5

Nora

El fin de semana empezó mal para Nora. Se había pasado la primera parte de la semana en Beverly Hills, ocupándose de toda una serie de citas rutinarias: fue a la peluquería, se hizo la manicura y la pedicura, le dieron un masaje y se sometió a su chequeo médico anual, algo que le alegraba haberse quitado de encima. El jueves al mediodía volvió a la casa de Montebello. Nora y Channing habían comprado su segunda residencia el año anterior, y Nora disfrutaba de cada minuto que pasaban allí. Aunque la casa nueva sólo se encontraba a unos ciento sesenta kilómetros al norte de su vivienda habitual, le parecía que viajaba a otro país. Siempre estaba impaciente por llegar. Tanto para Nora como para su marido, este era el segundo matrimonio. Cuando lo conoció, Channing tenía la custodia compartida de sus hijas gemelas de trece años. El hijo de Nora había cumplido once. Decidieron no tener hijos propios a fin de no complicarse la vida. Los tres niños vivían con ellos en verano y la situación ya era lo bastante caótica, especialmente cuando llegó la pubertad y trajo consigo peleas, gritos, lágrimas, reproches y portazos en las dos plantas de la casa. Aunque apreciaba la paz doméstica actual, Nora aún recordaba aquellos años con cariño. Al menos entonces la familia estaba unida, por ruidosa y exasperante que fuera.

Channing tenía pensado llegar el viernes antes de la cena y quedarse hasta el lunes por la mañana. Sin embargo, en el último momento llamó para decir que traería a los Low. Abner era socio mayoritario en el bufete de abogados de Channing, así como uno de sus mejores amigos. Meredith, la segunda esposa de Abner, había sido la responsable de su ruptura matrimonial diez años atrás. Abner era un mujeriego compulsivo que ahora engañaba a Meredith con la que sin duda acabaría siendo su tercera esposa, siempre que fuera lista y jugara bien sus bazas.

Nora y Meredith se conocieron en una clase de danza jazz, e iniciaron una amistad que duraba ya quince años. Nada les gustaba más que chismorrear acerca de los diversos escándalos que se producían en su entorno social. Ambas disfrutaron como niñas al enterarse de que, al volver a su casa inesperadamente, la esposa de un pretencioso presidente de banco encontró a su marido vestido de mujer con un traje de Armani y zapatos de tacón de diseño. En otra ocasión acusaron a una conocida común de apropiarse de grandes cantidades de dinero de la organización benéfica en la que trabajaba como tesorera voluntaria. La mujer fue imputada, pero el juicio no llegó a celebrarse. Las partes llegaron a un acuerdo y el asunto se barrió debajo de la alfombra.

Al menos dos veces al año salía a la luz algún escándalo, y las dos se deleitaban intercambiando rumores. La relación que mantenían se sustentaba enteramente en la revelación de cotilleos salaces, lo que les permitía cambiar impresiones, comprobar si poseían los mismos valores, reforzar actitudes compartidas e intercambiar comentarios presuntuosos. Aunque ellas no se consideraban nada estiradas, por supuesto.

Entonces Meredith conoció a Abner, y antes de un año ambos habían abandonado a sus respectivos cónyuges. Nora y Channing fueron sus testigos de boda en una sencilla ceremonia celebrada en el ayuntamiento, seguida de un almuerzo elegante en el Hotel Bel Air. Dado que Channing y Abner eran tan buenos amigos, las dos mujeres estrecharon aún más su relación. Nora apoyó incondicionalmente a Meredith cuando esta pilló a Abner con su primera amante. A ninguna de las dos se le escapó lo irónico de la situación. Habían creado un vínculo basado en las desgracias ajenas, y ahora el sufrimiento de Meredith estaba en boca de todos. Nora se convirtió en su paño de lágrimas. Le ofrecía consejo en conversaciones telefónicas interminables y durante un sinfín de almuerzos etílicos, en los que desempeñaba los papeles de asesora personal y de mediadora familiar sin poder reprimir cierto aire de suficiencia. Juntas analizaban cada detalle del encaprichamiento de Abner por la otra mujer, la cual (en opinión de ambas) no sólo era vulgar, sino que se había puesto en manos del cirujano plástico equivocado. Por desgracia, a Meredith le encantaba el estilo de vida que le proporcionaba Abner, así que, una vez agotadas sus reacciones emocionales, hizo un esfuerzo por aceptar la infidelidad de su marido. Aunque nunca llegó a admitir su relación extramatrimonial, Abner le compró un montón de joyas caras y la llevó a un crucero de Silver Seas por el Mediterráneo.

Cuando Meredith descubrió la segunda aventura amorosa de su marido, volvieron a repetirse las mismas escenas. A lo largo de los meses siguientes tuvo lugar un nuevo ciclo de llantos, reacciones airadas y promesas de venganza. Nora comenzó a aburrirse, aunque tardó algún tiempo en admitírselo a sí misma. Quería mostrarse leal y comprensiva, pero el folletín no tardó en volverse tedioso, y ella empezó a perder la paciencia ante tanta angustia y tanto resentimiento inútil. Meredith nunca pondría una demanda de divorcio, así que ¿para qué darle tanta importancia al asunto? La paciencia de Nora llegó a su límite cuando Meredith armó un escándalo en una cena a la que «la otra» también estaba invitada. La anfitriona cortó en seco los insultos de una Meredith ebria, pero no antes de que esta se hubiera puesto en ridículo. A Nora la conducta de Meredith le pareció impropia e indecorosa. Dejando a un lado si su amiga tenía razón o no, siempre convenía guardar las formas. Se suponía que todos los miembros de su círculo social eran demasiado distinguidos como para hacer públicas sus desdichas. Cualquiera que fuera su situación conyugal, tanto si estaban enamoradísimas como muy distanciadas, se esperaba que las parejas mantuvieran una fachada de cordialidad. No se permitían las críticas, ni las pullas, ni la hostilidad expresada en forma de burla o de broma. Tras caer en la cuenta de que a Meredith le gustaba hacerse la víctima porque siempre quería ser el centro de atención, Nora reveló lo que opinaba en una conversación sincera con una amiga común. Este momento de franqueza resultaría ser un grave error de cálculo por su parte. Sabía que era indiscreto revelar información que debería haber mantenido en secreto, pero su amiga sacó el tema y Nora no pudo resistirse. Meredith acabó enterándose de lo sucedido y ambas se enzarzaron en una acalorada pelea. Con el tiempo limaron asperezas, pero a Nora le incomodaba sobremanera haberle fallado a su amiga, razón por la que prefería guardar las distancias.

En cierta ocasión, Channing los invitó sin consultárselo antes a su esposa y a Nora no le quedó más remedio que morderse la lengua. Se pasó dos días andando con pies de plomo, y en cuanto salieron Abner y Meredith de su casa le confesó a su marido cómo se sentía.

—Caray, Channing, lo último que quiero en este mundo es que Meredith se desahogue conmigo. Lo siento por ella, pero no me apetece tener que compadecerla. Si puedes evitar invitarlos de nuevo, te lo agradeceré.

Al parecer, este comentario irritó a su marido, aunque Channing respondió con tono desenfadado.

—Porque tú y Meredith os hayáis peleado no tenemos que cargar con las culpas Abner y yo.

—No se trata de que alguien cargue con las culpas. Tienes que admitir que es una situación incómoda, sabiendo como sabes lo que está haciendo Abner. Por ejemplo, si Meredith me lo pregunta directamente, ¿qué se supone que debo contestarle?

—Lo que él haga y lo que ella piense al respecto no es asunto nuestro.

—Puede que no, pero Abner es un cabrón.

—Estoy de acuerdo, y ahora cambiemos de tema, por favor.

A partir de entonces Nora decidió guardarse sus opiniones.

No tenía manera de saber si Meredith estaba al tanto de la aventura número tres, lo que la ponía en la incómoda situación de verse obligada a controlar todo lo que dijera. No le gustaba guardar secretos. Aunque su amistad se hubiera enfriado, Nora no quería herir a Meredith. ¿Debería sacar el tema o no? Si Meredith ya estaba al tanto de la aventura y Nora la mencionaba, los llantos y las lamentaciones no cesarían y el fin de semana acabaría siendo un desastre. Por otra parte, si Meredith no tenía ni idea y Nora no la avisaba, los reproches no tardarían en llegar: «¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo pudiste dejar que siguiera con él cuando sabías lo que estaba pasando?».

Nora se encargó de que el ama de llaves, la señora Stumbo, pusiera flores recién cortadas en la habitación para invitados, así como agua en una jarra de cristal con vasos a tono y dos juegos de toallas de algodón egipcio dobladas juntas y atadas con un lazo de satén del mismo color. Aunque ya estaban en abril, las noches seguían siendo frías, por lo que Nora se aseguró de que hubiera leña en todas las chimeneas de la casa. Las comidas podrían suponer un problema. Acababan de perder a su cocinera personal y no podían esperar que la señora Stumbo cocinara para cuatro. Nora abrió el congelador, donde aún guardaba varios platos que la cocinera había preparado antes de dejarlos «para perseguir otros objetivos». En realidad, los había plantado para trabajar al servicio de una pareja de Montebello que le había ofrecido mil dólares más al mes. Nora se despidió afectuosamente de la cocinera y, a continuación, tachó a la pareja de su lista de amistades.

Nora decidió descongelar el guiso de boeuf bourguignon y servirlo aquella noche con ensalada, una baguette y frutas del bosque de postre. La noche del sábado haría una reserva para cuatro en el restaurante del club de campo. Escribió una lista de la compra y envió a la señora Stumbo en busca de lo necesario para cubrir los desayunos del sábado y el domingo, así como uno de los almuerzos. Abner insistiría en corresponder a su hospitalidad y los invitaría a almorzar el domingo, por lo que todas las comidas quedarían cubiertas. Los Low emprenderían el viaje de regreso a Bel Air antes de las dos del mediodía, y con algo de suerte ella y Channing podrían pasar la tarde del domingo a solas.

Esperaba que su marido llegara primero para poder preguntarle qué sabía Meredith acerca de la última aventura de Abner, si es que sabía algo. Quería prepararse mentalmente para poder desempeñar su papel. También quería reprenderlo por presentarse con invitados casi sin avisar, pese a saber que ella esperaba pasar esos días a solas con él. Nora tendría que ir con cuidado para que su reproche no pareciera una crítica abierta: si Channing se ponía a la defensiva, respondería como un niño enfurruñado. Su marido tenía la capacidad de hablar con tono cordial pese a mostrarse frío y retraído. Al final, Nora no tuvo la oportunidad de hablar a solas con Channing, porque su marido y los Low llegaron a la vez. El coche de Channing entró en el patio seguido del de sus amigos, y Nora ya no tuvo ocasión de interrogarlo. Su irritación se desvaneció enseguida gracias a los cócteles y a la conversación. ¿Quién podía seguir enfadado ante unas copas de buen vino?

Abner estaba más encantador que nunca, señal evidente de que volvía a tener una aventura. Sin duda, Meredith captaría la razón de tanta amabilidad. Nora adivinó que su amiga ansiaba recibir la compasión que solía prodigarle tiempo atrás. Se mostró desenfadada y procuró que la conversación entre ambas se ciñera a temas superficiales. En dos ocasiones Meredith la miró con ojos suplicantes, y una vez pareció estar a punto de decir lo que pensaba, pero Nora siguió comportándose como si no fuera con ella.

Finalmente, cuando Channing y Abner se metieron en la cocina para preparar más bebidas, Meredith le tocó el brazo a Nora y se dirigió a ella con tono angustiado.

—Tenemos que hablar.

—Claro. ¿Pasa algo?

—Ni siquiera sé por dónde empezar. A lo mejor podríamos ir a dar un paseo por la playa mañana por la mañana. Sólo tú y yo. Te he echado mucho de menos.

—Está bien. A ver qué tienen pensado los chicos. Quizá podamos encontrar algo de tiempo para nosotras —respondió Nora con tono animado mientras en su interior se iniciaba una pequeña rebelión. No le entusiasmaba la idea de mantener una charla íntima con Meredith, y haría todo lo posible para evitarla. Ya iba siendo hora de que su amiga se responsabilizara del pacto que había hecho al casarse con ese hombre. Ella era la razón por la que Abner le fue infiel a su primera esposa, así pues, ¿qué esperaba? O se tragaba el orgullo o se iba. No tenía sentido que se regodeara en su desgracia, especialmente cuando ella se la había buscado.

Para gran alivio de Nora, el fin de semana acabó finalmente sin que dieran el temido paseo por la playa. Cuando Abner y Meredith salieron del camino de entrada a la una, Nora sintió que empezaba a relajarse. Desafortunadamente, el resto del domingo se fue al traste a causa de una llamada que llegó justo después de que se fueran los Low. Había surgido algún problema relacionado con uno de los famosos clientes de Channing, y su marido tendría que solucionarlo. No era preciso dar explicaciones ni pedir excusas, porque Nora se hacía cargo de la situación. Así eran las cosas. Los clientes de Channing pertenecían al mundo del espectáculo, y entre ellos se incluían tanto artistas en ciernes como figuras establecidas. Su marido había ganado una fortuna ofreciendo un servicio personalizado. Estaba disponible a cualquier hora a la que sonara el teléfono, como si fuera un médico.

Nora sólo dispuso de unos minutos para mencionar el asunto personal que la preocupaba, cuando Channing ya estaba metiendo expedientes en su cartera de camino al coche. Nora había querido aclarar la reciente discusión que había tenido con la secretaria de su marido. Thelma (cuyo apellido le costaba recordar) llevaba dos años con él, y si bien Nora y ella habían tenido algún pequeño encontronazo, nunca llegó a producirse ninguna insubordinación manifiesta.

Nora conoció a Thelma cuando esta empezó a trabajar para Channing. Tenía la costumbre de presentarse en el bufete siempre que contrataban a un nuevo empleado. Este contacto personal, aunque se limitara a un solo encuentro, garantizaba una relación telefónica más fluida. Nora no llamaba casi nunca al despacho, pero de vez en cuando surgía algún que otro problema relacionado con la casa, o con las gemelas de Channing. Su marido elegía siempre a subordinadas de un estilo similar. Las secretarias, las contables, las auxiliares administrativas e incluso las amas de llaves parecían cortadas por un mismo patrón: todas ellas eran mujeres de cierta edad que crecieron durante la Depresión, en años de miseria y de privaciones. Estas mujeres se sentían agradecidas por tener empleos bien pagados; les habían imbuido desde la infancia valores anticuados como el trabajo duro, la lealtad y el ahorro. Su «chica» anterior, Iris, estuvo siete años con él, hasta que sufrió un ataque de apoplejía que la obligó a jubilarse. Thelma era la excepción: unos veinte años más joven que Iris, poco agraciada, con algún kilo de más y un poco entrometida.

Nora había hablado con ella en infinidad de ocasiones desde aquel primer encuentro, pero Thelma nunca se mostró abiertamente cordial. Para ser justos, Channing detestaba que sus empleados intimaran. Solía quejarse de que su exmujer, Gloria, siempre se empeñaba en confraternizar con sus empleados y acababa involucrándose en sus problemas personales. A la mujer de la limpieza, que era alcohólica, le daba por telefonear a Gloria en plena noche para pedirle anticipos. El jardinero la convenció para que le comprara herramientas nuevas después de que le robaran las suyas en otro trabajo. Cuando la hija de la cocinera se quedó embarazada, era Gloria la que la llevaba en coche al médico, porque la chica se encontraba demasiado mareada como para ir en autobús. A Channing le parecía absurdo que Gloria estuviera a la entera disposición de sus empleados. Cuando se casó con Nora, dejó claro que no permitiría que volviera a suceder lo mismo, y ella no puso ninguna objeción. Supuso que le habría echado el mismo sermón a Thelma, razón por la que su tono de voz revelaba siempre cierta frialdad.

Ya fuera por falta de seguridad en sí misma o por su naturaleza servil, Thelma insistía en consultar a Channing cada vez que Nora le pedía algo, por pequeño que fuera. Ahora, cuando Nora llamaba al bufete para hablar con él, solía toparse con una gran telaraña. Thelma, siempre sutil, ofrecía una resistencia casi imperceptible de la que Nora no podía quejarse. Si Nora le pedía que le extendiera un cheque, Thelma eludía la petición hasta poder consultárselo a su jefe. La segunda vez que esto sucedió Nora se quejó a Channing, y este le dijo que ya hablaría con su secretaria. Durante algún tiempo la actitud de Thelma mejoró ligeramente, pero luego volvió a exhibir el mismo comportamiento huraño, cosa que ponía a Nora en la incómoda situación de no decir nada o de tener que quejarse una vez más, haciéndola parecer grosera. Thelma se negaba a reconocer la autoridad de Nora. Su jefe era Channing. Puede que Nora fuera la jefa en su casa, pero no en el despacho.

Nora estaba lista para soltar su perorata.

—Channing, tenemos que hablar sobre Thelma, es importante.

—Podemos hacerlo más tarde. Ahora mismo sólo pienso en llegar a la reunión antes de que el problema me estalle en la cara —respondió mientras se dirigía hacia la puerta—. Te veré el miércoles. No creo que haya demasiado tráfico. Si llegas a Malibú hacia las cinco de la tarde aún tendrás tiempo de sobra para arreglarte.

Nora se detuvo en seco.

—¿Para qué? Esta semana no pensaba bajar ni un día.

—¿Qué estás diciendo? Tenemos la gala benéfica de la Asociación contra el Alzheimer.

—¿Una gala benéfica? ¿A mediados de semana? ¡Es absurdo!

—Es la gala anual, con cena y baile. No te hagas la tonta, te lo dije la semana pasada.

Nora lo siguió hasta los escalones de la entrada.

—No me habías dicho nada.

Channing se volvió para mirarla sin poder contener su irritación.

—Me estás tomando el pelo, ¿no?

—No, no te estoy tomando el pelo. Tengo otros planes.

—Pues cancélalos. Requieren mi presencia, y quiero que vengas conmigo. Has puesto excusas para no asistir a mis últimos seis compromisos.

—Pues perdóneme usted, señor. No era consciente de que llevaras la cuenta.

—¿Y quién dice que lleve la cuenta? Dime cuándo fue la última vez que me acompañaste a algún sitio.

—No me hagas esto. Sabes que nunca se me ocurren ejemplos así de improviso. La cuestión es que la hermana de Belinda va a venir de Houston. Estará aquí un día y hemos comprado entradas para la sinfonía esa misma noche. Nos han costado una fortuna.

—Dile que teníamos otros planes y que se te olvidaron por completo.

—¿Una gala contra el Alzheimer y «se me olvidó por completo»? ¡Qué falta de tacto!

—Dile lo que quieras. Puede darle tu entrada a otra persona.

—No me veo capaz de cancelar en el último momento, sería muy desconsiderado por mi parte. Además, ya sabes lo mucho que detesto esas cenas.

—Yo no lo hago por diversión. He comprado una mesa para diez. No hemos faltado ni una sola vez en los últimos diez años.

—Y siempre me he aburrido como una ostra.

—¿Sabes qué? Ya estoy cansado de tus excusas. Me sales con esta gilipollez en el último momento y me dejas con el culo al aire. Ahora tengo que buscar a toda prisa a alguien que te sustituya. ¿No te das cuenta de lo embarazoso que es?

—Déjalo ya. Puedes ir solo. Por una vez, no te vas a morir.

—Vete a la mierda —le espetó Channing.

Metió de cualquier manera la cartera y una bolsa de lona en el maletero y se situó junto al lado del conductor, con Nora a sus espaldas. A Nora le exasperaba tener que correr detrás de su marido, lo que suponía hablar a trompicones.

Channing se deslizó tras el volante y cerró la puerta del coche de un portazo. A continuación le dio al contacto para poder bajar la ventanilla.

—¿Quieres que hablemos de Thelma? Muy bien. Hablemos de Thelma. Me dijo que llamaste el viernes para pedirle que te extendiera un cheque por ocho mil pavos. Me contó que le respondiste con mucha frialdad cuando te dijo que tendría que consultármelo a mí antes. Estaba preocupada por si te había ofendido.

—Bien. Perfecto. Sí que me ofendió, de eso quería hablar contigo. Deberías haberme dicho que era ella la que controlaba el dinero. No tenía ni idea.

—No te hagas la tonta. Todos los gastos pasan primero por ella y luego por mí antes de llegar al despacho del contable. Con diecisiete abogados en el bufete, es la única manera que tengo de controlar las cuentas. Thelma no le dice ni que sí ni que no a nadie sin preguntármelo a mí primero. Así son las cosas.

—Muy bien.

—No hay ninguna razón para que te piques por ello. Hace su trabajo.

—No quiero seguir hablando del tema.

—¡Qué raro! Normalmente te empeñas en discutirlo todo hasta la saciedad.

—¿Por qué te haces tanto la víctima? Es una maldita gala benéfica en Los Ángeles, no tienes que ir a la Casa Blanca.

—Te lo dije dos veces.

—No, no me lo dijiste. Lo has sacado ahora porque intentas cambiar de tema.

—¿Qué tema? —preguntó Channing.

—No entiendo por qué tengo que justificarme ante ella.

—No le diste ninguna explicación, simplemente le dijiste que te extendiera un cheque. ¿No podrías haberle explicado para qué lo querías? Lo creas o no, un cheque de ocho mil dólares no es ninguna minucia.

—No quiero hablar de esto ahora.

—¿Y por qué no?

—Hace seis meses quise comprar acciones de IBM. Te burlaste de la idea y las acciones subieron dieciséis enteros en dos días. Si hubiera tenido acceso al dinero, aunque fuera una cantidad modesta, podría haber ganado una fortuna.

—Y dos días más tarde cayeron en picado. Lo habrías perdido todo.

—Las habría vendido antes de que bajara el precio, y luego las habría comprado de nuevo al precio más bajo. Sé cómo funcionan estas cosas, no soy tonta, pienses lo que pienses.

—¿Y a qué viene ahora todo esto? Está claro que te has mosqueado.

—Quería los ocho mil dólares para comprar acciones de General Electric. Ahora es demasiado tarde. Cuando el mercado cerró el viernes, las acciones habían subido de 82 enteros a 106.

—¿Ocho de los grandes? ¿Y qué habrías sacado con una cantidad así?

—Eso no viene al caso. No tendría que suplicar para conseguir el dinero.

—No tiene sentido que te dé una pataleta por la forma en que llevo el negocio. Si quieres dinero, te abriré una cuenta.

—¿Me abrirás una cuenta, como si fueras mi padre?

Channing suspiró y puso los ojos en blanco, todo un aspaviento para alguien tan contenido como él. Después bajó la cabeza, la sacudió con resignación y subió la ventanilla. Dio marcha atrás en el patio delantero hasta tener el suficiente espacio para salir, cosa que hizo con un rechinar de ruedas que ponía de manifiesto su enfado.

Cuando quiso darse cuenta, su marido ya se había ido.

Nora entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. No era la primera vez que discutían, y estaba claro que no sería la última. El enfado se apagaría y volvería la calma, pero ella no pensaba olvidar la cuestión. Casi siempre conseguían resolver sus diferencias, pero Nora había aprendido a evitar las negociaciones cuando alguno de los dos estaba ofuscado.

Fue hasta la cocina, recogió los vasos de Martini que reposaban sobre la encimera y los metió en el lavavajillas. Le encantaba tener la casa para ella sola otra vez. El lunes por la mañana la señora Stumbo haría una limpieza a fondo, cambiaría las sábanas, pondría cuatro lavadoras y restauraría el orden en toda la casa. Pero, por el momento, Nora podía disfrutar de la tranquilidad a sus anchas. Repasó brevemente la habitación de invitados con su espacioso baño para cerciorarse de que los Low no se hubieran dejado ningún artículo personal. Nora detestaba que los frascos de champú usados por otras personas se acumularan en la ducha, y era bastante posible que alguien se hubiera olvidado alguna joya, o alguna prenda colgada en el armario. Meredith se había dejado un número de la revista Los Angeles Magazine sobre la mesilla de noche.

Nora la cogió con la intención de tirarla a la papelera, pero acabó llevándosela a la cocina, donde se preparó una taza de té. Tomó la taza y la revista y se fue a la galería acristalada, donde se dejó caer en una butaca tapizada y puso los pies sobre la otomana, agradeciendo el raro momento de relajación. Fue hojeando las páginas satinadas, llenas de anuncios de tiendas en Rodeo Drive, caros salones de belleza, galerías de arte y boutiques. Había un reportaje fotográfico de seis páginas sobre la mansión del mes, un palacio exageradamente grande aunque decorado con bastante gusto construido por uno de los nuevos productores cinematográficos de éxito. También leyó la reseña sobre una actriz que le había caído mal al conocerla, disfrutando con malévola satisfacción de los ácidos comentarios del periodista. El artículo, en apariencia adulatorio, era en realidad profundamente malicioso y cruel.

Cuando llegó a los ecos de sociedad, Nora quiso ver quién había asistido a las distintas galas benéficas. Channing tenía razón al afirmar que Nora había puesto excusas para no acompañarlo las últimas seis veces. Conocía a muchas de las parejas fotografiadas. Aparecían casi siempre con otros amigos, junto a miembros de la junta o al lado de algún famoso, bebidas en ristre. Todas las mujeres, ataviadas con trajes largos y luciendo joyas fabulosas, posaban junto a sus presuntuosos maridos. Nora tuvo que admitir que los hombres estaban muy elegantes de esmoquin, aunque las fotografías, de cinco por cinco centímetros, eran casi todas iguales. Esas imágenes representaban el Quién es Quién de la sociedad hollywoodiense, y algunas de las parejas aparecían en todos y cada uno de los eventos.

Nora ya se felicitaba para sus adentros por haberse librado de tantas veladas tediosas cuando se fijó en una fotografía de Channing junto a Abner y Meredith tomada en el Baile con Ropa Tejana y Diamantes, al que ella tampoco había asistido. Los Low exhibían sonrisas radiantes, como si fueran inmensamente felices. ¡Menudo chiste! Nora se fijó en la voluptuosa pelirroja que iba agarrada del brazo de Channing. No la reconoció, pero el vestido que llevaba parecía una imitación del Gucci blanco palabra de honor que Nora guardaba en la casa de Malibú. No podía ser un modelo original, porque le habían asegurado que el suyo era único. Durante un momento pensó en lo bochornoso que habría sido presentarse en la misma fiesta con un vestido similar.

Volvió a mirar a la pelirroja, intrigada por la sonrisa de adoración que esta le dirigía a Channing. Era la única fotografía de toda la página en la que una mujer miraba a su pareja en lugar de sonreír directamente a la cámara. Nora leyó el pie de foto y sintió un escalofrío insidioso, como un velo de mercurio que la envolvía de la cabeza a los pies. Thelma Landice. Su mano reposaba en el brazo de Channing, quien, a su vez, se la cubría con su mano derecha. Thelma aún estaba un poco gorda, pero se las había arreglado para comprimir y embutir cada kilo sobrante en una aproximación hinchada del cuerpo de guitarra que Marilyn Monroe popularizara treinta años atrás. Ya no tenía los dientes amarillentos ni llevaba un peinado anodino. Ahora llevaba su cabellera, teñida de un rojo chillón, recogida en un moño francés. Lucía pendientes de diamantes, y su radiante sonrisa revelaba varios miles de dólares en fundas blancas como la nieve.

Nora sintió que una oleada de calor le invadía el rostro a medida que iba atando cabos. Lo había entendido mal. No había sabido interpretar las señales. Meredith no le había dirigido todas esas miradas suplicantes con la esperanza de poder contarle sus desdichas maritales: sentía lástima de Nora por lo que ella y medio Hollywood sabían que había entre Channing y Thelma Landice, la mala puta de la mecanógrafa que trabajaba para él.