14
Dante
El jueves por la tarde, Dante se encontró por fin con su hermano. Cuando salió de la oficina, Tomasso y Hubert ya lo esperaban en el aparcamiento con la limusina al ralentí. Mientras Dante salía del ascensor, Cappi apareció por la esquina, al parecer de camino a una planta superior. Dante lo vio primero y se abalanzó sobre él, que enseguida se dio cuenta de lo que iba a suceder. Cappi dio un traspié hacia atrás agitando los brazos mientras intentaba esquivar a su hermano. Giró sobre sus talones, y apenas había dado cuatro pasos cuando Dante lo placó por detrás y ambos cayeron al suelo profiriendo sendos gruñidos. Dante se levantó enseguida, se enderezó y agarró a Cappi por la pechera de la camisa. Después lo levantó de golpe y lo lanzó contra la pared. Cappi, respirando con dificultad, intentó zafarse de Dante. Este pesaba veinte kilos más que su hermano menor y, pese a la diferencia de edad, estaba en mucha mejor forma física.
Dante resopló mientras sujetaba a Cappi con más fuerza, retorciendo el cuello de la camisa de su hermano de modo que formara una ligadura. Oyó un silbido momentáneo procedente de la garganta de Cappi, hasta que este se quedó sin aire y ya no pudo emitir ningún otro sonido. Dante, presa de la ira, no logró controlar su fuerza. La sensación que lo embargaba le resultó familiar. Concentró toda su energía en las manos hasta que a Cappi se le hinchó la cara y casi se le salieron los ojos de las órbitas. Comenzó a sudar profusamente, y Dante se dio por satisfecho.
Su guardaespaldas, Hubert, apareció de pronto a su lado y se detuvo en seco mientras asimilaba la situación. Echó un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que ningún viandante estuviera lo bastante cerca para ver lo que sucedía. Si alguien se hubiera fijado, una simple mirada al guardaespaldas de ciento treinta y cinco kilos lo habría disuadido de intervenir. Ese era el trabajo de Hubert, disuadir a la gente para que no se entrometiera en los asuntos de su jefe, cualesquiera que estos fueran.
Dante sabía que si hubiera seguido apretando hasta que a Cappi se le doblaran las piernas y cayera como un peso muerto, Hubert se habría encogido de hombros y le habría pedido a Tomasso que saliera de la limusina para ayudarlo a meter el cuerpo en el maletero. Dante también sabía que Hubert lo habría hecho sin expresar el más mínimo reproche. La mera presencia del guardaespaldas le permitió recuperar el dominio de sí mismo. Dante aflojó la presión y permitió así que Cappi respirara. No apartó su cara de la de su hermano, pese a que este moqueaba y en su respiración entrecortada se percibía el miedo.
—¡Escucha, tarado de mierda! ¿Tienes idea del daño que has causado?
Cappi agarró la muñeca de su hermano para impedir que continuara asfixiándolo. Dante lo soltó de repente y le empujó con fuerza contra la pared. Cappi se inclinó hacia delante y aspiró profundamente sacudiendo la cabeza.
—Audrey había llegado a un acuerdo con ellos. Nos la iba a jugar.
Dante se acercó a su hermano.
—No tenías ningún derecho a intervenir, gilipollas. Audrey nunca me habría delatado.
—Te equivocas. —Cappi tenía la mano en la garganta y estaba a punto de llorar—. Se le echaron encima. La asustaron de mala manera y la tía acabó cediendo.
—¿Quién la asustó?
—Un poli, no sé cómo se llama. Todo lo que sé es que Audrey se derrumbó y aceptó contárselo todo. Lo habría hecho en aquel momento, pero entonces llegó su novio con el dinero de la fianza y tuvieron que dejarla marchar. Iba a reunirse con el fiscal del distrito a primera hora del lunes.
—No me vengas con gilipolleces, joder. Tú no tienes por qué meterte, no tienes que encargarte de nada. De nada en absoluto. ¿Lo captas, capullo?
—Papá me apoyó. Se lo comenté y me dijo que hiciera lo que tuviera que hacer.
Dante vaciló.
—¿De qué hablas? ¿Se lo dijiste a papá?
—Sí. Pregúntaselo tú. Cuando me enteré de lo que pasaba, fui a hablar con él enseguida. Me dijo que me encargara del asunto. Tú no estabas, y alguien tenía que hacer callar a esa hija de puta.
—¿Papa te lo dijo?
—Te lo juro. No lo habría hecho si no me lo hubiera dicho él. Joder, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Nos habría delatado.
—Si vuelves a hacer algo así, te patearé hasta matarte. Ahora sal de mi vista.
Dante empujó a Cappi hacia el ascensor y le dio una patada en el culo como despedida.
Tras meterse en la limusina se reclinó en el asiento y cerró los ojos. La paliza no serviría de nada. Dante sabía que su hermano correría a contárselo a su padre para quejarse de lo sucedido. El goce momentáneo que le había producido pegar a Cappi acabaría volviéndose en su contra. Su única esperanza estribaba en hablar con su padre antes de que lo hiciera Cappi. Todo dependería de quién pudiera chivarse primero. Una situación absurda a su edad. Procuró olvidar el incidente. Tenía otros asuntos de los que ocuparse.
Aquel día había invitado a comer a su hermana Talia para hablarle de Lola.
—He estado pensando en pedirle que se case conmigo.
—Vaya, eso sí que son buenas noticias.
—Te agradecería que te ahorraras el sarcasmo. Te lo cuento a ti porque eres una de las pocas personas en las que confío.
—Lo siento. Creía que lo decías en broma.
—Pues va muy en serio. Hemos estado hablando del asunto, y no me parece tan mala idea.
—No lo entiendo. Lleváis ocho años juntos. ¿Por qué te quieres casar con ella ahora?
—Quiere tener un hijo.
—¿Quiere tener un hijo?
—¿Qué hay de malo en ello?
Talia se echó a reír.
Dante cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—No me hagas esto. No lo conviertas en una discusión. Dime lo que te parezca, por eso he sacado el tema, pero no te pongas borde conmigo.
—Está bien, tienes razón. Deja que respire hondo y empecemos de nuevo. No te estoy acusando de nada. Sólo te haré algunas preguntas, ¿vale?
—Está bien.
—¿Cómo va a llevar el embarazo?
—Como cualquier mujer, supongo.
—No lo llevará como cualquier mujer. Talia está para que la encierren, y no lo digo como crítica. Me limito a exponer los hechos. Le obsesionan su cuerpo y su peso. Por eso fuma, para no engordar.
—Dice que lo dejará. También ha reducido el consumo de alcohol. Ahora sólo toma una copa de vino al día, eso es todo.
—Porque le preocupan las calorías, y por eso toma drogas.
—No toma drogas. ¡Con qué me sales tú ahora! Talia está totalmente en contra de las drogas.
—Salvo de las que suprimen el apetito. ¿La has mirado últimamente? Está esquelética. Tiene un trastorno alimenticio.
—Tuvo un trastorno alimenticio, pero lo solucionó. El doctor Friedken la visitó durante un año y ahora ya está bien.
—No lo llames doctor. Ni siquiera es un psicólogo clínico con autorización para ejercer. Es un nutricionista holístico. Un curandero.
—Pues la ayudó, y ahora está mejor. Come como una persona normal.
—Y entonces va al baño y se mete los dedos en la garganta. Las embarazadas engordan, no hay vuelta de hoja. Se pondrá histérica.
—No todas las embarazadas engordan. Tú no engordaste.
—¡Gané dieciocho kilos! —Talia alargó el brazo y sujetó a su hermano de la mano—. Dante, sabes que te quiero más que a nada en este mundo, así que deja que te diga algo con el corazón. Lola es una narcisista. Es irritable e insegura. Sólo piensa en sí misma. ¿Cómo va a cuidar de un niño?
Acto seguido cambiaron de tema, porque ninguno de los dos quería decir algo de lo que fuera a arrepentirse después. La pregunta que había hecho Talia era incómoda, y Dante aún la estaba meditando.
Abordó a su padre después de la cena, cuando el anciano estaba sentado en el porche fumándose un puro. Dante siempre había asociado el olor a humo de puro con su padre. Tiempo atrás, Lorenzo senior había fumado dentro de la casa. Lo consideraba su privilegio. Las cortinas y los muebles tapizados del salón acabaron impregnados de humo; el techo, amarillento por la nicotina; las ventanas, empañadas por los residuos del tabaco. Cuando Dante trasladó a su padre a la casa principal, lo instó a fumar únicamente en uno de los patios exteriores.
El anciano tenía ochenta y tres años e imponía mucho menos que en la época en que solía ensañarse con su hijo. Los puñetazos y las patadas estaban pensados para mantenerlo a raya, o eso afirmaba su padre. Ahora no dejaba de sorprenderle lo pequeño que era, como un adulto en miniatura. Tenía las mejillas arrugadas y hundidas, mientras que la nariz y las orejas parecían desproporcionadas en relación con la cara. Las entradas, muy pronunciadas, recordaban un corazón: una uve gris en medio de la frente con arcos de calvicie a ambos lados.
Dante se sentó frente a su padre.
—¿Te has enterado de lo de Audrey?
—Espero que no hayas venido a quejarte.
—Pues la verdad es que a eso vengo. No puedo permitir que Cappi la cague de esta forma.
—Mira, chico, tú no estabas. Vino a consultarme un problema y su solución me pareció razonable. Cappi sabía que tú nunca le darías permiso, estás demasiado ocupado dando órdenes y metiéndote con él. Además, te habías ido a no sé qué montaña, y nadie podía ponerse en contacto contigo.
—En Canadá tienen teléfono. Podríais haberme llamado en cualquier momento.
—Eso es lo que tú dices. Alguien tenía que agarrar el toro por los cuernos.
—Papá, conocía a Audrey desde hacía años. No nos habría delatado, te lo garantizo.
—Eso no es lo que le contaron a Cappi. Por lo visto, nos la iba a jugar. Le dije que se ocupara del asunto.
Su padre y Cappi habían usado la misma frase, «nos la iba a jugar».
Dante no estaba seguro de a cuál de los dos se le habría ocurrido primero.
—No te entiendo. Le dices que se ocupe él del asunto y va y se carga a una empleada valiosa. No me parece bien. ¿O es que a ti te lo parece?
—Puede que haya sido una metedura de pata, no te lo discuto. Si delegas la responsabilidad, no puedes venir después a cuestionar lo que ha pasado.
—No delegué nada. Fue cosa tuya. No te permito que me desautorices.
—¿Que te desautorice? Yo soy el que te cedió la autoridad.
—Es verdad, pero ahora soy yo el que está al mando. Cappi no tiene ni idea de este negocio.
—Pues entonces enséñaselo tú.
—¡Lo he intentado! Tiene la concentración de un mosquito.
—Dice que lo tratas con mucha condescendencia, y que lo menosprecias.
—Eso es una gilipollez.
—No me lo discutas a mí, sólo te cuento lo que él me ha dicho.
—Y yo te estoy diciendo que Cappi no sirve para esto. Yo asciendo a los empleados de la empresa basándome en sus méritos y en su antigüedad. Puede que lo acusen de asesinato. ¿Qué te parece?
—A ti también te han acusado más de una vez.
—Razón de más para no dar que hablar.
—Tú eres el fuerte. Has tenido todas las ventajas. Tu hermano no tuvo tanta suerte.
Iba a responder, pero se mordió la lengua. Su padre recurría a la misma excusa cada vez que perdía una discusión. Al final, Dante no pudo contenerse.
—¿Por qué no tuvo tanta suerte?
—Porque tu madre se fue y lo abandonó.
—¡Por Dios! ¿Sabes qué? Mamá también me abandonó a mí, y no es que me pongas las cosas muy fáciles. Todo lo contrario. Tengo que cargar con Cappi me guste o no.
—Esa es la actitud egoísta a la que me refiero. Cappi no es responsable de lo que pasó, entonces era muy pequeño. Lo que hizo vuestra madre le hundió la moral y aún no lo ha superado. Es tan susceptible porque ella le rompió el corazón. Ha tenido que soportar una carga muy pesada, algo de lo que tú te libraste.
—¿Que yo me libré? Primera noticia. ¿Y cómo es eso?
—Nunca dijiste nada sobre lo que hizo tu madre. Dime una sola pregunta que me hayas hecho después de que se fuera. Cappi preguntaba por ella cada día, y cada día lloraba a moco tendido. Tú no derramaste ni una lágrima.
—Porque tú me dijiste que espabilara.
—Así es. A los doce años uno ya tiene que controlarse. Sabías por qué se marchó, no tuvo nada que ver contigo. Cappi sólo tenía cuatro años, ¿qué iba a pensar? Su madre desapareció de repente. Tu hermano no ha vuelto a ser el mismo desde entonces.
—Tengo cuatro hermanas que han salido bastante centradas. ¿Cómo es que ellas son normales y él no? ¿Y qué hay de mí?
—Incluso entonces, tú ya captabas las cosas. Las mujeres son así. Cuando crees que puedes confiar en ellas, se largan sin decir ni una palabra. Ni siquiera dejó una nota.
—¿Así que Cappi es un perdedor y ahora resulta que es por eso? ¿Se escaquea de todo por lo que pasó entonces? Ojalá hubiera tenido yo esa suerte.
—Vigila lo que dices, y ten cuidado con lo que deseas.
—Olvídalo.
Dante se levantó. Tenía que alejarse del viejo antes de que perdiera los estribos.
Su padre parecía inquieto y le habló con tono irritado.
—¿Dónde está Amo?
Dante lo miró fijamente, desconcertado.
—¿Amo?
—No lo he visto desde el desayuno. Quiere que lo lleve a cazar. Le dije que iríamos al campo de tiro y que practicaríamos un rato.
—Amo lleva muerto cuarenta años.
—Está en el piso de arriba. Le dije que fuera a buscar a Donatello y que bajaran los dos.
Dante vaciló.
—Creí que habías dicho que a Donatello no le gustaba cazar.
—Ya se acostumbrará. Así se hará un hombre. Ya lo conoces, allí donde va su hermano, va él detrás.
—Está bien, papá —respondió Dante—. Si veo a cualquiera de los dos, le diré que los estás esperando.
—Y diles que no pienso esperar todo el día. Es muy poco considerado por su parte, me parece a mí.
Dante entró en la biblioteca y se sirvió un bourbon. Quizá se tratara de una perturbación momentánea. Su padre se confundía de vez en cuando, especialmente al anochecer. A veces se olvidaba de una conversación que habían tenido quince minutos antes. Dante no le había dado nunca demasiada importancia: creía que los tropiezos mentales de su padre eran producto del cansancio o de la depresión. Puede que hubiera sufrido un pequeño derrame cerebral. Dante tendría que encontrar un pretexto para traer a un médico y pedirle que le hiciera una revisión. Su padre no toleraba bien la enfermedad ni la decrepitud. Nunca daría muestras de debilidad.
Dante se llevó la bebida a la cocina, donde encontró a Sophie metiendo los platos en el lavavajillas.
—¿Has visto a Lola?
—Hace una hora. Iba en chándal, de camino al gimnasio.
—Estupendo.
Dante bajó al sótano. Uno de los atractivos de la casa eran las intrincadas dependencias subterráneas. Muy pocas viviendas californianas tenían sótano. Cavar a casi ocho metros de profundidad se convirtió en una pesadilla: costó una fortuna extraer la gran cantidad de piedras de todos los tamaños y los bloques de arenisca hundidos en el denso terreno arcilloso. La casa había sido construida en 1927 por un tipo que hizo dinero especulando en la Bolsa y logró conservarlo durante la Depresión. Era una edificación muy sólida, que le transmitía cierta sensación de seguridad y de permanencia.
Subió las escaleras que conducían hasta la caseta de la piscina. Dedujo que Lola estaría corriendo en la cinta porque su novia había subido el volumen del televisor para que tapara el chirriante ruido de la plataforma móvil y el golpeteo de sus zapatillas de deporte. Dante se detuvo en el pasillo para observarla a través de la puerta entreabierta. Confiarle sus dudas a Talia había sido un error. Podría haber evitado exponerse a la franqueza y a la mordacidad de su hermana, pero lo hizo porque sabía que sería sincera y no se iría por las ramas. Creía haber borrado de su mente los comentarios de Talia, pero su hermana había conseguido hacerlo cambiar de perspectiva con menos de veinticinco palabras. Ya empezaba a darse cuenta de la diferencia. Aquella mañana se había fijado en el aspecto de Lola mientras esta dormía despatarrada en la cama, y lo comparó con el aspecto que tenía ahora. Su novia se maquillaba para hacer ejercicio incluso sabiendo que estaría sola. Aún tenía esos ojazos oscuros, perfilados en negro, que parecían enormes en un rostro tan afilado como el suyo. Aún tenía la melena oscura. Ahora iba algo despeinada porque sudaba profusamente, pero eso a él no le importaba. Cayó en la cuenta, gracias a los comentarios de Talia, de lo mucho que Lola había adelgazado y de lo menuda que era ahora. Tenía la espalda muy estrecha y su cabeza parecía sostenerse de forma precaria sobre un cuello tan delgado como una tubería. Parecía una de esas criaturas alargadas que salen de una nave espacial moviéndose con languidez a través de la neblina y el humo, extrañamente familiares y a la vez sobrenaturales.
Cuando lo vio, Lola bajó el volumen del televisor pero siguió corriendo. Llevaba pantalones de chándal y una camiseta de manga larga que le venía muy grande. Las mangas arremangadas revelaban sus huesudas muñecas y los dedos, unidos por unos tendones que sobresalían como cuerdas de piano.
—Venga, déjalo ya por hoy. Pareces reventada —dijo Dante.
Lola comprobó la pantalla de la cinta.
—Cinco minutos más y lo dejo.
Sin parar de correr, volvió a subir el volumen del televisor y el sonido retumbó en toda la sala. Mientras esperaba, Dante se entretuvo observando el gimnasio. Era un espacio de cuarenta metros cuadrados, con las paredes recubiertas de espejos. Estaba equipado con varias máquinas para levantar pesas, dos cintas, una bicicleta reclinada y una bicicleta estática. ¿Cuántas horas pasaba ahí Lola cada día?
Cuando se acabó el tiempo, Lola caminó a menor ritmo durante cinco minutos y después apagó la máquina. Dante le pasó una toalla, que Lola se apretó contra la cara. Al empaparla con el sudor que le corría por el cuello manchó la toalla de maquillaje anaranjado. Dante la sujetó por la espalda y la acompañó hasta la puerta, apagando las luces a medida que pasaba frente a los interruptores.
Lola le rodeó la cintura.
—¿Qué te ha dicho Talia?
—¿Sobre qué?
—Venga, Dante. Ya sabes de qué hablo.
—No le pareció muy buena idea.
—Seguro que no. Cree que soy neurótica, caprichosa y egocéntrica. Estoy segura de que piensa que como esposa sería una mierda, y como madre aún peor.
—No dijo eso.
—¿Por qué no dejas de protegerme? Ya soy mayorcita, así que habla claro. Quiero saber lo que te dijo.
Dante pensó en todas las objeciones que había puesto Talia y eligió una de ellas.
—Se preguntaba qué pasaría cuando engordaras. Pensaba que te costaría aguantar el embarazo.
—¿Y?
—Puede que tenga razón. Me preocupas.
—Lo sé, y eres un encanto por preocuparte. Le puedes decir que no va a haber ningún embarazo. Hace un año que no me viene la regla. Dará saltos de alegría.
—No hablemos de eso ahora. Tenemos tiempo para pensarlo cuando vuelvas a estar bien.
—¡Ja!
—Ya sabes que, si quieres, podemos buscar un especialista.
Lola reclinó la cabeza en el hombro de Dante y se acomodó a su paso.
—Esto es lo que más me gusta de ti. Nunca pierdes la esperanza. Crees que si sigues insistiendo, todo saldrá bien.
—¿Tú no lo ves así?
—Te diré lo que pienso: me parece que esta relación ha llegado a su fin. Creo que lo único que te une a mí es tu sentido de la responsabilidad, porque todo lo demás se acabó hace mucho.
Dante le apretó el hombro, pero no supo qué responder. Tiempo atrás semejante comentario lo habría herido profundamente. Ahora volvió a pensar en Nora y no pudo evitar alegrarse.
Dante llevó a Cappi en su coche hasta el departamento de recepción y envíos del almacén de Allied Distributors en Colgate. Su padre había comprado el complejo de ladrillo y madera en la época en que pasaba bebidas alcohólicas de contrabando. Dante había adaptado la estructura a sus necesidades. Amplió los metros cuadrados mediante la incorporación de una nave de acero prefabricado a lo largo de la fachada. La maquinaria se hallaba bajo tierra, en una zona en gran parte inacabada a la que su padre se había referido siempre como las catacumbas. Dante sospechaba que allí habría bastantes cuerpos enterrados. En ocasiones bajaba con la linterna para explorar el habitáculo, y alguna vez encontraba cajas polvorientas de whisky y de ginebra amontonadas en algún rincón.
Mientras se dirigían desde el aparcamiento hasta el muelle de carga, Dante le fue explicando los detalles básicos del negocio y los nombres que empleaban para referirse a los distintos miembros de la banda.
—Audrey era una trotona, la intermediaria entre los descuideros y los empaquetadores. Cubría los condados de Ventura, Santa Bárbara y San Luis Obispo, y coordinaba la operación de la costa central con San Francisco y algunos puntos del norte. Normalmente, ella no habría ido a los almacenes, pero detuvieron a una de nuestras mecheras por pagar con un cheque falso y Audrey la sustituyó. La tiraste por el puente y todo el circuito ha quedado desmantelado. Aún estamos intentando reorganizarlo.
—¿Y yo cómo iba a saberlo?
—Basta de quejarse. No voy a echarte más la bronca por ese asunto. La jodiste a lo grande. Tendrías que habérmelo preguntado, pero dejémoslo ya. Estoy intentando que entiendas cómo funciona el negocio. Esto es lo que tanto te interesa saber, ¿no?
—Bueno, sí. Si quieres que te sea útil, tengo que saber cómo va todo.
—De acuerdo. Las trotonas pagan a las mecheras por un día de trabajo, suelen ser unos tres de los grandes en efectivo. Llamamos a la mercancía «la cosecha» o «el fardo», a veces «la bolsa». Los empleados a los que llamamos «limpiacosechas» quitan etiquetas y señales identificativas. Se reúnen cada dos semanas.
—¿Dónde?
—En un par de sitios que alquilamos. Hay un recorrido habitual al que llamamos «la gira». A los tipos que lo hacen en coche los llamamos «taxistas». No te preocupes por los nombres de cada empleo, sé que hay mucho que asimilar. Todo encaja a la perfección. Si sacas a alguno de los jugadores, tendrás un problema.
—¿De cuántas personas estamos hablando?
—De un número suficiente. Nos aseguramos de que cada equipo sepa lo menos posible sobre los equipos restantes, de modo que, si hay algún fallo, nadie pueda poner en peligro a los demás. Al cabo de un tiempo la cosecha sale del circuito y acaba aquí para ser distribuida.
—¿Adónde?
—Eso depende. San Pedro. Corpus Christi. Miami. En cada punto la cosecha pasa por las manos de empleados en los que sé que puedo confiar, pero aquí se están produciendo fallos. Este es el punto más problemático en la actualidad. Nos han robado dos veces. La semana pasada alguien se llevó un palé de productos farmacéuticos, y ahora nos faltan envases de leche maternizada. Ni siquiera puedo saber cuántos. Creía que era un error administrativo, como cuando alguien se equivoca al apuntar un decimal y se jode todo. Pero no ha sido ningún error.
—¿Alguien nos roba a nosotros? ¡No hablarás en serio!
—No puede decirse que contratemos a miembros de los boy scouts precisamente. La cuestión es que tenemos que limitar el acceso a los muelles de carga, es la zona en la que somos más vulnerables. Los empleados salen para fumar y acaban merodeando por esta zona. No parece que estén haciendo nada malo, pero no tendrían por qué venir aquí. Estamos poniendo en práctica nuevos procedimientos de supervisión, y aquí es donde entras tú.
Cappi respondió con tono crispado.
—¿Y qué quieres que haga, que esté aquí con una tablilla, contando mercancías y asegurándome de que todo el mundo tenga permiso para entrar?
—Si lo quieres ver así, sí. En cuanto un envío esté en el interior del edificio, alguien tiene que hacer cuadrar la mercancía con el manifiesto de carga…
—¿A qué viene la palabreja? ¿Qué coño es un «manifiesto»?
—Una lista de productos. Lo mismo que una factura, un informe detallado de lo que nos han enviado y adónde tiene que ir a continuación. Mientras tanto, lo guardamos todo aquí hasta que llegue el momento de sacarlo.
—¿Y por qué no me lo habías dicho antes? No puedo aprender nada si me sueltas estos tostones. No paras de enrollarte, y lo que por un oído me entra por el otro me sale. No puedo retener las cosas si no las veo escritas. Aprendo con los ojos. Necesito datos y cifras para poder comprender cómo encajan todas las piezas. ¿Entiendes a lo que me refiero? La planificación. Cuentas por pagar y cosas por el estilo.
—Tengo contables para esa parte del negocio. Te necesito aquí.
—Sí, pero aún no me has dicho de dónde vienen los envíos o adónde van. Sé que la empresa se llama Allied Distributors, pero no tengo ni idea de lo que distribuimos. ¿Alimentos infantiles? No lo entiendo.
—Tú no tienes por qué entenderlo. Basta con que lo entienda yo.
—¿Pero dónde se guardan los libros de contabilidad? Debería estar escrito en alguna parte. No puedes llevar todos esos datos en la cabeza. Si te pasa algo a ti, ¿entonces qué?
—¿A qué viene tanta curiosidad de repente? Llevamos años haciendo lo mismo, y nunca te ha importado un carajo.
—Vete a tomar por culo. Papá ha dicho que ya va siendo hora de que aprenda. ¿Ahora que me esfuerzo por aprender me criticas por no haber mostrado interés antes?
—Es una pregunta legítima. Siento parecer escéptico, pero ¿qué esperabas?
—¿A qué viene todo esto? Joder, o confías en mí o no confías.
—No confío.
—¿Me estás acusando de algo?
—¿Por qué te pones tan a la defensiva?
—No me pongo a la defensiva. Lo único que te pregunto es cómo puedes llevar una operación a esta escala sin que nadie apunte todos los datos.
Dante bajó la vista, esforzándose por no perder los estribos. Si Cappi lo presionaba para que le diera información, se la daría.
—Vale, a la mierda. Te diré cómo. ¿Ves ese terminal de ordenador que está ahí?
A la derecha, justo al lado de la puerta que conducía al almacén, había un escritorio sobre el que reposaban un teclado de ordenador y un monitor. La CPU estaba metida bajo el escritorio. Dante vio que la mirada de Cappi se dirigía a la pantalla apagada del ordenador.
—¿Qué? ¿Ese trasto?
—Ese «trasto», como lo has llamado, es un terminal remoto con acceso desde la casa y desde la oficina del centro de la ciudad. En la pared que hay detrás han instalado líneas dedicadas. Puede que no tenga un aspecto muy impresionante, pero es el cerebro del negocio. Así es como llevamos el control de todo. Hacemos una copia de seguridad tras otra. La contraseña cambia cada semana, y el disco duro se vacía todos los jueves al mediodía. Borrón y cuenta nueva. Las únicas cantidades que dejamos parecen legítimas.
—¿Lo borras todo? ¿Cómo puedes hacer algo así?
—En apariencia sí. Si el juez requisa los ficheros, no podrá acusarnos de nada.
—Creía que los ficheros permanecen en el aparato aunque parezca que los han borrado.
—¿Desde cuándo sabes tú algo sobre ordenadores?
—Oye, me entero de las cosas como todo el mundo. Creía que el FBI tenía expertos.
—Y nosotros también.
—¿Y qué pasa si se joroba algo?
—¿Como qué?
—No lo sé. Un apagón, algo de ese tipo. O si el ordenador se cuelga antes de acabar de vaciarlo.
—Entonces estamos jodidos. ¿Alguna pregunta más?
—Por mi parte, no —respondió Cappi.
—Bien. Ahora quizá podamos pasar al problema que nos ocupa. Este es el agujero que precisa un parche. Me gustaría saber quién nos está chupando la sangre y, lo que es más importante, quiero que no vuelva a pasar.
—¿Por qué yo? ¿Y qué pasa si no quiero pulular por aquí vestido con un mono, como si fuera el vigilante medio lelo del almacén?
Dante sonrió, y le entraron ganas de noquear a su hermano de un puñetazo.
—Tienes un problema de actitud, ¿lo sabías?
—Es un empleo de mierda. Papá dijo que me metieras en el negocio, pero tú me dejas al margen.
—Esto es el negocio. Donde estás ahora mismo. Si quieres un ascenso, tendrás que ganártelo, como hice yo.
Dante dejó a Cappi en el muelle de carga mientras él subía las escaleras metálicas hasta el entresuelo, donde la operación se gestionaba desde cinco despachos situados tras una pared con ventanas altas hasta la cintura. Desde allí podía ver gran parte de las actividades que tenían lugar en los almacenes: hombres en carretillas elevadoras, conduciendo a toda velocidad por los estrechos pasillos entre pabellones de almacenaje de dos pisos de alto; hombres que mantenían conversaciones privadas, sin percatarse de que Dante los estaba observando. Aquí tenía un despacho muy rudimentario, sin ningún refinamiento. Dante no podía ver el muelle de carga, pero había colocado cámaras de seguridad en los puntos estratégicos.
Cappi iba a traerles problemas. Llevaba seis meses fuera de la cárcel, y su libertad estaba vinculada a que tuviera un trabajo. Tiempo atrás había trabajado en la construcción como operario de equipo pesado y había ganado un buen sueldo, hasta que lo despidieron por beber en horas de trabajo. Su respuesta consistió en volver a subirse al bulldozer, arremeter contra el barracón de la obra y destruir dicho barracón y todo su contenido. Fue un milagro que no atropellara al capataz, aunque el hombre resultó herido por los escombros que volaron por los aires. Además de una larga lista de delitos contra la propiedad, Cappi fue acusado de agresión con agravantes, agresión con arma mortífera e intento de asesinato, cargos por los que acabó en el presidio de Soledad.
Su padre quería que lo iniciara en el negocio, así que Dante lo puso en nómina. Cappi se lo comunicó al funcionario de vigilancia penitenciaria sin mencionar que nunca se había presentado en el trabajo. Le dijo a su padre que necesitaba tiempo para volver a intimar con su mujer y con sus hijos, cuando en realidad estaba muy ocupado perfeccionando sus habilidades al billar en el salón de su casa de Colgate. En público, se cuidaba de evitar los bares, las armas de fuego y la compañía de delincuentes fichados. En su casa se bebía dos packs de seis cervezas al día y pegaba a su mujer si esta se quejaba. Al cabo de un mes, Dante finalmente le ordenó que se presentara en la oficina, decisión que ahora lamentaba.
Al carecer de interfono, Dante tuvo que llamar a gritos a su secretaria, la cual se encontraba en el antedespacho.
—¿Bernice? ¿Puedes venir, por favor?
—Un momento, antes tengo que acabar algunas cosas.
Dante sacudió la cabeza. La chica tenía diecinueve años. La había contratado hacía cuatro meses, y ya lo tenía calado. Se entretuvo ordenando los papeles de su escritorio hasta que Bernice apareció por la puerta. Era una chica alta y desgarbada, con una espesa mata de pelo rubio encrespado que llevaba recogido en una cola de caballo. Iba a trabajar vestida con vaqueros y zapatillas de deporte, lo que a Dante no le importaba, pero la camiseta escotada no le parecía nada bien. ¿Es que las mujeres de hoy en día no tenían ningún pudor?
—¿Qué? —preguntó Bernice.
—¿Conoces a mi hermano?
—¿Parezco idiota? Todo el mundo conoce a Cappi. Está más chiflado que una regadera.
—Me gustaría que lo vigilaras. No tiene muy claro el concepto de trabajar a cambio de un sueldo. Me parece que aún no lo ha captado.
—Cobro extra por hacer de canguro.
—¿Y por espiar?
La idea le pareció más interesante.
—¿Quiere informes frecuentes?
—Eso estaría bien —respondió Dante—. Mientras tanto, llama a Dade O’Hagan. Ahí está su número.
Dante empujó la agenda en su dirección y observó cómo Bernice iba pasando las páginas.
—¿O’Hagan, como el alcalde?
—Exalcalde. No estás nada al día. Se trata de un viejo asunto. Voy a pedirle que me devuelva un favor, por si te interesa saberlo.
—¡Qué guay! —exclamó Bernice con una sonrisa.
—Y que lo digas.