8

El martes por la mañana no salí a correr. El cardenal de la espinilla me dolía más que antes, pero esa no fue la excusa. El velatorio de Audrey Vanee estaba programado para las diez de la mañana. Si iba a mi despacho temprano, tendría tiempo de hacer unas cuantas llamadas y de abrir la correspondencia antes de salir. Me cepillé los dientes, me duché y me lavé el pelo, después de lo cual saqué mi vestido negro multiusos del armario y lo sacudí un poco. No vi que cayera nada al suelo y saliera correteando, así que podía suponer sin temor a equivocarme que ningún insecto había fijado su residencia en alguno de los pliegues. Inspeccioné el vestido, dándole vueltas en la percha. Limpié el polvo que tenía en los hombros. No le faltaba ningún botón, no se había reventado ninguna costura ni le colgaba ningún hilacho. La tela de esta prenda es del todo sintética, probablemente un derivado del petróleo que algún día retirarán del mercado tras descubrir sus propiedades carcinógenas. Entretanto, me lo seguiré poniendo porque no se arruga, si está sucio no se nota y nunca pasa de moda, al menos a ojos de alguien tan poco ducha en el asunto como yo.

Tras llegar al despacho hice lo que pude en el breve periodo de que disponía. A las nueve y media cerré con llave y volví a mi barrio en coche. William, muy elegante con uno de sus ternos más oscuros, ya me esperaba frente a Rosie’s cuando pasé a recogerlo. Ahora que era «prediabético» usaba un bonito bastón con gruesa puntera de goma. Atravesamos la ciudad en poco más de diez minutos.

Sólo había dos coches más cuando entramos en el aparcamiento de la funeraria Wynington-Blake: entierros, cremaciones y transporte, todas las religiones. Elegí un sitio al azar. William apenas se podía contener. Nada más apagar yo el motor, bajó del coche de un salto y se acercó a la entrada con paso ligero, que corrigió al cabo de un momento tras recordar su enfermedad. Me tomé mi tiempo para cerrar el coche, deseando no haber venido. La fachada del edificio no tenía aberturas. Todas las ventanas de la planta baja estaban tapiadas con ladrillos, y empecé a sentir que se apoderaba de mí la claustrofobia antes incluso de haber entrado.

La funeraria Wynington-Blake ocupa lo que antes había sido una casa unifamiliar de gran tamaño. El espacioso recibidor hacía ahora las veces de pasillo común al que daban las siete salas de velatorio, cada una con la capacidad de albergar hasta cien personas en sillas plegables. Cada sala había sido bautizada con un nombre apropiadamente fúnebre: Serenidad, Tranquilidad, Meditación, Descanso Eterno, Estancia Pasajera, Capilla del Amanecer y Santuario. Lo más probable es que todas estas salas fueran tiempo atrás un salón delantero, una sala de estar, un comedor, una biblioteca, una sala de billar y un despacho grande revestido con paneles de madera. Habían colocado sendos caballetes frente a las salas Tranquilidad y Meditación, y supuse que las otras estarían vacías.

Cuando entramos, el director de la funeraria, un tal señor Sharonson, saludó calurosamente a William. Este mencionó el nombre de Audrey y el director lo dirigió a la sala Meditación, donde tenía lugar el velatorio. En tono apenas audible, Sharonson le dijo a William que «el señor Striker acababa de llegar».

—Pobre hombre —respondió William—. Iré a hablar con él un momento para ver cómo está.

—Me imagino que no muy bien.

Como si participara en una recepción oficial, di un paso al frente y el señor Sharonson y yo nos estrechamos la mano. Nos habíamos encontrado tres o cuatro veces en los últimos seis años, aunque no pude recordar haberlo visto jamás fuera del contexto actual. El señor Sharonson me sostuvo la mano durante unos instantes, pensando quizá que yo había acudido a llorar la pérdida de un ser querido.

En el pasillo situado frente a la sala Meditación habían instalado un podio de madera sobre el que reposaba un libro de condolencias de gran tamaño, en el que se suponía que debíamos firmar. La mayoría de páginas estaban en blanco. Como habíamos sido tan puntuales, sólo otra persona había llegado antes que nosotros. Observé cómo William se acercaba al libro y estampaba su firma, después de lo cual escribió diligentemente su nombre en letra de imprenta y añadió su dirección. Supuse que esta información adicional iría dirigida a los familiares, para que pudieran enviarle una nota de agradecimiento más adelante. Espero que no vendan estas listas de nombres a los teleoperadores que te llaman a la hora de cenar y te quitan el apetito.

La persona que había firmado antes que William era una tal Sabrina Striker, probablemente la hija o la hermana del prometido de Audrey. Había anotado una dirección de Santa Teresa. Tenía una letra tan pequeña que me maravilló que resultara legible. Me quedé ahí de pie, bolígrafo en ristre, reacia a anunciar mi presencia porque, para empezar, no tenía ninguna razón para asistir al velatorio. Por otra parte, negarme a firmar me pareció de mala educación. Escribí mi nombre bajo el de William, y cuando llegué al espacio destinado a la dirección, lo dejé en blanco. En una mesa cercana vi un montón de recordatorios con el nombre de Audrey. William se hizo con uno y a continuación entró en la sala del velatorio como el que entra en su casa. Quién sabe cuántas veces había estado aquí para dar el pésame por el fallecimiento de alguien a quien ni conocía. Cogí un recordatorio y lo seguí.

Había estado en otro velatorio en esa misma sala hacía seis años, cuando un hombre llamado John Daggett se ahogó en el océano. Todo seguía prácticamente igual. A la derecha había un sofá y varios sillones orejeros colocados en semicírculo, lo que daba un aire de sala de estar informal. La gama de colores iba del malva y el gris al verde apagado. El tapizado era neutro, quizá seleccionado para no desentonar con los dos juegos de elegantes cortinas que tapaban las ventanas sin vistas al exterior. Las lámparas de mesa aportaban cierta calidez que, de no haber estado tapiadas las ventanas, podría haber proporcionado la luz del sol.

La decoración interior parecía apropiada para cualquier religión. Es decir, estaba despojada de símbolos religiosos o de adornos sagrados. Incluso un ateo se habría sentido a gusto. Habían corrido una puerta plegable de madera para que dividiera en dos la sala. Dado el escaso número de asistentes, el espacio, sin dividir, habría resultado desalentador.

A la izquierda vi tres hileras de sillas plegables colocadas de forma alternada para permitir la visibilidad desde todos los asientos, destinadas probablemente a los asistentes al oficio religioso que tendría lugar por la tarde. Había dos urnas enormes llenas de gladiolos que, según descubrí más tarde, eran artificiales. Percibí el aroma de claveles, aunque puede que alguien se hubiera dedicado a perfumar la sala con un ambientador. Dos coronas de flores reposaban a cada lado del ataúd de caoba, que estaba cerrado. La caída de ciento veinte metros debió de dejar el cuerpo de Audrey Vanee un tanto maltrecho.

Tras evaluar la situación, William centró su atención enseguida en un hombre sentado en la primera fila con la cabeza gacha, llorando quedamente con un pañuelo en la mano. Tenía que ser Marvin Striker. A su derecha se sentaba una mujer joven que llevaba una camiseta blanca y una chaqueta azul marino. Cuando William se sentó en la silla plegable colocada a la izquierda de Striker, este se serenó y se enjugó las lágrimas. William le apoyó una mano consoladora en el brazo y le hizo algunos comentarios que al parecer fueron bien recibidos. Striker presentó a William a la mujer que se sentaba a su lado y ambos se dieron la mano. No tenía ni idea de lo que había dicho William, pero tanto Striker como la mujer joven se volvieron para mirarme. Striker me saludó brevemente con la cabeza. Era un hombre de sesenta y tantos, vestido con un elegante traje oscuro. Iba bien afeitado y llevaba el escaso pelo gris que aún le quedaba cortado muy corto. Tenía las cejas oscuras, lo que indicaba que su pelo también habría sido oscuro tiempo atrás. Llevaba gafas sin montura, con finas patillas metálicas. Esperaba que William no se empeñara en presentarme. Aún temía que me interrogaran acerca de mi conexión con la fallecida.

Tomé asiento en la última de las tres filas, donde fui la única ocupante de toda la hilera de asientos a ambos lados del pasillo. La temperatura era más bien fría, y capté un murmullo de música de órgano tan débil que no pude identificar la melodía. Me sentía incómoda, y me dio la sensación de que se me veía mucho porque estaba sola y no tenía nada en que ocupar el tiempo. Abrí el recordatorio y leí el texto. Me decepcionó descubrir que era una copia exacta de la necrológica que había leído el día anterior.

La fotografía de Audrey también resultó ser la misma, salvo que esta era en color, a diferencia de la imagen en blanco y negro del periódico. Audrey estaba muy bien para tener sesenta y tres años. Se habría sometido a los suficientes tratamientos cosméticos para parecer diez años más joven. No tenía la típica arruga en el entrecejo que revela enfado o tristeza, y que algunas mujeres se ven obligadas a eliminar. Mejor el rostro inexpresivo y sin arrugas que denota calma y juventud eterna. Audrey tenía el pelo de un tono más oscuro que el tinte rubio que yo le vi en Nordstrom, aunque el estilo de corte era el mismo: corto y peinado hacia atrás. Iba muy bien maquillada. Su sonrisa revelaba una buena dentadura, pero no tan uniforme como para indicar que llevara fundas. No estaba muy gorda, pero al ser baja —probablemente menos de metro sesenta— se le notaba mucho cada kilo de más.

El periódico había recortado la fotografía hasta convertirla en un primer plano. En la del recordatorio pude ver la amplia chaqueta de color granate que vestía. Llevaba un collar de bisutería, una sarta de piedras grandes que no pretendían ser buenas. El brillante monedero de color rojo que asía tenía forma de gato dormido, y parecía idéntico a aquel bolso tan caro que yo había visto en Nordstrom dentro de una vitrina de cristal. Afanarlo habría sido todo un logro.

La ceremonia formal, descrita en la página siguiente, se había reducido al mínimo: una invocación, dos himnos y algún comentario por parte de un tal reverendo Anderson, sin que se especificara a qué religión pertenecía la fallecida. No me quedaba claro el protocolo. ¿Habría una agencia de alquiler de sacerdotes para fieles que no pertenecieran a ninguna congregación? Me preocupaba que William quisiera asistir al oficio fúnebre, por lo que empecé a maquinar una excusa.

La mujer joven que se sentaba junto a Striker le dijo algo a este y a continuación se levantó. Salió de la sala como si anduviera de puntillas, desprendiendo aroma a lirio de los valles al pasar a mi lado. William aún estaba en plena conversación con Striker. ¿Qué estaría diciéndole?

Miré disimuladamente hacia la puerta, temerosa de que aparecieran los numerosos sobrinos de Audrey y se empeñaran en hacerse los simpáticos charlando con los asistentes. Es decir, conmigo. Aparte de William y del prometido de Audrey no había ni un alma en la sala. Caí en la cuenta de que si aparecía su cómplice, yo sería la primera persona a la que vería. Me metí el recordatorio en el bolso, me levanté de la silla plegable y salí en busca de un lavabo de señoras.

Cuando pasé por delante de la sala Tranquilidad, hice una pausa para leer el nombre expuesto en el caballete. El velatorio de Benedict «Dick» Pagent tendría lugar entre las siete y las nueve de aquella noche. Habría un segundo velatorio de las diez a las doce del mediodía el miércoles, y un oficio religioso el jueves por la mañana en la Segunda Iglesia Presbiteriana. La sala era lúgubre y espaciosa. Las lámparas de mesa estaban apagadas y la única luz visible provenía del haz que entraba desde el pasillo, interrumpido por mi sombra mientras miraba por la puerta abierta. Al igual que en la sala de Audrey, habían colocado sillones orejeros y un sofá a juego en la zona que estaba a mi derecha. Al mirar hacia la izquierda vi un ataúd abierto con el cuerpo de un hombre visible de cintura para arriba, tan inmóvil que podría estar tallado en piedra. Supuse que ambientarían un poco mejor la sala antes de que llegaran sus parientes: encenderían las lámparas, pondrían algo de música… Cualquier cosa para indicar que el hombre no había yacido allí completamente solo. Di un paso atrás y seguí andando por el pasillo.

A la vuelta de la esquina vi una pequeña e informal sala de espera con una reducida cocina contigua, quizá pensada para ofrecer privacidad a los familiares más cercanos. A la izquierda estaban los aseos, con las letras «H» o «M» en las respectivas puertas. El lavabo de señoras parecía impoluto. Tenía dos cubículos, una encimera de mármol de imitación, dos lavabos empotrados y un letrero bien visible con la inscripción PROHIBIDO FUMAR. Olía a tabaco, y no tardé en descubrir la nube de humo que ascendía por uno de los cubículos.

Oí que tiraban de la cadena, y la mujer joven que supuse que sería hija de Striker salió del cubículo. No llevaba ningún cigarrillo en la mano, así que debía de haberlo echado al váter. Me miró brevemente y esbozó una sonrisa cortés mientras se dirigía al lavabo, abría el grifo y se lavaba las manos. Además de la chaqueta y la camiseta blanca, llevaba vaqueros, calcetines cortos y zapatillas de deporte. No era el atuendo más indicado para asistir a un funeral, sino un conjunto con el que yo también me habría sentido cómoda.

Me metí en el otro cubículo e hice uso de las instalaciones, con la esperanza de retrasar mi regreso a la sala del velatorio hasta que llegaran más dolientes. Esperaba oír cómo se abría y cerraba la puerta del lavabo, pero cuando salí del cubículo vi a la mujer apoyada en la encimera, encendiendo otro cigarrillo. Me resistí al impulso de afearle la conducta. Me sucedía lo mismo en la reserva para aves cuando los turistas daban trozos de pan a los patos pese al letrero que reza POR FAVOR, NO DEN DE COMER A LAS AVES. Aunque estoy dispuesta a conceder a los visitantes el beneficio de la duda, siempre tengo ganas de preguntarles «¿Hablan inglés?» o «¿Saben leer?», con voz lenta y clara. Todavía no lo he hecho, pero me irrita sobremanera que los ciudadanos ignoren normas municipales escritas con lenguaje sencillo.

Sabrina Striker tenía el rostro alargado y la nariz estrecha en el puente y más ancha en la punta, de modo que parecía más grande de lo que era. Llevaba el pelo oscuro peinado por detrás de las orejas, y eso las hacía sobresalir. No iba maquillada y le quedaría mejor otro corte de pelo. Paradójicamente, todos estos defectos tan evidentes la hacían parecer atractiva, alguien agradable y sin pretensiones.

Me tomé bastante tiempo para lavarme las manos. Según mi experiencia, a la más mínima oportunidad las mujeres te contarán cualquier cosa en los lavabos públicos. Esta parecía una ocasión tan buena como cualquier otra para poner a prueba mi teoría. La miré a los ojos a través del espejo.

—¿Eres Sabrina?

La chica sonrió mostrando las encías.

—Sí.

Cerré el grifo y alcancé una toallita de papel del montón. Me sequé las manos, tiré la toallita a la papelera y le ofrecí la mano.

—Yo soy Kinsey.

Nos dimos la mano mientras Sabrina decía:

—Ya me lo había imaginado. He visto tu nombre en el libro de condolencias de camino al lavabo. Has venido con ese señor mayor que está hablando con mi padre.

—William es vecino mío —expliqué, y lo dejé así.

Me incliné hacia el espejo y me atusé una ceja como si intentara peinármela. Me di cuenta de que me convenía recortarme la pelambrera y sentí no haberme metido en el bolso las tijeritas de las uñas, siempre tan útiles. Suelo llevarlas conmigo por si preciso un estilismo de urgencia.

—Entonces, ¿quién era el amigo de Audrey, tú o tu vecino? —preguntó.

—Más él que yo. De hecho, yo sólo la había visto una vez. Fue William quien sugirió que asistiéramos al velatorio —respondí, evitando arteramente la verdad—. Según el periódico, estaba prometida a tu padre, ¿no?

Sabrina hizo una mueca.

—Por desgracia, sí. No teníamos ni idea de que fueran tan en serio.

—¿Había algún problema?

Sabrina vaciló.

—¿Dices la verdad al afirmar que no eras amiga de Audrey?

—No éramos amigas en absoluto. Te lo juro.

Me llevé la mano al pecho a modo de confirmación.

—Porque no quiero decir nada que esté fuera de lugar.

—Confía en mí, estoy de tu parte.

—Básicamente, lo que pasó fue que mi madre murió el pasado mayo. Mis padres se hicieron novios en la universidad y estuvieron casados cuarenta y dos años. Papá conoció a Audrey en un bar cuatro meses después de que falleciera mamá. Y luego, de la noche a la mañana, Audrey se fue a vivir con él.

—¡Qué poco tacto!

—Eso es.

—Me imagino que te opusiste.

—Traté de guardarme mi opinión, pero estoy segura de que mi padre sabía lo que pensaba. Me parecía ofensivo. Mi hermana, Delaney, creía que Audrey era una cazafortunas, pero yo no estaba de acuerdo. A Audrey nunca le faltaba el dinero, así que me costaba creer que fuera detrás del de mi padre. Se portaba bien con él, eso tengo que admitirlo. —Sabrina se inclinó hacia delante y abrió el grifo, apagando el cigarrillo antes de tirarlo a la papelera—. Aunque era una fulana, desde luego.

—A las de su franja de edad creía que las llamaban de otra forma, pero no se me ocurre cómo —apunté.

—Una fulana vieja y maquinadora.

—¿Crees que tenía algún motivo oculto?

—Algo tramaba. Papá es un hombre adorable, pero no puede decirse que Audrey fuera su tipo.

—¿Por qué?

—Siempre ha sido muy convencional. Incluso mi madre se quejaba a veces. Es muy casero, no le gusta salir por la noche. Audrey estaba llena de energía, no paraba quieta un momento. ¿Qué podían tener en común?

Me encogí de hombros.

—Quizá se habían enamorado. Tu padre debía de sentirse muy solo desde que murió tu madre. La mayoría de hombres no saben arreglárselas por su cuenta, especialmente si han estado felizmente casados.

—Estoy de acuerdo. Y, por supuesto, ahora ha dado un giro de ciento ochenta grados… Está todo el día en la calle. Pensé que sería mejor no meterme en su supuesta vida sentimental. Delaney y yo redujimos al máximo el contacto con Audrey, era lo mejor que podíamos hacer. Siempre que la veíamos nos esforzábamos en ser educadas. No estoy segura de haberlo logrado, pero no fue porque no lo intentáramos. Me guardé todas las reservas que pudiera tener, aunque nadie me lo reconoció. Ellos daban por sentado que estaba celosa, como si no me fuera a caer bien ninguna mujer que se liara con mi padre, pero no es cierto en absoluto.

—¿Quiénes son «ellos»?

—Sus amigos del bar. Después del oficio, estoy segura de que vendrán todos en comandita e insistirán en llevárselo a beber unas copas. Por lo poco que sé, beber era lo único que hacían Audrey y mi padre. No estoy diciendo que papá se pasara de la raya ni nada por el estilo, pero ella sí. Fiestas, fiestas y más fiestas. Salir salir y salir. Por suerte, viajaba mucho por cuestiones de negocios, así que estaba fuera casi todo el tiempo. ¿Te parece que era una relación saludable? Porque a mí no me lo parece.

—¿Y qué hay de los hijos de Audrey? ¿Estaban de acuerdo?

—No tengo ni idea, nunca los vimos.

—¿Van a venir? No he visto sus nombres en el libro de condolencias.

—Ni siquiera saben que ha muerto. Se supone que están en San Francisco, pero papá no ha encontrado un solo número de contacto para avisarles. Audrey tenía una libreta de direcciones. Papá la vio en más de una ocasión, pero no sabe lo que hizo Audrey con ella.

—Probablemente se sabía los números de memoria.

—Supongo. Audrey nos dijo que su hija, Betty, trabajaba para Merrill Lynch, pero resultó ser una trola. Delaney vive en la misma ciudad, así que llamó a la empresa y le dijeron que no tenían ni idea de quién era Betty. Nadie había oído hablar de ella.

—Puede que estuviera casada y usara el apellido de su marido.

—Es una explicación —admitió. Sabrina torció la boca y se pasó la lengua por los dientes de arriba, un gesto que transmite incredulidad, aunque no sé muy bien por qué.

—¿Y qué hay de sus sobrinos? ¿No sabría alguno de ellos cómo ponerse en contacto con los hijos de Audrey?

—No hay ningún sobrino. Papá se lo inventó en la esquela porque pensó que quedaba mejor. La verdad es que no parecía tener ni amigos ni parientes. Salvo ese puñado de borrachos con los que iban al bar, sólo nos tenía a nosotros.

—Parece raro.

—Es que es raro. Me refiero a que si hubiera tenido hijos, lo más lógico sería que hubieran venido a visitarla alguna vez, o que al menos la llamaran de vez en cuando.

—¿Crees que mintió acerca de ellos?

—No me sorprendería. Sospecho que engañaba a papá haciéndose la simpática. Por el modo en que hablaba, era la matriarca de una pequeña familia feliz, y sus hijos tenían buenos empleos. ¡Y un huevo!

—Quizá se habían distanciado.

—Supongo que es posible, pero puede que nunca sepamos la verdad. —Sabrina bajó la voz—. ¿Te has enterado de la forma en que murió?

—Sí, y no estoy segura de cómo interpretarlo. ¿Te parecía la clase de persona que se tiraría de un puente?

—Normalmente no, pero papá dice que la detuvieron el viernes por la tarde y que pasó media noche en la cárcel.

Puede que mi expresión de asombro no estuviera muy lograda, pero Sabrina no me conocía lo suficiente para darse cuenta.

—¿La detuvieron? ¿Lo dices en serio? ¿Por qué?

—¡Quién sabe! No conseguí sacárselo a papá. Sé que le pagó la fianza y, por lo que dijo, Audrey estaba al borde de un ataque de nervios. Papá se enfadó muchísimo. Dijo que seguro que todo era mentira, y que pensaba demandarlos por detención ilegal. Está convencido de que el hecho de que la detuvieran fue lo que la llevó a tirarse del puente.

—Quizá —admití.

Sabrina echó una ojeada a su reloj.

—Será mejor que vuelva. ¿Vas a quedarte al oficio?

—No estoy segura. Se lo preguntaré a William, a ver qué piensa hacer él.

—Podemos seguir hablando más tarde, si aún andas por aquí. Gracias por dejar que me desahogara.

—No te preocupes por eso.

Al volver a la sala Meditación vi que había llegado un grupito de gente. Por la pinta que tenían, deduje que serían los amigos del bar al que acudían Marvin y Audrey. Eran seis, dos mujeres y cuatro hombres, todos aproximadamente de la misma edad. Estoy segura de que los bebedores habituales de Rosie’s habrían tenido una pinta similar, como si los desconcertara encontrarse sobrios a esa hora del día. Una de las dos mujeres le cogía la mano a Marvin y no dejaba de llorar. Mientras ella lloraba, Marvin empleó la mano que tenía libre para sacar un pañuelo y entregárselo. La mujer sacudió la cabeza y vi cómo Marvin también se enjugaba las lágrimas. El dolor es tan contagioso como un bostezo.

William había vuelto al fondo de la sala, donde se había enfrascado en una conversación con el señor Sharonson. Conseguí que me viera y levanté una mano vacilante. Se excusó y cruzó la sala hacia mí.

—¿Cómo va todo?

—Bien. Me preguntaba cuánto tiempo va a durar esto. ¿Te quedas al oficio?

—Por supuesto. Espero que no estés pensando en irte. Marvin se llevaría un disgusto terrible.

—¿Se llevaría un disgusto?

—Siempre había querido conocer a los amigos de Audrey, y le ha alegrado muchísimo que hayamos venido. Bueno, «muchísimo» no es lo que ha dicho, pero ya sabes a qué me refiero.

—¿Y qué hay de la mujer con la que está hablando ahora? ¿No era amiga de Audrey?

—Más bien conocida. Varios de ellos se reunían en un bar del barrio. A Marvin le ha dolido una barbaridad que no se haya presentado nadie más. Esperaba que viniera bastante gente.

—¿Y su hija mayor?

—Viene en avión desde San Francisco y debería llegar alrededor de la una. —William bajó la voz—. ¿Ha aparecido la otra?

—¿La cómplice de Audrey? De momento no, y eso es lo que me preocupa. Si entra ahora, me verá enseguida. Seguro que me reconoce.

—Eso no supone ningún problema. Firmará en el libro de condolencias y, para cuando te vea, su nombre y su dirección constarán por escrito. Conseguirás todos los datos que necesitas para localizarla sin tener que seguir esforzándote.

—No va a poner obligatoriamente su domicilio. Yo misma dejé ese espacio en blanco.

—No importa. Tendrás su nombre. Puedes apuntártelo y empezar a investigar.

—Pero ella también tendrá el mío. Si lo busca en el listín, la única referencia que encontrará es Investigaciones Millhone, y así conseguirá la dirección y el teléfono de mi despacho. Seguro que se imagina que le sigo la pista. ¿Por qué otra razón vendría una investigadora privada al velatorio de Audrey?

—Aquí hay cuatro mujeres. Cinco, cuando llegue la hija mayor de Marvin. No sabrá cuál de ellas eres tú. ¿Y por qué te preocupa?

—Intentó matarme.

—Dudo que lo hiciera a propósito. Probablemente vio que se le presentaba la oportunidad y actuó por impulso.

—Pero supón que le diga a Marvin que soy detective privada.

—Él ya lo sabe.

—¿Lo sabe? ¿Cómo ha salido eso en la conversación?

—No ha salido, se lo he dicho sin más.

Me quedé mirándolo asombrada.

—William, no tenías que haberlo hecho. ¿Qué demonios le has dicho?

—No entré en detalles, Kinsey. Eso habría sido una indiscreción por mi parte. Lo único que le dije fue que viste cómo Audrey robaba prendas valoradas en cientos de dólares, y que después su cómplice intentó atropellarte en el aparcamiento antes de que lograra escapar.