12

Henry me había insistido para que aparcara en el camino de entrada de su casa mientras él se hallara fuera de la ciudad. Ahora que la ventana de su cocina no estaba iluminada para recibirme, parecía como si todo el barrio se hubiera quedado sin energía. Entré en su casa y lo primero que hice fue precalentar el horno, sólo para poder aspirar el olor a especias calientes. Acometí mi recorrido envuelta en aromas a azúcar caramelizado y canela, encendiendo las luces donde hiciera falta. Eché un vistazo a la cocina, al lavadero y a los dos baños para asegurarme de que no se hubiera reventado ninguna cañería, o de que una fuga de gas no amenazara con volar la casa por los aires. En los dormitorios estaba todo en su sitio: no había ventanas rotas, ni señales de que alguien hubiera entrado a robar. Escuché los mensajes acumulados en el contestador para asegurarme de que Henry no se perdiera ningún asunto crucial. Después fui a regarle las plantas, metiendo primero un dedo en la tierra de las macetas para no pasarme con el agua. A veces pienso que la rutina lo es todo en la vida. El fin de semana tardaría siglos en llegar, y, cuando llegara, me parecería interminable. Mi única esperanza consistía en acudir al restaurante de Rosie tantas veces como me fuera posible. Estaba convencida de que Marvin me despediría por mi insolencia, pero ¿y a mí qué más me daba? Me ahorraría la molestia de tener que tratar con Diana Álvarez.

Apagué el horno y las luces y cerré con llave. Luego pasé por mi estudio el tiempo suficiente para encender algunas lámparas de mesa y usar el baño antes de dirigirme andando al restaurante de Rosie, donde pedí una copa de Chardonnay y algo para comer. La cena no era lo peor que ha cocinado Rosie, pero se le acercaba bastante. En la deslumbrante rotación de platos de su disparatado repertorio, me suele servir algún comistrajo una vez al mes como término medio.

Charlé con William, cumplimenté a la cocinera, saludé brevemente a un par de parroquianos a los que conocía y salí disparada. Para cuando entré en mi estudio ya eran las siete de la tarde. Había conseguido llenar una hora. ¡Pues vaya! Estábamos en abril. No oscurecería del todo hasta casi las nueve, así que haber dejado algunas luces encendidas en mi estudio era una clara muestra de optimismo: pensé que podría matar el tiempo durante toda una tarde con una copa de vino y un plato de tocino y chucrut. Afortunadamente, la luz de mi contestador estaba parpadeando, así que le di a la tecla como si me fuera a proporcionar comunicación procedente del espacio exterior.

«Hola Kinsey, soy Marvin».

Al fondo se oía ruido de platos, tintineo de vasos y más risas de las que probablemente mereciera la conversación. Estaría llamando desde el bar al estilo Cheers en el que había conocido a Audrey. De repente se elevó el volumen de las carcajadas. Tuve que entrecerrar los ojos y taparme una oreja para entender lo que me estaba diciendo.

«He estado pensando en lo que me dijiste, y ahora entiendo tus recelos. No quieres que esa mujer, la tal Álvarez, se meta en tu investigación, lo que es muy comprensible. Se trata de tu integridad profesional y eso es algo que admiro. En cuanto a tu opinión sobre las diferencias entre robar en tiendas y atracar bancos…, bueno, eso también lo entiendo. Es la primera vez que me veo expuesto a un delito, sea del tipo que sea, y me cuesta ponerlo en contexto. ¿Por qué no me llamas para que sigamos hablando? Aún quiero que vayas a la casa de Audrey en San Luis Obispo. Llámame cuando puedas».

Vaya, menudo rollo. ¿Cómo iba a hacerme ahora la ofendida cuando Marvin me daba toda la razón? Merecería la pena ir al bar para tener una charla sincera con él. Y, lo que era más importante, con los amigos de Audrey. Pero había un pequeño problema: nadie había mencionado el nombre del bareto. Todo lo que sabía era que estaba en el barrio de Marvin. Saqué el listín telefónico y busqué el número, y por una vez lo encontré a la primera. Buscar algo en el listín suele ser una pérdida de tiempo, pero no lo fue esta vez. Apunté la dirección, que estaba en el otro extremo de la ciudad, justo en la amplia curva que traza State Street antes de convertirse en Holloway. Consideré la posibilidad de cambiarme de ropa, pero la descarté. Ya iba bien con lo que llevaba puesto: vaqueros, botas y un jersey de cuello alto. Me dirigía a un bar de barrio, no a un antro donde ligar. Me puse una cazadora tejana, me colgué el bolso al hombro y me encaminé al coche.

Marvin vivía en un barrio de viviendas de clase media, casas pequeñas en parcelas asimismo pequeñas de un estilo arquitectónico típico de las décadas de 1940 y 1950. Reduje la velocidad para poder absorber mejor el carácter del barrio. Las fachadas eran de estuco o de madera, los tejados de tejas rojas envejecidas o de tablones asfálticos. Pude apreciar el cuidado con que los propietarios mantenían sus parcelas. Casi todo el mundo segaba el césped, recortaba los setos y pintaba los postigos de madera. Si bien estas casas no eran ni grandes ni lujosas, comprendí de inmediato el atractivo que tendrían para alguien como Audrey, cuyos domicilios anteriores incluían al menos una prisión estatal y unas cuantas cárceles locales. Al irse a vivir con Marvin debió de pensar que le había tocado la lotería.

Tras dar la vuelta para retomar State Street giré a la derecha y pasé frente a unos cuantos comercios, cerrados en su mayoría. La luz trémula de un farol iluminaba débilmente una barbería, una oscura ferretería, un restaurante tailandés y una peluquería femenina. Recordé que había un pequeño bar por esa zona porque lo había visto alguna vez al pasar.

Di la vuelta a la manzana y esta vez lo localicé. Antes lo había pasado por alto porque no tenía letrero. El nombre del bar, Down the Hatch[1], estaba pintado en la fachada de un estrecho edificio amarillo apenas iluminado. Al parecer, sus propietarios no pretendían atraer a nuevos clientes, sino cuidar a los antiguos que les seguían siendo fieles. La puerta estaba abierta y permitía ver un cálido interior a media luz, en el que destacaba un letrero de cerveza en neón azul colgado de la pared del fondo. Aparqué en un extremo de la calle y fui a pie hasta el bar. El olor a humo de tabaco se percibía a cien metros de distancia. Una nube de residuos de alquitrán y nicotina flotaba en la entrada como una cortina que era preciso atravesar para acceder al interior. Seguro que tendría que volver a la tintorería en la que había recogido mi cazadora vaquera el día anterior. Me merecía mucho más dinero del que me pagaban.

Una vez dentro, me asaltó un tufillo a cerveza, bourbon y paños de cocina sucios. Habían colocado dos altos cilindros transparentes con tapas de cristal a la entrada del bar, uno al lado del otro. Uno contenía un líquido turbio, brandy quizás, en el que habían sumergido melocotones o albaricoques. El otro estaba lleno hasta la mitad de rodajas de piña y guindas al marrasquino. El aroma embriagador de la fermentación proporcionaba cierto aire navideño al ambiente. Como en muchos otros bares, había diversos televisores repartidos por la sala, todos ellos sintonizados en canales distintos. Una de las opciones era una antigua película de gángsteres en blanco y negro, en la que muchos tipos tocados con sombreros de fieltro blandían metralletas. La opción número dos era un combate de boxeo, y la número tres un partido nocturno de béisbol que probablemente se estaba jugando en el Medio Oeste. Para rematar la selección, en otro televisor se emitía un programa de bricolaje por si no tenías muy claro cómo usar una caja de ingletes.

Marvin estaba de pie junto a la barra, donde los clientes aguardaban en doble hilera apretujados contra las rodillas de los bebedores que se habían apoderado de los taburetes de cuero negro. Marvin llevaba pantalones de vestir de color gris marengo, un polo con los botones superiores desabrochados y una americana. Sujetaba un vaso de vermut en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Me miró de reojo, desvió la mirada un instante y volvió a mirarme. Sonrió y levantó el vaso.

—¡Eh, chicos, mirad quién está aquí! Es la detective privada de la que os estaba hablando.

Sus amigos, un grupito de bebedores empedernidos, se volvieron todos a una. De pronto cinco pares de ojos, unos más borrosos que otros, se clavaron en mí. Marvin me presentó a todo el mundo. Estudié rápidamente a las féminas, lo cual me resultó bastante fácil porque sólo había dos. Geneva Beauchamp rondaría los sesenta y era una mujer gruesa de melena gris hasta los hombros y severo flequillo recto. La otra mujer, Earldeen Rothenberger, era alta, delgada y de hombros caídos, con el cuello largo, la barbilla un poco metida y una nariz que podría haberse beneficiado de los expertos retoques de un cirujano plástico. Tuve que reprenderme a mí misma. Ahora que tantas mujeres se han sometido a todo tipo de correcciones, mejoras y reconstrucciones, son de admirar las que aceptan lo que les tocó en suerte al nacer.

Los hombres parecían más difíciles de clasificar, principalmente porque eran tres, y Marvin dijo sus nombres tan rápido que apenas tuve tiempo de diferenciarlos. Clyde Leffler, a mi izquierda, iba bien afeitado y llevaba su escaso pelo gris ahuecado en forma de tupé. Tenía los hombros huesudos y el pecho hundido, que se veía acentuado por el suéter acrílico de cuello en pico que vestía con vaqueros y zapatillas de deporte. Buster Nosequé, su opuesto físico, tenía el pecho ancho, brazos fornidos y un bigote oscuro muy poblado. El tercer tipo, Doyle North, probablemente fue apuesto en la veintena, pero no había envejecido nada bien. El cuarto miembro del grupito de seis había ido «a hablar con un hombre acerca de un perro». Volvería pronto, y Marvin prometió presentármelo.

—No te preocupes —respondí—. Me será imposible recordar quién es quién de todos modos. —Me acerqué más a Marvin para que pudiera oírme—. No sabía que fumaras.

—No fumo, salvo algunas veces, cuando bebo. Y hablando de beber, ¿te puedo invitar a algo?

—No, gracias. Estoy trabajando. Debo mantener la cabeza clara.

—Venga, bebe algo. ¿Una copa de vino blanco?

Rechacé el ofrecimiento, pero mis palabras quedaron ahogadas por un grito momentáneo de consternación. Levanté la vista justo a tiempo de ver los últimos segundos de un combate de boxeo en el que un tipo golpeaba con tal fuerza a otro que se vio claramente cómo le dislocaba la mandíbula. Marvin se abría paso con dificultad en dirección a la camarera, la cual estaba levantando una bandeja de bebidas al fondo del bar. Vi a Marvin inclinarse para decirle algo. Ella asintió con la cabeza antes de dirigirse a una de las mesas. Marvin volvió hacia mí sujetando su bebida en alto a fin de evitar que alguien la derramara de un codazo. Sostenía asimismo el cigarrillo por encima de las cabezas de los parroquianos para no agujerearles la ropa.

Cuando llegó a mi lado, le hizo un gesto al barman y observé cómo este se acercaba tranquilamente hasta nuestro extremo de la barra. Levantando la voz, Marvin dijo:

—Este es Ollie Hatch, el propietario del bar. De ahí el nombre. Ollie, esta es Kinsey. Sírvele todo lo que te pida.

—Encantado —dijo Ollie. Alargó el brazo sobre la barra y nos dimos la mano.

Marvin se volvió hacia mí.

—¿Tienes tarjetas de visita?

—Sí.

Rebusqué en el fondo de mi bolso y encontré la cajita metálica en la que llevo mis tarjetas. Le di seis y Marvin se las mostró a sus amigos.

—Escuchad, peña. Si se os ocurre cualquier cosa que pudiera ser útil, Ollie tiene varias tarjetas de Kinsey. Os agradecerá cualquier ayuda que podáis ofrecerle.

Su petición no generó una avalancha de información relevante, pero puede que no fuera el momento más adecuado. Marvin le pasó las tarjetas al propietario del bar y luego me tomó del brazo y me llevó a un lado. El nivel de ruido imposibilitaba la conversación. Si él levantaba la voz y yo ladeaba la cabeza, como mucho podía oír algunas palabras inconexas.

—Me disculpo otra vez por lo que pasó con la chica del periódico. Supongo que me dejé llevar…

—Te tendió una trampa. A mí también me lo ha hecho.

—¿Cómo dices?

Marvin se puso un dedo detrás del pabellón de la oreja y presionó el borde hacia delante, como si así pudiera captar mejor el sonido.

Estaba a punto de levantar la voz y repetir lo que acababa de decir cuando decidí que no merecía la pena el esfuerzo. Le señalé la puerta y él se señaló el pecho con expresión inquisitiva. Asentí con la cabeza y me dirigí hacia la salida con Marvin siguiéndome los pasos. Casi tropecé al salir. El aire era tan frío y limpio que parecía que hubiera entrado en una nevera. Afortunadamente, el nivel de ruido se redujo a un murmullo.

—No sé cómo lo aguantas ahí dentro —comenté—. No se puede oír nada.

—Te acostumbras. Es un grupo de locos. Llamamos al bar el Hatch y nosotros somos hatchlings. La mayoría viene aquí desde hace años. Está abierto los siete días de la semana. Hoy, por alguna razón, hay mucho jaleo, pero otras veces está muerto. Cada día es distinto.

Marvin bajó la vista.

—Vaya, la camarera no ha llegado a traerte la bebida. Espera un poco y veré si puedo pillarla…

—No he venido a beber. Esperaba recoger la llave de la casa de Audrey en San Luis. Podría hacer el viaje de ida y vuelta mañana por la mañana.

—Bueno, ese es el problema. No tengo la llave. Sólo sé la dirección, que ahora mismo no recuerdo. ¿Te sobra un minuto para pasarte por mi casa? Vivo a una manzana de aquí.

—No quiero que tengas que irte tan pronto.

—No te preocupes. Suelo venir entre tres y cuatro noches por semana, así que seguro que no me pierdo nada divertido.

—¿Como qué? —pregunté.

—Bueno, a veces Earldeen se cae del taburete, pero normalmente no se hace daño. ¿Tienes coche?

—Aparcado a la vuelta de la esquina. ¿No quieres pagar primero?

—No hace falta. Me lo apuntan y lo pago todo a final de mes.

Recorrimos la media manzana hasta mi coche y lo llevé a su casa, que estaba literalmente a una manzana de allí. Aparqué frente al edificio, lo seguí por el camino de entrada y esperé a que rebuscara entre las llaves de su llavero y abriera la puerta. Después alargó el brazo y encendió la luz. Marvin entró primero y recorrió rápidamente el salón encendiendo las lámparas de mesa. Tanto el salón como el comedor estaban muy ordenados, y nada hacía pensar que el resto de la casa no lo estuviera también.

—¡Qué orden! —exclamé.

—Este sitio era una pocilga antes de que Audrey viniera a vivir aquí. Me convenció para contratar a una señora de la limpieza, algo que nunca me había molestado en hacer antes. Suponía que, si vivía solo, ¿a quién le importaba si estaba o no ordenado? Pero Audrey me metió en vereda.

—Las mujeres suelen hacerlo.

—Mi esposa no. Margaret no era la típica ama de casa hacendosa, sino una mujer creativa y soñadora que vivía en una nube casi todo el tiempo. Era incapaz de ver el caos. Siempre decía que pensaba ponerse a limpiar, pero nunca lo hacía. Parecía que hubiera caído una bomba en la cocina, pero ella creía tenerlo todo bajo control. Si venían visitas, metía los platos sucios y todos los cacharros en el horno para que no estuvieran a la vista. Entonces se olvidaba, precalentaba el horno, la cocina se llenaba de humo y saltaba la alarma de incendios. ¿Qué iba a saber yo? Mi madre era igual, así que creía que eso era lo normal.

Mientras hablaba, Marvin se dirigió a un pequeño escritorio de tapa corrediza y abrió uno de los cajoncitos. Sacó un cuaderno y lo hojeó hasta que encontró lo que estaba buscando.

—La dirección es el ochocientos cinco de Wood lane. Llegó una carta aquí para ella y la apunté. Supongo que lo hice por si quería enviarle flores o algo así. Menudo chiste. —Marvin arrancó la hoja y me la dio—. Audrey mencionó que su casera vivía justo al lado, así que quizá puedas pedirle la llave a ella.

—Vale la pena intentarlo —respondí—. Hay algo que necesito preguntarte. Tengo un amigo que es poli, y este amigo me ha dicho que el cuerpo de Audrey aún se encuentra en el laboratorio del forense. ¿Por qué había un ataúd en el velatorio si Audrey no estaba en su interior?

—El señor Sharonson me proporcionó uno con la condición de que la enterrara en él cuando me entregaran el cuerpo. Me pareció apropiado. Cuando alguien muere, suele haber un velatorio. ¿Crees que hice mal?

—En absoluto, pero me sorprendió saberlo.

—Siento que pudiera parecerte deshonesto. Sólo quería portarme bien con ella.

—Te entiendo —respondí—. Ya que estoy aquí, ¿te importa si echo un vistazo a sus cosas?

—Claro que no, adelante. No son muchas. El escritorio era suyo. Mi despacho está en el segundo dormitorio. Vacié para ella dos cajones de una cómoda en la habitación de matrimonio. En el baño tenía lo típico: champú, desodorante… Cosas de esas.

—Empecemos allí.

—¿Quieres que te acompañe o prefieres que me esfume?

—Ven conmigo. Así, si aparece algo, puedo ir haciéndote preguntas mientras busco.

Marvin me llevó hasta el baño del dormitorio principal.

—Margaret y yo lo reformamos hace quince años. Derribamos una pared aquí y abrimos estos dos dormitorios para hacer una suite. No te parecerá gran cosa comparado con las casas de hoy en día, pero a nosotros nos gustaba. Construimos un anexo en la cocina para hacer una especie de rincón para desayunar, y luego añadimos un porche acristalado.

Ofrecí lo que esperaba que fueran respuestas apropiadas mientras rebuscaba en el botiquín y en los cajones del tocador que Marvin le había cedido a su prometida. Tenía razón acerca de las medicinas de Audrey: no había ni un solo medicamento con receta. A sus sesenta y tres años, lo normal sería seguir alguna terapia hormonal sustitutiva, medicarse para la tiroides o tomar pastillas para la tensión alta y el colesterol. Sus productos de higiene personal eran los habituales. Nada demasiado exótico. Me habría gustado ver un lápiz de labios Mary Kay, sólo para tener la posibilidad de localizar a su vendedora.

—La policía aún retiene su bolso —explicó Marvin sin que viniera a cuento.

—No me sorprende. Es una lástima que no tomara medicinas con receta, podríamos localizar a su médico para que nos explicara algunas cosas.

Cuando vio que ya no me quedaban más cajones por registrar, Marvin dijo:

—El dormitorio está por aquí.

Lo seguí hasta el dormitorio, donde me señaló los cajones que usaba Audrey. Al abrir el primero me llegó una suave fragancia: lilas, gardenias y algo más.

Marvin dio un paso atrás.

—¡Vaya!

—¿Qué pasa?

—Es el perfume White Shoulders que le regalé cuando llevábamos seis meses juntos. Era su favorito.

Sacudió la cabeza una vez y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Estás bien?

Marvin se pasó la mano rápidamente por los ojos.

—Me ha pillado desprevenido, eso es todo.

—Podrías esperarme en la otra habitación si te resulta más fácil.

—No hace falta.

Continué con mi tarea. La ropa interior de Audrey también estaba ordenadísima. En los dos cajones encontré cajas forradas de tela para guardar sus bragas, medias y sostenes, todo cuidadosamente doblado. Palpé las prendas sin descubrir nada. Saqué los cajones de la cómoda y busqué papeles u otros objetos que pudieran estar pegados debajo, o en la parte de atrás. Nada de nada.

Fui hasta el armario y abrí la puerta. Había dos barras para perchas, casillas, divisores de estantes, cestas metálicas y estantes revestidos de cedro tras puertas de lucite transparente. Me pareció que tenía un fondo de armario muy limitado para ser una mujer trabajadora: dos trajes, dos faldas y una chaqueta. Claro que estamos en California, y aquí la gente viste de forma más informal y relajada para ir al trabajo que en otras partes.

El lado del armario que usaba Marvin estaba tan ordenado como el de Audrey.

—Vuestro armario es el colmo —observé—. Seguro que Audrey contrató a una empresa para que viniera a organizaras la ropa.

—Pues la verdad es que sí que la contrató.

Saqué montones de jerséis doblados y palpé las costuras en busca de algo escondido. Busqué en los bolsillos de sus pantalones y de sus chaquetas, abrí cajas de zapatos y hurgué en el cesto de la ropa sucia. No vi nada interesante.

Volví al pequeño escritorio del salón, frente al que me senté y fui registrando los cajones que Marvin había vaciado para que Audrey los usara. No encontré ni libreta de direcciones, ni calendario de sobremesa ni agenda. Era posible que Audrey siguiera una ruta preestablecida y no necesitara apuntarse ningún recordatorio. Pero ¿qué pasaba con las gestiones cotidianas? Todo el mundo tiene listas de cosas por hacer, trozos de papel garabateados, libretas con notas manuscritas. Aquí no había nada de ese tipo. ¿Y eso qué significaba? Si Audrey había decidido suicidarse, puede que hubiera eliminado sistemáticamente cualquier dato personal. No estaba segura de por qué tanto secretismo, a menos que Audrey estuviera obsesionada con cualquier cosa que guardara relación con sus correrías mangantes. Había estado robando con una mujer más joven. Si las dos trabajaban para una banda de ladrones de tiendas, incluso la más mínima información resultaría reveladora. Así que quizá la segunda mujer era la que llevaba el control de las actividades de ambas.

La otra cara de la moneda me pareció igual de inquietante. ¿Y si Audrey no se había suicidado? Si la habían asesinado, probablemente lo hicieron sin previo aviso, y por tanto ella no habría tenido la oportunidad de eliminar sus referencias personales o profesionales. ¿Borraba las posibles pistas que iba dejando a su paso? Tuve que reconocer que había hecho un buen trabajo. Por el momento, Audrey Vanee era invisible.

Me senté en la silla de su escritorio y consideré la situación. Marvin había tenido la sensatez de limitar al máximo sus comentarios. Me volví y lo miré.

—Cuando hacía viajes de negocios, ¿seguía alguna pauta?

—Solía estar fuera tres días a la semana.

—¿Siempre los mismos días o variaba?

—Casi siempre eran los mismos. Estaba fuera miércoles, jueves y viernes, y un sábado cada dos semanas. Los viajantes de comercio suelen hacer un recorrido regular para visitar a los clientes o para llevar material a las tiendas. Además, tienen que realizar unas cuantas ventas en frío para establecer nuevos contactos.

—¿Estaba Audrey aquí el viernes pasado, aunque fuera uno de los días en los que solía viajar?

—No tengo ni idea. Dijo que estaría fuera los tres días habituales. Trabajó desde casa el lunes y el martes y luego se fue, diciendo que volvería a primera hora del sábado.

—A tiempo para su visita habitual a la peluquería.

—Eso es. La peluquería y luego la cita con la agente inmobiliaria.

Cambié de enfoque.

—¿Tenía algún pasatiempo? Puede parecerte irrelevante, pero estoy buscando cualquier cabo suelto al que aferrarme.

—No tenía hobbies. No seguía ningún programa de ejercicios, no hacía deporte y tampoco cocinaba. Solía gastar bromas sobre lo mala que era en la cocina. Cuando yo no cocinaba, íbamos a restaurantes, comprábamos comida hecha o la encargábamos para que nos la trajeran a casa. Le gustaba cualquier cosa que pudiera repartirse a domicilio. Muchas veces comíamos en el Hatch, donde tienen una pequeña carta de platos típicos de bar: hamburguesas y patatas fritas, nachos, chile con carne y esos burritos precocinados que se calientan en el microondas.

Me entraron ganas de volver a toda pastilla al Hatch para pillar un bocado antes de que la cocina cerrara, pero me centré de nuevo en mi tarea.

—¿Cuál era su banco?

—Ni idea. Nunca la vi extender ningún cheque.

—¿Colaboraba con los gastos de la casa?

—Claro, pero me pagaba en metálico.

—¿No tenía una cuenta corriente?

—Por lo que yo sé, no. Puede que llevara un talonario de cheques en el bolso, pero aún lo tiene la poli y dudo que nos vayan a proporcionar un inventario.

—¿Ponía dinero para comprar comida?

—Cuando estaba en la ciudad. Yo pagaba todos los recibos fijos, porque la hipoteca va a mi nombre e igualmente tenía que pagar el agua y la electricidad estuviera ella aquí o no.

—¿Y cuando ibais a cenar fuera?

—Soy de la vieja escuela. No creo que una dama tenga que pagar. Si la invitaba a comer, pagaba yo.

—¿Explicó alguna vez por qué sólo usaba dinero en efectivo? Me parece un poco raro.

—Me contó que tiempo atrás se metió en deudas y quedó en números rojos, así que la única manera que tenía de reducir gastos era pagarlo todo al contado.

—¿Y los extractos de las tarjetas de crédito?

—No tenía tarjeta.

—¿Ni siquiera una tarjeta para pagar la gasolina cuando viajaba?

—No que yo sepa.

—¿Qué hay de las facturas telefónicas? Seguro que hacía llamadas los días que trabajaba desde casa.

Marvin consideró la pregunta.

—Tienes razón. Debería habérseme ocurrido a mí. Buscaré las facturas de los meses que vivió aquí y anotaré todos los números que no reconozca.

—No te molestes en hacerlo hasta que yo haya registrado la casa de San Luis. Podría ser una mina de información.

—¿Hay algo más que pueda hacer mientras tanto?

—Podrías poner un anuncio en los periódicos: el Dispatch, el San Francisco Chronicle, el San Luis Obispo Tribune y los de Chicago. «Se busca información sobre Audrey Vanee…» Da mi número de teléfono por si nos llama algún chiflado, lo que suele ser bastante frecuente en situaciones como esta.

—¿Y si no llama nadie?

—Bueno, si en la casa de San Luis tampoco encuentro nada, diría que lo tenemos crudo.

—Pero, en general, la cosa va bien, ¿no? Es decir, de momento no has descubierto ninguna prueba de que Audrey fuera un cerebro criminal.

—¡Por cierto! Ahora que lo dices, olvidé contarte mi conversación con el subinspector de la Brigada Antivicio. La declararon culpable de hurto de mayor cuantía al menos en cinco ocasiones, lo cual indica que se dedicaba a robar en las tiendas como una descosida.

—¡Dios nos coja confesados! —exclamó Marvin. Era una frase que no había escuchado en años.