9
Llegué a mi despacho a las nueve de la mañana siguiente, abrí la puerta con llave y recogí el montón de cartas que el cartero había introducido por la ranura el día anterior. Las tiré sobre mi escritorio y me dirigí por el pasillo hasta la cocina americana, donde puse una cafetera. Esperé a que el aparato acabara de borbotear y me serví una taza. Tras olisquear la leche descubrí complacida que aún estaba fresca, así que me puse una gota en el café. «La vida es bella», pensé. Entonces volví a mi despacho y me encontré a Marvin Striker mirando por la ventana, de espaldas a mí.
Sólo me derramé encima un poquito de café mientras se apoderaba de mí una mezcla de alarma, desazón y culpabilidad. Me pregunté si Striker iba a echarme la bronca por haberme colado en el velatorio de Audrey.
—¡Ah, señor Striker! —exclamé—. No lo he oído entrar.
Marvin se volvió para observarme con esos ojos marrones que en tiempos más felices podrían haber exhibido un destello de picardía. Esbozó una leve sonrisa, lo que indicaba que no se iba a poner demasiado borde conmigo.
—La puerta estaba abierta. He llamado un par de veces y luego he entrado. Espero que no le importe.
—En absoluto. ¿Le apetece un café? Está recién hecho.
—No me gusta mucho el café, pero gracias de todos modos. Esperaba poder hablar con usted después del oficio, pero ya se había marchado.
—La verdad es que no tendría que haber asistido al velatorio. No llegué a conocer a Audrey…
—No hace falta que se disculpe. William me contó que la convenció para que lo acompañara. Él tampoco la conocía, pero le agradecí que viniera. Es un buen hombre.
—Lo es —admití—. ¿Cómo lo lleva? Habrán sido unos días muy duros.
Striker asintió con la cabeza.
—¡Terribles! Aún no me puedo creer que esté pasando todo esto. Si alguien me hubiera dicho hace una semana que mi prometida iba a tirarse de un puente, me habría reído en su cara.
—Yo no me precipitaría —respondí, estremeciéndome por lo que acababa de soltar—. La policía aún no ha llegado a ninguna conclusión, al menos por lo que yo sé.
—No entiendo nada de lo que ha pasado. ¿Usted lo entiende?
—Ahora mismo no, pero no dispongo de todos los datos.
—Yo tampoco, ya somos dos.
Me senté a mi escritorio creyendo que Striker alcanzaría la silla que estaba al otro lado, pero el prometido de Audrey permaneció de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón. Era un hombre bajo y compacto, vestido con un traje de raya diplomática azul marino y una camisa azul cielo. Se había aflojado el nudo de la corbata y llevaba el primer botón de la camisa desabrochado, como si hubiera empezado a vestirse bien por la mañana y luego se hubiera impacientado.
—¿Tiene otra cita o algo por el estilo? No quisiera retenerla, sé que está muy ocupada.
—No se preocupe, tómese todo el tiempo que quiera.
—William me dijo que usted estaba en Nordstrom cuando Audrey… Cuando la pescaron, o como se diga.
—Es cierto —admití con cautela. No quería ponerme a explicar el incidente sin haber descubierto antes lo que Marvin sabía, y cuál era su opinión al respecto.
—Eso es lo que no entiendo. Audrey era una buena persona; un encanto si le soy sincero. Lo pasábamos muy bien juntos, y no tengo ni idea de lo que pudo haber ido mal. —Striker parpadeó y después se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Se sacó un pañuelo muy bien doblado del bolsillo trasero del pantalón y se sonó—. Discúlpeme. Toda esta mierda me ha pillado desprevenido.
—Señor Striker, ¿por qué no se sienta?
—Tutéame, si no te importa.
—En absoluto, lo preferiría —afirmé.
Marvin iba bien afeitado, y percibí una ráfaga de su aftershave. Respiró hondo para intentar calmarse.
—No sé qué hacer con respecto a este asunto. No puedo creer que Audrey fuera una ladrona. Tampoco creo que se suicidara, no me parece posible.
—¿Fuiste tú el que pagó la fianza?
—Sí. Audrey me llamó y enseguida acudí a la comisaría, la habían metido en el calabozo. Era la primera vez que iba, ni siquiera sabía dónde estaba. Había visto el edificio al pasar por delante alguna vez, pero nunca le había prestado atención. No me han detenido en mi vida, ni a mí ni a nadie a quien conozca. Hasta ahora.
—¿Qué te dijo Audrey cuando la recogiste?
—No me acuerdo. Parece que hiciera semanas de eso, y ahora tengo una especie de bloqueo mental. Sé que me faltan algunas piezas, y por eso estoy aquí.
—¿Quieres que te cuente lo que vi?
Striker sonrió avergonzado.
—No, la verdad es que no. Pero supongo que será mejor que lo hagas.
—Interrúmpeme si se te ocurre alguna pregunta. Si no, te lo soltaré tal y como lo recuerdo. —Detallé los prolegómenos: el lugar, la hora y la razón por la que estaba allí—. Me fijé en Audrey cuando buscaba a una vendedora para que me ayudara. Estaba hablando con una mujer más joven y supuse que sería una dependienta. Pero entonces me di cuenta de que llevaba un bolso y una bolsa de la compra, como todo el mundo. Encontré lo que buscaba y, cuando iba hacia la caja, volví a ver a Audrey. Estaba mirando unos pijamas de seda que a mí también me habían interesado. Mientras la observaba, cogió dos y los metió en la bolsa…
—¿Parecía nerviosa? —preguntó Striker.
—En absoluto. Estaba tranquila, como si tal cosa. Tanto, que yo no daba crédito a lo que veían mis ojos. Me hice a un lado y atisbé a través de las batas colgadas en un perchero para poder vigilarla. Se acercó a otra mesa y, mientras rebuscaba entre la ropa expuesta, vi que birlaba un body.
—¿Eso qué es?
—Una prenda de ropa interior de una pieza, que incluye bragas y sostenes. Lo agarró con los dedos y se lo metió en el bolso. Me dirigí a la caja más cercana y la denuncié a la vendedora, que informó al Departamento de Seguridad. Al cabo de un par de minutos, el director de dicho departamento llegó a la sección y habló con la dependienta. Se llama Claudia Rines y, casualmente, la conozco.
—¿De qué?
—Tenemos una relación superficial. La veo de vez en cuando en Rosie’s, el restaurante que está al final de la calle en la que vivo. Claudia es la que me contó lo que pasó después, a lo que llegaré en un momento.
Marvin había bajado la cabeza y la movía de un lado a otro.
—¿Te encuentras bien?
—No te preocupes por mí, sigue con lo que estabas contando. Todo esto me resulta muy difícil, como es lógico. Así que el director de Seguridad llega a la sección, ¿y entonces qué?
—Audrey pareció darse cuenta de que estaban hablando de ella, por lo que salió de la sección de lencería y cruzó el pasillo para ir a la sección de tallas grandes. El director de Seguridad envió a Claudia a la segunda planta por si Audrey intentaba huir por la escalera mecánica.
Al parecer, aquel dato le refrescó la memoria porque chasqueó los dedos y me señaló.
—Sí, sí. Ahora recuerdo lo que me contó. Audrey no tenía ni idea de por qué la había parado aquel hombre. Quería cooperar, así que hizo lo que él le pidió. Se murió de vergüenza al darse cuenta de que llevaba esas prendas en la bolsa. Porque, vale, se había llevado algunas cosas, pero luego decidió devolverías. Ya sabes lo que suele pasar. ¿Cómo lo llaman? Remordimientos del comprador. Bueno, la cuestión es que se puso a pensar en otra cosa y se le olvidó. Me dijo que fue un simple descuido, y que los de la tienda lo exageraron. Fue un error muy tonto por su parte, ella misma lo admitió.
Yo ya estaba haciendo un gesto de negación con la cabeza.
—No lo creo. De ninguna manera. No me lo trago.
—Sólo te estoy contando lo que me dijo.
—Te entiendo, Marvin, pero me imagino que hay algo más. Fui policía durante dos años y me enfrenté a varias situaciones como esta. La gente te cuenta cualquier cosa para salvar el pellejo. No fue «un simple descuido». Trabajaba con alguien más, una mujer más joven que estaba robando prendas en la misma sección.
Marvin me miró con expresión afligida, y me di cuenta de que se resistía a creerme.
—¿Cómo? ¿Estás diciendo que Audrey y la otra mujer eran cómplices?
—Así lo interpreté. Nada más llegar Audrey a la escalera mecánica, la mujer con la que había estado hablando antes salió del lavabo de señoras. Se miraron y fue como si se hubieran transmitido alguna consigna, la clase de comunicación no verbal que se da entre personas que se conocen bien. Entonces la mujer más joven dio media vuelta y regresó al lavabo de señoras.
—Vaya, he aquí una prueba contundente —dijo Marvin con sarcasmo.
—¿Quieres que te lo cuente o no?
—Descríbeme a esa mujer.
—Unos cuarenta años, melena rubia descuidada hasta los hombros, sin maquillar. Tenía una pequeña cicatriz aquí, entre la barbilla y el labio inferior.
—No conozco a nadie que se le parezca. ¿No podría ser que malinterpretaras lo que estaba pasando?
—No.
—¿No te cabe ni la más mínima duda?
—Ni la más mínima.
—¿Por qué estás tan segura? Por lo que has dicho, no habías visto a esas dos mujeres en tu vida, y ahora de repente las involucras en una conspiración criminal. No es que lo ponga en duda, pero quiero saber en qué te basas para afirmarlo.
—Me baso en mi formación y mi experiencia. ¿Te parece poco? Llevo diez años enfrentándome a delitos y a delincuentes de todas clases. Así es como me gano la vida.
—Por otra parte, estás tan acostumbrada a perseguir a los malos que puede que todo el mundo te lo parezca.
—¿Sabes qué? Dudo que valga la pena seguir hablando de esto ahora. Debes asimilar muchas cosas, y aún estás conmocionado. Puede que sea mejor que esperemos hasta que hayas tenido tiempo de asimilarlo.
—Olvídate de eso, me encuentro bien. Nunca voy a poder asimilarlo, así que, por favor, continúa. Aclaremos este asunto ahora para que pueda saber a lo que me enfrento.
—Vale —respondí con tono escéptico.
—Vale. Así que Audrey estaba en las escaleras mecánicas, y luego, ¿qué?
—Al salir de los almacenes sonó la alarma, y el director de Seguridad, el señor Koslo, la interceptó en la puerta. Claudia Rines estaba con Koslo cuando este condujo a Audrey hasta el Departamento de Seguridad en la planta baja. Audrey abrió el bolso y la mercancía robada quedó a la vista. Entonces intentó convencerlos para que la soltaran, y al no conseguirlo se puso histérica.
—Bueno, imagina lo avergonzada y lo humillada que debió de sentirse. Cuando la fui a buscar estaba tan nerviosa que temblaba de la cabeza a los pies, y tenía las manos heladas. Al llegar a casa nos tomamos un par de copas y se calmó un poco, pero seguía alteradísima.
—¿No explica eso su suicidio? Si estaba tan estresada…
—No, en absoluto. No fue así.
—Lo que nos lleva otra vez al punto de partida. Y ahora me toca a mí preguntarte, ¿cómo puedes estar tan seguro?
—Tú no conocías a Audrey, yo sí. Y no te pongas insolente conmigo, jovencita.
—Lo siento, no era mi intención —afirmé. Pensé en lo que Marvin me había dicho y me pregunté si sería mejor adoptar otro enfoque—. Háblame de su detención. ¿De qué la acusaron?
—No quiso hablar del tema, y yo no la presioné. Estaba fuera de sí, por lo que en vez de darle más vueltas a lo que había pasado intenté tranquilizarla. Le dije que todo iría bien, que contrataríamos a un abogado para que solucionara el problema. Incluso le di el nombre del abogado y le dije que lo llamaría aquella misma noche, pero ella me pidió que no lo hiciera.
—Y cuando la policía te informó de que la habían encontrado, ¿qué más te dijeron?
Marvin sacudió la cabeza.
—No demasiado. Me di cuenta de que intentaban ser amables, pero no soltaron prenda, como si yo no tuviera derecho a saberlo. No estábamos casados, es verdad, pero sí prometidos, y me trataron como si fuera un desconocido que pasaba por la calle. No me habrían dado ni la hora si no hubiera denunciado la desaparición de Audrey el sábado.
—¿Denunciaste su desaparición el día anterior?
—No fue una denuncia oficial, porque no me tomaron demasiado en serio. Les dije que estaba preocupado y anotaron la información que les di, pero no iban a publicar ningún comunicado ni nada por el estilo. Dijeron que, dadas las circunstancias, no tenían motivos para hacerlo.
—¿Por eso se pusieron en contacto contigo después de que encontraran a Audrey?
—Así es. Si no, seguiría sin saber nada y estaría volviéndome loco. Por suerte, alguien bastante listo relacionó el nombre del informe con los datos que encontraron en el bolso de Audrey. En su permiso de conducir constaba una dirección anterior, una casita que alquilaba en San Luis Obispo. El inspector de la policía se puso en contacto con el Departamento del Sheriff de North County y les pidió que enviaran a un agente a la casa. Pero, claro, estaba cerrada a cal y canto porque Audrey ahora vivía conmigo. Había dejado casi todas sus cosas allí, salvo lo imprescindible. Estaba posponiendo el cambio de dirección hasta que nos casáramos, y entonces se encargaría de todo. Ya sabes, cambio de nombre, nueva dirección y demás.
San Luis Obispo, a una hora y media hacia el norte, es una ciudad conocida como San Luis, S. L. O. o SLO-town.
—Tu hija no parecía saber que Audrey y tú os fuerais a casar.
—Lo manteníamos en secreto. A Audrey le preocupaba que a mis chicas les sentara mal, por eso no habíamos dicho nada aún.
—¿Y qué te llevó a denunciar su desaparición?
—Tenía que hacer algo, y es lo único que se me ocurrió. Audrey era puntual por naturaleza. El sábado por la mañana se fue a la peluquería, como hacía cada semana. Yo quería que cancelara la cita, pero empezó a alterarse de nuevo y acabé cediendo.
»Habíamos quedado a la una, y dijo que para entonces ya estaría en casa. No apareció, algo impensable en ella. Incluso si iba a llegar cinco minutos tarde llamaba para decir dónde estaba. No me hubiera dejado plantado nunca. Ni en un millón de años.
—¿Para qué era la cita?
—Íbamos a ver algunas casas con una agente inmobiliaria amiga de Audrey. Es otra de las razones por las que no puedo creer que se suicidara. Estaba entusiasmada. Había visto algunos anuncios en el periódico y Felicia, su amiga, concertó varias visitas para enseñarnos cinco o seis casas. Una y cuarto, una y media…, y Audrey sin aparecer y sin llamar, así que le dije a Felicia que volviera a su trabajo, porque supuse que tendría otras cosas que hacer. A las tres ya estaba en comisaría, hablando con un policía.
—¿Pensaste que se encontraría mal, que habría sufrido un accidente, o qué?
—Sólo sabía que le había ocurrido algo malo.
Cambié de tema.
—¿Cuánto tiempo hacía que la conocías?
Agitó la mano como si se apartara mosquitos de la cara.
—Hablaste con Sabrina. Me dijo que te conoció en la funeraria, así que ya sé adónde quieres ir a parar. La respuesta es siete meses aproximadamente, un tiempo que podría parecerles precipitado a algunos. Aún vivo en la misma casa que mi mujer y yo compramos en 1953. A Audrey no le importaba, pero cuando empezamos a ir más en serio, pensé que tendríamos que comprar una casa propia. Mis hijas creían que me había vuelto loco.
—¿De qué trabajaba Audrey?
Marvin se encogió de hombros.
—Se dedicaba a las ventas, igual que yo, así que viajaba mucho. Puede que dos semanas y media o tres cada mes. Su Honda de 1987 tenía más de cuatrocientos ochenta mil kilómetros. Siempre estaba de viaje, algo que no me gustaba demasiado. Esperaba que dejara de viajar, y supuse que tener casa propia la animaría a hacerlo.
—¿Qué tipo de ventas?
—No estoy seguro. No hablaba acerca de su trabajo. Me dio la impresión de que era ropa, o algo por el estilo.
Pensé que esa «ropa» serían bodys o pijamas de seda, pero no abrí el pico.
—¿Para qué empresa?
—No tengo ni idea. Trabajaba a comisión, así que era autónoma, no tenía un contrato fijo.
—¿Y tú?
—¿Mi trabajo? Era representante de la fábrica de tractores Jonh Deere. Me jubilé anticipadamente. Trabajé como un poseso toda mi vida, y había bastantes cosas que quería hacer mientras tuviera salud.
—¿Cómo os conocisteis?
—Hay un bar en mi barrio, un sitio estilo Cheers, como el de la serie. Audrey estaba allí una noche, y yo también.
—¿Os presentó algún amigo común?
—La verdad es que no. Entablamos conversación. Soy viudo. Mi mujer murió hace un año y no tenía nada que hacer. Mis hijas se escandalizaron cuando me fui a vivir con Audrey, lo que tiene narices. Me vi obligado a recordarles todo lo que aguanté cuando eran jóvenes. Salían hasta las tantas, volvían borrachas. Los tipos con los que se juntaban eran unos fracasados andrajosos y sin empleo. No es que ninguno les durara demasiado, había una rotación constante de tipejos. Les dije que lo que yo hiciera no era asunto suyo.
»Audrey era la primera mujer con la que salía desde que murió su madre. La única mujer, para ser exactos. Margaret fue el amor de mi vida, pero ahora ella está muerta y yo no. No voy a vivir como un ermitaño sólo para satisfacer el repentino sentido del decoro de mis hijas. ¡Me importa un carajo el decoro! Estoy seguro de que Sabrina te llenó la cabeza.
—Me dijo que no pudiste encontrar los números de teléfono de los dos hijos de Audrey. ¿Se han puesto en contacto contigo?
—No, y es algo que me pone enfermo. Lo revolví todo: el escritorio, la cómoda, la bolsa de viaje… No encontré ni la libreta de direcciones, ni cartas, ni ninguna referencia a ellos.
—¿Y qué hay de la casa en San Luis Obispo? Puede que Audrey guardara la libreta de direcciones allí.
—Posiblemente. Debería ir a comprobarlo, pero soy un gallina. Ni siquiera sé cómo es la casa, y no puedo entrar sin saber qué puedo encontrarme.
—Entiendo. Quién sabe, podría tener marido e hijos.
—¡Caray, no digas eso!
—Me las estaba dando de lista, no me hagas caso —le tranquilicé—. ¿Qué sabes de su pasado? ¿Te contó de dónde era?
—Nació en Chicago, pero había vivido por todas partes.
—¿Has probado a llamar al servicio de información telefónica de la zona de Chicago?
—Una pérdida de tiempo total. Lo intenté, pero hay cientos de personas apellidadas Vanee. No sé si se refería a la ciudad o a alguna zona residencial. Sus padres murieron. Hará muchos años, supongo. Me contó que sus hijos trabajaban en San Francisco, y no tenía ninguna razón para no creérmelo. Dijo que su hija estaba casada. Ignoro si conservó su apellido de soltera o si adoptó el de su marido. No hay ningún Don Vanee en el listín, pero puede que su número no figure. Eso no significa que no viva allí.
—¿Y qué hay de su pasado? Casi todo el mundo cuenta alguna anécdota. Podría haberte dicho alguna cosa suelta que te ayudara ahora a reconstruir los hechos.
—No hablaba de sí misma. No le gustaba ser el centro de atención. En su momento no me pareció importante, supuse que sería tímida.
—¿Tímida? En la esquela pone que era «divertida y vivaz».
—Lo era. Todo el mundo la quería. Se interesaba mucho por los demás. Si le preguntabas algo personal, enseguida te hacía callar, como si hablar de su vida no mereciera la pena.
—Así que, en resumen, no sabes nada.
—La verdad es que no, aunque me dé vergüenza admitirlo. Crees que mantienes una relación muy estrecha con alguien y entonces pasa algo así. Al final resulta que no tienes ni pajolera idea de nada.
—Si sabes tan poco de ella, ¿por qué estás tan seguro de que no se suicidó? Puede que padeciera alguna enfermedad mental. Quizá pasó los dos últimos años en el manicomio. Puede que por eso no quisiera hablar de sí misma.
—No, para nada. No estaba ni chiflada ni deprimida. En absoluto. Era muy alegre. No acusaba cambios de humor, ni trastornos hormonales, ni mal genio. Nada de eso. Y no tomaba ningún medicamento. Una aspirina infantil al día, pero eso era todo —explicó—. Creía que la poli se pondría a investigar a fondo este asunto.
—Créeme, lo están haciendo. Lo que pasa es que a ti no van a darte ninguna información.
—¡Y que lo digas! Menuda mierda. ¿Tú qué harías si te encontraras en mi pellejo?
—Volvería a la comisaría.
—Otra gran pérdida de tiempo. Lo intenté y no saqué nada en claro. Esperaba que hablaras tú con ellos, seguro que te tratarán como a una profesional. Yo sólo soy un amigo íntimo que tiene un interés personal en el asunto.
—Puede que sí —admití.
—Digamos que te contrato. Entonces, ¿qué?
—¿No te parece que hay un conflicto de intereses, dado que yo fui la responsable de su detención? Lo primero que hubiera pensado es que querrías contratar a cualquiera antes que a mí.
—Pero al menos tú estabas allí, y conoces parte de la historia. No soportaría tener que explicárselo todo a otra persona. Además, no te va a ir peor que a mí a la hora de investigar lo que está pasando.
—Es verdad. —Le di vueltas al tema, buscando algún cabo del que tirar—. Me ayudaría saber de qué la acusaron, y si tenía antecedentes.
—¡No hablarás en serio! —exclamó Marvin con tono incrédulo—. ¿Crees que podrían haberla detenido otras veces?
—Es muy posible.
Marvin bajó la cabeza, abatido.
—Esto va de mal en peor, ¿verdad?
—Me temo que sí.