13
Tardé una hora y cuarenta y cinco minutos en viajar desde Santa Teresa hasta San Luis Obispo. Estaba en la carretera antes de las ocho de la mañana, así que llegué a S. L. O. a las diez menos cuarto en punto. El tiempo a finales de abril era fresco y soleado, con una brisa juguetona que se colaba a través de los árboles que bordeaban la carretera. Apenas había tráfico. Durante los meses invernales había llovido suficiente para transformar el habitual color dorado de las colinas en un verde brillante. San Luis Obispo es la capital del condado y sede de la Misión de San Luis Obispo de Tolosa, la quinta de las veintiuna misiones que salpican la costa californiana desde San Diego de Alcalá, en el extremo más meridional, hasta San Francisco Solana de Sonoma al norte. No tuve ocasión de apreciar el encanto de la ciudad. Cuando se trata de ir en busca de algo, lo hago con determinación, y entonces sólo me interesaba lo que pudiera encontrar en la casa de Audrey. El hecho de que no tuviera la llave le añadía aún más emoción al asunto. Puede que se me presentara la oportunidad de usar las ganzúas que me había regalado Pinky.
Salí de la 101 en Marsh Street, me metí en el carril de desaceleración y aparqué junto a la acera. Había dejado un mapa de la ciudad sobre el asiento del copiloto y dediqué unos cuantos minutos a orientarme. Buscaba Wood Lane, que según el índice de calles estaba en alguna parte de la casilla J-8. Seguí las coordenadas y tomé la curva cerrada que llevaba de Marsh hasta Broad Street, una de las principales arterias que atravesaban la ciudad. Cerca del aeropuerto, en la sección suroriental de la ciudad, Broad se convertía en Edna Road. Wood lane era una calle lateral tan fina como una pestaña y aproximadamente igual de larga.
La zona estaba destinada a usos industriales y agrícolas. Supuse que, muchos años atrás, algún urbanista o algún constructor con la suficiente visión de futuro se habría percatado de que, en lugar de parcelar los terrenos, sería más rentable dejarlos sin edificar. Unas cuantas viviendas unifamiliares salpicaban un paisaje eminentemente rural. Además de campos cultivados para plantarlos en primavera, el paisaje consistía en extensiones de tierra apelmazada, vegetación escasa y alguna que otra valla aislada. Aquí y allá se veían afloramientos de piedras tan grandes como sedanes de arenisca. Debido a la falta de árboles, el viento levantaba remolinos de polvo al barrer la tierra desnuda.
Wood lane era un callejón sin salida con dos casitas de madera al fondo. El bungaló de la derecha se alzaba en medio de un césped bien cuidado, con un camino de acceso asfaltado y bordeado de piedras blancas. Era el número 803, y supuse que sería la vivienda de la casera. El camino de acceso al bungaló de Audrey consistía en dos surcos de tierra con una franja de césped muerto en medio. Al final del camino había un garaje para un solo coche con un pequeño cobertizo adyacente. Aparqué y recorrí el camino de tierra, sin dejar de fijarme en la maleza que rodeaba la casa por tres lados. La puerta basculante del garaje parecía muy antigua, pero se abrió sin problemas. El interior estaba vacío y olía a polvo caliente. El suelo era de cemento, con una mancha negra en el centro donde algún vehículo había perdido aceite. El cobertizo adyacente contenía dos bolsas de mantillo de corteza mordisqueadas por las ratas.
Volví al porche delantero y subí las escaleras. La pintura blanca del chalet de una planta se había vuelto terrosa con el paso del tiempo. Las persianas de lamas que cubrían las ventanas se encontraban en un estado deplorable, y colgaban torcidas de sus soportes. Habían clavado un buzón al lado de la puerta de entrada. Le eché un rápido vistazo y saqué dos cartas, ambas dirigidas a Audrey Vanee. Dado que estaba muerta y que nadie me observaba, abrí los dos sobres. La primera era una oferta preaprobada para recibir la tarjeta de crédito de una empresa que esperaba poder cubrir sus necesidades económicas. La segunda era la respuesta a una pregunta sobre una propiedad de alquiler en Perdido, cuarenta kilómetros al sur de Santa Teresa. Era una circular enviada como respuesta a un formulario rellenado por Audrey en el que faltaban varios datos necesarios para tramitar su solicitud. Había varias equis entre paréntesis para indicar que debía proporcionar la dirección y el teléfono de la empresa en la que trabajaba, su cargo y el número de años que llevaba ejerciéndolo. También le pedían el nombre y el número de contacto de su casero actual, y las razones de su próxima mudanza. «Lamentamos comunicarle que no disponemos de ninguna propiedad en alquiler en estos momentos. No obstante, hemos incluido su carta en nuestro fichero y, si alguno de nuestros inquilinos nos notifica su marcha, con mucho gusto le escribiremos de nuevo».
Me metí las dos cartas en el compartimento exterior del bolso. La oferta de la tarjeta de crédito iría directa a la basura, pero pensaba releer el impreso de la administración de fincas. Quizá tuviera alguna utilidad, aunque no sabía muy bien de qué podría servirme. De momento, la casa seguía siendo mi única fuente posible de información. Por si existía la más remota posibilidad de que la puerta no estuviera cerrada con llave, probé a abrirla. No hubo suerte.
Ya puestos, me dirigí a la parte posterior de la casa e intenté abrir la puerta trasera, con idéntico resultado. Volví al jardincillo delantero y estudié aquella calle tan poco concurrida. Pese a gustarle tanto alternar, Audrey vivía a muchos kilómetros del bar y de la tienda más cercanos. ¿A qué se debería? Si necesitaba pasar dos noches al mes en San Luis Obispo, ¿por qué no se alojaba en el Motel 6 más próximo? No me cabía en la cabeza por qué habría decidido alquilar una casa tan aislada, a menos que se trajera algo entre manos.
Observé la casa de al lado, separada de la de Audrey por una alambrada medio caída. Todas las plantas del jardín de Audrey estaban muertas, pero pude ver indicios de un jardín recién plantado al otro lado de la valla. Detrás de la casa, una mujer con un cesto para ropa tendía sábanas recién lavadas. Las sábanas ondeaban y se agitaban al viento como un ruidoso batir de alas.
Me acerqué a la valla y esperé a que la mujer me viera. Rondaría los cuarenta y llevaba una bata de estar por casa de algodón con un delantal encima. Iba sin medias y tenía las piernas recias y los músculos de los brazos bien definidos a base de trabajo. Cuando me vio, la saludé con la mano y le hice un gesto para que se acercara. La mujer se metió un puñado de pinzas de la ropa en el bolsillo del delantal y se aproximó a la valla.
—¿Busca a Audrey?
—No exactamente. No sé si se ha enterado, pero murió el domingo pasado.
—Iba a decirle lo mismo. Lo leí en el periódico.
—¿Usted es su casera?
—Mi marido y yo le alquilábamos la casa —respondió con tono cauto.
—Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada.
Metí la mano en el bolso, saqué una tarjeta de presentación y se la di. Vi cómo leía mis datos de pasada.
—Vivian Hewitt. Pensaba que era de la policía.
—No, para nada. Audrey estaba prometida a un amigo mío. Han surgido varios interrogantes tras su muerte, y mi amigo me ha contratado para que ate los cabos sueltos.
—¿Qué tipo de interrogantes?
—Para empezar, Audrey le dijo que tenía dos hijos ya mayores que vivían en San Francisco, pero mi amigo no sabe cómo ponerse en contacto con ellos. Como mínimo le gustaría comunicarles lo que ha pasado. Pensó que Audrey quizá guardaba una libreta de direcciones aquí, junto a sus efectos personales.
—Entiendo que esté preocupado. ¿Hay algo más?
—Básicamente, ahora se pregunta si le han tomado el pelo como a un tonto. Algunas de las cosas que Audrey le contó han resultado ser falsas, y además se saltó un par de detalles cruciales.
—¿Como qué?
—La habían condenado por hurtos de mayor cuantía y pasó una temporada en la cárcel. Un hurto de mayor cuantía significa que la detuvieron con mercancía valorada en más de cuatrocientos dólares. Hace seis meses, por fin dejó de estar en libertad condicional, pero el viernes de la semana pasada volvieron a detenerla. Esperábamos que usted estuviera dispuesta a abrir la casa para dejarme echar un vistazo. Si le parece, podría acompañarme si no se fía de mí.
La casera me examinó brevemente.
—Espere aquí, iré a buscar la llave.
Nada más irse Vivían Hewitt, volví al porche delantero e intenté atisbar por las ventanas. Al estar bajadas las lamas de las persianas sólo conseguí ver alguna franja estrecha de suelo, lo cual no me proporcionó demasiada información. Pasados unos minutos, Vivían regresó con un llavero enorme. Observé cómo buscaba entre la colección de llaves hasta encontrar una marcada con un punto de esmalte de uñas rojo. La insertó en la cerradura, pero no logró abrir la puerta. Con el ceño fruncido, la sacó y lo intentó de nuevo.
—Vaya, no sé por qué no funciona. Es un duplicado de la que le di a Audrey.
—¿Le importa si le echo un vistazo?
Vivían me dio la llave. Comprobé la marca del fabricante, y a continuación me incliné hacia delante y examiné la cerradura.
—Aquí pone Schlage, pero la llave es de la marca National.
—¿Cambió la cerradura?
—Eso parece.
—Pues a mí no me lo dijo.
—Audrey no deja de sorprendernos. Tengo otro método para abrir la puerta, si a usted no le parece mal.
—No quiero que rompa las ventanas, ni que abra la puerta de una patada.
—Desde luego que no.
Nos dirigimos a la parte posterior de la casa e intentamos abrir la puerta trasera con la misma llave. Como era de esperar, también habían cambiado la cerradura.
—¿Le importa si abro con una ganzúa?
—Adelante. Nunca he visto cómo se hace.
Cogí mi fiel estuche de cuero con cremallera y saqué las ganzúas que Pinky Ford había fabricado especialmente para mí. Pinky me confesó que a veces fabricaba ganzúas de aspecto complicado cuando en realidad los únicos objetos que se precisaban eran un tensor y un trozo de alambre plano doblado por la punta. Una horquilla o un clip también servirían. Extraje el tensor del estuche y lo inserté en la cerradura, presionando suavemente mientras introducía la ganzúa hasta el fondo. El truco consistía en ir moviendo continuamente la ganzúa mientras la sacaba, para que no topara con los pernos. Con suerte, la ganzúa iría empujando hacia arriba un perno tras otro hasta mantenerlos por encima de la línea de corte. Tras levantar todos los pernos, la cerradura se abriría por sí sola. Tengo una ganzúa eléctrica que hace lo mismo en la mitad de tiempo, pero no suelo llevarla encima. Si te pillan con las herramientas propias de un ladrón pueden acusarte de un delito grave.
Mientras me daba lecciones prácticas, Pinky desmontó varias cerraduras con mecanismos distintos para demostrar la técnica empleada. Después me comentó que era cuestión de pillarle el tranquillo, lo que variaba de una persona a otra. Como sucede con cualquier otra habilidad, la práctica hace al maestro. Durante una temporada llegué a ser toda una experta, pero como llevaba bastante tiempo sin forzar una cerradura, la tarea requería paciencia. Vivian me observaba con interés, y no me extrañaría que lo intentara por su cuenta una vez me hubiera ido yo. Cuando llevaba dos minutos intentándolo y estaba a punto de desesperar, los pernos cedieron. La puerta se abrió hacia adentro y pudimos entrar a echar un vistazo.
—¡Qué útil! —comentó Vivian.
—¡Ya lo creo!
En circunstancias como esta, me gusta ser sistemática. Empiezo por la puerta de entrada y me voy alejando. Tenía a Vivian justo detrás cuando me volví para inspeccionar la estancia.
—¿Ha estado aquí últimamente?
—No desde que Audrey se mudó.
El interior era una sencilla caja dividida en cuatro cuadrados: sala de estar, cocina, dormitorio y otra habitación que hacía las veces de baño, lavadero y trastero. En la sala de estar vi una variopinta colección de muebles de distintos estilos: sillas, dos mesas rinconeras, un sofá, una máquina de coser y un aparador con una encimera de mármol de imitación, todos ellos arrimados a las paredes. Los cajones y los armarios estaban vacíos. Sobre una de las mesas había uno de esos teléfonos pasados de moda modelo Princesa. Lo descolgué para comprobar si aún se oía el tono de marcar, pero no había línea.
—¿Cuánto tiempo llevaba alquilando el piso?
—Un poco más de dos años.
—¿Ustedes pusieron un anuncio en el periódico?
—Lo intentamos, pero nadie respondió, así que clavamos un cartel de SE ALQUILA frente a la casa. Audrey llamó a la puerta y nos pidió que se la enseñáramos. Mi marido y yo compramos estas dos viviendas a la vez, pensando que uno de nuestros hijos viviría aquí. Como no pudo ser, decidimos alquilarla para ganar algo de dinero. En esta zona no abundan los posibles inquilinos, por eso acepté enseñársela encantada. Le dije que no le cobraríamos la limpieza siempre que no tuviera animales domésticos.
—¿Firmó un contrato de alquiler?
—No hizo falta. Me pagó al contado, seis meses por adelantado. Sacó el dinero del billetero, contó los billetes y me los puso en la mano.
—Usted debió de ponerse contentísima.
—Desde luego. Lo que más me gustaba era que alguien viviera al lado. Sólo tenemos un coche, así que esperaba que Audrey me llevara al centro de vez en cuando. No me imaginé lo poco que estaría en casa, aunque «casa» puede que no sea la palabra más adecuada. Viajaba mucho, y sólo vivía aquí cuando se encontraba por esta zona.
—¿Cada cuándo solía venir?
—Un sábado cada dos semanas.
Al no haber comedor, en medio de la sala de estar habían colocado una mesa rectangular lo suficientemente grande como para diez personas. La habitación olía a algún producto de limpieza con aroma a pino. Me acerqué a la mesa para inspeccionar el tablero, inclinándome a fin de verlo a la luz. No había manchas ni huellas de dedos, lo que me pareció interesante. Le di a un interruptor y se encendió la lámpara del techo. Me puse a cuatro patas y examiné el suelo de cerca. Junto a la pata de la mesa encontré un trozo de plástico transparente de unos cinco centímetros en forma de T, no mucho más grueso que un hilo. Se lo mostré a Vivian.
—¿Sabe qué es esto?
—Parece uno de esos plásticos que se usan para sujetar las etiquetas a las prendas de ropa.
—Exacto —respondí mientras me lo metía en el bolsillo. Bajo la pata de la mesa encontré otro y lo guardé junto al primero.
Seguí buscando sin dejar de interrogar a Vivian cada vez que se me ocurría alguna pregunta. La cocina estaba impoluta. Las encimeras y los alféizares no tenían ni una mota de polvo. Marvin había dicho que Audrey era una neurótica de la limpieza, pero ¿cuándo habría tenido tiempo de limpiar tan a fondo? La nevera estaba vacía, a excepción de los condimentos habituales: salsa Tabasco, mostaza, ketchup, aceitunas y mayonesa, todos ellos colocados en los estantes de la puerta. A juzgar por los restos de espuma azul y las hebras de lana de acero, habían fregado la encimera de la cocina con un estropajo metálico empapado en jabón. El cubo de la basura de tapa oscilante estaba forrado con una bolsa de papel marrón. En el fondo de la bolsa encontré un trapo sucio y reseco con el mismo aroma a pino que impregnaba el resto de la casa. Bajo el trapo hallé los restos de dos estropajos metálicos muy gastados. A veces soy un hacha cuando se trata de encontrar pistas.
—¿Tenía visitas? —pregunté.
—Estoy segura de que sí. Solía venir una camioneta dos veces al mes, poco después de que Audrey llegara a casa. Entonces ella iba a la parte de atrás, abría el garaje y hacía pasar al conductor. Si las visitas entraban y salían por la puerta trasera, me era imposible verlas desde mi casa. Esos mismos días también venía una furgoneta de reparto blanca.
—Un montón de gente —comenté.
—Si estaba aquí por la noche y tenía las luces encendidas, cerraba siempre las persianas.
—Supongo que no quería que usted la viera.
—Pues no tendría por qué haberse preocupado, porque Rafe y yo solemos irnos a la cama antes de las diez. A Audrey le gustaba trasnochar. A veces tenía las luces encendidas hasta bien entrada la madrugada. Yo duermo mal, por eso me levanto dos o tres veces cada noche.
—¿Recuerda cuándo estuvo Audrey aquí por última vez?
—Diría que el domingo o el lunes por la noche, pero eso no puede ser. Según el periódico, la encontraron el domingo por la tarde, así que seguro que me equivoco.
La inspección de los armarios que había debajo de la encimera reveló un montón de enormes sartenes de hierro fundido y de cazos baratos de cinco litros. En los armarios de arriba encontré muchos vasos y dos vajillas de melamina. Uno de los cajones estaba lleno de todo tipo de utensilios de cocina, y en otro habían guardado una serie de cubiertos que no hacían juego. No había lavavajillas ni triturador de basuras, pero encontré una botella de lavavajillas de esas de plástico blando guardada bajo el fregadero. Aunque la despensa estaba vacía, los numerosos círculos pegajosos en estantes por lo demás limpios indicaban la presencia reciente de productos enlatados de tamaño familiar. Para ser una mujer que ni cocinaba ni daba fiestas en su casa, Audrey estaba preparada para alimentar a una multitud.
—¿Qué pasó después de los primeros seis meses de alquiler?
—Audrey vino a mi casa una tarde y me pagó los seis meses siguientes.
—¿Siempre al contado?
Vivían asintió.
—Supongo que debería haberle preguntado por qué pagaba en efectivo, pero la verdad es que no era asunto mío. Al menos no tenía que preocuparme por si me daba un cheque sin fondos.
—¿No se preguntó nunca por qué llevaba Audrey tanto dinero encima?
—Ya me imagino adónde quiere ir a parar. Piensa que quizá vendía droga. Yo también leo los periódicos, y sé lo que son los laboratorios de metanfetamina y los cultivos de marihuana. Si hubiera creído que estaba haciendo algo ilegal, habría llamado a la policía.
—Bien hecho. A veces la gente está tan absorta en sus asuntos que se olvida de obrar como es debido.
Entré en el dormitorio, amueblado de forma muy rudimentaria con un colchón grande, dos almohadas y un montón de mantas cuidadosamente dobladas a los pies de la cama. El armario estaba vacío, y ni siquiera habían dejado una percha de alambre colgada de la barra. Cerré los ojos y aspiré. El persistente aroma del perfume White Shoulders resultaba inconfundible.
Recorrí la habitación dos veces más, volviendo la cabeza para hablar con Vivian.
—Si ve algo que a mí se me ha pasado por alto, dígamelo, por favor.
La posibilidad de encontrar su agenda de direcciones me pareció ridícula, ya que Audrey no había dejado ni un solo objeto personal. Estaba convencida de haberlo registrado todo, aunque no hubiera escarbado en los parterres con flores muertas ni dado golpecitos por todas las paredes en busca de paneles secretos.
Garabateé la dirección de Marvin en el reverso de una segunda tarjeta.
—Esta es la dirección de su prometido. Si llega correo a nombre de Audrey, ¿podría reenviárselo a él?
—No veo por qué no.
—¿Quiere que cierre con llave?
—No hace falta. Haré que cambien las cerraduras lo antes posible. No sabemos quién más puede tener una llave.
Vivian me acompañó hasta el coche.
—Le agradezco mucho su amabilidad.
—No quiero proteger a esa mujer si lo que hacía era ilegal. Admito que me inquietaba un poco, por eso la vigilaba. Como no tenía muy claro lo que me preocupaba, llegado el momento no pude denunciar nada en concreto.
—Lo entiendo. No iba a llamar a la policía porque alguien cerrara las persianas —señalé—. Cuando vuelva su marido, ¿podría preguntarle si se le ocurre alguna cosa más?
—Se lo preguntaré, pero no creo que pueda ayudarla. Yo era la que trataba con Audrey. Una mujer muy agradable, por cierto. Su horario me parecía bastante raro, pero, a parte de eso, no puedo decir nada malo de ella.
—Mi cliente está en el mismo barco —expliqué—. Si recuerda alguna cosa más, ¿le importaría llamarme? El número de mi despacho está en la parte de delante de la tarjeta, y el de mi casa en el dorso.
—Por supuesto. Espero que me cuente todo lo que descubra.
—Se lo contaré, y gracias por su ayuda.
Volví al coche, salí del callejón y giré por Edna Road. No aparté la vista del retrovisor, y cuando ya no podían verme desde la casa, aparqué en el arcén y saqué el paquete de fichas del bolso. Escribí todo lo que había descubierto, lo cual no era mucho. Audrey Vanee era un enigma y como tal estaba sacándome de quicio. Cuando acabé de escribir mis notas, puse el coche en marcha y volví a la 101. Llegué a Santa Teresa a la una y cinco del mediodía. Aunque me pareció que el viaje había sido una pérdida de tiempo, no lo di totalmente por perdido. A veces no encontrar nada también resulta revelador.
Al atravesar la ciudad pasé por la casa de Marvin con la esperanza de encontrarlo allí. Abrió la puerta con una servilleta de papel al cuello. Se la quitó y la arrugó con una mano.
—Qué agradable sorpresa. No esperaba verte tan pronto.
—No quiero interrumpirte el almuerzo.
—No lo interrumpes. Entra, por favor.
—Me preguntaba si habrías tenido la oportunidad de localizar las facturas telefónicas antiguas.
—Sí que las encontré. ¿Has comido?
—Ya compraré alguna cosa de camino al despacho.
—Tendrías que comer algo. He hecho una olla grande de sopa. Caldo de pollo con fideos, y le he añadido muchas verduras. Cada semana hago una sopa distinta, según lo que haya en el mercado. Podemos hablar en la cocina.
—Eres un hombre de múltiples talentos —observé.
—Yo que tú no opinaría todavía.
Esperé a que cerrara la puerta de entrada y luego lo seguí hasta la cocina, con su rincón para desayunar pintado de amarillo brillante. Marvin subió el fuego bajo la olla de cinco litros y sacó un bol del armario.
—Toma asiento. ¿Te apetece beber algo?
—Agua del grifo.
—Ya me ocupo yo, tú siéntate y relájate.
Marvin puso hielo en un vaso y lo llenó bajo el grifo del fregadero. Sacó una servilleta de papel y una cuchara y me sirvió la sopa en un bol, que trajo con cuidado desde la cocina sonriendo tímidamente. Parecía contento de tener compañía. En medio de la mesa había colocado un jarrón con un ramillete de flores silvestres, y de pronto me di cuenta de lo considerado que era. Sentí mucho que Audrey lo hubiera engañado. Marvin no se lo merecía.
La sopa era espesa y muy sabrosa.
—¡Está buenísima! —exclamé.
—Gracias. Es una especialidad mía, la única que tengo.
—Pues es muy buena —afirmé—. ¿También haces pan y pasteles?
—Galletas, pero eso es todo.
—Tengo que presentarte a mi casero, Henry. Es el hermano menor de William. Sospecho que los dos tendríais mucho de que hablar.
Cuando acabé de comer, Marvin insistió en que permaneciera sentada mientras él lavaba los platos y los colocaba en el escurreplatos.
Le conté cómo había ido mi visita a la casa de Audrey en San Luis.
—Podrías haber hecho el viaje tú mismo —afirmé—. Sé que te preocupaba el impacto que podría causarte, pero no hubo ninguna sorpresa. La casa estaba totalmente vacía.
—¿Era un sitio agradable?
—¿Agradable? Para nada. Era un cuchitril. No me extraña que a Audrey le gustara vivir contigo.
—¿Encontraste una agenda de direcciones por alguna parte?
—No encontré ni un solo objeto personal.
—Qué raro —dijo Marvin—. Espera un segundo, que voy a buscar las facturas telefónicas.
Salió de la cocina y volvió al cabo de un momento con una carpeta que colocó sobre la mesa frente a mí.
—Espero que no te importe, pero ya las he repasado yo. El mes pasado hizo dos llamadas a Los Ángeles, tres a Corpus Christi, en Texas, y una a Miami, en Florida. Lo mismo en enero y en febrero. Si hizo otras llamadas, tendrían el prefijo 805.
—Mala suerte. —Recorrí la lista de números con la mirada. Marvin había puesto una señal junto a las llamadas que atribuía a Audrey—. ¿Has probado a llamar a estos números? —pregunté.
—Pensé que sería mejor que lo hicieras tú. Improvisar no se me da nada bien. Me pongo muy nervioso, y quién sabe lo que podría soltar. ¿Quieres usar mi teléfono?
—Claro. Ya que estoy aquí…
—Todo tuyo —dijo, señalando el teléfono de pared.
Me levanté y descolgué el auricular, sosteniéndolo entre la oreja y el hombro. Al coger la factura coloqué el pulgar sobre la primera marca que había hecho Marvin. Marqué el número con el prefijo 213. Después de tres timbrazos, por poco me quedé sorda al oír un pitido estridente, seguido de una voz mecánica que me decía que el número estaba desconectado: «Si cree que ha escuchado esta grabación por error, cuelgue, compruebe el número y vuelva a marcar».
—Desconectado —expliqué.
Marqué de nuevo, con idéntico resultado. El segundo número de Los Ángeles tampoco funcionó. Lo probé diligentemente por segunda vez para asegurarme de que había marcado bien. El mismo callejón sin salida.
—Esto es revelador —observé.
Me centré en la llamada a Miami y marqué el número. Cuando volvió a sonar un pitido, le pasé el auricular a Marvin para que pudiera escucharlo. El número de Corpus Christi sonó veintidós veces según mis cuentas, pero nadie contestó. Colgué y volví a sentarme, con la barbilla apoyada en la mano.
—¿Y ahora qué? —preguntó Marvin.
—No estoy segura. Déjame pensarlo un minuto.
Marvin se encogió de hombros.
—En mi opinión, no tenemos nada.
—¡Shh!
—Lo siento.
Marvin volvió a su asiento. Estaba a punto de decir algo más, pero levanté la mano como si fuera un guardia de tráfico auditivo y me puse a repasar mis fichas mentalmente en rápida sucesión. Seguíamos sin agenda de direcciones y sin calendario de citas. Los números a los que Audrey había llamado en los últimos meses de momento no nos servían de nada. Si tuviera acceso a los directorios Polk de Corpus Christi o de Miami, habría podido encontrar las direcciones correspondientes a partir de los números de teléfono. Comprobar esas direcciones, aunque las tuviera, habría significado hacer el viaje yo misma o contratar a investigadores privados en Texas y en Florida para que hicieran el trabajo por mí. Ambas opciones resultaban caras, y puede que no hubiéramos descubierto nada. Si los teléfonos estaban desconectados, lo más probable es que las viviendas en las que se encontraban también estuvieran cerradas.
Estos eran los datos que había recopilado hasta entonces: Audrey tenía razones para pasar la noche en San Luis Obispo un promedio de dos veces al mes. Durante sus estancias en dicha ciudad vivía en una casa situada en una zona aislada donde tenía garantizada la privacidad. Lo que hiciera en esa casa requería el uso de una mesa en la que cabían al menos diez personas, una despensa repleta de alimentos enlatados de tamaño familiar y los suficientes cazos y sartenes como para alimentar a un gran número de visitantes. Vivian Hewitt dijo que a veces había una camioneta y una furgoneta de reparto blanca aparcadas en el camino de entrada de Audrey, pero nunca vio a nadie entrar en la casa. Eso indicaba que sus visitantes entraban y salían por la puerta trasera, la cual no resultaba visible desde la casa de su vecina. Vivian también me contó que las noches en que las luces estaban encendidas hasta tarde, Audrey cerraba siempre las persianas de lamas.
Al principio pensé que era Audrey la que se esforzaba en no dejar ningún rastro, pero llevaba muerta desde el domingo y no se me ocurrió cómo podría haber hecho un trabajo tan concienzudo en el breve periodo comprendido desde su detención hasta que se tiró desde el puente. Estábamos a jueves, y alguien había vaciado de objetos personales la casa de San Luis y había limpiado todas las superficies. De haberlo hecho Audrey, ¿de dónde sacó el tiempo? Vivian Hewitt había afirmado que alguien había estado allí el domingo o el lunes por la noche. Evidentemente, no se trataba de Audrey.
Repasé la factura telefónica. De los cuatro números a los que había llamado, tres estaban desconectados. Tras la muerte de Audrey, alguien estaba limpiándolo todo, cortando cualquier conexión, borrando cualquier prueba. Lo único que había visto con estos ojitos eran dos trozos minúsculos de plástico transparente. Miré a Marvin a los ojos.
—¿Qué? —preguntó.
—Encontré esto. —Levanté un dedo para alertarlo de mi hallazgo mientras me metía una mano en el bolsillo y sacaba los dos pedúnculos de plástico transparente—. ¿Qué te parece que son?
—Esos chismes que usan en las tiendas para sujetar las etiquetas a la ropa.
—Exacto. ¿Sabes qué pienso? Que Audrey se reunía con los miembros de su banda dos veces al mes y que se sentaban alrededor de la mesa para cortar las etiquetas de todas las prendas que habían robado. No sé qué hacían con la mercancía después, y tampoco sé qué ha pasado con la banda, pero tras la muerte de Audrey alguien se ha apresurado a desmantelar el tinglado.
—¿Y ahora qué?
—Creo que he empezado por donde no debía. No tiene ningún sentido investigarla a ella. Audrey está muerta. A quien necesitamos localizar es a la mujer más joven. Aún no me he perdonado que se me escapara la matrícula de su coche.
—Sí, es una lástima que no tengas una máquina del tiempo. Podrías teletransportarte al aparcamiento y echar otra ojeada.
Sentí una pequeña sacudida mental. No es que me quedara con la boca abierta, pero esa fue la sensación que tuve.
—¡Caray! Gracias por decírmelo. Se me acaba de ocurrir una idea.