ciudad. El marido no tenía que ir a trabajar hasta el lunes, lo cual no excluía la posibilidad de que apareciera antes de lo previsto para disfrutar de un fin de semana en casa. En tal caso, ¿qué explicación le daría yo?
No tenía la menor idea.
Me pasé de largo unos dos metros para luego dar marcha atrás, una maniobra que realicé no sin esfuerzo, dado que la ranchera parecía un barco y yo no estaba familiarizada con el radio de giro. Volví a desplazarme hacia delante para colocarme bien alineada y retrocedí lentamente hasta la alambrada, la cual tembló al entrar en contacto con el parachoques trasero. Bajé la ventanilla y apagué el motor. Luego desplegué el protector del parabrisas y lo coloqué en su sitio. Ahora me hallaba protegida entre la valla situada a mi derecha y el garaje a mi izquierda. La pantalla de cartón tapaba a medias la luz del sol, creando un efecto bastante acogedor. Me incliné sobre el volante para mirar a través de los agujeros hechos en el cartón. La casa Tudor quedaba justo enfrente, con la verja de hierro forjado a no más de cincuenta metros de distancia. Veía la fachada entera de la casa y una parte del garaje de tres plazas. Si Georgia Prestwick salía con su Mercedes o con cualquier otro vehículo, yo no sólo lo vería con claridad, sino que estaría en situación de seguirla tanto si giraba a un lado como al otro. Miré la hora. Eran las seis menos cuarto. Cogí la tablilla con sujetapapeles y apunté la hora, lo que me permitió creer que hacía algo útil en lugar de estar perdiendo el tiempo.
Me había llevado las fichas del caso y procedí a estudiarlas como si me preparara para un examen. Había pasado una semana desde que detuvieron a Audrey, la encarcelaron y la pusieron en libertad bajo fianza. Si hubiera estado viva y hubiera mantenido su rutina habitual, al día siguiente habría pasado un sábado más en San Luis Obispo, haciendo lo que fuera que hacía en aquella casa a la que llevaban al personal en furgoneta. Seguro que se dedicaban a cortar etiquetas de objetos robados, o quizás a clasificar y empaquetar artículos para su redistribución. ¿Qué si no podría reunir a tanta gente un fin de semana sí y otro no? El sistema debía de estar concebido de modo que la muerte de Audrey, o la pérdida de cualquiera de los intermediarios, no paralizase la operación. Habrían recurrido a un plan B, al menos hasta que le encontraran un sustituto y pudiera establecerse una nueva jerarquía.
Audrey y Georgia habían trabajado en equipo y, como ellas, habría otras parejas de manos largas encargadas de hacer la ronda. En algún punto de la cadena tenía que haber un perista, así como una persona encargada de transportar la mercancía robada. Si recordaba bien lo que aprendí en mis tiempos de policía y lo que me dijo María, ciertos productos, como leche en polvo para lactantes, cosméticos, parches para dejar de fumar y complementos dietéticos, se enviaban a países dispuestos a pagar precios exagerados por ese tipo de mercancía. Otros artículos se vendían en rastros y en mercadillos de intercambio. Me preguntaba qué estaría haciendo Georgia ahora que Audrey había desaparecido del mapa. Dudaba que aquella semana la furgoneta de marras se presentara en casa de Audrey como lo había hecho hasta entonces. La vivienda había sido vaciada y desinfectada. Habían limpiado hasta la última huella digital, e imaginaba que Vivian Hewitt habría cambiado las cerraduras, con lo que el lugar estaría fuera de servicio se mirara por donde se mirara. Seguro que habían habilitado un nuevo espacio donde poder seguir desempeñando el trabajo como hasta entonces.
Me terminé los Fritos y me comí una galleta para mantener las energías. Veinte minutos más tarde me serví un poco de café del termo. Supuse que, una vez que oscureciera, si tenía necesidad de aliviar la vejiga podría salir del coche sin que me vieran e ir hasta la parte de atrás para agacharme junto a la alambrada cubierta de enredaderas. Entre tanto, no me atrevía a encender la radio ni a hacer nada que pudiera atraer la atención hacia mi escondite. Eché mano del primero de los dos libros que me había llevado y leí los agradecimientos, confiando en tropezarme con el nombre de algún conocido. Al tratarse de una primera novela, el autor daba las gracias efusivamente a un centenar de personas, una a una. Comencé a temer que esa fuera la parte mejor del libro.
En circunstancias normales me habría encantado tener tiempo para leer, pero estaba nerviosa y tensa. Dejé el libro a un lado y me comí el sándwich, plenamente consciente de que estaba consumiendo los víveres demasiado rápido. Saqué la toallita mojada y me limpié las manos. Ni siquiera era de noche y me quedaban horas de espera. Mi plan consistía en seguir a Georgia si esta salía de casa en las cinco horas siguientes. Si no se producía actividad alguna, esperaría a que apagaran todas las luces de la casa y sus ocupantes se hubieran acostado antes de volver a mi estudio y dormir unas horas. Cogí el libro de nuevo y lo abrí por la primera página.
No me di cuenta de que me había quedado dormida hasta que un agente de policía tamborileó en la ventanilla del coche con su linterna, lo que hizo que me diera un vuelco el corazón y casi me orinara en los pantalones. El protector de cartón seguía en su sitio, tapando el parabrisas de tal manera que me impedía ver el exterior. Al oír el sonido de un vehículo al ralentí, supuse que se trataría de su coche patrulla. Alrededor de los bordes del cartón veía destellos rojos y azules, un código Morse de puntos y rayas que deletreaban «Estás-bien-jodida». Miré qué hora era y vi que pasaba de la medianoche. De hecho, estaba todo oscuro, salvo por las luces intermitentes, claro, que probablemente alertarían a todo el vecindario de que algo ocurría. Hice girar un poco la llave en el contacto y, tras bajar la ventanilla, dije:
—Hola. ¿Cómo está?
—¿Sabe que ha aparcado en una propiedad privada?
Me quedé en blanco. ¿Cómo no iba a saberlo? Yo no vivía allí. Se me ocurrieron de repente unas cuantas opciones: contar una mentira, meter una bola, inventarme una historia o decir la verdad, y me decidí por la última. Dadas las circunstancias, mentir sólo serviría para complicarme la vida y no quería correr ese riesgo.
—Soy investigadora privada y estoy vigilando a la mujer que vive en la casa de enfrente.
El agente se mantuvo impasible.
—¿Ha tomado alcohol durante las últimas dos horas? —me preguntó sin alterar el tono neutro de su voz.
—No, señor.
—¿Nada de vino, cerveza o cócteles de algún tipo?
—De verdad que no —respondí con la mano sobre el corazón como si estuviera jurando la bandera.
El policía, que no acababa de parecer convencido, alumbró el interior del coche con la linterna, dirigiendo el haz de luz hacia el asiento trasero y luego hacia la parte de delante, en busca por lo visto de botellas de vino, cerveza o whisky vacías, armas, sustancias ilegales u otras pruebas de mala conducta. Me constaba que la linterna estaba diseñada para detectar rastros de alcohol. De poco le serviría. Yo no tenía multas ni órdenes judiciales pendientes, y si insistía en someterme a una prueba de alcoholemia, comprobaría que daba negativo, cosa que el agente ya habría supuesto al ver que su ingeniosa linterna no conseguía detectar ni una sola partícula de etanol en el aire. Si me hubiera obligado a hacer una prueba de sobriedad sobre el terreno, la habría pasado airosa a menos que me pidiera que recitara el alfabeto al revés. Llevaba tiempo queriendo ejercitar dicha habilidad por si acaso, pero nunca encontraba el momento.
—Señora, voy a tener que pedirle que salga del coche.
—Cómo no.
Desbloqueé el cierre centralizado y abrí la puerta. En la calle había otro agente junto al coche patrulla, con la radio a la altura de la boca; seguramente estaría solicitando información a partir de la matrícula. Al margen de las contadas ocasiones en las que he infringido la ley, con faltas muy leves, me considero una ciudadana modélica, y me siento intimidada con facilidad por la presencia de unos agentes uniformados cuando sé que estoy obrando mal. En aquel caso era culpable de haber entrado en una propiedad privada sin autorización y de contravenir las ordenanzas municipales, cualesquiera que fueran estas. Seguro que los policías se las sabían al dedillo. Me alegraba de no haber añadido «orinar en la vía pública» a mi lista de pecados. También me alegraba no tener cerca el maletín donde guardaba la Heckler & Koch.
Una vez que estuve fuera del vehículo, el agente me dijo:
—¿Podría volverse mirando al frente, poner las manos donde pueda verlas y apoyarse en el coche?
No podría haber sido más educado. Cuando hice lo que me pidió, me vi sometida a un cacheo profesional, realizado con rapidez pero a conciencia. Pensé en decirle motu proprio que no iba armada, pero sabía que eso le parecería sospechoso, pues ya se encontraba en estado de alerta máxima. Controles como aquel pueden acabar teniendo un desenlace mortal sin aviso ni provocación alguna. Por lo que él sabía, yo podía ser una delincuente en libertad condicional que estuviera violando tal o cual artículo. O bien una fugitiva sobre la que pesara una orden de detención por algún delito grave.
—¿Puedo ver su permiso de conducir y los papeles del coche?
—Están en la guantera. ¿Puedo abrirla? La cartera la tengo en el bolso.
El hombre hizo un gesto de aprobación. Aquella era la segunda vez en veinticuatro horas que me pedían la documentación. Me deslicé sobre el asiento del conductor y alargué el brazo para abrir la guantera. Henry era muy meticuloso para estas cosas, así que sabía que tendría los papeles del coche en regla y en su sitio, incluyendo una copia del seguro. Cuando di con la documentación requerida, se la mostré al agente.
—El coche es de mi casero —le expliqué—. Está fuera de la ciudad y me ha dicho que podía utilizarlo en su ausencia para que no se le descargara la batería.
No me hacía ninguna gracia hablar con el agente estando sentada, pero prefería no volver a salir del coche hasta que él me lo ordenara. Aquí van unos consejillos prácticos para los que no queráis morir abatidos por un agente de la ley: haced lo que os digan, no contestéis mal, no seáis groseros o agresivos, no tratéis de huir y no volváis a meteros en el coche para intentar pasar por encima del amable agente que os ha hecho parar. Si uno comete la imprudencia de incurrir en alguna de las acciones arriba expuestas, que no se queje luego de las lesiones sufridas ni se le ocurra presentar una demanda.
Quería asegurarme de que el policía me veía extraer la cartera del bolso para que no pensara que iba a echar mano a una pequeña Derringer de dos tiros. Saqué el permiso de conducir y una fotocopia de mi licencia de investigadora privada y se los pasé. El agente leyó la información que figuraba en ambos documentos y me lanzó una mirada que yo interpreté como una muestra de ánimo, con la que venía a decir que todos los que nos dedicamos a velar por el orden público estamos en el mismo barco. En su placa de identificación ponía P. MARTÍNEZ, pero no parecía hispano. Me pregunté si el hecho de preguntarme si era o no hispano constituiría una forma de racismo, pero me pareció que no.
El agente se acercó al coche patrulla para consultar algo con su compañero. Yo aproveché su ausencia para salir del coche, y luego los vi venir hacia mí. Evidentemente, no había lugar para presentaciones. P. Martínez era alto y un tanto corpulento, tendría unos cuarenta y tantos años e iba equipado de pies a cabeza con todos los complementos reglamentarios: placa, cinturón, arma enfundada, porra, linterna, llaves y radio. Era como un ejército de un solo hombre, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. Su compañero, D. Charpentier, parecía rondar los cincuenta y estaba provisto igualmente de un equipo completo de objetos disuasorios contra malhechores. Todos esos cacharros confieren un aire sexy a un hombre. En cambio, en una fémina sólo sirven para hacerla parecer más gorda. Me sorprende que haya mujeres que se presten de manera voluntaria a exhibir dicho aspecto.
—¿Podría explicarle a mi compañero lo que acaba de decirme a mí? —me pidió el agente Martínez.
—¿La versión larga o la corta?
—No hay prisa —contestó.
—Estoy vigilando a la mujer que vive ahí enfrente. Se llama Georgia Prestwick. El viernes pasado fui testigo de un robo en Nordstrom en el que participó una mujer llamada Audrey Vanee, que más tarde se precipitó desde el puente de Cold Spring. Seguro que ya les habrán informado convenientemente de todo ello. —Busqué en sus rostros un destello de reconocimiento ante la alusión a Audrey, pero ambos eran demasiado profesionales para mostrar cualquier reacción. Al menos contaba con toda su atención—. Audrey fue detenida, aunque siento decir que ignoro el nombre del agente que la arrestó. Georgia Prestwick trabajaba con Audrey Vanee y aprovechó la confusión para huir de la tienda. Yo fui tras ella y, al verse perseguida, intentó atropellarme.
Todo aquello sonaba ridículo tan resumido, pero, ya puestos, pensé que lo mejor sería continuar con la explicación.
El agente Charpentier, que aún sujetaba mi permiso de conducir y la copia de mi licencia de investigadora privada, parecía estudiar ambos a conciencia mientras yo continuaba con mi relato. Dejé caer el nombre de María Gutiérrez por si alguno de los dos la conocía.
—En cualquier caso —añadí para poner fin a mi explicación—, creo que la señora Prestwick está relacionada con una organización a gran escala. Espero que no me digan que ha sido ella quien ha llamado al teléfono de emergencias.
Los dos agentes intercambiaron una mirada encubierta, y en aquel preciso instante supe que habían leído el artículo del periódico en el que Diana Álvarez mencionaba mi nombre en relación con ciertos rumores. Puede que yo no hubiera bebido, pero ellos sabían de muy buena fuente que su compañero Len Priddy me tenía por una chiflada.
El agente Martínez me devolvió la documentación.
—No ha llamado nadie. Pasamos por aquí dos veces al día para echar un vistazo a la casa mientras el dueño está fuera. Ha sido mi compañero quien la ha visto. Estrictamente hablando, podríamos acusarla de haber entrado en una propiedad ajena sin autorización, pero por esta vez lo pasaremos por alto siempre y cuando se marche de aquí.
—Gracias. Se lo agradezco.
Miré hacia la fachada de estilo Tudor que tenía enfrente. No se veía ninguna luz encendida, lo que no significaba que no hubiera alguien asomado a una ventana de la primera planta atraído por los destellos de las luces del coche patrulla que iluminaban la noche cual ataque con morteros. En cualquier caso, quedaría mejor que me marchara tal y como me habían pedido. Si los Prestwick estaban observando la escena me tomarían por una borracha o por una vagabunda que vivía en el coche. Para eso se supone que sirve la presencia policial, para proteger nuestros vecindarios de gente como yo.
Me monté de nuevo en la ranchera, quité el protector de cartón del parabrisas y lo tiré sobre el asiento trasero. Los dos agentes volvieron al coche patrulla y se metieron en él con una rápida sucesión de portazos. Esperaron a que yo arrancara y luego me siguieron durante al menos ocho manzanas para asegurarse de que no giraba en redondo y aparcaba donde lo había hecho antes. Cuando se despegaron de mí, los saludé con la mano y me dirigí a casa. No podía creer que hubiera polis tan desconfiados.