15
Me fui de casa de Marvin a las dos y cuarto con la promesa de mantenerlo informado de mis pesquisas. Me sentía más optimista. La mención de Marvin sobre viajar en el tiempo me había proporcionado una línea de pensamiento. Yo también había lamentado no poder volver atrás para revivir aquella escena en el aparcamiento en la que había desperdiciado la oportunidad de apuntar la matrícula del sedán negro. El hombre que tan amablemente acudió en mi ayuda me había sugerido que diera parte en el Departamento de Seguridad del centro comercial. En aquel momento yo estaba ofuscada por la indignación, el dolor punzante en la espinilla y la raspadura que tenía en toda la mano. El inesperado comentario de Marvin me hizo caer en la cuenta de que sí tenía una manera de retroceder en el tiempo y analizar lo sucedido, ya que conocía a la responsable de la seguridad del centro comercial.
María Gutiérrez había sido hacía unos seis años la agente de policía encargada de patrullar a pie las calles de mi barrio. En el último caso en el que yo había trabajado coincidí con su antiguo compañero, Gerald Pettigrew, que ahora estaba al frente de la unidad K-9 del Departamento de Policía de Santa Teresa. Aunque el nombre de María no había llegado a surgir nunca en las conversaciones que mantuvimos, yo la tenía siempre presente. Hacía unos meses me vio haciendo cola justo detrás de ella en la caja de un supermercado. Su cara me sonó, pero como no iba de uniforme, no la relacioné. Ella fue más rápida a la hora de reconocerme. Me saludó por mi nombre y se identificó. Mientras avanzábamos poco a poco hacia la caja nos pusimos al día rápidamente. Yo le conté mi vida, le hablé de cómo estaba Henry y le relaté el último encuentro que había tenido con el inspector jefe Dolan, al que ella conocía del Departamento de Policía. María me explicó que había abandonado el cuerpo de policía para emplearse en el sector privado. Fue entonces cuando me dio su tarjeta de presentación.
Pasé por mi despacho y busqué entre el montón de tarjetas que tengo por costumbre lanzar al fondo del cajón. Tras escarbar unos segundos encontré la suya, y me disponía ya a llamar cuando vi parpadear la luz del contestador automático. Le di a la tecla de reproducción.
—Hola, Kinsey. Soy Diana Álvarez. No cuelgues, por favor. Necesito hablar contigo del artículo que estoy escribiendo. Te ofrezco la oportunidad de aclarar los hechos y añadir los comentarios que quieras hacer. Si no, saldrá tal cual. Mi teléfono es…
No me molesté en anotarlo.
En lugar de ello, miré de nuevo el número que figuraba en la tarjeta de María y la llamé. Le conté lo ocurrido y le pregunté si podía echar un vistazo a las grabaciones de seguridad del 22 de abril. Esperaba que reaccionara con recelo. Las medidas de seguridad se consideran de propiedad privada y, por tanto, no son susceptibles de pasar al dominio público. Es probable que las filtraciones de información le resulten más útiles al delincuente que al ciudadano respetuoso con la ley, así que por el bien de todos nosotros más vale ocultar a los malhechores cómo se tienden las trampas. Por lo visto, el hecho de que yo fuera una investigadora privada y la conociera a ella constituía una exención. Le garanticé que mantendría la confidencialidad de la información. María me dijo que tenía una reunión a las tres, pero que si podía pasarme antes por su oficina, me ayudaría con mucho gusto. Dos minutos más tarde ya estaba de camino al volante de mi coche. A la mierda Diana Álvarez.
Encontré aparcamiento al final de la estructura subterránea de Nordstrom, en el centro comercial Passages. Para evitar las escaleras mecánicas opté por subir a pie hasta un nivel en el que las fachadas de los comercios estaban concebidas a imagen y semejanza de un antiguo pueblo español. Los estrechos edificios pegados unos a otros variaban en altura. La mayoría eran de estuco, con algún que otro pintoresco desconchado en el revoque que dejaba al descubierto el falso ladrillo de debajo. Algunos albergaban despachos en el primer y segundo piso, que se pagaban a precio de oro, con postigos en las ventanas y jardineras en los alféizares.
El amplio pasillo central del centro comercial se hallaba flanqueado por restaurantes de diseño con terraza, bancos para los compradores cansados y quioscos donde se vendían gafas de sol, bisutería y postizos femeninos. En el medio se había construido un escenario donde en verano tocaban músicos para los turistas. Subí por unas anchas escaleras de baldosas rojas hasta la primera planta. A mi derecha había un auditorio puesto a disposición de los grupos de teatro locales para que representaran sus obras. Las oficinas del centro comercial se encontraban al final de un pasillo situado a la izquierda.
Al entrar vi a María esperando en recepción.
—Eres un encanto por hacer esto —le dije.
—Tranquila. La policía ha divulgado la información entre los encargados de todos los comercios del centro y nos ha hecho llegar una copia a nosotros para que supiéramos lo que ocurría. Junto con el parte iba una foto de Audrey Vanee.
—¿La has reconocido?
—Yo no, pero he oído que una dependienta de Victoria’s Secret la vio el mismo día. Al parecer es una clienta habitual y nadie tenía ni idea de que les robaba. Están haciendo un control de inventario para ver hasta qué punto les ha afectado.
—Creía que esas bandas provenían de Sudamérica.
—Esas son las peores. En una sola pasada pueden limpiar un mostrador en un abrir y cerrar de ojos. Llegan, arrasan con lo que encuentran y desaparecen en menos que canta un gallo.
—¿Cómo funciona? Tienen que estar muy bien organizadas, pero no entiendo cómo actúan.
—Se empieza por las abejas obreras, que son las que salen a robar la mercancía. A veces les dan una lista de la compra con los productos más habituales que el perista sabe que podrá vender. Por ejemplo, hay mucho trapicheo de cuchillas Gillette, Tylenol, Excedrin, pruebas de embarazo y tiras reactivas de glucosa para diabéticos. Me han dicho que los productos de Oil of Olay también tienen mucho tirón. Se trata de una lista interminable que cambia a cada momento.
—Has mencionado Victoria’s Secret.
—Así es. Imagina la de sujetadores que caben en una bolsa. Y lo mismo ocurre con las medias. Es mucho más difícil robar objetos voluminosos como lotes de perfumería para hombre o vídeos. No vas a meterte una tele en los pantalones.
—Pero ¿dónde coloca el perista los objetos robados?
—Los mercadillos de intercambio son una apuesta segura, al igual que las tiendas de segunda mano con fines benéficos y sitios así. Mucha mercancía se envía al extranjero.
—¿Y estas bandas las controla la mafia?
—No en el sentido tradicional del término. Si fuera la mafia quien llevara el negocio, habría una extensa red que podría resultar vulnerable a las infiltraciones. Estas bandas tienen muy poca relación entre sí, si es que la tienen, y eso hace que sea un coñazo detenerlas y procesarlas. En cada ciudad lo tienen montado de una manera distinta, según la cantidad de gente que participe y el tipo de operación que los traficantes realicen en una zona determinada.
—Recuerdo que, en mis buenos tiempos de novata, los ladrones de tiendas eran unos aficionados.
—Ya no. Seguimos teniendo principiantes y rateros aficionados, adolescentes que se meten discos en la mochila a escondidas pensando que podrán irse de rositas. Los chavales son la menor de nuestras preocupaciones. Aunque, si quieres saber mi opinión, deberíamos perseguirlos y trincarlos. —María agitó la mano en el aire, dando muestras de impaciencia—. No me hagas hablar. Anda, vamos a echar un vistazo a lo que tenemos.
—¿Aún te gusta tu nuevo trabajo?
—Me encanta —contestó María y volvió la cabeza hacia mí.
La seguí por un corto pasillo hasta un despacho equipado con cámaras de circuito cerrado de televisión encastradas en la pared. Había diez monitores dispuestos uno al lado del otro, funcionando todos ellos de forma independiente. Un joven vestido de paisano y con un mando a distancia en la mano estaba sentado en una silla giratoria, desde donde seguía las imágenes en vivo mientras estas pasaban de una vista a otra. María y yo nos quedamos de pie, observándolas.
Fijándome en el ángulo de visión pude calcular la ubicación de cada cámara, aunque, a decir verdad, no había reparado en la presencia de ninguna de ellas hasta entonces. Tanto las dos entradas como las dos salidas del aparcamiento quedaban cubiertas. Las seis cámaras restantes estaban instaladas en la primera planta, cada una enfocada hacia una línea visual distinta. Seguí con la mirada a una compradora desde el momento en que entró en el centro comercial por State Street hasta que torció a la izquierda para tomar la avenida principal y desaparecer. Otra cámara la captó mientras avanzaba por el amplio paseo hacia Macy’s para entrar después en la tienda. Ni uno solo de los transeúntes parecía percatarse de que estaban siendo vigilados.
—Funcionan con cables coaxiales —explicó María—. Todas las cámaras graban a la vez. Si vamos cambiando las cintas, podemos registrar imágenes veinticuatro horas al día a lo largo de un mes. A menos que haya motivos para conservar una grabación, las reutilizamos. Al final las cintas se estropean o los cabezales de las cámaras de videovigilancia se ensucian, de modo que las imágenes acaban viéndose borrosas y no sirven de mucho. Después de hablar contigo, saqué la grabación del viernes pasado.
María se volvió hacia su mesa y recogió cuatro cintas.
—Hay un aparato de vídeo aquí al lado.
Fuimos al despacho contiguo, el cual estaba amueblado con sencillez y daba la sensación de servir como espacio de trabajo provisional en las ocasiones en las que un ejecutivo del centro comercial visitaba la ciudad. María me ofreció una silla de respaldo recto al tiempo que ella ocupaba la silla giratoria que tenía detrás del escritorio y la hacía rodar para acercarla al equipo audiovisual. El vídeo estaba conectado a un pequeño televisor en blanco y negro que parecía de los años sesenta, con una pantalla diminuta y una carcasa enorme. Tras mirar la fecha de la primera cinta, María la introdujo en el aparato.
—¿Dijiste entre las cinco y media y las seis y cuarto?
—Más o menos. Eran las cinco y veintiséis cuando miré el reloj. Eso fue cuando vi por primera vez a Audrey meterse el pijama en la bolsa. Ella era la mayor de las dos mujeres que robaban en la sección de lencería. Diría que cuando se avisó al director de Seguridad y se terminó todo, ya eran cerca de las cinco cuarenta y cinco —respondí—. Podría equivocarme. Una pierde la noción del tiempo cuando se ve envuelta en una situación como esa. En aquel momento la confusión lo nubló todo, por eso se me pasó fijarme en la matrícula. Estaba tan estupefacta por lo ocurrido que no capté casi nada más.
—Conozco esa sensación. Por un lado se te despiertan todos los sentidos, y por otro se te pasan por alto los detalles.
—Así es. Por mucho que quisiera, no podría volver atrás y reconstruir el incidente.
—¡Si lo sabré yo! —exclamó María—. Una persecución a pie que una juraría que ha durado quince minutos resulta que no ha durado ni la mitad. A veces ocurre lo contrario.
Con el mando a distancia del vídeo en la mano, le dio a la tecla de avance rápido. En la esquina superior derecha de la pantalla aparecieron la fecha y la hora. Era como ver una película antigua, en la que la gente caminaba con aquellos movimientos acelerados y espasmódicos y los coches pasaban zumbando a tal velocidad que parecían dejar una estela de imágenes residuales. Me asombró lo mucho que llegaba a captar el ojo en aquel visionado fugaz. Cuando llegó al día 22 de abril, María redujo la velocidad del torrente de imágenes a un ritmo más pausado.
—Ahí está —dije, señalando.
María le dio a la tecla de pausa y rebobinó la cinta.
El sedán Mercedes negro, que estaba subiendo por la rampa, retrocedió y desapareció de la imagen. María dejó avanzar la grabación poco a poco. El vehículo volvió a aparecer y entonces vi a la mujer más joven entregar un tique a la encargada del aparcamiento, que lo pasó por la máquina. La empleada comprobó la hora de registro y, dejando el tique a un lado, le indicó con un gesto que podía salir. La conductora miró a la izquierda y sonrió toda ufana con expresión satisfecha. Eso sí que lo recordaba. Mientras el sedán continuaba su ascenso por la rampa, María detuvo la grabación de nuevo, congelando la imagen del parachoques trasero. En él se veía el marco de la matrícula, pero faltaba la placa en sí.
—Ahora ya sabes por qué se te pasó por alto —comentó.
—Joder, qué mala suerte la mía. Pensaba que si conseguía la matrícula, alguien del Departamento de Policía podría identificármela.
—Vamos a mirar la grabación otra vez —sugirió María.
Con el Mercedes a media rampa, María detuvo la imagen con el mando a distancia para luego hacer que el vehículo descendiera de nuevo hasta desaparecer. Ambas lo observamos como si fuera la foto-finish a cámara lenta de una carrera de caballos.
—Fíjate en el marco de la matrícula —dijo María—. Arriba pone: SIGUE PITANDO… Y abajo: ESTOY CARGANDO EL ARMA. —Entonces entrecerró los ojos y ladeó la cabeza—. ¿Qué es eso que hay a la derecha del parachoques?
Mientras el coche ascendía por la rampa, María congeló la imagen en medio del fotograma. Lo que había en el lateral derecho del parachoques era una pegatina. Me levanté para mirarla más de cerca, pero la imagen pareció desvanecerse. María y yo retrocedimos entonces unos pasos para colocarnos en medio de la sala.
—Mejor así —dijo, sonriendo.
—¿Llegas a leer lo que pone? —le pregunté.
—Claro. Deberías revisarte la vista. Pone: MI HIJA ESTÁ EN LA LISTA DE HONOR DE LA ACADEMIA CLIMPING.
—¡Mira tú qué bien!
—Bueno. Ahora sólo te queda dar con el coche.
—En peores me las he visto.
—Ya me imagino. Mantenme informada. Me gustaría saber en qué acaba todo esto.
La labor de vigilancia es todo un ejercicio de ingenio. Por lo general, permanecer al volante de un coche aparcado durante un periodo de tiempo prolongado provoca desazón entre la gente, sobre todo en una zona escolar donde a los padres les inquietan los raptos, los secuestros con petición de rescate u otras fechorías que tengan a un menor como víctima. Horton Ravine es un hábitat natural para ricos con gustos caros. Puede que hubiera un centenar de Mercedes negros cruzando las entradas delantera y trasera del exclusivo barrio. Con unas ochocientas residencias privadas repartidas por un área de más de seis mil kilómetros cuadrados, mi única esperanza de localizar el sedán en cuestión consistía en buscar un puesto de observación y quedarme allí a vigilar.
Tras dar una vuelta en coche por la zona, deduje que lo más lógico sería colocarse al pie de la carretera particular que ascendía por la colina hasta el centro escolar. Debía tener en cuenta que la pegatina del parachoques podía estar desfasada. Quizá la hija de la mujer ya hubiera terminado el bachillerato. Cabía la posibilidad de que hubiera abandonado los estudios, o de que la hubieran cambiado de colegio. Aun en el caso de que siguiera siendo alumna de la Academia Climping, puede que fuera su padre el encargado de llevarla e ir a buscarla, utilizando para ello otro vehículo.
Mientras tanto, tenía que ocurrírseme una explicación razonable para justificar mi presencia en la carretera donde pretendía hacer guardia. Para breves espacios de tiempo, fingir un problema con el coche a veces funciona. Con el capó levantado, cara de desconcierto y el manual del usuario en la mano, puedo estar parada una hora a menos que un buen samaritano acuda en mi ayuda, lo cual sucede con una frecuencia exasperante cuando una menos lo desea.
Siendo como soy una criatura taimada, se me ocurrió una idea casi al instante. Abandoné Horton Ravine y me metí en la 101 hasta un centro comercial de Colgate, donde había visto un enorme almacén de artículos para manualidades a dos puertas de una tienda de material de oficina. Al final compré un contador manual portátil —uno de esos aparatos que va pasando los números uno a uno al pulsar una tecla— y, en la tienda de manualidades, dos piezas de cartón duro para carteles de casi un metro cuadrado cada una y diez paquetes de letras del alfabeto negras autoadhesivas, además de un paquete extra con las vocales y consonantes más utilizadas.
Me fui a casa con las compras y me puse a trabajar en la encimera de la cocina. Con el cartón y las letras adhesivas monté un cartel tipo sándwich de esos que llevan los hombres anuncio, con el mismo mensaje visible tanto en el panel frontal como en el dorsal. Cuando terminé, apoyé el letrero en la pared y subí por la escalera de caracol. Busqué entre la ropa que tenía colgada en el armario hasta dar con mi uniforme básico, un conjunto que había diseñado y confeccionado yo misma hacía muchos años. Consistía en unos pantalones y una camisa a juego hechos de un tejido de sarga azul oscuro fuerte y recio, adornado con botones de metal, charreteras y trabillas para pasar por dentro un cinturón de piel negro ancho. En ambas mangas había cosido una insignia circular con las letras SERVICIOS DE SANTA TERESA bordadas en oro. En el centro de la insignia había un emblema que recordaba vagamente al de algún organismo oficial. Si me ponía unos zapatones de cordones negros y llevaba una tablilla con sujetapapeles en la mano, podría pasar fácilmente por una empleada municipal o del condado.
Colgué el uniforme en un perchero, listo para el trabajo que desempeñaría al día siguiente. Ya eran casi las cinco de la tarde, hora, me dije, de llamar a Henry para ver cómo iba todo por Michigan. Llevaba desde el lunes sin hablar con él y sentía una punzada de culpa por no haber pensado ni por un momento en la pobre Nell ni en su cadera rota. Me senté frente al escritorio y marqué el número de Michigan al tiempo que elaboraba en mi mente un resumen de lo que había sucedido en los dos últimos días. El teléfono sonó cinco veces, y justo cuando creía que saltaría el contestador, Charlie, el hermano de Henry, lo cogió.
—Aquí los Pitts. Soy Charlie. Tendrá que hablar bien alto. Estoy más sordo que una tapia.
Alcé la voz.
—¿Charlie? Soy Kinsey. De California.
—¿Quién?
—KINSEY. LA VECINA DE HENRY EN CALIFORNIA. ¿ESTÁ AHÍ?
—¿Quién?
—HENRY.
—Ah. Un momento.
Oí una conversación con el micrófono tapado y luego a Henry que cogía el auricular y decía:
—Soy Henry.
Una vez que aclaramos quién era quién, Henry me puso al corriente del estado de Nell.
—Se encuentra bien. Es dura como una piedra y nunca se queja de nada.
Me explicó que tendría que estar ingresada en un centro de rehabilitación diez días más. Habían ideado un plan de control del dolor para ayudarla a soportar las sesiones de terapia física dos veces al día. Mientras tanto, Henry, Charlie y Lewis pasaban la mayor parte del día con ella, jugando a juegos de mesa para distraerla de sus males. En cuanto aprendiera a usar el andador, la dejarían volver a casa.
—¿Qué tal tu espinilla? —me preguntó.
Me subí la pernera de los vaqueros y le eché un vistazo, como si así pudiera verla él también.
—Más azul que morada, y la palma de la mano ha cicatrizado casi del todo.
—Bueno, eso es estupendo. ¿Y por lo demás bien?
Le puse al corriente de los últimos acontecimientos, incluyendo el hecho de que Marvin Striker me hubiera contratado para investigar la muerte de Audrey, mi viaje a San Luis Obispo y mi teoría sobre la posibilidad de que estuviera involucrada en una red organizada dedicada al robo en comercios.
Henry reaccionó en todo momento como cabía esperar, mostrándose comprensivo, perplejo e indignado según la parte de la historia que estuviera relatándole, y me hizo todas las preguntas pertinentes para que no le quedaran lagunas al respecto.
—Te ofrecería mi ayuda, pero no hay mucho que pueda hacer en estos momentos —dijo.
—De hecho, sí lo hay. Necesitaría tu ranchera uno o dos días.
—Ningún problema. Ya sabes dónde guardo las llaves.
Seguimos hablando un rato más y, cuando finalmente nos despedimos, me di cuenta de que nos habíamos pasado cuarenta y cinco minutos al teléfono.
Como de costumbre, estaba muerta de hambre, así que fui por el bolso y una chaqueta, cerré la puerta de casa con llave y me dirigí al trote a Rosie’s. Claudia Rines estaba sentada a una mesa situada junto a la entrada. Tenía una bebida delante, zumo de pomelo a juzgar por su apariencia, aderezado seguramente con un chorro de vodka.
—Eh, ¿qué tal? —la saludé.
—Bien. Tengo la sensación de que hace semanas que no hablamos.
—Hace cinco días, pero sé a lo que te refieres. ¿Has quedado con Drew?
—Cuando se tome un descanso. ¿Te apetece beber algo?
—Me encantaría, pero sólo hasta que llegue Drew. No quiero chafaros el plan. ¿Eso es vodka con zumo de pomelo?
—Sí. William me lo ha hecho con zumo recién exprimido. Deberías probarlo.
—Un segundo —dije.
Ambas nos volvimos para atraer la atención de William. Claudia levantó la copa, dándole a entender que quería otra. Yo me señalé y le hice un gesto con dos dedos en alto. William asintió y se agachó para abrir la pequeña nevera que había bajo la barra.
—¿Qué te cuentas? —pregunté, volviéndome hacia Claudia.
—Pues que es una lástima que no estuvieras aquí hace un rato. Te has perdido a una amiga tuya.
—Sí que lo siento. ¿Quién era?
—Una tal Diana. Trabaja para el periódico local.
—No me digas. ¿Cuándo ha sido eso?
—No sé, hará un cuarto de hora. Ha llegado poco después que yo y se ha presentado. Ha dicho que no quería molestar, pero que tenía unas cuantas preguntas sobre mi encuentro con Audrey Vanee.
—¿Y cómo sabía ella quién eras?
—Creía que se lo habrías dicho tú.
—Yo no le he dicho nada.
—Qué raro. Ella sabía que yo trabajaba en Nordstrom, y que estaba en la tienda cuando detuvieron a Audrey. Me ha contado que estaba verificando unos datos que el director de su diario quería confirmar. Yo he supuesto que habría hablado contigo antes, y que estaría cubriendo lagunas.
—Para nada. El miércoles se presentó en mi despacho haciendo como si me conociera de toda la vida. Yo no quiero hablar con ella de nada porque sé cómo se las gasta. Es de las que te saca todo tipo de información mientras jura y perjura que tus comentarios son extraoficiales.
—Eso es exactamente lo que me ha dicho, palabra por palabra. Yo le he contestado que no podía hablar de asuntos relacionados con Nordstrom. El señor Koslo no ve con muy buenos ojos a los periodistas. Además, le obsesiona la idea de verse metido en pleitos, y eso que no le han puesto ninguno.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Nada. La he remitido a él. Parece que eso le ha molestado, pero yo no podía arriesgarme a perder el empleo, por mucho que fuera amiga tuya.
—No es amiga mía, te lo juro. No la soporto. Es una arpía prepotente y calculadora.
Entonces le referí en pocas palabras el parentesco de Diana Álvarez con Michael Sutton y el trágico final de este.
—¿A qué viene su interés por Audrey? —preguntó Claudia.
—Se ha enterado de lo de su suicidio y ahora quiere escribir un artículo sobre todas las personas que se han tirado desde el puente de Cold Spring. Fue al velatorio de Audrey y vio mi nombre en el libro de condolencias. Entonces se ganó la confianza de Marvin, y este cometió el error de mandármela a mí. Me dio un ataque cuando vi lo que pasaba. Desde entonces, por suerte, está arrepentido.
—Vaya por Dios. Pues sí que parece problemática esa mujer. No tenía ni idea.
Levanté la mirada al ver que William se aproximaba a la mesa con mi vodka con zumo de pomelo en una mano y el de Claudia en la otra.
—Gracias —le dije—. Tiene una pinta estupenda.
—Que lo disfrutes —me respondió antes de regresar a la barra.
Claudia y yo reanudamos la conversación, aunque no quedaba mucho que añadir sobre el asunto. A ella le tranquilizó saber que no me había ofendido al negarse a hablar de Audrey Vanee con mi buena amiga Diana Álvarez, y a mí me tranquilizó saber que no había abierto la boca por su propio interés.
En aras del trabajo, a la mañana siguiente me abstuve de salir a correr. Tras tomarme un bol de Cheerios, me duché y me enfundé el uniforme de los Servicios de Santa Teresa. Bolso en ristre, metí el cartel sándwich en la ranchera de Henry y saqué el vehículo del garaje. La jornada escolar en la Academia Climping comenzaba a las ocho de la mañana. A las siete y media ya estaba aparcada en el arcén, a los pies de la carretera privada, con el cartel sándwich a la vista en el que ponía:
ESTE RECUENTO DE VEHÍCULOS FORMA PARTE DE UN ESTUDIO DE IMPACTO MEDIOAMBIENTAL Y ES UN EJEMPLO DEL USO QUE SE HACE DE SUS IMPUESTOS. GRACIAS POR SU COLABORACIÓN Y DISCULPE LAS MOLESTIAS. ¡CONDUZCA CON PRUDENCIA!
Me planté a un lado de la vía, con el uniforme puesto y el contador en la mano, preparada para pulsarlo cada vez que viera pasar un automóvil. La buena noticia era que tenía mejor la espinilla, pues aunque seguía magullada, ya no me dolía. La mala, que tenía a un visitante. Cinco minutos después de que montara el chiringuito, apareció por allí un coche patrulla de Horton Ravine y paró en el arcén. El conductor salió del vehículo y se encaminó hacia mí a paso tranquilo. Llevaba pantalones oscuros y una camisa blanca de manga corta. No me pareció que fuera un policía «de verdad». Puede que aspirara a serlo, pero no conducía el típico coche patrulla blanco y negro, y no llevaba ni la placa ni el uniforme reglamentario del Departamento de Policía de Santa Teresa o del Departamento del Sheriff del Condado. Por otra parte, tampoco portaba una pistola, una porra o una linterna pesada que pudiera servirle de arma en caso de que tuviera que reducirme. Yo estaba tan absorta en el recuento de automóviles que no pude dedicarle toda mi atención.
Tendría unos treinta y tantos años y era rubio, esbelto y de trato agradable. Sacó un bolígrafo y una libreta; no estaba segura de si se disponía a anotar algo o a extender una multa.
—Buenos días. ¿Cómo está usted? —preguntó.
—Bien, gracias. ¿Y usted?
—Bien. ¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí?
—Cómo no. Estoy haciendo un recuento de vehículos para el condado.
El hombre tardó unos segundos en procesar mi respuesta.
—¿Sabe usted que esta carretera es particular?
—Por supuesto. No hay duda alguna al respecto, pero me basta con que haya un acceso público para incluirlo en mi informe.
El hombre repasó mentalmente la lista habitual de cuestiones por verificar.
—¿Tiene un permiso?
—¿Para esto? Me han dicho que no necesito ninguno para realizar un análisis del uso de la vía pública.
—¿Puede enseñarme algún documento de identidad?
—Tengo el permiso de conducir en el bolso. Se lo enseñaré con mucho gusto si es usted tan amable de esperar a que dejen de pasar coches.
El agente se quedó observando dos vehículos que en aquel momento atravesaban la entrada principal. Uno giró para subir por el camino privado que conducía a la escuela; el otro siguió recto hacia Horton Ravine. Clic. Clic. Conté dos más. En cuanto se produjo un hueco en el tráfico, aproveché para ir por el bolso que tenía en el asiento del copiloto metiendo medio cuerpo por la ventanilla abierta. El hombre aguardó paciente a que contara otro automóvil antes de sacar la cartera y abrirla para mostrársela. Entonces la cogió y anotó rápidamente mi nombre, el número del permiso de conducir y mi dirección.
—Millhone se escribe con dos eles. Mucha gente se come la segunda. —Me fijé en que él se llamaba B. Alien—. El coche es de mi casero. Hoy me lo ha dejado porque el mío está en el taller. Los papeles se encuentran en la guantera, por si quiere echarles un vistazo. Por nuestras direcciones verá que vivimos uno al lado del otro.
—No hace falta —contestó él y, tras devolverme el permiso de conducir, se volvió para observar los coches que se aproximaban.
Al ver pasar un vehículo lo contabilicé con presteza. El hombre ya se había acostumbrado al ritmo de aquellas interrupciones intermitentes.
—No veo ningún distintivo de la EPA.
—Aún no lo tengo. Es la primera vez que me encargan un trabajo como este. El Departamento de Transporte lleva a cabo una inspección anual, y esta vez me han escogido a mí. He tenido suerte.
—¿Cuánto tiempo prevé permanecer aquí?
—Un día y medio, como mucho. Una hora por la mañana y otra por la tarde, a menos que me envíen a otra parte. Nunca se sabe con esos payasos.
Al ver otro coche, levanté un dedo.
—Un momento —le dije mientras contabilizaba el vehículo que subía hacia Climping—. Disculpe la interrupción. Enviamos las estadísticas a Sacramento y ahí se acaba la cosa, que yo sepa. Un caso típico de despilfarro de dinero público, pero pagan bien.
El hombre meditó la cuestión. Debió de quedarle claro que yo no estaba infringiendo la ley, ya que al final me dijo:
—Está bien, siempre y cuando no obstaculice el tráfico.
—En cuanto pueda, dejaré de incordiarle.
—Le dejo que siga con su trabajo. Que pase un buen día.
—Igualmente. Le agradezco su cortesía.
—Faltaría más.
Estaba tan pendiente de mantener la farsa que casi se me escapó el Mercedes. Con el rabillo del ojo vi un sedán negro que subía la cuesta hacia la academia a toda velocidad, con una joven al volante. No llegué a leer lo que ponía en el adhesivo del parachoques, pero estaba pegado en el lugar indicado y ya sólo por eso merecía que le echara un vistazo más de cerca.