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Esperé a que el coche patrulla de Horton Ravine arrancara. Eran las ocho menos cinco, y el constante desfile de estudiantes había quedado reducido a un mero goteo. Permanecí en mi puesto hasta las ocho y cuarto, momento en el que recogí el cartel y lo tiré al asiento trasero de la ranchera. Acto seguido subí por la carretera de acceso a la Academia Climping y entré sin problemas en el aparcamiento. Tras pasar por delante de filas enteras de BMW, Mercedes y Volvos, localicé por fin el sedán negro. El aparcamiento estaba lleno, así que me vi obligada a ocupar la plaza reservada a la subdirectora. Dejé el motor encendido mientras volvía sobre mis pasos a pie. La joven había cerrado el automóvil con llave, lo que me impedía hurgar en la guantera en busca de los papeles del vehículo. Anoté la matrícula, que en realidad era una placa personalizada en la que ponía tía buena. El marco coincidía con el que María había señalado al rebobinar una y otra vez la cinta de las cámaras de videovigilancia.

Ahora que había dado con el Mercedes tenía dos opciones. La primera era ir a buscar la cabina más cercana y llamar a Cheney Phillips para pedirle que introdujera la matrícula en su ordenador del departamento. Así conseguiría el nombre y la dirección del propietario del vehículo en un espacio de tiempo bastante corto. Sin embargo, acceder al sistema por razones personales es, estrictamente hablando, un procedimiento contrario a la política del departamento, y puede que incluso sea ilegal. Además, tenía plena conciencia de la presencia de Len Priddy en todo el asunto. Si llamaba a Cheney, este querría saber por qué necesitaba yo aquella información, y en cuanto le dijera que estaba tras la pista de la ladrona de tiendas que acompañaba a Audrey, esperaría que lo pusiera al corriente. Todo lo que le contara, por impreciso y evasivo que fuera, iría directamente a Len Priddy, el cual investigaba el caso de los robos para el Departamento de Policía de Santa Teresa. Como sé que no está nada bien ocultar información a los agentes del orden público, pensé que lo más sensato sería mantener a Cheney al margen y reducir así las posibilidades de que Len Priddy se enterara de mi búsqueda.

Mi otra opción era esperar a que finalizara la jornada escolar y seguir a la chica cuando saliera del colegio, aunque la idea de vagar por el recinto de la academia hasta que acabaran las clases no me volvía loca. Era evidente que no podía dejar el coche donde estaba. La subdirectora acabaría apareciendo y, entonces, ¿cómo justificaría que le había quitado la plaza? Decidí marcharme y regresar poco antes de que terminaran las clases. Si la joven salía temprano, yo la habría cagado. Siempre podía volver al día siguiente para hacer un nuevo recuento de coches, pero no estaba segura de poder alargar la farsa de la EPA mucho más. Puede que el falso policía B. Alien consultara el reglamento de Horton Ravine, se pusiera al día de las normas y me echara de allí nada más verme.

Inspeccioné los alrededores. Unos setos altos separaban el aparcamiento del edificio principal, en cuyo primer y segundo piso se hallaban las aulas. No había nadie asomado a las ventanas, ningún vigilante de Seguridad a la vista ni ningún alumno que llegara tarde. Me agaché junto a la rueda trasera derecha del Mercedes y la desinflé. A continuación bordeé el coche e hice lo propio con el neumático de la izquierda. Supuse que, cuando acabara la jornada escolar, mi alumna de la lista de honor descubriría los dos pinchazos y llamaría a la grúa del seguro o a sus padres para que fueran a recogerla. En cualquier caso, el retraso me despejaría el terreno. El resto de los estudiantes y el profesorado ya se habrían ido, y yo podría quedarme cerca de la entrada de Horton Ravine hasta que apareciera mi presa.

Volví al coche y me fui a casa. Aparqué la ranchera de Henry en el camino de entrada y me dirigí a mi estudio. Me quité el uniforme, lo colgué en el armario y me puse unos vaqueros. Cuando salía por la puerta, me llevé el periódico de la mañana y lo metí en el compartimento exterior del bolso. Una vez en el despacho, recogí el correo del día anterior y puse una cafetera. Aquella mañana había engullido un bol de cereales a marchas forzadas antes de salir para Horton Ravine, pero no había podido tomarme un café ni echarle una ojeada al periódico. Mientras se hacía el café, saqué la bolsa empezada de Fritos que guardaba en el cajón inferior de mi escritorio y me la metí en el bolso. Cuando regresara a Horton Ravine, me servirían para picar algo mientras esperaba a que la chica saliera del colegio.

Satisfecha con los preparativos, me acomodé frente al escritorio y abrí el periódico. El primer artículo que me llamó la atención ocupaba la columna de la izquierda de la primera página y lo firmaba Diana Álvarez.

LA POLICÍA ABRE UNA INVESTIGACIÓN SOBRE LA RELACIÓN DE UN SUICIDIO CON EL CRIMEN ORGANIZADO

Con sólo leer una frase advertí que Diana había pasado por alto las preguntas clave del periodismo clásico —quién, qué, cuándo, cómo y dónde— y había optado por subir el tono para provocar el mayor impacto emocional posible.

«El suicidio de Audrey Vanee, de 63 años, acaecido el 24 de abril, fue considerado inicialmente una desafortunada consecuencia de su detención dos días antes tras ser acusada de robar en unos almacenes. Su prometido, Marvin Striker, quedó horrorizado cuando la policía se presentó en su casa para comunicarle que habían recuperado el cuerpo de su novia en un terreno de difícil acceso situado junto a la autopista 154. La unidad K-9 del Departamento del Sheriff del Condado de Santa Teresa y un equipo de salvamento acudieron al lugar de los hechos después de que un automovilista de Lompoe llamado Ethan Anderson viera el coche de la víctima aparcado cerca del puente. Cuando se detuvo para ver lo que ocurría, Anderson encontró el vehículo abierto con las llaves puestas en el contacto. En el asiento delantero había un bolso de mujer y unos zapatos de tacón alto muy bien colocados. “En aquel momento me di cuenta de que había un problema”, manifestó Anderson. Las autoridades afirmaron posteriormente no haber hallado ninguna nota de suicidio.

»Striker, que por un lado ha negado con vehemencia la posibilidad de que su prometida pensara en suicidarse, reconoce haberla visto reaccionar con una aflicción extrema ante los sucesos de los últimos días. Vanee, que falleció el domingo tras precipitarse por el puente de Cold Spring, había sido apresada el 22 de abril en los almacenes Nordstrom después de que una investigadora privada de Santa Teresa, Kinsey Millhone, fuera testigo del robo de diversas prendas de lencería valoradas en varios cientos de dólares y comunicara el incidente a la dependienta Claudia Rines. Al parecer, Rines, que ha declinado ser entrevistada para este artículo, avisó al director de Seguridad de la tienda, Charles Koslo, quien detuvo a la presunta ladrona en el centro comercial cuando las etiquetas electrónicas de las prendas ocultas en una bolsa hicieron que se disparara una alarma. Vanee fue detenida posteriormente y acusada de hurto de mayor cuantía.

»Letitia Jackson, encargada de relaciones públicas del Departamento de Policía de Santa Teresa, confirmó la noticia de que el cacheo integral a que fue sometida Vanee en la cárcel reveló la presencia de bolsillos especialmente diseñados en su ropa interior, en los que ocultaba más mercancía robada. Ante la insistencia para que proporcionara una respuesta, Koslo declaró que no podía hacer ningún comentario al respecto porque no había leído el informe policial y no contaba con todos los datos del caso. “Queremos expresar nuestras más sinceras condolencias a sus seres queridos”, se le atribuye haber dicho.

»Marvin Striker, de 65 años, que acababa de prometerse con la señora Vanee, ha asegurado en repetidas ocasiones que su novia nunca se habría quitado la vida. “Audrey era la última persona del mundo que se plantearía dar un paso así”. Ante la pregunta de si pensaba que su muerte se había debido a un hecho fortuito o si era el resultado de un acto delictivo, Striker respondió: “Eso es lo que quiero averiguar”. Striker ha contactado con la detective Kinsey Millhone, de Investigaciones Millhone, después de que un conocido de ambos le refiriera la relación de la investigadora con el incidente del hurto. Fue Millhone quien sugirió que Vanee podía formar parte de una banda organizada dedicada al robo en comercios de Santa Teresa y de los condados vecinos.

»Al ser preguntado al respecto, Leonard Priddy, subinspector de la Brigada Antivicio de Santa Teresa, declaró que su departamento estaba investigando dicha acusación. “Que yo sepa, no hay razón para dar crédito a ese rumor, el cual nos parece una pura fantasía”. Priddy afirmó que se había iniciado una investigación a fondo, pero estaba convencido de que no aparecerían pruebas de actividades delictivas organizadas. Millhone, por su parte, no ha contestado a las repetidas llamadas telefónicas que se le han hecho para que expresara su opinión sobre este asunto.

»Vance es la decimoctava vecina del condado de Santa Teresa que ha muerto al precipitarse desde el puente de Cold Spring, de más de 120 m de altura. Wilson Cárter, representante de Caltrans, ha calificado semejante pérdida de vidas de “tragedia lamentable y totalmente evitable”. Estudios estadísticos muestran que las barreras erigidas en estructuras similares contribuyen de forma considerable a reducir los intentos de suicidio. Según Cárter, “el daño emocional y económico que provoca un suicidio constituye un argumento de peso a favor de la construcción de una barrera de este tipo, cuestión que llevan tiempo debatiendo los altos cargos de las administraciones del condado y el estado”.

»Un afligido Striker expresó su esperanza de que la pérdida de su prometida, por dolorosa que sea, pueda propiciar un interés renovado en dicho proyecto. Entre tanto, la investigación sobre las circunstancias que rodean la muerte de Vanee ofrece escasas respuestas a las tristes y perturbadoras preguntas que suscita su caída desde ese puente, donde tantos han acabado con su vida, presa de la desesperación y el aislamiento».

Me bullía todo el cuerpo. Diana Álvarez había presentado tendenciosamente la verdad, insinuando acciones y actitudes que yo no tenía forma de rebatir. No me sorprendió que hubiera hablado con un subinspector de la Brigada Antivicio de Santa Teresa. El hecho de que se tratara de Len Priddy se debía simplemente a mi mala suerte, a menos que Diana hubiera advertido de algún modo el desdén que sentía él por mí. Al utilizar los términos «acusación» y «pura fantasía» en la misma frase me hacía parecer una ilusa. Era evidente que Priddy me tenía por una payasa. Diana Álvarez insinuaba asimismo que Claudia y yo estábamos eludiendo de forma deliberada su investigación sobre un tema delicado sumamente importante para la comunidad en general.

Aquella mujer era peligrosa. No me había dado cuenta hasta ese momento de su poder. Podía presentar los supuestos hechos desde la óptica que ella quisiera, empleando un lenguaje aparentemente neutro para respaldar sus afirmaciones. ¿Cuántas veces habría leído yo artículos similares sin dudar de la veracidad de su contenido? Era capaz de manipular a los lectores con tal de hacerles creer su verdad. Diana Álvarez me estaba buscando las cosquillas porque sabía que yo no tenía forma de defenderme. No me había difamado, y nada de lo que había escrito podía tildarse de calumnia. Discrepar con ella sólo me serviría para parecer que estaba a la defensiva, lo que favorecería su visión de los hechos.

Me levanté para acercarme a la cocina y servirme una taza de café. Tuve que sujetarla con ambas manos para que no se me volcara. Volví al escritorio con el café, preguntándome cuánto tardaría en sonar el teléfono. En lugar de eso me vi honrada con una visita de Marvin Striker, el cual llevaba un ejemplar del periódico bajo el brazo.

Iba tan atildado como de costumbre. Pese a estar que echaba chispas, no pude por menos de admirar su estilo conservador en el vestir. Los vaqueros y las camisas de franela no estaban hechos para él. En aquella ocasión se había puesto pantalones oscuros, americana en un tono apagado, camisa blanca y corbata de lana gris. Llevaba los zapatos relucientes y olía a aftershave. Era lo que en otra época se habría dado en llamar un dandi o un hombre de mundo.

Marvin se fijó en el periódico que reposaba sobre mi escritorio, lo que le ahorró tener que andarse con rodeos.

—Veo que tú también has leído el artículo. ¿Y bien? ¿Qué te parece?

—Tú sales mucho mejor parado que yo, de eso no hay duda —afirmé—. Te dije que era una follonera.

Le indiqué con un gesto que tomara asiento.

Marvin se sentó muy erguido, con las manos en las rodillas.

—No sé si la llamaría follonera. Está claro que tiene una opinión distinta, pero eso no significa que esté equivocada. Como ella dice, intenta ver las cosas desde una perspectiva más amplia. Esta mañana ya me han llamado dos veces para pedirme que firme una petición en apoyo a la barrera contra suicidios.

—Venga ya, Marvin. Eso es una cortina de humo. Lo que está haciendo es utilizar el asunto para tocarme las narices. No le gusta que no salte cuando ella lo ordena.

Marvin se removió nervioso en la silla.

—Veo que te lo tomas como algo personal, lo cual, en mi opinión, es un error. Entiendo que no te gusten las críticas. Nadie querría verse examinado con lupa ante la opinión pública, así que no te culpo de eso.

Guardé silencio esperando su reacción. Al ver que no respondía, dije:

—Termina la frase. Si no me culpas de eso, ¿de qué me culpas entonces?

—Bueno…, ese subinspector de la Brigada Antivicio no es que compartiera precisamente tu opinión. Sobre Audrey y todo eso de la banda organizada.

—Porque él es como Diana Álvarez y aprovecha cualquier oportunidad para hacerme quedar mal.

—¿Por qué haría eso?

Descarté la pregunta con un gesto.

—No vale la pena hablar de ello. Es una historia que viene de lejos. No diré que me odia porque sería exagerado, pero digamos que no le caigo bien, y el sentimiento es mutuo.

—Ya me lo imaginaba. No sabía hasta qué punto lo conocías, pero intuía que no eras santo de su devoción.

—Era amigo de mi exmarido, que también era policía. La verdad es que no nos podemos ver. Me parece un cretino.

La rodilla derecha de Marvin comenzó a temblar levemente hasta que la frenó con la mano.

—Ya, bueno, ese es un punto que deberíamos tratar ya que estamos, pienso yo. No te cae bien Diana Álvarez y ahora resulta que tampoco te cae bien el subinspector. Y por lo visto tú tampoco les caes bien a ellos, sin ánimo de ofender.

—Pues claro que no les caigo bien. Es lo que acabo de decir.

—Lo cual me plantea un problema. La periodista no me preocupa tanto como ese subinspector de la Brigada Antivicio, como se llame.

—Priddy.

—Eso mismo. Si recuerdas la primera conversación que tuvimos, dijiste que debía contratarte porque te consideraban una profesional. Ahora parece que eso no es cierto.

—Priddy no me consideraría una profesional por nada del mundo —aseguré.

—Eso me hace dudar.

—¿De qué?

—De si eres la persona idónea para este trabajo. He pensado que podríamos hablar de ello. Me interesa saber tu opinión.

—Ya he dicho todo lo que tenía que decir. Si quieres despedirme, despídeme.

—Yo no he hablado en ningún momento de despedirte —repuso ofendido.

—He pensado que así podría ahorrarte tiempo. No hay por qué marear la perdiz. Si quieres que lo deje, lo dejo y punto.

—Tampoco hay que precipitarse. No es que ponga en duda tus aptitudes ni tu sinceridad. Sólo digo que la policía no cree que este caso esté relacionado con ninguna banda organizada de robos en tiendas. Tienes que reconocer que suena bastante rocambolesco, que es lo que yo te he dicho desde el principio.

—No pienso discutir. ¿Y sabes por qué? Porque parecería interesado por mi parte, como si intentara defender mi teoría para proteger mi trabajo. Aquí el que manda eres tú, y puedes creer lo que quieras. Que Audrey era un ángel y que la detuvieron y la acusaron por equivocación. Que no se tiró a propósito por el puente, sino que tropezó y se cayó.

—Estás tergiversando mis palabras. Admito que Audrey robaba en tiendas. Ya te lo reconocí la última vez que hablamos. Otra cosa es que haya algo más, como esa idea de una conspiración a gran escala. El poli no se lo traga, y él debería saberlo mejor que nadie, ¿no crees?

—Marvin, Audrey llevaba cientos de dólares en prendas de lencería escondidas en su ropa interior, la cual estaba especialmente diseñada para tal fin. No robaba por afición. Era una profesional.

—Pero eso no significa que formara parte de una banda organizada. El policía dio a entender en sus declaraciones que la idea era una falacia.

—Len Priddy se burlaría de cualquier cosa que yo dijera. No sabes hasta qué punto me desprecia.

—Pues eso es lo que digo. Si sigues adelante, él no va a colaborar, lo que significa que tú y la policía trabajaréis cada cual por su lado.

—¿Y qué quieres que haga? Habla claro y acabemos de una vez.

Marvin se encogió de hombros. Por lo visto no quería zanjar la cuestión sin darle unas cuantas vueltas más. Era su manera de jugar limpio.

—He pensado que deberíamos plantearnos otras opciones, como que tú te centraras en intentar esclarecer su muerte y dejaras el resto a la policía.

—Si crees que su muerte fue un homicidio, el Departamento del Sheriff está en mejores condiciones que yo de investigar. Harán lo imposible por averiguar lo que sucedió. Yo enfoco los hechos desde el punto de vista contrario, intentando ver en qué andaba metida y si eso fue lo que provocó su muerte.

Marvin negó con la cabeza.

—No lo veo nada claro.

—Yo tampoco.

—Habría que llegar a una solución de compromiso. Si los dos cedemos un poco, tú podrías conseguir lo que quieres y yo también.

—Lo nuestro es un acuerdo comercial. No se trata de buscar soluciones de compromiso. Yo creo que lo más sencillo y honesto es que nos separemos. Yo por mi lado, tú por el tuyo, y aquí no ha pasado nada. Nos damos la mano y se acabó.

—Te tengo en gran consideración.

—Ya.

—No, lo digo en serio. ¿Qué te parece si sigues trabajando hasta que se te acabe el dinero que te di y luego hablamos? Así no quedaré como alguien desleal o tacaño.

—Tú no eres ningún tacaño. No seas ridículo. ¿Quién ha dicho eso?

—Diana me comentó que quizás era reacio a rescindir nuestro acuerdo por miedo a perder el dinero si tú te negabas a devolverme el anticipo.

—¿Por qué no dejamos a Diana Álvarez al margen? En mi opinión, no creo que debas pagarme nada cuando tienes tan claro que la estoy cagando a fondo. Si piensas que voy mal encaminada, es una pérdida de dinero para ti y de tiempo para mí que siga con esto. Es un voto de falta de confianza.

—Yo confío en ti, pero no en tu forma de enfocar el asunto. Lo malo es que podría resultar que estás en lo cierto, y entonces, ¿cómo se vería que te despidiera?

—No está en mis manos controlar cómo te ven los demás. Me hago cargo del aprieto en el que te encuentras, y sólo pretendo sacarte del atolladero.

—Entonces, ¿por qué me siento mal? No me gusta sentirme así.

—Está bien. Si te hace sentir mal, no tienes por qué decidirlo ahora mismo. Tómate tu tiempo. Decidas lo que decidas me parecerá bien. No podemos seguir dándole vueltas y más vueltas al tema.

—En ese caso, me veo obligado a retomar mi oferta inicial. ¿Qué te parece si sigues trabajando hasta que se te acabe la pasta que te adelanté? Gestiona tu tiempo como quieras. Ni siquiera hace falta que me pases un informe detallado de lo que has hecho o adónde has ido. Estás en tu derecho de obrar como te plazca. Y cuando se acabe el dinero, volvemos a hablar como estamos haciendo ahora y me cuentas lo que has averiguado.

—No tienes por qué seguirme la corriente.

—No, no. No es esa mi intención. Ya me parece bien lo que hay —dijo—. ¿Cuánto tiempo le has dedicado al caso hasta ahora?

—No tengo ni idea. Tendría que calcularlo desde el principio.

—Pues calcúlalo, y el tiempo que te quede empléalo como estimes conveniente. ¿Trato hecho?

Me lo quedé mirando un instante. No me atraía nada aquel plan, pero tampoco quería que Diana Alvarez y Len Priddy me miraran por encima del hombro.

—De acuerdo —respondí.

Buscamos torpemente la manera de acabar la conversación, pero a ambos nos quedó mal sabor de boca. El juego había tomado un cariz distinto por completo. A primera vista, parecía que las cosas no hubieran cambiado. Yo tenía la mira puesta en la mujer del Mercedes. Medio día más y sabría dónde vivía, un dato que me revelaría su identidad. Tarde o temprano acabaría delatándose. Inevitablemente, llegaría un momento en el que yo tendría que correr con mis gastos. Pero ¿y qué? Aun en el caso de que acabara quedando en ridículo, hay cosas peores. La vocecilla cínica que habita en mi interior me espetó: «¿Ah, sí? Dime una».

—Dejar que ganen los malos —contesté en voz alta.

A las dos cuarenta y cinco aparqué junto a la entrada de Horton Ravine, con la ranchera orientada de modo que el largo camino particular de acceso a la Academia Climping quedara a la vista. Supuse que el conductor de la grúa no optaría por sacar el Mercedes inutilizado por la entrada posterior de la urbanización, pero debía prepararme para seguirlo en cualquier caso. Mientras tanto, dado que no estaba, estrictamente hablando, dentro de los límites de Horton Ravine, me hallaba fuera de la jurisdicción del protopoli. Pese a haberse mostrado bastante amable en nuestro primer encuentro, no quería tentar a la suerte. Apagué el motor y saqué un mapa de California de la guantera. Lo desplegué por completo y lo coloqué encima del volante, confiando en que me tomaran por una turista que se había salido de la carretera para orientarse. Encendí la radio y sintonicé una emisora en la que ponían éxitos las veinticuatro horas del día. Escuché dos temas de Michael Jackson, seguidos de Where Do Broken Hearts Go de Whitney Houston. El locutor anunció que la cantante acababa de desbancar a Billy Ocean del número uno. No sabía si eso era una buena o una mala noticia.

A las tres de la tarde comenzó el éxodo de vehículos de lujo, que fueron desfilando uno a uno colina abajo desde Climping. Cuando yo iba al instituto, viajaba en transporte público. Tía Gin tenía un Oldsmobile desde hacía quince años e iba con él a trabajar. En aquellos tiempos, los adolescentes no gozábamos de derechos ni sentíamos que nos los mereciéramos. Sabíamos que éramos ciudadanos de segunda, completamente a merced de los adultos. Había chicos que tenían coche propio, pero no era lo normal. Al resto ni se nos ocurría quejarnos. Aquellos jóvenes que pasaban ante mí, más que mimados, parecían ajenos a lo afortunados que eran.

Se hicieron las tres y media y, cuando ya empezaba a impacientarme, vi acercarse por mi izquierda una grúa que pasó de largo y subió por la colina. En mi mente visualicé el aparcamiento, que para entonces ya estaría casi desierto. En tales circunstancias sería fácil localizar a la damisela en apuros. El conductor de la grúa aparcaría en el camino vacío y bajaría del vehículo. La chica le explicaría el problema señalando las ruedas. Me imaginé al tipo agachándose para echar un vistazo, con lo que se daría cuenta al instante, tal como le habría ocurrido a la joven, de que todo se debía a una travesura. Yo había dejado los tapones de las válvulas sobre el pavimento, cada uno al lado del neumático desinflado correspondiente. Seguro que ella los habría visto, y si se había quejado de que le habían gastado una broma, lo más probable era que el conductor de la grúa hubiera traído consigo un compresor de aire portátil. En tal caso, tan sólo tendría que inflar los neumáticos uno a uno y volver a poner los tapones de las válvulas en su sitio. Dicha operación no le llevaría más de tres minutos, cuatro a lo sumo, teniendo en cuenta el intercambio de frases de cortesía.

Miré el reloj, encendí el motor y apagué la radio. Alcé la vista como si hubiera llegado el momento de entrar en escena y exclamé «¡Ah!» al ver aparecer la grúa, que giró a la derecha al acercarse al pie de la colina seguida por el Mercedes. Aunque sabía que a aquel prestigioso colegio privado acudían alumnos de toda la ciudad, había supuesto que la joven viviría en Horton Ravine. Sin embargo, en lugar de torcer a la izquierda para adentrarse en la urbanización, la chica giró también a la derecha. Procurando no mirarla directamente, concentré mi atención en el mapa que seguía abierto ante mí. Aunque ella no me había visto en su vida, en el remoto caso de que nuestros caminos se cruzaran en el futuro no quería que me reconociera. La grúa pasó de largo, aminoró la marcha al llegar al cruce y torció a la derecha. El sedán negro se hallaba a dos vehículos de distancia por detrás. Yo ya estaba plegando el mapa, que dejé encima del asiento del copiloto. En cuanto lo vi pasar el cruce me dispuse a seguirlo, haciendo un cambio de sentido ilegal en un momento en que no venía ningún coche.

La grúa atravesó el paso elevado de la autovía, pero el Mercedes se metió en el carril de la derecha. La chica tomó la salida de la 101 y se incorporó al flujo de coches que avanzaban en dirección sur. Yo reduje la velocidad lo justo para dejar que otro automóvil se colara entre nosotras. El tráfico era fluido y no resultaba difícil seguirla. La joven permaneció en el carril de la derecha y dejó atrás el carril de desaceleración de Little Pony Road. Tomó la salida de Missile Street y se puso a la izquierda, preparándose para girar. El coche que se interponía entre nosotras aceleró. Ambas nos quedamos paradas en el semáforo situado al final de la vía de salida. La vi ajustar la posición del retrovisor y retocarse el pintalabios. Cuando el semáforo se puso verde, tardó un instante en darse cuenta. Yo me mantuve paciente. No quería llamar la atención aunque fuera con un rápido bocinazo.

Tras torcer a la izquierda no volvió a meterse en ninguna vía rápida, y eso supuso que nos topáramos con un stop o con un semáforo en casi cada cruce. Yo permanecí tres coches por detrás de la chica, que no pareció advertir mi presencia en ningún momento. ¿Por qué habría de hacerlo? No existía motivo alguno para inquietarse por una vieja ranchera. Vi que sacudía los hombros y botaba en el asiento. Levantó el brazo derecho, chasqueando los dedos al ritmo de una melodía que sólo ella podía oír. Volví a encender la radio y sintonicé la misma emisora de música pop que había escuchado antes. No reconocí a la vocalista, pero el baile de la chica estaba perfectamente sincronizado con la canción.

El Mercedes torció a la izquierda por Santa Teresa Street y, pasadas tres manzanas, dobló a la derecha por Juniper lane, un callejón de no más de media calle de largo. Diez metros antes de llegar a la esquina, me acerqué a la acera y aparqué frente a una pequeña casa estucada en verde que daba a Santa Teresa Street. Apagué el motor y salí del coche, procurando actuar como si no tuviera ninguna prisa. Había una pila de periódicos en las escaleras del porche delantero y el buzón rebosaba de correspondencia. Bendije al propietario de la casa por estar fuera, y al mismo tiempo me pareció un fallo que no le hubiera pedido a nadie que se pasara por allí en su ausencia. Así daba pie a que le entraran ladrones en casa y se llevaran su colección de monedas y la plata de su mujer.

Atajé cruzando el jardín en diagonal, aliviada por no tener que preocuparme de que me vieran. Un sauce llorón descomunal ocupaba una esquina del terreno. Una hilera de setos de un metro veinte de alto bordeaba los límites de la propiedad hasta un garaje independiente de dos plazas, situado frente a un patio de cemento en el que cabían dos coches más.

Me asomé por encima de los arbustos perfectamente podados. Al otro lado de Juniper lane sólo se veían tres casas. La del medio era una construcción de dos pisos que imitaba el estilo Tudor; a la izquierda había una vivienda tipo chalet de una sola planta y, a la derecha, una casita revestida de tablas y listones también de una sola planta. El Mercedes estaba frente a la entrada de la casa estilo Tudor, con el motor al ralentí. Bajo mi atenta mirada, la amplia verja de hierro forjado se abrió con un chirrido de metal contra metal y el sedán negro avanzó por el camino de entrada. A través de la verja abierta vi cómo se elevaba con un ruido sordo la puerta central de un garaje de tres plazas. La chica se metió en él y un instante después la verja comenzó a cerrarse, chirriando como antes.

Volví sobre mis pasos para regresar al coche. Saqué boli y papel del bolso y miré a mi derecha para luego apuntar el número de la casa estucada en verde frente a la que había aparcado. Acto seguido hice girar la llave en el contacto, puse en marcha el coche y avancé hasta la esquina. Torcí a la derecha y comencé a circular a tres kilómetros por hora, velocidad que me pareció adecuada para una calle residencial de una longitud tan corta. Mientras avanzaba lentamente fui anotando el número de las tres casas situadas a la izquierda: 200, 210 y 216. En la acera de la derecha había cuatro viviendas más, con los números 209, 213, 215 y 221 respectivamente. Al final de la calle, giré a la derecha y seguí conduciendo hasta el aparcamiento situado junto a la biblioteca pública.