10

Nora

El miércoles por la mañana Nora fue a la sucursal del banco Wells Fargo del centro, donde tenía una caja de seguridad. Firmó, mostró su identificación y a continuación esperó mientras la cajera comparaba su firma con la que conservaban en su expediente. Nora siguió a la mujer hasta el interior de la cámara acorazada y ambas usaron sus respectivas llaves para abrir el compartimento. La cajera sacó la caja y la depositó sobre la mesa. En cuanto se quedó sola, Nora abrió la caja. Además de su pasaporte, algunos documentos importantes, varias monedas de oro y las joyas que había heredado de su madre, guardaba cinco mil dólares en efectivo.

Esparció los billetes sobre la mesa. En el bolso tenía el cheque de siete mil dólares que le había entregado Maurice Berman por los pendientes y la pulsera que le había comprado. Tiempo atrás había vendido algunas joyas pequeñas a fin de conseguir el dinero necesario para jugar en Bolsa. Abrió una cuenta en Schwab, y durante los tres años anteriores había obtenido casi sesenta mil dólares de beneficios. Diez mil los guardaba para emergencias, cinco mil en su casa y los otros cinco mil en el banco. El resto del dinero lo había reinvertido. No era una cantidad de la que se hubiera jactado la mayoría de operadores de Bolsa, pero a ella le satisfacía secretamente saber que aquellas ganancias eran el resultado de su sagacidad. Metió el pasaporte en el bolso y devolvió el resto de objetos a la caja.

Contaba con una cartera de valores sólida y diversificada, en la que predominaban los fondos de inversión mobiliaria. Disponía de algunas acciones generadoras de ingresos y de un puñado de opciones que compraba o vendía dependiendo de su estado de ánimo. Hasta entonces había evitado las inversiones demasiado arriesgadas, aunque quizá ya fuera hora de adentrarse en terreno desconocido. No era ningún genio de las finanzas, pero leía religiosamente el Wall Street Journal y estudiaba con avidez las subidas y las bajadas de la Bolsa de Nueva York. Dado que ambos habían estado casados antes, tanto Nora como Channing prefirieron mantener sus finanzas separadas. Su acuerdo prematrimonial quedaba muy claro: lo que era de él era de él; lo de ella, de ella. Nora aún acudía a la misma empresa de contabilidad, al mismo abogado tributario y al mismo asesor financiero a los que había contratado cuando terminó su primer matrimonio.

Channing era consciente de que Nora invertía por su cuenta, pero, en opinión de su esposa, los detalles no eran asunto suyo. Fue tonta al pedirle los ocho mil dólares, pero se le presentó una oportunidad en un momento en el que no tenía acceso al suficiente dinero en efectivo. Si bien le enfureció la intromisión de Thelma, en retrospectiva sabía que aquella mujer había impedido que cometiera un terrible error. Nora consideraba que su capital era exclusivamente suyo, pero los tribunales podrían no estar de acuerdo. Ya abordaría el asunto en otra ocasión, aunque quizá nunca tuviera que hacerlo. Dejando a un lado las sutilezas legales, combinar los fondos de ambos podría ser desastroso.

Nora salió del banco y se dirigió a las oficinas de Schwab, donde ingresó los siete mil dólares en su cuenta.

Los asuntos de dinero conllevaban una carga sexual que le levantó el ánimo y le proporcionó una buena dosis de confianza en sí misma. Pensó en el peso y en el tacto de los setenta y cinco mil dólares que habían pasado por sus manos en cuestión de minutos el lunes pasado. Le había dado a Dante la impresión de que tenía escrúpulos morales, cuando lo cierto es que estaba muy asustada. Ocultarle información a Channing le parecía bien, pero sólo en pequeñas dosis. Jugar en Bolsa la hacía sentir segura, especialmente cuando se trataba del dinero que estaba ahorrando por su cuenta. Si era preciso, lo vendería todo y añadiría el dinero obtenido al que ya tenía a mano. Setenta y cinco mil dólares era una suma demasiado tentadora, tan condenatoria como el idilio de su marido. A la hora de guardar secretos, ¿qué diferencia había entre tener una amante y ocultar una suma considerable? A decir verdad, Nora estaba acumulando fondos por si decidía irse. Setenta y cinco mil dólares en efectivo suponían una puerta que había comenzado a abrirse, pero lo que vio al otro lado la asustó y la obligó a retroceder.

Tras volver a casa se puso un chándal y salió a dar un paseo de seis kilómetros. Llevaba diecisiete años andando seis kilómetros al día, cinco días a la semana. Con el tiempo, el ejercicio suave y continuado había afinado su silueta. Norma había perdido medio kilo al año, en vez de aumentar los dos kilos anuales de rigor como otras mujeres de su edad. Normalmente se ponía en marcha a las seis de la mañana, pero las recientes lloviznas matutinas la habían hecho desistir. Pospuso el paseo hasta que saliera el sol.

Aquella semana precisó ir al centro en dos ocasiones. Al cruzar State Street, no pudo evitar lanzar una mirada a las tres ventanas circulares de la segunda planta que indicaban la ubicación del despacho de Dante. Se preguntó si él la estaría viendo. Aún se sonrojaba al pensar en el hombre que le había recomendado Maurice. Al principio, Dante le pareció respetable, pero era evidente que estaba más que acostumbrado a saltarse muchas normas, si es que acataba alguna. ¿Y qué era lo que le había dicho? «Su marido es imbécil si la está haciendo sufrir». Había algo en aquel comentario que le había gustado. Dante se había mostrado protector con respecto a ella, y tanta galantería casi le hacía saltar las lágrimas. Mucho tiempo atrás, Channing la había protegido del dolor. Ahora era él su principal causante.

El paseo disipó parte de la ansiedad que la había invadido durante los últimos días. Acudir a Maurice Berman la había ayudado. Al menos, le parecía que estaba haciendo algo que la beneficiaría. Su conversación con Dante la había perturbado, aunque no supiera muy bien por qué. Mantenerse ocupada era su único remedio para reducir la inquietud que la embargaba. Nora se duchó, se lavó el pelo y se envolvió en un albornoz mientras consideraba qué ponerse. Había quedado para almorzar en el club con una mujer a la que había conocido a través de la amiga de una amiga. Hablaron de jugar un partido de tenis después del almuerzo, pero aún no estaba decidido. A media tarde tenía hora en un instituto de belleza del centro donde disfrutaría de un paquete de tratamientos gratuitos, quién sabe de qué tipo. Probablemente no serían nada del otro mundo. La masajista de Beverly Hills había subido sus tarifas, y Nora estaba cansada del viaje en coche de ida y vuelta a través del denso tráfico para algo que, supuestamente, debía calmarla y relajarla. Aquella noche, claro está, Nora, Belinda y la hermana menor de Belinda tenían entradas para la sinfonía. Tras rebuscar entre las perchas de su armario se decidió por unos pantalones de lana entallados y una chaqueta corta, también de lana. No era un traje pantalón, sino dos prendas sueltas que combinaban muy bien.

La señora Stumbo le había dejado Los Angeles Magazine sobre su mesilla de noche. Nora creía que lo había tirado a la papelera, pero quizá no lo hizo. Lo cogió y se lo llevó a la banqueta que estaba frente a su tocador. Con placer malsano, abrió la revista por la última página y fue buscando de atrás hacia delante, página a página, hasta que encontró la fotografía de cinco por cinco centímetros que había cambiado tantas cosas. Ahí estaba Thelma con su pelo rojo y su sonrisa de adoración, satisfecha de ejercer el papel de consorte de Channing durante la velada. Le vino a la cabeza la palabra «jamona» para describir el tipo de sexualidad ordinaria que tanto encandilaba a los hombres: pechos grandes, cintura de avispa, caderas prominentes. Los pechos de Thelma, apretados hacia arriba, amenazaban con salirse del traje de noche blanco palabra de honor. El cuerpo del vestido le quedaba tan ajustado que, cuando se subió la cremallera de la espalda, dos rollos de grasa de la zona de la axila, blancos e hinchados, se desparramaron sobre el borde del vestido.

Nora entornó los ojos y miró la fotografía con más detenimiento. El vestido tenía que ser un Gucci. Conocía el cuidado que el modisto ponía en cada puntada, en los pliegues y las pinzas, en los adornos de pedrería.

—Mierda.

Se levantó, llevó la revista hasta la ventana y volvió a mirar la foto. Los detalles se apreciaban mejor a medida que el sol iba entrando en la habitación. ¿Era su vestido o estaba viendo visiones? Los pendientes de diamantes de Thelma también parecían duplicados de los suyos. Ya se había fijado en las similitudes cuando vio la foto por primera vez, pero la transformación de Thelma la sorprendió tanto que no había reparado en los detalles. Por un momento permaneció allí de pie, paralizada por la indecisión.

Tiró la revista y cruzó el pasillo hasta el estudio. Tenía la agenda abierta por la fecha de aquel día. En la casilla destinada a cada cita había escrito el número de teléfono de la persona con la que tenía previsto encontrarse. Fue sencillo anular el almuerzo y la cita en el centro de belleza. Descolgó el teléfono y con un par de llamadas se despejó la tarde. Era como si la Nora real se hubiera hecho a un lado y otra persona ocupara ahora su lugar. Lo tenía todo muy claro y actuaba con resolución. La sinfonía sería difícil de sortear. Estaba a punto de marcar el número de Belinda cuando se detuvo. El concierto tendría lugar a las ocho de la tarde. Si salía ahora, estaría de vuelta con tiempo de sobra. Se miró el reloj. Las doce y cuarto. Era muy posible que encontrara a Channing en su despacho.

Su marido acostumbraba llegar a la oficina antes de las siete de la mañana y trabajaba de forma continuada hasta la una, hora a la que salía a comer. Su chófer lo llevaba a Beverly Hills o al Valley, más allá de Benedict Canyon, donde solía reunirse con sus clientes en alguno de los restaurantes de la zona. La Serre era su local favorito actual, con sus paredes de color salmón, sus manteles y servilletas rosa y sus enrejados blancos. Según Channing, la mayoría de sus casos «se basaba en diferentes tipos de transacciones»: disputas sobre propiedad intelectual, incumplimiento del copyright y de marcas registradas, negociaciones contractuales y acuerdos con profesionales creativos. Comer en restaurantes le proporcionaba la oportunidad de alternar, de ver y ser visto, de cimentar las relaciones que constituían el centro de su éxito. Volvería a su despacho antes de las tres y trabajaría cuatro horas más antes de irse a casa.

Marcó el número de su marido y, cuando Thelma contestó a la llamada, Nora se dirigió a ella con su tono de voz más jovial.

—Hola, Thelma. Soy Nora. ¿Me pasas a mi marido?

Casi pudo sentir la frialdad de Thelma cuando esta cayó en la cuenta de quién llamaba.

—Un momento, por favor. Iré a ver si está disponible —dijo Thelma, y la puso en espera.

—¡Pues hazlo de una vez, joder! —exclamó Nora aunque nadie la escuchara al otro lado de la línea.

Cuando Channing descolgara, intentaría engatusarla. Obviamente, Thelma lo había alertado de que su mujer estaba al teléfono.

—¿A qué se debe este placer tan poco habitual? —preguntó—. Ni siquiera recuerdo la última vez que me llamaste en horas de trabajo.

—No te pongas zalamero conmigo, Channing, o no podré soltar lo que tengo que decirte. Te debo una disculpa. La verdad es que no recuerdo que mencionaras la cena de gala. No estoy acusándote de no habérmelo dicho, estoy segura de que me lo dijiste, pero lo más seguro es que me entrara por una oreja y me saliera por la otra. No tendría que haberme puesto tan terca.

Puede que Nora no se hubiera percatado del segundo de silencio de no haber previsto la sorpresa de su marido.

—Te lo agradezco. Seguro que estabas liada con otra cosa y no se te quedó la fecha. Parte de la culpa es mía, debería haber verificado que las líneas de comunicación estaban abiertas. ¿Lo dejamos aquí?

—Aún no. Llevo pensando en ello toda la semana, y soy consciente de cómo me pasé. No debería haberte acorralado de aquella manera cuando te dirigías a la puerta. Ya tenías suficientes preocupaciones.

—Estaba impaciente por ponerme en camino —explicó Channing—, y no te di tiempo de hablar. Ya sé que estas galas benéficas pueden ser muy aburridas.

—Es cierto, pero yo exageré un poquito para defender mis razones. Dicho esto, ahora no te aproveches de mi confesión para hacerme quedar mal.

Channing se echó a reír.

—Está bien. Te prometo que no lo sacaré a relucir la próxima vez que nos peleemos.

—Eres un encanto —dijo Nora—. ¿Y cómo va la búsqueda de acompañante para llenar el asiento vacío?

—He dado algunas voces, pero de momento no ha habido suerte.

—Estupendo, me alegro. Porque la verdadera razón por la que llamo es para ofrecerte un cambio de planes. Puedo estar ahí antes de las tres sin problemas. En serio, no me importa. Es lo mínimo que puedo hacer después de haberme puesto tan borde.

—No hace falta que vengas, haz lo que tenías previsto —respondió Channing sin titubear—. Me da la impresión de que estás muy atareada. Si no puedo encontrar a una compañera de mesa, haré lo que sugeriste e iré solo. Tampoco es un problema tan enorme.

Nora sonrió para sí. ¡Qué mentiroso era! Probablemente había pensado en pedírselo a Thelma desde que la invitación llegó a su despacho. Imposible saber a cuántos compromisos sociales habría asistido en compañía de su secretaria. Nora sabía a la perfección que Channing no la había avisado con antelación porque quería pillarla desprevenida. Siempre intentaba ponerla en un aprieto, de modo que, si se negaba a ir, la culpa fuera suya y no de él.

—No quiero que tengas que ir solo —insistió Nora—. ¡Pobrecito! He pensado que podría llamar a Meredith para ver si ella y Abner quieren tomar una copa con nosotros antes de salir. Así podríamos ir todos en el mismo coche.

Channing no perdió la calma al responder, pero Nora lo conocía lo suficientemente bien como para percibir su desesperación. Al capitular, ella llevaba la voz cantante y su marido quedaba en desventaja. Seguro que ya se habría comprometido. Thelma esperaba acompañarlo a la cena, y Channing no podía decirle ahora que iría con su mujer.

—Aprecio tu ofrecimiento. Es muy generoso, de verdad, pero ¿por qué no lo dejamos para otra ocasión? Me lo apunto, y la próxima vez que nuestros planes respectivos coincidan, te lo recordaré.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Muy bien, entonces trato hecho. La próxima vez te juro que iré sin montar ningún número.

—Me parece perfecto.

—Entretanto, diviértete.

—Haré lo que pueda. Tendrás el informe completo después.

Nada más colgar, Nora fue por el bolso y las llaves del coche y metió la cabeza un momento en la cocina, donde la señora Stumbo estaba fregando el suelo de rodillas.

—Tengo que hacer algunos recados esta tarde, pero volveré antes de las cinco. Cuando haya acabado, váyase a casa. Ha estado trabajando mucho.

—Gracias, me vendrá muy bien tener la tarde libre.

—No se olvide de cerrar con llave. Nos vemos mañana.

Al cabo de pocos minutos, Nora ya se dirigía hacia el sur por la 101. Disfrutaba conduciendo, porque el viaje en coche le permitía llevar a cabo un autoexamen emocional. Necesitaba evaluar la situación con toda la calma de que fuera capaz. Sabía que no se equivocaba con respecto a Thelma, pero por el momento no podía probarlo. No tenían que ser pruebas que se sostuvieran en un juicio. La situación probablemente no llegaría a tales extremos, pero Nora quería tener la satisfacción de saber que no se equivocaba. Magro consuelo comparado con mantener intacto su matrimonio. Channing siempre guardaba los extractos de su tarjeta de crédito en el despacho, así que no había forma de determinar cuándo se había acostado con Thelma por primera vez. Si se paraba a pensarlo, Nora probablemente podría precisar el viaje de negocios en el que empezó todo.

Los siguientes encuentros no se habrían producido en la oficina, porque allí apenas tendrían privacidad. La mitad de los abogados del bufete trabajaban hasta muy tarde y se presentaban a cualquier hora para ultimar negocios que no tenían cabida en el horario habitual. Channing y su adorada Thelma, la muy puta, habrían retozado en la casa de Malibú, ahorrándose de paso el gasto de una habitación de hotel. Nora tendría que hervir las sábanas antes de volver a dormir en su cama.

Se fijó en un coche blanco y negro de la Patrulla de Autopistas de California que acechaba en un paso elevado, invisible para el tráfico que circulaba hacia el norte. Echó un vistazo a la aguja de su cuentakilómetros, que oscilaba entre ciento cuarenta y ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. Levantó el pie del acelerador y decidió moderar la velocidad. Puede que estuviera más estresada por lo de Thelma de lo que creía. Curiosamente, tras haberse recuperado de la humillación inicial, ahora sólo sentía indiferencia. El hecho de que su marido tuviera un idilio con alguien tan vulgar le parecía más insultante que descorazonador. Si adoptaba un enfoque práctico, podía entender que la comodidad y la proximidad convirtieran a Thelma en la opción lógica. Channing tenía una sensibilidad muy desarrollada en lo concerniente a cuestiones morales. Nunca follaría con otra abogada del bufete, y menos aún con la esposa de uno de sus socios. Era demasiado pragmático como para arriesgarse a cometer una indiscreción de semejante magnitud. Cualquier violación de la ética profesional podría haberle estallado en la cara. Sin duda había innumerables actrices de Hollywood, clientas suyas, que habrían dado cualquier cosa por tener la oportunidad de seducir y de ser seducidas, pero aquel era otro terreno en el que Channing no pensaba adentrarse. Thelma era una mandada, un auténtico cero a la izquierda. Si el idilio se agriaba y Channing acababa despidiéndola, puede que lo denunciara por acoso sexual, pero aquello sería lo peor que podría pasarle. Conociendo a Channing, seguro que ya se habría protegido de tal eventualidad.

Lo que más desconcertaba a Nora era que, dejando a un lado su orgullo herido y su esnobismo innato en relación con Thelma, no se sentía traicionada. Era indudable que Channing la había engañado. Después de sobreponerse a la sorpresa, esperaba sentir indignación, o angustia, o un gran vacío…, cualquier respuesta emocional intensa. En un primer momento imaginó un enfrentamiento encarnizado lleno de acusaciones, recriminaciones, lágrimas amargas y reproches, pero la revelación simplemente le permitió distanciarse de su vida y adoptar un enfoque distinto. No le cabía la menor duda de que el idilio de su marido acabaría afectándola, pero por el momento no podía imaginar cómo. Funcionaba con el piloto automático puesto, y se ocupaba de sus asuntos como si nada hubiera cambiado.

Al cabo de hora y media giró a la izquierda para salir de la autopista de la costa del Pacífico y meterse en la calle empinada y tortuosa que conducía hasta su residencia principal. Channing había comprado los últimos dos mil metros cuadrados de terreno edificable a lo largo de la cresta de la colina. En medio de la parcela se alzaba la enorme estructura de cristal y acero que había encargado construir. Nora experimentaba una extraña agorafobia cada vez que volvía a la casa. No había ningún árbol, y por tanto tampoco había sombra. Las vistas resultaban espectaculares, pero el aire era seco y el sol implacable. Durante la estación de las lluvias la calle se inundaba y algún flujo de lodo esporádico impedía el paso. Cualquier incendio en los matorrales, por intrascendente que fuera, podía ascender fácilmente por la colina e ir ganando velocidad a la vez que envolvía todo lo que encontraba a su paso.

Detrás de la casa las montañas se alzaban implacables, cubiertas de chaparros y de maleza baja. Los nopales habían ocupado buena parte de las empinadas pendientes de arcilla, las cuales estaban surcadas por antiguos senderos de animales y por cortafuegos. Las colinas circundantes tenían una tonalidad parda durante casi todo el año, y el peligro de incendio era constante. Como solución a los inacabables meses sin lluvia, Channing contrató a un arquitecto paisajista japonés para que creara jardines monocromáticos compuestos de gravilla y de piedra. El paisajista construyó arriates de arena, sobre los que colocó diversas rocas —elegidas por su forma y su tamaño— en disposiciones asimétricas que parecían demasiado estudiadas y artificiales. Para ello se rastrillaron cuidadosamente líneas que iban de una piedra a otra, a veces en hileras rectas, otras en círculos concebidos para simular agua. Habían colocado losas de piedra caliza sobre la arena a modo de peldaño, pero estaban demasiado separadas y Nora se veía obligada a subirlas dando pequeños pasitos, como si le hubieran atado los pies.

El arquitecto paisajista les había dado detalladas explicaciones sobre la simplicidad y la funcionalidad, conceptos que atraían a Channing, quien sin duda se congratulaba de la reducción en la factura del agua. A Nora aquellos diseños compuestos con tanto esmero le provocaban un deseo casi irrefrenable de restregar los pies y estropearlo todo. Nora era piscis, una criatura acuática, y se quejó a Channing de lo fuera de su elemento que se sentía en un entorno tan árido. Él estaba en la oficina todo el día, felizmente instalado en su despacho con aire acondicionado de Century City. La casa también tenía aire acondicionado, pero el sol que recalentaba las grandes cristaleras enrarecía el ambiente en el interior. Ella era la que estaba atrapada en una casa expuesta a los cuatro vientos, ubicada sobre una colina. La única concesión de Channing consistió en construir una piscina reflectante poco profunda frente a la casa. Nora disfrutaba de una forma casi absurda al contemplar la quietud de la superficie; era como un espejo en el que el límpido cielo azul resplandecía al soplar la más mínima brisa.

Se metió en el camino de entrada y dejó su coche en el aparcamiento situado junto a la baqueteada camioneta del jardinero. Nora observó el gran círculo de gravilla donde el jardinero japonés que tenían contratado a tiempo completo, el señor Ishiguro, estaba acuclillado sacando pinaza. El señor Ishiguro llevaba trabajando para los Vogelsang desde que los jardines japoneses se pusieron de moda. Había venido muy recomendado por el arquitecto paisajista, pero Nora no hubiera sabido describir lo que hacía todo el día, salvo recorrer el jardín de aquí para allá con su carretilla y su rastrillo de bambú. Debería tener unos setenta y muchos, y era un hombre nervudo y lleno de energía. Llevaba una túnica gris sobre anchos pantalones de agricultor de color azul marino. Un gran sombrero de lona lo protegía del sol.

El vecino de la casa de al lado había traído en camión una hilera de pinos de Eldorado, y los había plantado en su lado del muro que dividía las dos propiedades. Los pinos estaban pensados para hacer de cortafuegos adicional. A Channing no le convenció la idea, porque los pinos perdían grandes cantidades de agujas marrones muertas que el viento desplazaba hasta su parte de jardín. El señor Ishiguro se quejaba constantemente de tener que recogerlas, cosa que hacía a mano. Si conseguía que Nora lo mirara, el jardinero sacudía la cabeza y musitaba alguna imprecación, como si la culpa fuera de ella.

Nora abrió la puerta trasera y entró en la casa por la cocina. El sistema de alarma estaba desconectado. Ambos se habían vuelto descuidados y a menudo se olvidaban de conectarlo. A Nora le encantaba entrar en el espacio climatizado, aunque sabía que en pocos minutos se sentiría como si estuviera asfixiándose. Depositó el bolso en la encimera y recorrió rápidamente las habitaciones de la planta baja para asegurarse de que estaba sola. La casa, construida veinte años atrás, ya era de Channing cuando se casó con él. A ella nunca le había gustado. El tamaño de las estancias era desproporcionado en relación con sus habitantes. No había persianas, lo que le daba la sensación de vivir en un escenario. Channing se había resistido a las pocas sugerencias de su esposa para hacer la casa más cómoda. Curiosamente, el estilo de la casa parecía pasado de moda pese a que Nora no podía señalar ningún detalle que justificara tal apreciación. Esta era una de las razones por las que la casa de Montebello le gustaba tanto. Allí los techos tenían tres metros y medio de altura en lugar de seis, y al mirar por las ventanas con parteluces se veían árboles y arbustos de exuberante verdor.

Nora se sobresaltó al oír que alguien aporreaba con furia la puerta trasera. Volvió a la cocina, donde vio la cara del señor Ishiguro aplastada contra el cristal, y abrió la puerta esperando una explicación. El jardinero estaba enfadado, y a Nora su inglés balbuceante le pareció incomprensible. Cuanto más se encogía de hombros y sacudía la cabeza ella, más se enfurecía él. Al final se dio la vuelta de forma abrupta y le indicó que lo siguiera. Comenzó a andar por el sendero tan rápidamente que Nora tuvo que apresurarse para ir a su paso. Al girar la esquina, el jardinero tropezó y por poco cayó al suelo, cosa que ocurrió después de resbalar en la losa que servía de peldaño y acabar pisando las incontables líneas paralelas hechas con el rastrillo y concebidas para apaciguar la mente. Nora no pudo evitar reírse. Las caídas ajenas siempre le parecían divertidas. Había algo cómico en la pérdida total de dignidad, en el intento de recobrar el equilibrio agitando los brazos. Incluso los animales se avergonzaban cuando resbalaban y se caían. Había visto a perros y a gatos tropezar y luego lanzar una mirada rápida a su alrededor para ver si alguien se había fijado.

Al oír sus risotadas, el señor Ishiguro se volvió y arremetió contra ella, gritando y agitando el puño. Nora balbuceó una disculpa, intentando recobrar la compostura, pero no pudo evitar desconectar de nuevo. ¿Por qué tenía que aguantar los incoherentes desvaríos de un jardinero, cuya única ocupación consistía en cuidar de un jardín grisáceo concebido para impedir que la casa se quemara? Le entró otro ataque de risa y fingió toser para disimular sus carcajadas. Si el jardinero la pillaba riéndose de nuevo, quién sabe lo que haría.

Tres metros más adelante, el señor Ishiguro se detuvo y señaló repetidamente, expresando su desaprobación en una rápida sucesión de lo que Nora supuso que serían insultos. Sobre el suelo había un montón de heces de animales. La pila compacta de excrementos reposaba en el centro de una composición a base de guijarros blancos en la que Ishiguro había estado trabajando la semana anterior. Eran excrementos de coyote. Nora llevaba un mes observando cómo una pareja de coyotes, un macho grande gris y amarillo acompañado de una hembra de menor tamaño y pelaje rojizo, recorría con cuidado uno de los senderos con sus peludas colas bajadas. Al parecer, habían hecho su guarida allí cerca y consideraban el barrio una gran cafetería. Los dos coyotes, delgados y con aspecto espectral, se movían con sigilo y cierta vergüenza, aunque Nora pensó que debían de estar profundamente satisfechos de la vida. Los coyotes no se andaban con remilgos a la hora de comer: ardillas, conejos, carroña, insectos, incluso fruta si era necesario. La desaparición de unos cuantos gatos en el barrio había coincidido con aquellas noches en que los aullidos y gemidos de la pareja revelaban una cacería descontrolada. El macho solía escalar el muro para beber en la reflectante piscina de Nora, quien le deseaba buena suerte. Channing, por otra parte, había salido dos veces pistola en mano, gritando, agitando los brazos y amenazando con disparar. El coyote, impertérrito, había cruzado el patio al trote antes de saltar el muro y desaparecer entre la maleza. La hembra llevaba semanas sin dar señales de vida, y Nora sospechaba que tendría una manada de cachorros escondidos. Tras observar la obsesión del señor Ishiguro por la colocación de cada piedra del jardín, Nora comprendió que el que un coyote defecara de forma poco ceremoniosa en el sendero equivalía a una declaración de guerra entre las especies.

—Vaya por una manguera y límpielo —ordenó Nora cuando el jardinero hizo una pausa para recobrar el aliento.

Ishiguro no podía haber entendido ni una palabra, pero algo en el tono irreprimiblemente jocoso de Nora lo hizo estallar de nuevo, y le soltó otra diatriba. Nora levantó una mano.

—¿Quiere callarse de una vez?

El señor Ishiguro aún no había acabado de quejarse, pero antes de que abriera la boca de nuevo, Nora lo interrumpió.

—¡Eh, gilipollas! No he sido yo la que se ha cagado en sus piedras de mierda, así que ¡piérdase!

Para su estupefacción, el jardinero se echó a reír y repitió el improperio varias veces, como si tratara de aprendérselo de memoria.

—Gilipollas, gilipollas…

—¡Déjelo ya! —exclamó Nora. Se volvió, entró de nuevo en la casa y cerró la puerta de un portazo. Al cabo de unos minutos sintió que tenía la cabeza a punto de estallarle. No había conducido ciento cuarenta y cinco kilómetros para que la insultaran. Subió las escaleras y entró en su baño. Abrió el botiquín en busca del frasco de Advil que reposaba en el estante inferior. Se echó dos pastillas en la palma de la mano y se las tragó con agua. Después se estudió en el espejo, maravillándose de que las recientes revelaciones no hubieran alterado su expresión. Tenía el mismo aspecto de siempre. Dirigió la mirada a la pared que estaba a su espalda y se volvió con una sensación fugaz de incredulidad. Thelma había dejado un sujetador horroroso colgado del calentador de toallas, junto a la mampara de la ducha de Nora. Dios santo, ¿vivía aquí Thelma? Al parecer había lavado a mano la prenda, consistente en dos enormes conos rígidos de encaje lo suficientemente reforzados para soportar el peso de dos torpedos. A Nora le horrorizó que Thelma hubiera invadido su espacio como si tal cosa, aunque era consciente de que no merecía la pena enfadarse.

Inspeccionó la habitación detenidamente. Había señales de Thelma por todas partes. Si Nora había esperado encontrar pruebas, aquí estaban. Bajó la vista y miró la bandeja de plata que reposaba sobre la encimera, sin poder evitar fruncir los labios al recoger el cepillo repleto de pelos de Thelma, rojos y resecos por el tinte. Abrió un cajón tras otro. La secretaria de su marido había estado usando un poco de todo: cremas faciales, bastoncitos para los oídos, bolas de algodón, colonias caras. Nora se esforzaba en llevar un control de todo lo que usaba en esa casa, así como de lo que era preciso comprar. Podría haber enumerado, cosmético a cosmético, el estado y la colocación exacta de sus artículos de tocador.

Miró en el armarito que había debajo del lavabo. Thelma no habría previsto que otra persona examinara el contenido de la papelera, donde había tirado el envoltorio de papel y el aplicador de plástico de un tampón. Buena noticia: al menos esa cerda no estaba embarazada. Las señoras de la limpieza venían los lunes. Thelma tendría pensado eliminar cualquier indicio de su estancia antes de que llegaran.

Nora se dirigió directamente a su vestidor y abrió de par en par las puertas dobles. A la izquierda había un armario climatizado en el interior de otro armario, donde guardaba sus vestidos de cóctel y sus trajes largos. El espacio estaba pensado para guardar abrigos de piel, pero, dado que no tenía ninguno, Nora lo usaba para sus modelos de alta costura, elegantes prendas clásicas de Jean Dessés, John Cavanagh, Givenchy y Balenciaga. Había reunido su colección rebuscando pacientemente en ventas de herencias y en tiendas de ropa vintage. Los vestidos eran auténticas gangas cuando los compró, prendas descartadas por haber pasado de moda en su momento. En la actualidad, el interés en los trajes de las primeras épocas de Christian Dior y Coco Chanel había generado un mercado de segunda mano en el que los precios estaban por las nubes. Algunos de esos trajes le iban demasiado grandes ahora: los de las tallas 36, 38 y 40 que había llevado antes de adelgazar. Pensó en estrecharlos, pero le parecía que modificar las tallas afectaría a la integridad del diseño.

Fue apartando un vestido tras otro, con la intención de examinar todos los que colgaban de la barra del armario. Cuando encontró el Gucci blanco palabra de honor, lo sacó, aún en su percha, y lo inspeccionó cuidadosamente. Algunos de los adornos de pedrería se habían soltado, faltaban lentejuelas e incrustaciones de cristal y una de las costuras tenía un minúsculo descosido, porque el culazo de Thelma había dado de sí la tela hasta hacer saltar algunas puntadas. Nora se llevó el vestido a la nariz y percibió el persistente olor a sudor de Thelma. Se habría puesto nerviosa, claro. Tras apropiarse del marido de Nora se había agenciado de su ropa, sus joyas y cualquier otra cosa que le hubiera llamado la atención. Thelma pretendía hacerse pasar por una mujer con clase, y el miedo al fracaso la habría hecho sudar a chorros porque, en el fondo, sabía que era una farsante. Por primera vez, Nora se enfureció y dirigió su cólera contra Channing. ¿Cómo había tolerado que esa fulana, esa corpulenta intrusa, ocupara el lugar de su esposa?

Volvió a colgar el Gucci en la barra. Era evidente que Thelma se había probado varios de sus vestidos de cóctel, quizás intentando decidir cuál se pondría aquella noche. Había rechazado dos y los había tirado sobre el respaldo de la butaquita de terciopelo. Debía de haberse dado cuenta de que le sería imposible embutirse la talla 34, y prefirió sacar los tres Harari, uno de los cuales Nora aún no había tenido ocasión de estrenar. Se imaginó la escena: mientras consideraba las distintas alternativas, Thelma las iba colgando en el carrito plegable que Nora usaba para dejar las prendas cuando se las traían de la tintorería. Los Harari le sentarían mejor que otros vestidos de Nora más ajustados. Estaban compuestos de varias capas diáfanas de seda en tonos azulados y color café, con aplicaciones en gris. Cada conjunto constaba de múltiples piezas: una combinación de cuerpo entero, un chaleco que fluía desde los hombros hasta acabar en un dobladillo irregular… Las prendas eran intercambiables, y estaban pensadas para combinarlas de formas distintas. Había algo sensual en la manera en que la tela se adaptaba a la piel, transparentándose en algunas partes de modo que cubriera y revelara el cuerpo a un tiempo. Quizá Thelma pensó que los celulíticos colgajos de sus brazos resultarían especialmente atractivos con un atuendo así.

Nora sacó seis perchas de la barra y dobló los vestidos sobre su brazo izquierdo. Después sacó otro montón y los colocó sobre los primeros. Los llevó todos a la planta baja y luego hasta el coche, donde depositó unos cuantos en el maletero y el resto en el asiento trasero. Los trajes eran sorprendentemente pesados y estaban muy bien confeccionados, muchos de ellos tan adornados con pedrería e incrustaciones de cristal que su peso resultaba palpable. Tuvo que hacer seis viajes para sacar del armario toda su ropa de vestir: trajes largos, vestidos de cóctel…, su colección completa de prendas de alta costura de distintos tamaños y formas. Su procedencia no importaba. Nora sacó cualquier prenda que pudiera resultar apropiada para la cena de gala de aquella noche.

Imaginarse la secuencia de acontecimientos la animó enormemente. Thelma y Channing saldrían del despacho temprano, quizás a las cinco en vez de las siete, la hora habitual. El viaje hasta la casa duraría unos sesenta minutos o más debido al tráfico de la hora punta, que sería especialmente denso en la autopista de la costa del Pacífico. Para cuando llegaran a la casa ya serían las seis o las seis y media, y las tiendas de ropa cercanas estarían cerradas. Puede que tomaran una copa antes de vestirse. Puede que hicieran el amor, y que luego se ducharan juntos. Al final, Thelma centraría su atención porcina en lo que se pondría aquella noche. Animada ante la perspectiva, abriría las puertas dobles del armario y enseguida se daría cuenta de que algo no cuadraba. Desconcertada, abriría entonces el armario climatizado y lo encontraría prácticamente vacío. Esa guarra pechugona y barriguda descubriría que no tenía nada que ponerse. Nada de nada. Comenzaría a chillar y Channing acudiría corriendo, pero ¿qué podían hacer? Él se horrorizaría tanto como ella. Alguien había entrado en la casa y se había llevado trajes de noche valorados en miles de dólares. ¿Qué le diría a Nora? ¿Y cómo calmaría a una Thelma lloriqueante a la que le habían estropeado los planes? Su cutre apartamentito estaba en Inglewood, a cincuenta kilómetros al sureste, no demasiado lejos del aeropuerto Internacional de Los Ángeles, de modo que si tenía (por puro milagro) algún vestido decente en casa, no le quedaría tiempo para ir a buscarlo. El baile se celebraba en el Hotel Millennium Biltmore del centro de Los Ángeles, a ochenta kilómetros de allí. Sería imposible recorrer esas distancias a aquella hora.

Nora habría dado cualquier cosa por ver la expresión de Thelma. Ni ella ni Channing podrían mencionarle el asunto, aunque adivinaran lo que había sucedido. ¿De qué podían acusarla? ¿De sacar sus vestidos de la casa para impedir que Thelma se los apropiara como se había apropiado del resto de su vida?

Nora cerró la casa con llave y se dirigió al coche. Miró el reloj del salpicadero y vio que sólo eran las tres y cincuenta y seis. El tráfico hacia Montebello, en dirección norte, podría ser denso, pero llegaría a casa antes de las siete como muy tarde. Tendría tiempo de sobra para vestirse y para encontrarse luego con Belinda y su hermana en el auditorio. No podría haberlo calculado mejor.