11
Nada más irse Marvin abrí un expediente para Audrey Vanee. Normalmente le habría pedido a Marvin que firmara un contrato tipo, en el que se especificara la tarea para la que me había contratado y aceptara mis tarifas. En esta ocasión bastó con un apretón de manos, tras convenir de palabra que la investigación no tendría un final prefijado. Marvin me extendió un cheque por mil quinientos dólares como anticipo, del que tendría que ir facturándole. Si mis honorarios excedían esa cantidad, Marvin podía optar por autorizar gastos adicionales. Ello dependería en gran parte de mi eficacia. Hice una copia de su cheque, lo metí en la carpeta del expediente y dejé a un lado el cheque original para ingresarlo más tarde en el banco.
Básicamente, iba a tener que investigar el pasado de una muerta. En cuanto a nuestros respectivos enfoques, hay que decir que nuestras opiniones diferían. Me daba la impresión de que Marvin se negaba a aceptar la verdad acerca de Audrey cuando no concordaba con sus expectativas. Yo tenía mis sospechas, pero entendía que quisiera aferrarse a la convicción de que su prometida era inocente. Marvin no quería pensar que le habían tomado el pelo, pero yo estaba segura de que Audrey era una sinvergüenza profesional que lo había embaucado. Ahora sólo era cuestión de demostrarlo. Por otra parte, me irritaba que Marvin fuera tan terco como para no admitir que se había enamorado de una tipeja despreciable. A mí me ha pasado lo mismo más de una vez, así que, si nos paramos a considerar los motivos subyacentes, podríamos afirmar que actuaba en su nombre a fin de protegerme a mí misma. Psicología barata por un tubo. Años atrás, cuando me enredaba con granujas, era tan ciega como Marvin, e igual de obstinada. Ahora se me brindaba la oportunidad de pasar a la acción en lugar de quedarme sentada torturándome. La rabia te da poder, el sufrimiento te debilita. ¿A que no cuesta nada adivinar cuál de los dos sentimientos prefiero?
Hice una llamada a Cheney Phillips al Departamento de Policía de Santa Teresa. Cheney era un contacto fabuloso, y solía pasarme mucha información. Pensé que valdría la pena empezar por él e ir avanzando a partir de ahí. El oficial Becker contestó a mi llamada y me dijo que Cheney acababa de salir a comer. ¿A comer? Miré el reloj, intentando averiguar en qué se me había ido la mañana. Estaba claro que tendría que salir en su busca. Sabía cuáles eran sus locales favoritos, tres restaurantes repartidos en un radio de cuatro manzanas a los que se podía ir a pie desde el Departamento de Policía. Dado que mi despacho estaba en la misma zona, la búsqueda no podría haber sido más fácil. Primero probé en el Bistro, el restaurante que me quedaba más cerca. No tuve suerte, y tampoco en el Sundial Café. Mis esfuerzos finalmente se vieron recompensados en el Palm Garden, situado en un centro comercial repleto de galerías de arte, joyerías, tiendas de artículos de piel y tiendas de maletas y artículos de viaje caros, además de una boutique que vendía ropa moderna confeccionada con cáñamo. Las palmeras que daban nombre al restaurante sobrevivían en grandes parterres grises cuadrados, y respondían a la falta de espacio formando raíces aéreas que trepaban por los bordes de los parterres como si fueran gusanos. Muy apetitoso si te sentabas junto a alguna de las palmeras.
Cheney estaba sentado a una mesa del patio. Lo acompañaba el subinspector Leonard Priddy, al que yo no había visto en años. Len Priddy era amigo de Mickey Magruder, mi exmarido, que había muerto dos años atrás. Conocí a Mickey y me casé con él a los veintiuno. Él era quince años mayor que yo y trabajaba en el Departamento de Policía de Santa Teresa. Mickey salió del departamento por la puerta falsa, como suele decirse, acusado de brutalidad policial tras haber matado, supuestamente, a un expresidiario de una paliza. Por consejo de su abogado, Mickey presentó su dimisión mucho antes de que lo imputaran. Al final lo declararon inocente en un juicio celebrado por la vía penal, pero no antes de que su reputación hubiera quedado hecha añicos. Nuestro matrimonio, inestable desde el principio, se desmoronó por razones que guardaban poca relación con lo sucedido. Sin embargo, Len Priddy consideró que yo había abandonado a Mickey cuando más me necesitaba. Nunca lo dijo abiertamente, pero en las escasas ocasiones en las que nuestros caminos se cruzaron me dejó bien claro su desprecio. A saber si su actitud hacia mí se habría suavizado.
Había oído hablar a menudo de él, porque su trayectoria profesional tomó un rumbo similar al de Mickey después de que otro policía muriera de un disparo durante una redada antidrogas fallida. Para empezar, Len Priddy era un rebelde al que habían amonestado más de una vez por incumplir las normas del departamento. En dos ocasiones fue objeto de quejas ciudadanas. Durante la investigación que llevó a cabo Asuntos Internos durante varios meses lo suspendieron de empleo, pero no de sueldo. Asuntos Internos finalmente concluyó que el disparo había sido accidental. Priddy recuperó el prestigio que tenía entre sus compañeros, pero su carrera profesional se estancó sin que nadie supiera muy bien por qué. Según ciertos rumores, si se presentaba a un examen esperando ascender, sus notas nunca eran lo suficientemente buenas, y los informes anuales sobre su conducta profesional, aunque aceptables, no bastaban para reparar el daño causado a su buen nombre.
Mickey juraba que Priddy era un tipo decente, alguien con quien podías contar si te metías en una pelea. No tenía por qué dudar de la palabra de mi exmarido. En aquella época había una pandilla de polis conocida como el Comité Priddy: los chicos de Len, alborotadores, duros y muy dados a partir cabezas si creían que podían salir impunes. Mickey era uno de ellos. Eran los años en los que triunfaban las películas de Harry el Sucio, y muchos polis, pese a afirmar lo contrario, disfrutaban en secreto con el desapego a las normas que mostraba el personaje interpretado por Clint Eastwood. El Departamento de Policía cambió radicalmente con el paso de los años, y aunque Priddy continuaba allí, no lo habían ascendido desde entonces. De haberse visto en esa situación, casi todos sus compañeros habrían buscado otros trabajos, pero Len venía de una familia de policías y estaba demasiado identificado con su profesión como para dedicarse a otra cosa.
En compañía de Priddy, Cheney parecía otro. O puede que mi percepción se viera afectada porque conocía la mala reputación de Priddy. Estuve tentada de evitarlos y posponer la conversación con Cheney hasta más tarde, pero lo había estado buscando con la esperanza de que me contara todo lo que supiera sobre Audrey Vance, y me pareció cobarde por mi parte escabullirme cuando lo tenía a sólo quince metros.
Cheney me vio llegar y se levantó a modo de saludo. Priddy me lanzó una mirada y luego la desvió. Me saludó con indiferencia y después centró toda su atención en el sobrecito de azúcar que se estaba echando en su té con hielo.
Cheney y yo habíamos tenido tiempo atrás lo que podríamos denominar eufemísticamente «una aventura». Es decir, una relación breve y sin efectos perdurables. Ahora nos comportábamos con estudiada cortesía, como si jamás nos hubiéramos enrollado pese a ser ambos más que conscientes de nuestros fogosos escarceos de antaño.
—Hola, Kinsey —saludó Cheney—. ¿Cómo te va? ¿Conoces a Len?
—Sí, desde hace mucho tiempo. Encantada de verte.
No le tendí la mano, y Len ni siquiera se molestó en levantarse de la silla.
—No sabía que aún anduvieras por aquí —dijo Priddy, como si mis últimos diez años trabajando de investigadora privada se le hubieran olvidado por completo.
—Aquí sigo —respondí.
Cheney apartó una silla.
—Siéntate. ¿Quieres comer con nosotros? Estamos esperando a la novia de Len, así que aún no hemos pedido.
—Gracias, pero sólo he venido para hacerte un par de preguntas rápidas. Estoy segura de que querréis hablar de vuestras cosas.
Cheney volvió a sentarse, y yo hice lo propio en el borde de la silla que me había ofrecido para poder mirarlos a los ojos a los dos.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—Tengo curiosidad por conocer algún dato sobre Audrey Vanee, la mujer que…
—Sabemos quién es —interrumpió Priddy—. ¿A qué se debe tu interés?
—Bueno, da la casualidad de que fui testigo del robo que provocó su detención.
—Buena noticia —repuso Priddy—. Ya me había enterado. Ahora trabajo en la Brigada Antivicio. El puente de Cold Spring pertenece al condado, así que los agentes del Departamento del Sheriff son los que investigan su muerte. Si quieres preguntar al respecto, deberías hablar con ellos. Estoy seguro de que tienes muchos buenos amigos allí.
—Montones —repliqué. Puede que estuviera volviéndome paranoica, pero me pareció que Priddy insinuaba que, ya que me había follado a Cheney para conseguir información, sin duda me habría follado también a todo el Departamento del Sheriff—. En realidad, lo que más me interesa saber es si la habían detenido antes.
Miré a Cheney, pero Priddy había decidido que mis preguntas eran asunto suyo.
—¿Por robar en tiendas? —preguntó Priddy—. Claro. Muchas veces. Tenía un buen historial. Con nombres distintos, desde luego. Alice Vincent. Ardeth Vick. También usó el apellido Vest. No recuerdo con qué nombre. ¿Ann? ¿Adele? Alguno que empezaba con A.
—¿Ah sí? ¿Y la detuvieron por hurto de menor o de mayor cuantía?
—De mayor cuantía, y diría que al menos cinco veces. Tenía un picapleitos que le llevaba todo el papeleo. Siempre le aconsejaba declararse culpable de delito menor y aceptar una condena reducida, además de servicios a la comunidad. Las dos primeras veces se salió de rositas. Eran hurtos de poca monta y retiraron los cargos. Fue a un centro de rehabilitación para alcohólicos, o algo por el estilo. ¡Menuda gilipollez! La última vez, el juez no se dejó engañar y la metió en chirona. Un tanto a nuestro favor.
Tras hacer una pausa, Priddy chasqueó la lengua para imitar el sonido de un bate de béisbol al golpear la pelota, a lo que siguió una interpretación verbal de los vítores del público.
—Si esta gente cumpliera condena desde el primer robo, no volvería a intentarlo tantas veces. Es la única manera de que aprendan.
—Hay más —añadió Cheney—. El viernes, cuando la hizo desnudar, la celadora de la cárcel descubrió que Audrey llevaba bolsillos ocultos en la ropa interior repletos de artículos robados, además de los que tenía en la bolsa. Un botín considerable. Estamos hablando de prendas por un valor de dos o tres mil dólares, lo que lo convierte en hurto de mayor cuantía.
—¿Te sorprendiste al enterarte de que había saltado desde el puente?
Priddy dirigió su respuesta a Cheney, como si los dos hubieran estado hablando del tema antes de que yo llegara. Seguro que debatieron las ventajas relativas de una muerte repentina en comparación con la lentitud del sistema judicial.
—En mi opinión, el que se tirara de aquel puente fue todo un detalle por su parte. Le ahorra al contribuyente bastante dinero, y a nosotros un montón de trabajo. Además, si saltas a un río no lo dejas todo perdido de sangre para que luego tenga que venir alguien a limpiarlo.
—¿Podría haber sido un asesinato?
Priddy deslizó su mirada hacia mí.
—Los inspectores de homicidios del Departamento del Sheriff lo enfocarán así, desde luego. Protegerán las pruebas que aparezcan en el escenario del delito por si sale a la luz algún chanchullo. Le dieron la libertad condicional hará unos seis meses y ya volvía a enfrentarse a otra condena. Iba a casarse con un tipo y se le fastidiaron los planes. No me digáis que no es deprimente. Yo también me habría tirado por la barandilla.
Priddy agitó el vaso y lo inclinó, dejando que un cubito le cayera en la boca. El crujido del hielo sonó como el ruido que hacen los caballos al masticar el bocado.
—Se están realizando análisis toxicológicos, pero los resultados tardarán entre tres y cuatro semanas. Mientras tanto, el forense dice que no hay indicios de que la empujaran. Probablemente nos entregará el cuerpo dentro de unos días.
Lo miré sorprendida.
—Pero si ya ha entregado el cuerpo, ¿no?
—No.
—Yo fui al velatorio. Había un ataúd y dos coronas de flores. ¿Quieres decir que Audrey no estaba allí dentro?
—Todavía se encuentra en el depósito. Yo no estuve allí durante la autopsia, Becker se encargó de eso, pero sé que han retenido el cuerpo mientras esperan los análisis de sangre y de orina.
—¿Por qué se hizo el velatorio con un ataúd vacío?
—Eso tendrás que preguntárselo a su prometido —respondió Priddy.
—Supongo que lo haré.
—Siento ser tan poco caritativo, pero el bueno del señor Striker no tenía ni idea de dónde se metía cuando se fue a vivir con ella.
Priddy levantó la vista y le seguí la mirada. Una mujer de veintitantos años venía hacia nosotros desde el otro extremo del patio. Cheney, tan caballeroso como siempre, se levantó al verla acercarse. Cuando llegó a nuestra mesa, la chica lo abrazó brevemente y luego se inclinó y besó a Len en la mejilla. Era alta y esbelta, de cutis aceitunado y cabello largo hasta la cintura. Llevaba unos vaqueros ajustados y botas de tacón alto. Me costaba imaginar qué habría visto en Len. Este no parecía dispuesto a presentarnos, así que Cheney hizo los honores.
—Abbie Upshaw, la novia de Len —dijo Cheney—. Kinsey Millhone.
Nos dimos la mano.
—Encantada de conocerte —saludé.
Cheney apartó una silla para que se sentara. Len miró a la camarera y levantó la carta. Lo interpreté como una sugerencia no demasiado sutil de que debía irme, cosa que hice encantada.
Pasé por una charcutería cercana y me compré un sándwich de atún con ensalada y una bolsa de Fritos, y luego volví al despacho y me lo comí todo sentada frente a mi escritorio. Mientras conservaba fresca la información, saqué un paquete de fichas de 7,5 por 12,5 y anoté todos los datos sueltos que había captado, incluyendo el nombre de la novia de Len. Tomar notas sólo tiene sentido si se es riguroso con los detalles, ya que es imposible saber a priori qué datos serán útiles y cuáles no. Después metí las fichas en el bolso. Tuve la tentación de correr al encuentro de Marvin y soltarle todas aquellas revelaciones como si fuera un golden retriever con un pájaro muerto, pero no quise agobiarlo más por el momento. Aún no había asimilado la idea de que Audrey hubiera robado en una ocasión, de modo que enterarse de que la habían condenado cinco veces por delitos anteriores supondría un duro golpe.
La modestia me obliga a apuntarme sólo parte del mérito por haber acertado al suponer que Audrey tendría antecedentes. Un delito como el hurto en tiendas no suele ser un incidente puntual. Tanto si se debe a la necesidad como a un impulso, el primer éxito provoca la tentación natural de intentarlo de nuevo. El hecho de que la hubieran pillado con anterioridad debería haberla puesto sobre aviso: tendría que haber mejorado sus artes de prestidigitación. O puede que sólo la hubieran pescado cinco veces de las quinientas en que lo había intentado, en cuyo caso lo estaba haciendo la mar de bien. Al menos hasta el viernes de la semana pasada, cuando la pifió a lo grande.
Acabé de comer, arrugué el envoltorio del sándwich y lo tiré a la papelera. Después doblé la parte superior de la bolsa de celofán, que aún contenía un buen puñado de Fritos, y la cerré con un clip. La metí en el último cajón de mi escritorio, con la intención de tener los Fritos a mano si me entraba algo de hambre por la tarde. Oí que la puerta de mi antedespacho se abría y se cerraba. Durante unos segundos pensé que podía ser Marvin y levanté la vista con expectación. No tuve tanta suerte. La mujer que apareció en mi despacho era Diana Álvarez, una periodista que trabajaba en el periódico local. Aunque no sea famosa por mi amabilidad o por mi encanto, no hay mucha gente que me caiga realmente mal. Ella era la primera de mi lista. La conocí en el transcurso de una investigación que había cerrado la semana anterior. Michael, el hermano de Diana, me había contratado para que localizara a dos tipos a los que había recordado de pronto tras leer la noticia de un incidente acaecido cuando él tenía seis años. Los detalles no vienen al caso, así que iré directa a la parte relevante. Michael era muy sugestionable, y tenía tendencia a falsear la verdad. En la adolescencia, acusó a sus padres de haberlo sometido a terribles abusos sexuales después de que una psiquiatra le administrara el suero de la verdad y le provocara una regresión a la infancia. Resultó ser una patraña y Michael acabó retractándose, pero para aquel entonces su familia ya estaba rota. Su hermana Diana —conocida también como Dee— aún le guardaba rencor, e hizo cuanto estuvo en su mano para socavar la credibilidad de Michael, incluso después de su muerte.
La miré detenidamente, disfrutando de la aversión que me provocaba. Observar a alguien que te cae mal es casi tan divertido como leer una novela malísima: es posible experimentar un placer malsano con cada párrafo descabellado.
Diana era entrometida, agresiva y engreída. Además, no me gustaba su forma de vestir, aunque admito que le copié la costumbre de llevar medias negras en las escasas ocasiones en las que me pongo falda. El conjunto que llevaba era un vistoso jersey a cuadros rojos y negros de cuello en pico con una camiseta debajo. Reprimí un leve suspiro de admiración.
—Hola, Diana. No creí que volviéramos a vernos tan pronto.
—A mí también me sorprende.
—Siento mucho la muerte de Michael.
—Ya lo dice la Biblia: recoges lo que has sembrado. Sé que te pareceré fría, pero ¿qué otra cosa puedes esperar después de lo que nos hizo?
No respondí a su pregunta.
—Pensé que leería algo en el periódico acerca de su funeral.
—No habrá ningún funeral. Hemos decidido no celebrarlo. Si cambiamos de opinión, te lo comunicaré con mucho gusto.
Se sentó sin que yo se lo pidiera, alisándose la falda por detrás a fin de minimizar las arrugas, y dejó el bolso sobre mi escritorio mientras se acomodaba. La primera vez que vino a mi despacho llevaba un bolso de mano no mucho más grande que una cajetilla de cigarrillos. Este era de un tamaño considerablemente mayor.
Cuando ya se había puesto cómoda, dijo:
—No he venido a hablar de Michael. Estoy aquí por otro asunto.
—Adelante.
—Fui al velatorio de Audrey Vanee y vi tu nombre en el libro de condolencias, pero no te vi a ti.
—Me fui temprano.
—La razón por la que lo menciono es porque he convencido al director de mi periódico para que saque un artículo sobre todos los suicidas que se han tirado desde el puente de Cold Spring, empezando por Audrey y retrocediendo hasta 1964, la fecha en que se acabó de construir.
Su tono daba a entender que había compuesto el artículo mentalmente para poder ensayarlo ante mí. No aparté la vista del bolso que aún reposaba sobre mi escritorio. ¿Habría ocultado en el cierre un minúsculo micrófono conectado a una grabadora para captar todo lo que dijéramos? No había sacado su libreta de espiral, pero estaba claro que se dirigía a mí como periodista.
—¿De qué conocías a Audrey?
—No la conocía. Fui a la funeraria con un amigo que estaba allí para presentar sus respetos.
—Entonces, ¿tu amigo era amigo suyo?
—No quiero hablar de este asunto.
Diana me miró fijamente, arqueando una ceja.
—Vaya, ¿y eso a qué se debe? ¿Acaso pasa algo?
—Esa mujer murió, y yo no la conocía. Siento no poder ayudarte a convertir su lamentable fallecimiento en un reportaje para tu periódico.
—¡Venga ya! Deja de emplear ese tonillo santurrón. Este asunto no me interesa por razones sentimentales, sólo es trabajo. Tengo entendido que existe la duda de si saltó. Si te parece que estoy explotando su muerte, es que no has captado mi enfoque.
—Digamos que no soy una buena fuente. Deberías probar suerte en otra parte.
—Ya lo he hecho. Hablé con su prometido y me ha dicho que te ha contratado para que lleves la investigación.
—Entonces estoy segura de que entenderás por qué no puedo hablar del tema.
—No veo por qué no, dado que fue su prometido el que me sugirió que hablara contigo.
—Creía que era porque viste mi nombre en el libro de condolencias y te morías por charlar conmigo.
Diana esbozó una sonrisa forzada.
—Estoy segura de que te interesa tanto como a mí descubrir qué le pasó a esa pobre mujer. Pensé que podríamos trabajar en equipo.
—¿En equipo? ¿Para qué?
—Para compartir información. Hoy por ti, mañana por mí.
—Pues… No. Creo que no.
—¿Y si hubiera sido un asesinato?
—Entonces sácales la información a los polis. Mientras tanto, ¿no tenías una serie de suicidios por investigar?
—No soy tu enemiga.
No le respondí. Giré a un lado y a otro mi silla giratoria, que, para mi satisfacción, emitió un oportuno chirrido. Si era cuestión de permanecer en silencio el mayor tiempo posible yo era toda una experta, algo de lo que Diana debió de percatarse enseguida.
Se colgó el bolso al hombro.
—Me habían dicho que eras difícil, pero no creí que pudieras llegar a serlo tanto.
—Muy bien, pues ahora ya lo sabes.
Nada más irse Diana, descolgué el teléfono y llamé a Marvin. Él tenía ganas de cháchara, pero yo no.
—Siento interrumpirte —dije— pero ¿le sugeriste a Diana Álvarez que viniera a hablar conmigo?
—Sí, es una chica muy agradable. Supuse que contar con alguien como ella en nuestro equipo nos ayudaría. Dice que la cobertura periodística tendría un gran impacto. Un impacto «increíble» es lo que dijo. Ya sabes, hacer circular la voz de que hay gato encerrado. Dijo que eso animaría a la gente a proporcionarnos información. Puede que alguien hubiera visto algo sin percatarse de que podía ser importante. Me sugirió que ofreciera una recompensa.
Reprimí el impulso de darme de cabezazos contra el escritorio.
—Marvin, he lidiado con ella antes…
—Ya lo sé, me lo ha contado. Asesinaron a su hermano, así que se hace cargo de la situación.
—Es tan comprensiva como una piraña que estuviera royéndote la pierna.
Marvin se rio.
—Una frase muy buena, me gusta. Entonces, ¿cómo te ha ido con ella? Pensé que las dos podríais intercambiar ideas, y que quizá se os ocurriría alguna estrategia. A lo mejor podríais seguir algunas pistas.
—Es una hija de puta. No pienso contarle nada.
—¡Vaya! Bueno, es asunto tuyo, pero estás cometiendo un error. Podría venirnos muy bien.
—Entonces, ¿por qué no hablas tú con ella? O, mejor aún, que hable con la policía. Son dos de las tres sugerencias que podría hacerle. La tercera no la pienso decir en voz alta.
—Parece que estás de mal humor.
—Sí, estoy de mal humor —repuse—. ¿Algo más?
—Pues la verdad es que sí. He estado pensando en todo este asunto de los robos y no me parece que sea tan importante. Vale, puede que Audrey birlara un par de cosas. Estoy dispuesto a admitirlo, pero ¿y qué? Admito que no está bien, pero comparado con otros delitos no lo considero tan importante, ¿no? No quiero justificar lo que hizo, sólo digo que robar en tiendas no es lo mismo que atracar bancos.
—¿Ah no? Bueno, permíteme que lo ponga en contexto —ofrecí—. Audrey no actuaba sola. No tienes en cuenta lo que te dije antes, que la vi robando junto a otra mujer. Confía en mí si te digo que hay más personas involucradas. Esta gente está muy organizada. Tienen un recorrido fijo y van de ciudad en ciudad, birlando todo lo que encuentran a su paso.
—Puedes ahorrarte el sermón.
—No, no puedo. ¿Te ha contado alguien alguna vez cómo se calculan las pérdidas que se producen por culpa de los robos en las tiendas? Lo aprendí hace años en la academia de policía y puede que no recuerde muy bien las cifras exactas, pero todo se reduce a esto: el margen de beneficios de cada uno de esos pijamas que Audrey robó es de aproximadamente un cinco por ciento.
»Y eso después de restar el coste de las prendas, los sueldos, los gastos de gestión, el alquiler, los servicios públicos y los impuestos. Lo que significa que, de los 199,95 dólares del precio de venta al público, la tienda saca 9,99 dólares de beneficio, que podríamos redondear a diez pavos para simplificar las cosas, ¿vale?
—Claro. Ya veo.
—Si te fijas en las cifras, esto significa que por cada pijama de seda robado, Nordstrom tiene que vender otros veinte para cubrir gastos. Audrey robó dos pijamas. ¿Me sigues?
—Por el momento sí.
—Bien, porque se parece a los problemas que nos ponían en la escuela primaria, sólo que tienes que multiplicarlo por decenas de miles, porque este es el número de ladrones que roban en las tiendas año tras año. ¿Y quién te crees que acaba pagando estas pérdidas? Nosotros, porque los costes se trasladan a los compradores. ¡La única diferencia entre el delito de Audrey y el del tipo que atraca bancos es que ella no usó una pistola!
Y entonces colgué el teléfono de golpe.