6

Dante

Dante comenzó a nadar por segunda vez en su vida cuando compró la finca de Montebello dieciocho años atrás. En realidad se llamaba Lorenzo Dante júnior, pero solían llamarlo Dante a secas para distinguirlo de su padre, Lorenzo Dante senior. Por razones de seguridad, Dante evitaba hacer ejercicio al aire libre, lo que significaba que el jogging, el golf y el tenis quedaban descartados. Había construido un gimnasio doméstico, donde levantaba pesas tres veces a la semana. Cuando quería hacer ejercicio cardiovascular nadaba unos cuantos largos.

La propiedad de trece hectáreas estaba rodeada de un muro de piedra. Se accedía al recinto a través de dos puertas eléctricas —una situada en la parte delantera del muro, la otra en la parte trasera— y cada puerta contaba con su caseta de piedra, dotada de un guarda armado y uniformado. En total eran seis hombres, trabajando en turnos de ocho horas. Un séptimo empleado controlaba las cámaras de seguridad, las cuales se monitorizaban in situ durante el día y por control remoto durante la noche. El complejo estaba formado por cinco edificios. La casa principal, de dos plantas, disponía de un garaje separado para cinco coches, sobre el que habían construido dos apartamentos. Tomasso, el chófer de Dante, vivía en uno de ellos, mientras que el otro estaba ocupado por su cocinera personal, Sophie.

También había una casa de dos dormitorios para invitados y un pabellón junto a la piscina, que albergaba el gimnasio doméstico de Dante y una sala de cine de doce butacas. El despacho de Dante se encontraba en un amplio edificio de una planta conocido como «el Cottage», dotado de sala de estar, dormitorio, baño, aseo y una pequeña cocina. Dante también tenía una oficina con varios despachos en el centro de Santa Teresa, donde pasaba la mayor parte de su jornada laboral. El Cottage y el pabellón de la piscina parecían separados de la casa principal, pero en realidad estaban conectados mediante túneles que se bifurcaban en dos direcciones bajo la pista de tenis.

Dante había añadido la piscina cubierta a la parte trasera de la casa principal: dos carriles de ancho y veintitrés metros de largo, con un techo retráctil; el fondo y los lados estaban alicatados con azulejos de vidrio iridiscente, y cuando el sol brillaba en lo alto, parecía como si te desplazaras por un arco iris de luz. Su madre le había enseñado a nadar cuando Dante tenía cuatro años. Ella, de niña, le tenía miedo al agua y quiso asegurarse de que sus hijos supieran nadar bien desde la infancia. Dante hacía veinticinco largos al día. Empezaba a las cinco y media de la mañana e iba contando hacia atrás, de veinticinco a cero. Mantenía el agua a una temperatura constante de veintiún grados, y el ambiente exterior a veintinueve. Le encantaba la forma en que el agua amortiguaba el sonido, la simplicidad de nadar a crol, lo limpio y vacío que se sentía al acabar.

Dante y Lola, su novia desde hacía ocho años, habían vuelto la noche anterior de pasar unos días esquiando en Lake Louise, donde una temperatura mucho más cálida de lo habitual había ablandado en exceso las pistas. Dante detestaba el tiempo frío de todos modos, y si hubiera estado en su mano habría acortado el viaje, pero Lola se puso firme y ni siquiera quiso considerar esa posibilidad. A Dante las vacaciones le parecían estresantes. No le gustaba estar sin nada que hacer, y no quería apartarse de sus negocios. Ansiaba volver a su vida de siempre.

Aquella mañana de lunes, Dante se duchó y se vistió a las siete. Mientras se ponía la ropa le llegó el aroma a café, beicon y algo dulce. Le apetecía desayunar solo, para ponerse al día de las noticias mientras comía con parsimonia. Antes de bajar a desayunar, pasó por las habitaciones de su padre en la segunda planta. La puerta estaba abierta, y la enfermera le cambiaba las sábanas. Le explicó que su padre había pasado una mala noche y que había abandonado finalmente toda esperanza de volver a dormirse. Se había puesto un traje y le había pedido a Tomasso que lo llevara a la oficina en Santa Teresa. Casi cada día, el anciano se sentaba frente a su escritorio durante horas bebiendo café, leyendo biografías de figuras políticas ya desaparecidas y haciendo el crucigrama del New York Times hasta que llegaba la hora de volver a casa.

Dante bajó hasta el sótano y recorrió el túnel que comunicaba la casa principal con el Cottage. Al salir al exterior, cruzó un tramo corto de césped hasta la casa de invitados para visitar como cada mañana a su tío Alfredo, el cual vivía allí desde que le dieron el alta en el hospital tras ser operado de cáncer hacía un año. Inicialmente, la casa de invitados se construyó para alojar a toda una serie de niñeras que trabajaron para el propietario anterior. Ahora uno de los dos dormitorios estaba equipado con una cama de hospital, mientras que el segundo quedaba a disposición de las enfermeras que hacían el turno de noche. Una auxiliar de enfermería venía durante el día para ayudar a cuidarlo.

Alfredo era el único hermano de su padre que aún seguía vivo, y estaba sin un céntimo. Dos hermanos menores, Donatello y Amo, de diecinueve y veintidós años respectivamente, murieron en la misma fecha, el 7 de febrero de 1943, dos días antes del final de la Batalla de Guadalcanal.

Dante no se explicaba qué les había pasado a su padre y a su tío Alfredo. ¿Cómo podías llegar al final de tu vida sin haber conseguido nada? Su padre afirmaba que sus problemas económicos se debieron a los malos consejos de un contable que «ya no pertenecía a la empresa», lo cual significaba que había mordido el polvo. Dante sospechaba que lo que su padre denominaba «malos consejos» era en realidad la consecuencia de vivir siempre por encima de sus posibilidades.

Lorenzo senior era un chico de barrio que alcanzó prominencia durante la Prohibición y fue lo suficientemente listo como para sacar provecho del boom. El mercado era propicio y el matarratas estaba muy cotizado. El juego y la prostitución parecieron florecer en el ambiente de excesos propio de la época. Lorenzo nunca consideró a los principales mafiosos sus aliados. Nueva York, Detroit, Chicago, Kansas City y Las Vegas le parecían lugares muy remotos. Tenía vínculos de parentesco con muchos de aquellos gánsters, pero las ambiciones de Lorenzo eran estrictamente provincianas y Santa Teresa parecía la comunidad perfecta para promover el negocio del vicio. Su organización proveía a las mafias de San Francisco y de Los Angeles; no le interesaba ningún lugar que estuviera más allá de esas dos ciudades. Lorenzo no se metía en los asuntos de los peces gordos, y ellos no interferían en los suyos. Debido a su política de puertas abiertas, ofrecía refugio a cualquier mañoso que necesitara esconderse durante algún tiempo y solía agasajar con generosidad a sus compinches del Medio Oeste y de la Costa Este. La Costa Oeste comenzaba a atraer como un imán a los ciudadanos ricos e inquietos que llegaban desde todos los rincones del país en busca de sol, relajación y un entorno protegido en el que satisfacer sus apetitos más bajos.

A lo largo de seis décadas, Lorenzo senior había disfrutado de su posición. Ahora lo trataban con la deferencia que se debe a un hombre que llegó a ejercer el poder, pero que ya no lo ejercía. Los tiempos habían cambiado. Era posible obtener la misma cantidad de dinero mediante las mismas actividades sórdidas, pero escudándose tras una pantalla de protección pagada. Los abogados y las grandes empresas proporcionaban ahora la tapadera necesaria, y la vida continuaba igual que antes. El control de los negocios había pasado a su hijo mayor, Dante, el cual llevaba años cubriendo las rendijas con un barniz de respetabilidad.

Lorenzo siempre había dado por sentado que moriría siendo aún joven, y por tanto nunca sintió la necesidad de asegurarse el bienestar en la vejez. Alfredo pensaba lo mismo, así que puede que se tratara de algo que habían aprendido en su juventud. Fuera cual fuera el origen de sus malas decisiones, ahora vivían a costa de Dante. Este también mantenía a su hermano Cappi, el cual, supuestamente, se estaba «aclimatando» después de que lo excarcelaran sin cumplir por entero su condena a cinco años en el presidio de Soledad. Tres de las cuatro hermanas de Dante vivían repartidas por todo el país y estaban casadas con hombres a los que les iban bien las cosas (gracias a Dios). Tenían doce hijos en total, distribuidos democráticamente a tres por pareja. Elena vivía en Sparta, Nueva Jersey; Gina en Chicago, y Mia en Denver. Su hermana favorita, Talia, viuda desde hacía dos años, había vuelto a Santa Teresa. Los dos hijos de Talia, que ahora tenían veintidós y veinticinco años, se habían licenciado en la universidad y tenían buenos empleos. Su hija menor estaba matriculada en el Santa Teresa City College y vivía con su madre. Talia era la única de sus hermanas con la que hablaba con cierta frecuencia. Su marido le había dejado un montón de pasta y no esperaba ayuda económica de Dante, lo cual era un alivio. Ya tenía doce empleados a tiempo completo y cinco a tiempo parcial en la casa.

Dante llamó a la puerta de su tío Alfredo y la enfermera le indicó que entrara. Cara había hecho el turno de mañana, asegurándose de que el anciano estuviera limpio y bien arreglado y de que hubiera tomado todas sus medicinas. Alfredo sufría dolores casi constantes, pero de vez en cuando era capaz de sentarse en el patio, rodeado de los rosales que Dante hizo plantar para él cuando se mudó a la casa de invitados. Allí era donde Dante lo encontró en ese momento, con el pelo blanco aún mojado después de que Cara lo hubiera lavado con una esponja. Su tío, cubierto con un chal, disfrutaba del primer sol de la mañana con los ojos cerrados.

Dante acercó una silla y Alfredo lo saludó sin molestarse en mirarlo.

—¿Qué tal por Canadá?

—Aburrido —respondió Dante—. Hacía demasiado calor para esquiar, y demasiado frío para cualquier otra cosa. A los dos días de estar allí las rodillas ya me estaban matando. Lola pensaba que era psicosomático y no me hizo el más mínimo caso. Dijo que buscaba una excusa para volver a casa. Y tú, ¿cómo te encuentras?

Su tío consiguió esbozar una sonrisa.

—No muy bien.

—Las mañanas no son fáciles. Te pondrás mejor a lo largo del día.

—A base de pastillas —respondió Alfredo—. Ayer, el padre Ignatius vino hasta la casa para confesarme. Fue la primera vez en cuarenta y cinco años, así que la confesión duró bastante rato.

—Debe de haber sido un alivio.

—No tanto como esperaba.

—¿Te arrepientes de algo?

—Todo el mundo se arrepiente de algo. De cosas que uno hizo y no debería haber hecho. De cosas que uno no hizo y debería haber hecho… Resulta difícil saber qué es peor.

—Puede que, a fin de cuentas, no importe —observó Dante.

—Créeme, sí que importa. Te dices a ti mismo que no importa, pero no es cierto. Me he arrepentido de mis pecados, pero eso no reparará el daño causado.

—Al menos tuviste la oportunidad de confesarte.

Alfredo se encogió de hombros.

—No me sinceré del todo. Aunque no tardaré en abandonar este mundo, soy reacio a confesar según qué secretos. Es una carga que llevo en la conciencia.

—Aún tienes tiempo.

—Qué más quisiera —repuso el anciano suavemente—. ¿Cómo le va a Cappi?

—Ese cabrón tiene más ambición que cerebro.

Alfredo sonrió y cerró los ojos.

—Entonces saca provecho de la situación. ¿Conoces El arte de la guerra, de Sun-Tzu?

—Pues no. ¿Qué dice?

—Protegernos contra la derrota está en nuestras manos, pero la oportunidad de vencer al enemigo nos la proporciona el propio enemigo. ¿Entiendes a qué me refiero?

Dante observó el rostro de su tío.

—Lo pensaré.

—Con eso no bastará.

El tío Alfredo enmudeció.

Dante observó cómo le subía y le bajaba el pecho al respirar. Era un anciano de hombros huesudos y brazos blancos como la leche. Tenía los nudillos rojos e hinchados, y Dante supuso que, si se los tocaba, los encontraría calientes. Su tío empezó a roncar suavemente; al menos el viejo seguía vivo, aunque no le prestara atención. Dante admiraba el estoicismo de Alfredo. La lucha por sobrevivir lo estaba extenuando y el dolor no le daba tregua, pero él no se quejaba. Dante no soportaba a la gente que gimoteaba y rezongaba sin cesar. Era una actitud que había aprendido de su padre, el cual no toleraba quejas ni de Dante ni de nadie. Dante llevaba toda la vida escuchando las advertencias de su padre sobre aquellos a los que consideraba débiles, estúpidos y maquinadores.

Él era el mayor de seis hermanos. Cappi era el pequeño, y entre ambos estaban las cuatro chicas. Después de que su madre los abandonara, Lorenzo comenzó a pegar a Dante con una violencia implacable. Dante aguantó todos los puñetazos, creyendo que así protegía a su hermano menor. Sabía que Lorenzo nunca les pondría la mano encima a sus hermanas. Entre los doce y los catorce años Cappi también sufrió malos tratos por parte de su padre, pero entonces algo cambió. Cappi empezó a defenderse y se negó a seguir aguantando las palizas que le propinaba Lorenzo senior. Durante un breve periodo la violencia aumentó, hasta que, de pronto, su padre se echó atrás. Fuera cual fuera la extraña dinámica existente entre ambos, Cappi había acabado siendo igual que su padre: descuidado, mezquino e impulsivo.

El comedor estaba vacío cuando Dante se sentó a desayunar. Sophie había colocado sobre la mesa el New York Times, el Wall Street Journal, el Los Angeles Times y el periódico local que Dante hojeaba de vez en cuando para enterarse de los cotilleos. Lola no iba a desayunar con él. Se valdría del jet lag como excusa para quedarse en la cama durmiendo. A su novia le gustaba trasnochar y se quedaba hasta las tantas viendo la tele, películas antiguas en blanco y negro que emitían cada noche en un canal local. Casi nunca salía de la suite principal hasta el mediodía. Un día a la semana iba a la oficina y fingía ser útil. Dante le pagaba un sueldo y le insistía en que trabajara un poco para contribuir a su manutención.

Lola era la primera mujer con la que había convivido más de un año. Dante siempre había desconfiado de las mujeres. Se empeñaba en guardar las distancias, lo que al principio intrigaba a la mayoría de sus parejas, pero luego las sacaba de quicio y acababa resultándoles insoportable. Las mujeres querían relaciones claras y bien definidas. Empezaban a exigirle un mayor compromiso al cabo de unos meses, y continuaban presionando hasta que Dante les paraba los pies y ellas se iban. Nunca tuvo que cortar con sus novias: eran ellas las que cortaban con él, y no le importaba en absoluto. En más de una ocasión le habían comentado que siempre le atraía el mismo tipo de mujer: joven, delgada y de cabellos y ojos oscuros; de hecho, una mujer parecida a su madre a los treinta y tres años, edad en la que se marchó sin decir ni una palabra.

Lola era distinta, o al menos eso parecía. Se conocieron en un bar el día en que ella cumplió los veintiocho. Dante había ido a tomar una copa acompañado de su séquito habitual: chófer, guardaespaldas y un par de amigos. Se fijó en ella nada más entrar. Lola estaba en medio de un brindis con champán para celebrar su cumpleaños cuando Dante se sentó a la mesa de al lado. Cabellera negra, ojos oscuros, boca voluptuosa. Tenía las piernas largas y parecía delgadísima, enfundada en unos vaqueros ajustados y una camiseta a través de la cual Dante adivinó la forma de sus pequeños pechos. Ella lo vio casi al mismo tiempo, y los dos estuvieron intercambiando miradas durante una hora antes de que Lola fuera hasta su mesa y se presentara. Dante se la llevó a su casa con la intención de impresionarla, pero a ella pareció divertirle la situación. Más tarde, Dante se enteró de que los amigos de Lola la previnieron acerca de él, aunque las advertencias no es que surtieran demasiado efecto. A Lola le atraían los chicos malos. Antes de conocer a Dante había pagado la fianza de varios tipos para sacarlos de la cárcel, se había creído sus promesas y había confiado en que cambiarían. Lola esperaba siempre a que cumplieran sus condenas o sus periodos de rehabilitación. Su fe en ellos la volvía aún más crédula a ojos del siguiente perdedor.

Dante era honrado en comparación con ellos. Ganaba mucho dinero y solía ser generoso. Le ofrecía la misma sensación de peligro, pero era más inteligente y sabía cómo protegerse. Lola siempre le gastaba bromas sobre su limusina blindada y sus guardaespaldas. A Dante le gustaba su desparpajo, el hecho de que fuera capaz de mandarlo a la mierda antes que doblegarse a su voluntad.

Después de los primeros seis años, Lola comenzó a mencionar de pasada el matrimonio. Le impacientaba que la situación actual se eternizara. Dante evitó el tema y consiguió darle largas durante dos años más, pero era consciente de que estaba bajando la guardia. ¿Y por qué no? Llevaban viviendo como marido y mujer desde el principio de su relación. Hasta entonces, Dante siempre había argumentado que una licencia matrimonial resultaría superflua. ¿Por qué insistir en obtener un papel, cuando Lola ya disfrutaba de todas las ventajas? Últimamente su novia había empezado a darle la vuelta a ese argumento, señalando que si el matrimonio significaba tan poco, ¿por qué le daba él tanta importancia a casarse?

A las nueve en punto, Dante apartó los periódicos y se acabó el café. Antes de salir de la cocina llamó a Tomasso por el interfono.

—¿Puedes traer el coche?

—Estoy esperando junto a la puerta lateral. Hubert viajará a mi lado.

—Así me gusta.

Mientras Dante atravesaba el pórtico cubierto adjunto a la biblioteca, Tomasso abrió la puerta trasera de la limusina y luego observó cómo se sentaba en el asiento trasero. El viaje hasta la oficina duraba siempre quince minutos, aunque Tomasso cambiara el trayecto. Hubert, el gigantesco guardaespaldas de Dante, se revolvió en el asiento delantero y saludó a su jefe con una inclinación de cabeza. Hubert era checoslovaco y hablaba muy poco inglés. Era bueno en lo suyo y, debido a su reducida comprensión del idioma, no se enteraba de nada cuando Dante y Tomasso hablaban de negocios. Con una estatura de metro noventa y ocho y pesando casi ciento treinta y cinco kilos, Hubert tenía una presencia que tranquilizaba a sus jefes. Era como poseer un rottweiler de temperamento plácido e instintos territoriales despiadados.

Dante se fijó en que Tomasso lo observaba por el retrovisor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Creí que tendría la piel enrojecida por el viento.

—Apenas salí del hotel. La próxima vez que hable de irme de vacaciones, recuérdame lo mucho que detesto estar lejos.

—¿Le gustó la estación de esquí?

—Por dos de los grandes la noche, no era nada del otro mundo.

—¿Y qué le parecieron los tipos que contratamos para que cuidaran de usted?

—No tan competentes como vosotros dos, pero sigo sano y salvo.

Tomasso no dijo nada más durante el resto del viaje. Al llegar a su destino estacionó en el aparcamiento subterráneo construido bajo el centro comercial Passages, en el extremo más próximo a los almacenes Macy’s. Hubert bajó del coche y recorrió con la mirada el espacio casi vacío en busca de posibles peligros antes de abrir la puerta trasera para que saliera su jefe.

Tomasso bajó la ventanilla.

—Oiga, jefe, tendría que hablar con el señor Abramson antes de hacer otras cosas.

—¿Por qué?

—Sólo sé que ha dicho que usted debía hablar con él nada más llegar. No es de los que le den mucho a la lengua, pero, por su lenguaje corporal, diría que se subía por las paredes.

—¿Sabes de qué va el asunto?

—Será mejor que se lo diga él. Por lo de matar al mensajero y todo eso, ya sabe. ¿A qué hora quiere que lo recoja?

—Ya te llamaré. Puedes llevar a papá de vuelta a casa cuando esté listo. Quizás yo tenga que quedarme hasta tarde, según lo que haya pasado mientras he estado fuera.

Tomasso parecía a punto de decir algo más, pero a Dante no le gustaba permanecer demasiado rato en la calle, así que se dirigió a los ascensores con Hubert pisándole los talones y pulsó el botón de subida. Los dos tomaron el ascensor hasta la última planta. Cuando Dante salió del ascensor, Hubert volvió al coche. Al pasar por recepción, Dante se fijó en una morena esbelta que esperaba sentada en una de las grandes butacas de piel, hojeando una revista.

Dante se detuvo un momento frente al escritorio de la recepcionista.

—Buenos días, Abbie. ¿Ha llegado Saul?

—No, señor Dante. El señor Abramson tenía hora en el dentista. Debería estar de vuelta antes de las diez.

—Dile que lo quiero en mi despacho —ordenó, y entonces lanzó una mirada a la visitante—. ¿Quién es?

—La señora Vogelsang. La ha enviado el señor Berman.

—Dame cinco minutos y luego hazla pasar.

Dante recorrió un trozo de pasillo y, al llegar a la puerta del despacho de su padre, llamó con los nudillos y metió la cabeza. Lorenzo, vestido con un terno y calzado con zapatos de vestir negros, dormía tumbado en el sofá, con una biografía de Winston Churchill abierta boca abajo sobre el pecho. Dante cerró la puerta con cuidado para no despertarlo.

Nada más sentarse a su escritorio hizo una llamada a Maurice Berman, propietario de una pequeña cadena de joyerías de lujo. Cuando Berman contestó al teléfono, Dante dijo:

—Hola, Maurice. Soy Dante. Tengo a una mujer preciosa esperando en recepción. ¿A qué se debe?

—Es la mujer de Channing Vogelsang. ¿Te suena el apellido?

—No.

—Un abogado famoso de Hollywood. Tienen una casa en Malibú y una segunda residencia en Montebello. Se reparten entre las dos. Le compré un par de joyas a ella: bonitas, de alta calidad y a buen precio. Pero entonces me enseñó un anillo y me entraron algunas dudas. Pensé: «¿Quién soy yo para darle malas noticias a una mujer hermosa?». De todos modos, la cantidad que pide no está a mi alcance. Le dije que tú eras el único tipo de la ciudad que podría quitárselo de las manos.

—¿Para qué necesita el dinero?

—Ni idea. Tiene mucha sangre fría. No es de las que hablan más de la cuenta, y no me dio ninguna explicación.

—¿Drogas?

—Lo dudo. Podría ser un problema de juego, pero no parece una jugadora. Le di un cheque de siete mil dólares por joyas valoradas en cuarenta y dos mil.

—Nadie dijo que no fueras generoso —repuso Dante—. Háblame de las piezas que has comprado.

—Un par de pendientes de zafiros y diamantes cabujón que probablemente valgan diecisiete de los grandes, y una pulsera Art Decó de zafiros y diamantes que puede costar fácilmente unos veinticinco. Pero el anillo no me gusta.

—Estoy dispuesto a echarle un vistazo.

—Me imaginé que lo harías. Ya me dirás cómo acaba la historia.

Tras colgar, Dante le ordenó a Abbie por el interfono que hiciera pasar a la señora Vogelsang. Después se dirigió a la puerta y observó cómo se acercaban las dos mujeres. Cuando Abbie acompañó a la visitante hasta el interior del despacho, Dante le tendió la mano.

—Señora Vogelsang, un placer. Soy Lorenzo Dante. Mi padre es Lorenzo sénior, así que casi todos me llaman Dante. Entre y siéntese.

—Yo soy Nora —respondió la mujer, y se dieron la mano. Tenía los dedos finos y fríos, y estrechaba la mano con firmeza. Sonrió tímidamente y Dante se dio cuenta de que se sentía incómoda.

—¿Café? —preguntó.

—Sí, por favor. Con leche, si tiene. Sin azúcar.

—Que sean dos —le indicó a Abbie.

Cuando Abbie se fue a preparar los cafés, Dante señaló una butaca tapizada en cuero que formaba parte de un tresillo situado frente a las tres grandes ventanas circulares que daban a State Street. Nora se sentó y depositó a su lado un gran bolso de cuero negro con pinta de ser caro. Era una mujer menuda y esbelta, enfundada en un vestido negro de buen corte que sugería más de lo que revelaba. Al entrar en la habitación dejó una estela de perfume delicado tras de sí. Dante se aposentó en el sofá intentando no mirarla fijamente, pero era tan hermosa que no podía dejar de contemplarla. Su elegancia y su reserva le parecieron inquietantes. Dante se las ingenió para hablar de naderías mientras esperaban el café, contento de tener una excusa para poder estudiarla de cerca. Ojos oscuros y profundos; boca dulce. Nora recorrió con la mirada la habitación, decorada en distintos tonos de gris. Habían tapizado las butacas con Ultrasuede de color gris marengo; la alfombra era de un gris más claro. Las paredes estaban revestidas con paneles de nogal blanqueado.

Nora lo miró con curiosidad.

—¿Le puedo preguntar a qué se dedica? Había dado por sentado que compraba joyas antiguas, pero esto parece el bufete de un abogado.

—Soy una especie de banquero privado. Presto dinero a clientes que no cumplen los requisitos de las instituciones tradicionales. La mayoría prefiere mantener sus finanzas al margen del escrutinio público. También soy propietario de varios negocios comerciales. ¿Y qué hay de usted?

—Mi marido es abogado en la industria.

—«La industria» quiere decir la industria cinematográfica, ¿no? Algo he oído. Channing Vogelsang. ¿Viven en Los Angeles?

—En Malibú. Tenemos una segunda residencia en Montebello.

—Un sitio muy bonito. ¿Son socios del Club de Campo de Montebello?

—De Nine Palms —respondió Nora, corrigiéndolo.

—Puede que conozca a Robert Heller y a su esposa.

—Gretchen. Sí, son buenos amigos nuestros. De hecho, vamos a cenar juntos en el club el próximo sábado. ¿De qué los conoce?

—Robert y yo hicimos algún negocio tiempo ha —explicó Dante—. Es posible que nos veamos allí.

—¿En el club?

—No debería sorprenderse tanto. No es la única que tiene amigos —señaló Dante—. En todo caso, he hablado con Maurice Berman esta mañana. Dice que usted tiene un anillo que le gustaría vender. ¿Puedo verlo?

—Desde luego.

Nora rebuscó en su bolso, sacó el estuche del anillo y se lo entregó.

Dante abrió el estuche, que contenía un diamante rosado de corte radiante flanqueado por dos diamantes blancos.

—¿Cinco quilates?

—Cinco coma cuarenta y seis. Está engarzado en platino y en oro de dieciocho quilates. Las piedras más pequeñas tienen uno coma siete quilates en total. Mi marido se lo compró a un joyero de Nueva York hace algunos meses.

—¿Sabe cuánto pagó por él?

—Ciento veinticinco mil dólares.

—¿Conserva la factura?

—No la tengo. Mi marido las guarda todas en la oficina.

Dante lo dejó pasar y se preguntó si Channing Vogelsang conocía los planes de su mujer.

—¿Le importaría que lo consultara con una experta? Hay una chica en la oficina que es gemóloga.

—Como usted quiera.

Abbie volvió con una bandeja en la que llevaba una jarra de café, dos tazas, platitos, cucharas, una jarrita con leche y un azucarero. Colocó la bandeja sobre la superficie de cristal de la mesa de café y le pasó a Nora una taza y un platito. A continuación le sirvió el café, procurando que el líquido humeante no llegara hasta el borde de la taza. Nora se echó leche de la jarrita mientras Abbie le servía el café a Dante. Antes de irse, Dante le mostró el estuche con el anillo.

—Dale esto a Lou Elle y dile que le eche un vistazo.

—Sí, señor Dante.

Abbie salió del despacho con el estuche y cerró la puerta tras de sí.

—No tendrá que esperar mucho.

Nora no respondió y siguió bebiendo el café a sorbos. Dante depositó su taza en la mesa sin haber probado el café.

—¿Le importa si le hago algunas preguntas?

Nora inclinó la cabeza con un gesto que Dante interpretó como de asentimiento.

—¿El anillo fue un regalo de su marido?

—Sí.

—Supongo que de aniversario de boda. ¿El décimo?

—El decimocuarto. ¿Por qué lo pregunta?

—Trato de entender por qué quiere venderlo.

—Por ninguna razón demasiado complicada —respondió ella—. Preferiría tener el dinero en efectivo.

—Y para obtenerlo, ¿lo hace a espaldas de su marido?

—No estoy haciendo nada a espaldas de mi marido.

Dante arqueó una ceja.

—Entonces, ¿él sabe que lo intenta vender?

—No me parece que sea asunto suyo.

—No pretendo ser impertinente. Estoy algo confundido. Pensaba que la gente se casaba para tener a alguien en quien confiar, alguien a quien poder decirle cualquier cosa. Nada de secretos, ni de ocultarse información. Si no, ¿para qué casarse?

—Esto no tiene nada que ver con él. El anillo es mío.

—¿No se dará cuenta de que usted no lo lleva puesto?

—Sabe que no me gusta. No es mi estilo.

—¿Cuánto pide?

—Setenta y cinco mil.

Dante observó su rostro, que era más expresivo de lo que ella creía. En su vida, por alguna razón, había mucho en juego. Esperó unos instantes, pero Nora no ofreció ninguna explicación.

—Me sorprende que quiera desprenderse del anillo. ¿No tiene ningún valor sentimental para usted?

—Me incomoda hablar del tema.

Dante sonrió.

—¿Quiere setenta y cinco de los grandes y le parece que este asunto no merece siquiera un comentario?

—No quería decir eso. Es algo personal.

Dante la observó con interés. Le divertía que Nora evitara mirarlo a los ojos.

—Debe de ser muy personal para que esté ahorrando en secreto.

Sorprendida, por fin lo miró directamente.

—¿Por qué piensa que eso es lo que hago?

—Porque ha vendido dos joyas más. No tan caras como el anillo, por lo que dice Maurice.

—No tenía ni idea de que fuera a contárselo a usted. Me parece muy indiscreto por su parte.

—¿Cómo? ¿Cree que los tratos de este tipo llevan una cláusula de confidencialidad? Los negocios son los negocios. Supongo que está acumulando dinero en efectivo, y siento curiosidad.

Nora vaciló, evitando de nuevo mirarlo a los ojos.

—Es como un seguro.

—Un rinconcito para sus caprichos.

—Podría ser.

—Está bien.

El teléfono comenzó a sonar. Dante alargó el brazo hasta la mesa auxiliar y descolgó el auricular.

—Sí —dijo Dante.

—¿Podría verte en mi despacho? —preguntó Lou Elle.

—Claro —respondió él, y colgó. Luego se volvió hacia Nora y le dijo—: ¿Me disculpa un momento? Esto sólo me llevará unos minutos.

—Desde luego.

Dante cerró la puerta tras de sí y se dirigió al despacho de Lou Elle, situado en el mismo pasillo. Lou Elle era la interventora de la empresa, puesto en el que llevaba quince años. Dante la encontró sentada frente a su escritorio, con el estuche del anillo abierto en la mano. Lo alzó para mostrárselo.

—¿De qué va esto?

—La dama que se encuentra en mi despacho quiere venderlo.

—¿Por cuánto?

—Por setenta y cinco mil. Me dice que su marido se lo compró a un joyero de Nueva York por ciento veinticinco mil. No tiene factura, pero parece sincera.

—Pues te equivocas. Es una trola. El diamante tiene defectos. Lo han sometido a un proceso denominado realce de claridad, que consiste en emplear un material similar a la resina para corregir las imperfecciones. Si su marido pagó ciento veinticinco mil, le timaron.

—Puede que no lo supiera.

—O puede que pagara menos y le mintiera a ella. El color también es falso. Quizás el diamante no cumplía todos los criterios de evaluación, así que lo irradiaron. De ahí este tono rosáceo.

—Pero sigue teniendo cinco coma cuarenta y seis quilates.

—No he dicho que sea una baratija. He dicho que no vale setenta y cinco mil dólares.

Dante sonrió.

—¿Cuánto pagué por tus cursos?

Lou Elle le dio el estuche.

—Mil novecientos por el certificado en gemología, y trece mil más por el certificado en piedras preciosas.

—Un dinero muy bien empleado.

—Pero en su momento te quejaste.

—No tengo perdón.

—Eso es lo que dije yo.

Dante se metió el estuche en el bolsillo de la chaqueta y después palpó el bulto.

—Recuérdamelo y te pagaré una prima a fin de año.

—Preferiría que me la pagaras ahora.

—Hecho —respondió Dante—. Llama a Maurice Berman y cuéntale lo que me has dicho.

Cuando volvió a su despacho encontró a Nora de pie frente a una de las ventanas circulares, observando a los viandantes que pasaban por el otro extremo de la calle.

—Resulta muy útil para espiar —dijo Dante—. El cristal es opaco desde el exterior, de color negro humo.

—He observado las ventanas desde la calle. Me parece raro verlas desde dentro. —Nora esbozó una sonrisa y volvió a su asiento—. ¿Va todo bien?

—Sí. Se trataba de otro asunto, no tiene nada que ver con usted.

Dante se acercó a su escritorio y sacó un gran sobre acolchado del último cajón. A continuación se dirigió a una pared lateral y accionó el panel que ocultaba la caja fuerte de su despacho. Se situó frente a la caja para que Nora no pudiera ver su contenido mientras sacaba siete gruesos fajos de billetes de cien dólares. Añadió un fajo más pequeño y los introdujo todos en el sobre. Después volvió a su asiento y se lo entregó a Nora.

Esta abrió el sobre y le echó un vistazo a su contenido. Pareció sorprenderse y se sonrojó.

—Setenta y cinco —dijo Dante—. Está todo.

—Esperaba una transferencia, o que me pagara con un cheque.

—Seguro que no quiere que aparezcan setenta y cinco mil dólares en su cuenta corriente. Un ingreso de esa cuantía generaría un informe para Hacienda.

—¿Supone eso un problema?

—No quiero dejar ninguna prueba documental que me vincule a usted. Me están investigando. Si Hacienda descubre que ha hecho negocios conmigo, no tardarán en llamar a su puerta. No le conviene que nuestro acuerdo salga a la luz.

—No hay nada ilegal en vender un anillo.

—A menos que se lo venda a un tipo al que el FBI se muere por procesar.

—¿Por qué? Usted ha dicho que es un banquero privado.

—Una especie de banquero privado.

Nora lo miró fijamente.

—Es un prestamista.

—Entre otras cosas.

Nora le mostró el sobre abultado.

—¿De dónde ha salido esto?

—Ya se lo he dicho. Tengo varios negocios que generan dinero en efectivo. Le estoy pasando un poco de ese dinero.

—Por eso no ha regateado. Dije setenta y cinco mil, y usted ni parpadeó. Está blanqueando dinero.

—Sólo puede considerarse blanqueo cuando el dinero entra sucio y sale limpio. Lo único que tiene que hacer es no gastárselo.

—Eso es absurdo. ¿De qué me sirve el dinero si no puedo usarlo?

—¿Quién ha dicho que no pueda usarlo? Guárdelo en una caja de seguridad y vaya ingresándolo en una cuenta corriente o de ahorro en cantidades menores de diez mil dólares. No es tan difícil.

—No puedo hacer algo así.

—¿Por qué no? Yo tengo el anillo y usted tiene el dinero. Mientras no llame la atención, los dos nos beneficiamos. Lo que importa es que el dinero es suyo.

—No estoy tan desesperada.

—Me parece que sí. No sé qué le habrá sucedido, pero su marido es imbécil si se lo está haciendo pasar mal.

—Eso no es asunto suyo.

Nora se levantó de la silla y alcanzó el bolso. Dante se levantó al mismo tiempo. La mujer empujó el sobre acolchado hacia él. Dante levantó las manos, negándose a aceptarlo.

—¿Por qué no lo consulta con la almohada?

—No tengo nada que consultar —replicó ella, y tiró el sobre en la silla.

Llamaron una vez a la puerta y apareció Abbie.

—El señor Abramson está aquí.

—Le dejo trabajar —dijo Nora.

Dante se sacó el estuche del bolsillo y se lo puso a Nora en la palma de la mano.

—Si cambia de opinión, dígamelo.

Nora apartó la mirada y salió de la habitación sin decir nada. Dante la observó alejarse esperando que se volviera para mirarlo, cosa que ella no hizo.

Abbie permaneció en la habitación.

Dante la miró.

—¿Alguna otra cosa?

—Sólo quería recordarle que estaré fuera de la ciudad el jueves y el viernes de esta semana. Volveré al trabajo el lunes siguiente.

—De acuerdo. Pásalo bien.

Cuando Abbie se marchó, Dante volvió a su escritorio y se acomodó en la silla. Abramson entró y cerró la puerta. Era socio de Dante desde hacía veinte años, así como uno de los pocos hombres en los que Dante confiaba. Tenía unos cincuenta años, calvicie incipiente, rostro largo y solemne y gafas de cristales oscuros. Era alto y esbelto y vestía un traje hecho a medida. Al parecer, le habían inyectado Novocaína en el lado izquierdo de la boca y aún la tenía dormida. El labio se le había hinchado y parecía caído, como si hubiera sufrido un derrame cerebral.

—Audrey ha muerto —dijo Abramson sin preámbulos.

Dante tardó unos segundo en dejar de pensar en Nora para centrarse en su socio.

—Mierda. ¿Cuándo?

—El domingo.

—¿Ayer? ¿Cómo?

—La pillaron robando en unos almacenes. En Nordstrom, el viernes al mediodía. Supongo que no pudo escabullirse y la metieron en el trullo. Su novio pagó la fianza, pero para entonces ya estaba histérica. A Cappi le llegó la noticia de que Audrey estaba a punto de llegar a un acuerdo con la policía, así que él y los chicos la llevaron hasta el puente de Cold Spring y la tiraron por la barandilla.

—Joder.

—Llevo meses diciéndote que este chico es incontrolable. Es estúpido e imprudente, una combinación peligrosa. Además, creo que filtra información a la pasma.

—Me siento demasiado viejo para toda esta mierda —dijo Dante—. No puedo ordenar que le den una paliza. Sé que tendría que hacerlo, pero no puedo. Quizás hubiera podido hace tiempo, pero no ahora. Lo siento.

—Es tu decisión, pero tú cargarás con las consecuencias. No pienso decirte nada más.