7

El lunes por la mañana salí de la cama arrastrándome a las seis, me arreglé como pude y me fui a correr. No cojeaba, pero me dolía el cardenal de la espinilla, el cual, la última vez que me atreví a mirar, se veía tan oscuro y siniestro como una nube de tormenta. Me había salido una costra en la palma de la mano, pero seguro que continuaría sacando arenilla de la herida durante días. Por otra parte, hacía sol y el cielo de abril era de un azul intenso. Decían que se aproximaba una tormenta, un fenómeno meteorológico conocido como Piña Exprés: se trata de un sistema que llega girando desde el Pacífico Sur y va recogiendo humedad tropical a medida que se desplaza hacia la costa. Si llovía, la lluvia estaría caliente y el aire templado y agradable, lo que yo entendía por primavera en el sur. Aún no se notaban los efectos de la tormenta, a excepción de la franja de nubes amontonadas en el horizonte como basura contra una valla.

Hacer jogging era una lata, pero seguí adelante aunque me pesaran todos los huesos, probablemente debido al cambio de presión barométrica. En días así se requiere mucha disciplina. El ejercicio se convierte en un deber y no tienes buenas sensaciones hasta más tarde, cuando te felicitas por haber cumplido con tu obligación. La última manzana la recorrí a pie. Apenas había sudado, pero mi temperatura corporal estaba bajando rápidamente y comenzaba a tener frío. Llegué a la verja de la entrada y, al inclinarme para recoger el periódico de la mañana, me deprimí un poco. El ejemplar de Henry del Dispatch solía estar en la acera junto al mío. Henry había cancelado el reparto mientras estuviera fuera de la ciudad, dejando a mi periódico solo y desamparado. Me sorprenden todas las cosas que echo de menos sobre ese hombre cuando no está.

Entré en mi estudio, puse una cafetera a calentar y luego subí por la escalera de caracol hasta el altillo. Después de ducharme y de vestirme bajé nuevamente a la planta baja, un poco más animada. Hojeé el periódico, lo abrí por las necrológicas y doblé la página para leerlo mejor. Luego llené un bol con cereales, les añadí leche y me los comí a cucharadas mientras leía. No puedo recordar cuándo comencé a sentir tanto interés por la lista diaria de muertos. Normalmente los nombres significaban poco para mí, o incluso nada. En una ciudad de ochenta y cinco mil habitantes, las posibilidades de conocer a los recién fallecidos no son muy altas. Suelo buscar las edades y los años de nacimiento, y compruebo si los muertos son de mi generación. Si son de mi edad, o más jóvenes, leo las esquelas prestando mucha atención a las circunstancias del óbito. Esas son las muertes que me hacen pensar, y que me recuerdan cada mañana que la vida es frágil y que no la podemos controlar tanto como quisiéramos. Personalmente, estoy en contra del concepto de mortalidad. Está bien para otra gente, pero no para mí ni para mis seres queridos. Parece injusto que no nos permitan votar sobre esta cuestión, y que nadie se libre. ¿A quién se le ocurriría esa norma?

Acababa de abrir la sección cuando, en medio de la página, me topé con una fotografía de la ladrona a la que había estado observando el viernes al mediodía. Aparté la vista, miré de nuevo, y luego leí la esquela rápidamente para hacerme una idea. Audrey Vanee, sesenta y tres años, fallecida de forma inesperada el día anterior, domingo 24 de abril. Yo la había situado aproximadamente en esa franja de edad, y el parecido era inconfundible. ¡Qué cosa tan rara! Salté hasta la última frase, que sugería que en lugar de flores podrían hacerse donativos a la American Heart Association en nombre de Audrey.

Era una esquela corta, de las más baratas. Volví al principio del párrafo y lo releí entero con detenimiento. Describían a Audrey como «vivaz y divertida, admirada por todos los que la conocieron». Ni una palabra sobre sus padres, sus estudios, sus aficiones o sus buenas acciones. Entre sus supervivientes mencionaban a un hijo, Don, de San Francisco, y a una hija, Elizabeth, que también vivía en esa ciudad. Había muchos sobrinos sin nombre «que llorarían su pérdida». Además, también la echaría muchísimo en falta su prometido y amante compañero, Marvin Striker. El velatorio tendría lugar en la funeraria Wynington-Blake el martes de diez a doce del mediodía, y a continuación se celebraría un funeral a las dos en Wynington-Blake. No se mencionaba el entierro.

Me costó mucho asimilarlo. Me pregunté si el trauma de la detención le habría provocado la muerte. No sería del todo descabellado. Audrey tenía aspecto de matrona de clase media, y no desentonaba en unos almacenes caros. Hasta que la vi robando, la habría tenido por una de esas mujeres que devuelven los libros a la biblioteca a tiempo y a las que ni se les ocurriría amañar la declaración de la renta. Debió de sufrir un shock tremendo cuando el director de Seguridad le echó el guante. Audrey había conseguido llegar hasta el centro comercial, y debía de pensar que estaba a salvo, incluso con la alarma de los almacenes ululando a sus espaldas. Por lo que Claudia me contó acerca de su llanto desconsolado, o bien era una actriz de primera o estaba realmente desesperada. Dejando a un lado si era o no sincera, Audrey debió de sentirse muy humillada cuando la sacaron de los almacenes esposada. A mí me metieron en la cárcel una vez, y ya os digo que no es una experiencia que quisiera repetir. Es probable que los delincuentes habituales ni se inmuten cuando los fichan, dada su asociación con otros malhechores para quienes los cacheos y los registros integrales entran dentro de la rutina. Sólo les importa encontrar lo antes posible a un avalista para poder aflojar el diez por ciento y quedar en libertad. Pobre Audrey Vanee. Qué giro tan inesperado de los acontecimientos. Me pregunté qué sabría su prometido de la terrible experiencia de Audrey, si es que sabía algo.

Tras mi sorpresa inicial, experimenté una punzada de culpabilidad. Me había alegrado al enterarme de su detención, y me alivió saber que iba a tener que rendir cuentas. La idea de que debiera enfrentarse a las consecuencias me parecía la mar de bien. Todos somos responsables de nuestras decisiones, y si Audrey había decidido infringir la ley, ¿por qué tenía que salir indemne? Por otra parte, por mucho que hubiera disfrutado sabiendo que se iba a llevar su merecido, nunca llegué a imaginar que fuera a morirse. En este país (al menos por lo que yo sé) robar en las tiendas no es un delito sancionado con la pena capital. No creí ejercer tanta influencia en el universo como para que mi animadversión hubiera llevado a Audrey a la tumba, pero sí que me reproché mi actitud de superioridad moral.

Por pura curiosidad, me pregunté si la habrían acusado de un delito grave o de una falta. Los dos pares de pijamas a precio no rebajado (incluyendo impuestos) habrían sobrepasado el límite de cuatrocientos dólares que separaba los hurtos de los robos. Pero ¿y qué pasaba con la rebaja? ¿La convertía en más o menos culpable a ojos de la ley? Ante un descuento del setenta y cinco por ciento, ¿se convertiría un delito grave en un cargo menor?

En cualquier caso, la pobre mujer había muerto y eso me parecía muy extraño. Puede que estuviera aquejada de una enfermedad crónica que la volviera más vulnerable al estrés. O puede que hubiera experimentado un dolor en el pecho y (como tantas mujeres) hubiera decidido ocultarlo porque no quería causar ninguna molestia. Aunque estuviera en tratamiento médico, puede que la muerte le llegara de improviso. Quizás aparentara tener una salud excelente y asintomática, y aun así se desplomara a la más mínima provocación. Yo había sido testigo de uno de los últimos días de su vida, sin tener ni idea del poco tiempo que le quedaba. Era algo rarísimo y no podía sacármelo de la cabeza.

Cogí la chaqueta y las llaves del coche y me llevé el periódico. Luego conduje hasta mi despacho, con la esperanza de distraerme trabajando. Una vez sentada a mi escritorio, me encargué del papeleo pendiente. Iba a bastante buen ritmo hasta que sonó el teléfono.

—Investigaciones Millhone.

—¿Kinsey?

Era una voz femenina.

—Sí, al habla.

—Soy Claudia Rines. ¿Has visto el artículo en el periódico de esta mañana?

Me llevé la mano al corazón de forma automática.

—Lo he visto, y me siento muy cabrona. ¿Qué probabilidad hay de que fuera un infarto? Joder. Me pregunto si se dio cuenta de lo que le pasaba.

Ambas permanecimos en silencio unos segundos.

—No has visto el artículo.

—Sí que lo he visto. Audrey Vanee, de sesenta y tres años. Dos hijos ya mayores, y prometida con no sé qué tipo. Tengo el periódico aquí delante.

—Muy bien, pero no murió de un infarto. Saltó desde el puente de Cold Spring.

—¿Qué?

—El Dispatch. En la parte inferior de la portada, justo por debajo del pliegue. Si lo tienes a mano, me espero.

—Un momento.

Me pegué el auricular a la oreja y lo sujeté con un hombro mientras arrastraba el bolso desde debajo del escritorio y sacaba el periódico que había traído de casa. Estaba abierto por las necrológicas. La fotografía de Audrey todavía ocupaba el centro de la página. Deposité el teléfono en el escritorio y usé las dos manos para devolver las páginas a su orden original.

—Lo siento, espera un momento —dije inclinándome hacia el micrófono del teléfono.

Primera página, parte inferior izquierda. No había ninguna fotografía de la víctima y no se mencionaba el nombre de Audrey. Según la noticia, un ciudadano de Santa Teresa circulaba por el puente el domingo al mediodía cuando se fijó en un coche que estaba aparcado en el arcén. Se detuvo para investigar, pensando que el vehículo estaría averiado y que su conductor podría necesitar ayuda. No parecía tener ninguna rueda pinchada, y no había ninguna nota en el parabrisas para explicar que el conductor había ido en busca de la estación de servicio más cercana. El coche no estaba cerrado con llave y el hombre vio las llaves en el contacto. Lo que le llamó la atención fue el bolso que reposaba en el asiento delantero. Alguien había colocado cuidadosamente un par de zapatos de tacón junto al bolso. La cosa no pintaba nada bien.

El hombre se dirigió a la cabina telefónica más cercana y llamó al Departamento del Sheriff del condado. Al cabo de siete minutos llegó un agente y evaluó la situación de forma muy similar a como había hecho el conductor. El agente pidió refuerzos por teléfono y se inició una búsqueda por tierra. El chaparral que crecía bajo el puente era tan denso que fue preciso llamar a la unidad K-9 del Departamento del Sheriff del Condado de Santa Teresa, así como a un equipo de búsqueda y rescate. Cuando el perro hubo localizado el cadáver, los agentes de la unidad tuvieron que bregar durante cuarenta y cinco minutos en terreno traicionero para sacarlo. Desde que se construyera el puente en 1964, diecisiete personas habían saltado y ninguna de ellas había sobrevivido a la caída de más de ciento veinte metros. El permiso de conducir de la víctima estaba en su bolso. La policía retrasó la identificación hasta notificar la muerte a los parientes más cercanos.

—¿Estás segura de que era ella?

—Ahora sí. Cuando leí el artículo por primera vez no lo relacioné con la necrológica. La policía estableció la conexión cuando comprobaron el apellido de la muerta en su sistema informático. Llamaron a los almacenes y hablaron con el señor Koslo, que era quien la había denunciado. El señor Koslo se lo mencionó al empleado que controla las cámaras de seguridad de circuito cerrado. Ricardo me llamó nada más salir el señor Koslo de los almacenes.

—Es terrible —dije.

Podía entender que alguien con graves problemas físicos o mentales viera el suicidio como una vía de escape. Desgraciadamente, no era posible dar marcha atrás. Se trataba de una solución irreversible que excluía cualquier otra alternativa. La vida podría haberle parecido mejor al cabo de uno o dos días.

—¿Por qué haría algo así? No logro entenderlo.

—Supongo que cuando se puso histérica no fingía.

—Tú lo has dicho. Y yo que me había alegrado tanto…

—Bueno, y yo también —admitió Claudia—. ¿Qué habría pasado si no hubiera llamado al director de Seguridad? ¿Seguiría viva hoy?

—Oye, yo que tú no me pondría a pensar en esas cosas. Me pregunto cómo lo estará pasando su cómplice.

—No muy bien —respondió Claudia—. Bueno, me tengo que ir pitando. Te he llamado en un descanso. Te daré mi número, y si te apetece hablar puedes llamarme luego.

Apunté el número, aunque no se me ocurrió qué más podría decirle. De momento seguía obsesionada con el suicidio de Audrey. Las malas noticias provocan a veces una profunda incredulidad. Nos cuesta asimilar los hechos porque no queremos enfrentarnos a las posibles consecuencias. No me sentía culpable por lo sucedido, pero me avergonzaba de haber deseado que le fueran mal las cosas. Me sacan de quicio los que infringen la ley. A menos que sea yo la infractora, por supuesto, en cuyo caso siempre encuentro maneras de justificar mi mal comportamiento. ¿Quién era yo para juzgar a nadie? Había señalado a Audrey con el dedo dándomelas de santa, y ahora la mujer a la que había condenado con tanta vehemencia se había tirado de un puente.

Pasé el resto de la mañana y la mitad de la tarde ordenando mis ficheros, una penitencia autoimpuesta que me obligó a dedicar toda mi atención a cuestiones rutinarias. ¿Dónde iba esta factura? ¿Cuál de estas carpetas podría relegar a la caja que pensaba llevar al depósito de almacenaje? ¿De quién sería el número de teléfono garabateado en un trozo de papel? ¿Para guardar o para tirar? No estoy segura de qué detesto más, los montones de papeles que se acumulan en mi escritorio o el rollazo de tener que ordenarlos. A las cuatro de la tarde todas las superficies de mi despacho estaban vacías y yo tenía las manos guarrísimas, lo que me pareció apropiado. Fui a lavarme, y cuando llegó el correo me entretuve separando las facturas de los envíos publicitarios. La compañía del agua me notificaba que el próximo lunes cortarían el suministro en el despacho durante ocho horas para sustituir una cañería que goteaba. Tendría que acordarme de trabajar en casa ese día para no quedarme colgada en un despacho en el que no funcionara el váter.

Encontré el número de Henry en Detroit y le llamé. Allí eran cerca de las siete de la tarde. Henry y sus hermanos llevaban diez minutos en casa después de pasar el día con Nell, a la que habían trasladado a un centro de recuperación para pacientes hospitalizados.

—¿Y cómo está Nell?

—Va tirando. De hecho, diría que está bien. Le duele mucho, pero consiguió aguantar sentada una hora y le están enseñando a usar un andador. No puede apoyarse en la pierna, pero ya consigue andar cojeando unos tres metros antes de tener que sentarse otra vez. ¿Cómo va todo por ahí?

Le conté que mi ladrona había muerto, y le di la versión detallada para que pudiera apreciar lo sorprendida que estaba y lo mal que me sentía por mi falta de caridad. Henry chasqueó varias veces la lengua como muestra de empatía, lo que alivió un poco mi culpa. Acordamos volver a hablar un par de días más tarde y colgué sintiéndome algo mejor, aunque no absuelta del todo. Pese a mis esfuerzos por evitar el tema, el espectro de Audrey Vanee seguía rondándome la cabeza. No podía dejar de darle vueltas al asunto. De acuerdo, mi conexión con ella era tangencial. Dudo que ni siquiera se fijara en mí, pese a que estuvimos casi al lado en la sección de lencería. La mujer más joven sin duda me vio, pero no tenía sentido preocuparme por ella. Sin el número de su matrícula, no había manera de localizarla.

A las cinco y media cerré con llave el despacho y pasé por un McDonald’s de camino a casa. Cuando se trata de comer algo reconfortante no hay nada mejor que un Cuarto de Libra con queso y una ración grande de patatas fritas. Me aseguré de pedir una bebida light para mitigar mis pecados nutricionales. Comí en el coche, que luego apestó a cebolla cruda y a carne frita durante toda una semana.

Al llegar a casa aparqué el Mustang en el camino de entrada de Henry y me dirigí al restaurante de Rosie. No es que me apeteciera mucho una copa de vino peleón (o no demasiado), echaba en falta el jaleo y las caras conocidas, puede que incluso tuviera ganas de que Rosie me mangoneara si le apetecía. Me hubiera gustado charlar con Claudia pero esta no apareció, lo que quizá fuera una suerte. Le di vueltas a la posibilidad de desahogarme con William, pero cambié de idea. Aunque tenía muchas ganas de comentar el prematuro final de Audrey Vanee, no quería alterarlo al mencionarle un tema tan espinoso como el de la muerte. Tras la caída de Nell y haberle subido la glucosa, William se sentía vulnerable. Creía que entre la idea de la muerte y su llegada inminente había sólo un paso.

William era adicto a los funerales y se presentaba en todos los velatorios, servicios fúnebres y ceremonias a pie de tumba una o dos veces por semana. Su interés constituía una prolongación natural de su obsesión por su salud. No le importaba si conocía o no al fallecido. Se enfundaba su terno, se metía un pañuelo limpio en el bolsillo y salía a la calle. Solía ir a pie. Todas las funerarias de Santa Teresa se encuentran en el centro de la ciudad, en un radio de diez manzanas, lo que le permitía aprovechar para dar su paseo habitual antes de despedirse de algún muerto.

Le había hablado de la ladrona cuando fui al restaurante el sábado por la noche. Dadas las circunstancias, no me pareció adecuado mencionar el hecho de que se hubiera tirado de un puente. Al final resultó que no tendría que haberme preocupado tanto. No había casi nadie en el restaurante. El televisor en color, situado encima de la barra, estaba encendido, pero habían bajado el volumen. Emitían algún concurso de poca monta, al que nadie prestaba ni la más mínima atención. No se oía la música habitual por los altavoces y el nivel de energía del local parecía más bien plano.

La mesa de Henry estaba vacía. Uno de los bebedores diurnos tomaba a sorbos un whisky. Rosie, encaramada a un taburete en el otro extremo de la barra, doblaba servilletas de tela blanca. Una pareja joven apareció en la entrada, miró la carta fijada a la pared y se marchó rápidamente. William estaba detrás de la barra, inclinado hacia delante apoyándose en los codos, con un bolígrafo en la mano. Pensé que podría estar haciendo un crucigrama hasta que vi la fotografía de Audrey en medio de la página. William había señalado tres nombres con un círculo, el de Audrey entre ellos, y había subrayado las últimas frases de las necrológicas relevantes.

Me subí a un taburete y miré por encima de la barra.

—¿Qué estás haciendo?

—Seleccionando los nombres de mi lista.

Pretendía mantener la boca cerrada, pero no pude reprimirme.

—¿Recuerdas a la ladrona de la que te hablé? —señalé la fotografía de Audrey—. Es esta.

—¿Esta?

—Ajá. Se tiró por el puente de Cold Spring.

—¡Cielo santo! Leí la noticia, pero no tenía ni idea de que fuera ella. ¿Mencionaba su apellido el periódico?

—La policía retenía su documento de identidad hasta que comunicaran su muerte a los parientes cercanos —expliqué—. No vi el artículo hasta que alguien me dijo dónde encontrarlo.

William tamborileó con el bolígrafo sobre el periódico.

—Pues ya está decidido. Hay un problema de horarios, y no podía asistir a los tres velatorios de todos modos. Iré al de Audrey Vanee. Supongo que tú también irás, ¿no?

—Desde luego que no. No la conocía.

—Y yo tampoco, pero eso no importa.

—¿Y qué es lo que importa?

—Asegurarnos de que reciba una despedida adecuada. Es lo menos que podemos hacer.

—Tú no la conocías de nada. ¿No te parece una falta de respeto?

—Pero eso sus parientes no lo saben. Dejaré claro que no tuvimos una relación demasiado estrecha, y que por ello puedo ser más objetivo acerca de su desafortunada decisión. Cuando alguien se suicida, a menudo los miembros de su familia no saben cómo reaccionar. Les ayudará si pueden hablar de lo sucedido con alguien, y ¿quién mejor que yo? Está claro que no compartirían según qué detalles con los amigos, ya sabes cómo es eso. Se suele correr un velo de privacidad. Yo soy imparcial, además de comprensivo. Apreciarán la oportunidad de ahondar en sus sentimientos, especialmente cuando sepan que tengo mucha experiencia en este tema.

William lo razonó tan bien que no pude por menos de asentir.

—¿Y qué pasará si te preguntan cómo la conociste?

William me respondió con tono incrédulo.

—¿En un funeral? ¡Qué descortesía! El derecho a presentar los últimos respetos no les está reservado únicamente a los familiares más cercanos. Si alguien es lo bastante torpe como para preguntármelo, le diré que éramos conocidos lejanos.

—Tan lejanos que nunca os conocisteis.

—Esta ciudad es pequeña. ¿Cómo puede alguien estar seguro de que la fallecida y yo no nos habíamos encontrado media docena de veces?

—Bueno, no te sientas obligado a ir por mí —añadí—. Ni siquiera sabía cómo se llamaba hasta esta mañana.

—¿Y eso qué importa? —preguntó—. Deberías venir conmigo. Podríamos pasar allí la tarde.

—Gracias, pero no me apetece. Demasiado morboso para mi gusto.

—¿Y qué pasa si su cómplice está en la funeraria? Creía que te interesaba localizarla.

—Ya no —respondí—. Estoy convencida de que estaba involucrada, pero no tengo ni la más mínima prueba. Además, ¿a mí qué me importa?

—No seas tan insensible. La cómplice de Audrey tiene parte de responsabilidad en su fallecimiento. Creía que tú, precisamente, querías que se hiciera justicia.

—¿Qué justicia? Vi a Audrey robando, pero no vi que la otra chica birlara nada. Incluso si la hubiera visto, seguiría siendo su palabra contra la mía. La dependienta de Nordie’s no tenía ni idea de que fueran dos las ladronas.

—Puede que una o varias de las cámaras de seguridad de los almacenes filmaran a la cómplice. Podrías pedirles que imprimieran un fotograma y que lo llevaran a la policía.

—Créeme, el director de Seguridad no me invitará para que revise las cintas. Ni siquiera soy policía. Además, desde su perspectiva, es asunto de los almacenes y no mío.

—No seas testaruda. Si la segunda mujer se presentara en la funeraria, podrías seguirla. Si robó una vez, seguro que volverá a hacerlo. Podrías pillarla con las manos en la masa.

William sacó la botella de vino peleón y me sirvió una copa.

Consideré su propuesta mientras recordaba el intento fallido de atropellarme por parte de la mujer más joven. Sería un gustazo ver la cara que ponía si las dos nos presentábamos en la funeraria.

—¿Qué te hace pensar que estará allí?

—Me parece lógico. Imagínate lo culpable que debe de sentirse. Su amiga Audrey está muerta. No me extrañaría que hiciera acto de presencia para aliviar su conciencia. Tú podrías hacer lo mismo.

—A mí no me remuerde la conciencia. ¿Quién dice que tenga remordimiento?

William arqueó una ceja mientras volvía a ponerle el tapón de rosca a la botella.

—Yo no, Dios me libre.