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La casa de empeños Santa Teresa Joyas y Préstamos está situada dos puertas más allá de una armería en Lower State Street. Enfrente hay una gasolinera, y un estudio de tatuajes a la vuelta de la esquina. Es una zona con pocos turistas y muchos vagabundos. Sería el lugar idóneo para llevar a cabo una renovación urbana si el ayuntamiento llega a planteárselo alguna vez. La casa de empeños era un local estrecho, apretujado entre una tienda de artículos de segunda mano y otra de bebidas alcohólicas. Pinky me sostuvo la puerta para que entrara.
En el interior percibí un leve olor a alcohol, que se acentuó cuando cerramos la puerta al entrar. Una parte del dinero entregado como préstamo acababa probablemente en la tienda de licores de al lado, donde el tipo de cambio estaba vinculado al tintorro más barato. Un letrero de neón verde, con el símbolo de las tres bolas habitual en las casas de empeños, parpadeaba a una velocidad capaz de provocarte un ataque epiléptico si te pillaba desprevenido.
A mi derecha, en la parte más alta de la pared, habían colgado quince cuadros empeñados y los habían dispuesto de forma artística alrededor de una cámara de seguridad dirigida hacia nosotros dos. Esto me permitió contemplarme a todo color captada desde arriba: yo miraba a la cámara y la cámara me miraba a mí. Con mis vaqueros y mi jersey de cuello alto parecía una indigente que atravesaba una mala racha. Bajo los cuadros vi varias estanterías que contenían toda una selección de herramientas eléctricas, herramientas neumáticas, herramientas manuales, pistolas de clavos y juegos de llaves de tubo. Las estanterías inferiores estaban repletas de artículos electrónicos de segunda mano: relojes, auriculares, altavoces en estéreo, tocadiscos, aparatos de radio y voluminosos televisores con pantallas del tamaño de ventanillas de avión.
A la izquierda, una hilera de guitarras colgaba detrás del mostrador, al lado de un conjunto de violines, flautas y trompas suficiente como para formar una orquesta de pueblo. Una serie de vitrinas de cristal, dispuestas a lo largo de toda la tienda, contenían una bandeja tras otra de anillos, relojes, pulseras y monedas. Algunos artículos domésticos que nadie quería —un juego de té infantil de porcelana, un jarrón de cerámica, una estatuilla de cristal tallado y cuatro cuencos de teca encajables— reposaban juntos en un estante. No había ni libros, ni armas ni prendas de vestir.
Este era el lugar al que iban a parar montones de objetos apreciados tiempo atrás. El sentimentalismo sucumbía ante el dinero contante y sonante. Me imaginé un círculo vicioso de empeños y desempeños, con artículos convertidos en moneda y luego desempeñados de nuevo cuando las fortunas personales mejoraban. La gente se mudaba, la gente se moría, la gente se retiraba a residencias de ancianos donde había tan poco espacio que buena parte de lo que poseían tenían que venderlo, regalarlo o abandonarlo sobre la acera.
El negocio marchaba mejor de lo que hubiera imaginado. Un hombre bajó un soplador de hojas que colgaba de la pared y lo examinó durante algún tiempo antes de llevarlo al mostrador para comprarlo. Otro hombre rebuscaba entre los artículos electrónicos, mientras que un tercero se esforzaba por firmar un documento con mano temblorosa al fondo de la tienda. De los cuatro empleados que conté, dos saludaron a Pinky por su nombre.
Lo atendió una mujer de mediana edad con el pelo rizado de color cobrizo, peinado con raya al lado. Se le veía una franja gris de al menos cinco centímetros en las raíces. La montura de sus gafas, de grueso plástico negro, resaltaba demasiado contra su pálida tez. Llevaba pantalones y una blusa blanca de algodón con una lazada en el pecho. Al parecer, la lazada estaba pensada para disimular la anchura de su cuello, que la situaba en la misma categoría que los levantadores de pesas proclives al uso intensivo de esteroides. La mujer le guiñó el ojo a Pinky, levantó un dedo y luego se metió en la trastienda. Volvió al cabo de unos minutos con una bandeja acolchada cubierta de terciopelo negro.
—Esta es June —dijo Pinky, y luego me señaló a mí con la cabeza—. Kinsey Millhone. Es una investigadora privada.
Nos dimos la mano.
—Encantada de conocerla —saludé.
—Lo mismo digo.
Pinky observó cómo June desataba un lazo y levantaba dos solapas de tela. En el centro estaba el anillo, que a mí no me pareció nada del otro mundo. Además, lo encontré bastante pequeño. Por otra parte, Pinky nunca dijo que fuera una reliquia familiar, al menos no de su familia. El diamante era del tamaño de una minúscula cuenta de estrás, aunque yo no es que tuviera nada así.
Pinky me sonrió tímidamente.
—¿Quieres probártelo?
—Claro.
Me lo puse en el dedo y lo examiné a la luz, contemplándolo desde todos los lados.
—Precioso.
—¿Verdad que sí?
—Desde luego —asentí, haciendo gala de mis dotes de actriz.
Poco después llevamos a cabo la transacción. Entregué los 225 dólares en efectivo mientras Pinky y la dependienta se encargaban del papeleo.
Luego llevé a Pinky hasta el taller de reparaciones, que se encontraba a seis manzanas de allí. Mientras aparcaba junto a la acera miré a través de la ventanilla del lado del copiloto. No parecía haber nadie en el taller. Las puertas que daban a las zonas de trabajo permanecían cerradas, y el despacho se hallaba a oscuras.
—¿Estás seguro de que hay alguien?
—No lo parece, ¿verdad? Puede que lo haya entendido mal.
—¿Quieres que te deje en tu casa?
—No hace falta. Vivo en Paseo, muy cerca de aquí.
—No seas tonto, me pilla de camino.
Recorrí ocho manzanas hacia el norte por Chapel hasta llegar a Paseo, donde giré a la izquierda. Pinky señaló un dúplex de madera de color gris oscuro y fui reduciendo la velocidad hasta detenerme. No había sitio donde aparcar, así que Pinky se bajó del coche con el motor en marcha. Cerró la puerta y me hizo señas para que siguiera conduciendo. Moví los dedos hacia el retrovisor a modo de despedida, aunque para entonces Pinky ya se había ido.
Volví a mi despacho, me calcé un par de guantes de goma y le di un buen baldeo al local. A continuación me fui a casa y puse una lavadora. Cuando era pequeña, me enseñaron que el sábado había que hacer las tareas domésticas, y no podías salir a jugar hasta que hubieras ordenado tu habitación. Las lecciones más importantes de la vida se te quedan grabadas lo quieras o no.
A las cinco y media me puse el cortavientos, metí una novela en el bolso, cerré el estudio con llave y recorrí a pie la media manzana que había entre mi casa y el restaurante de Rosie. Otra mujer llegó a la puerta al mismo tiempo que yo. Cuando nos miramos, la señalé con el dedo.
—Tú eres Claudia.
—Y tú Kinsey Millhone. Doce pares de bragas bikini de talla pequeña.
—No me puedo creer que aún lo recuerdes.
—¡Pero si estuviste en los almacenes ayer mismo!
Abrí la puerta y le cedí el paso. Claudia tenía los ojos marrones, de mirada directa, y el pelo brillante y negro como el carbón, peinado sin demasiados miramientos. Rondaría los cincuenta y vestía con mucho estilo. Llevaba una chaqueta de marca con dos botones, pantalones de buen corte y una camisa blanca muy bien planchada. El hecho de trabajar en Nordstrom le permitía acceder a las últimas tendencias de moda, así como un descuento de empleada.
—Debes de vivir por aquí cerca —observé—. No se me ocurre ninguna otra razón por la que quisieras venir a un sitio como este.
Claudia sonrió.
—De hecho, vivimos en Upper East Side. Drew es el director del Hotel Ocean View. Nos encontramos aquí las noches que trabaja hasta tarde y sólo tiene un rato para cenar. He salido temprano del trabajo con la intención de venir a esperarlo. ¿Y qué hay de ti?
—Vivo a media manzana. Vengo aquí dos o tres noches por semana, cada vez que me da pereza cocinar.
—A mí me pasa lo mismo. Las noches en que Drew no está en casa suelo picar algo y no cocino —explicó—. ¿Te apetece tomarte una copa conmigo?
—Claro, me encantaría. Me muero de curiosidad por saber lo que le pasó a la ladrona.
—Me alegro de que estuvieras allí cuando apareció el señor Koslo.
—La verdad es que disfruté un montón. ¿Qué vas a tomar?
—Un gin-tonic.
—Ahora mismo vuelvo.
William me había visto entrar, y para cuando llegué a la barra ya me había servido una copa de Chardonnay peleón. Esperé a que preparara el gin-tonic de Claudia y luego llevé las dos bebidas hasta la mesa y me senté. No estaba segura de si Claudia podría revelar demasiada información sobre asuntos relacionados con su trabajo, pero retomé la conversación donde la habíamos dejado, comportándome como si se tratara de una cuestión de la que pudiéramos hablar abiertamente.
—Pensé que estaba viendo visiones cuando se metió los pijamas en la bolsa —comenté.
—¡Menuda cara! Me pareció que hacía cosas raras nada más verla entrar, así que no le quité ojo. Los que roban en las tiendas se creen muy listos, pero suelen telegrafiar sus intenciones. Acababa de cobrar a otra clienta cuando apareciste tú y me contaste lo que estaba pasando. Cuando llamé a Seguridad, Ricardo la captó en el monitor y se lo comunicó al señor Koslo, quien me dijo que esperara junto a las escaleras mecánicas de la segunda planta por si la ladrona decidía bajar hasta allí. Normalmente se habría encargado por su cuenta del problema, pero no hace mucho una clienta lo acusó de abuso de autoridad. No era verdad, por supuesto, pero desde entonces el señor Koslo quiere que siempre haya un testigo cerca.
—Oí que se disparaba la alarma, pero no vi lo que pasó después. ¿La detuvieron?
—Desde luego —respondió Claudia—. El señor Koslo la atrapó cuando ya estaba en el centro comercial, y le pidió que lo acompañara hasta los almacenes. Se hizo la tonta, como si no tuviera ni idea de por qué se lo pedía. Al principio suelen fingir que cooperan, así que la ladrona obedeció al señor Koslo aunque sin dejar de protestar.
—¿Y de qué protestaba? Llevaba encima los artículos robados.
—El señor Koslo no le pidió que abriera la bolsa hasta que llegaron a las oficinas de Seguridad. Nadie quiere avergonzar a un cliente en público, por si luego resulta ser un error. Ya en privado, el señor Koslo le hizo vaciar el contenido de la bolsa. Salieron los dos pares de pijamas y…, ¡vaya por Dios!, ningún recibo. Entonces le pidió que abriera el bolso, y allí estaba el body de encaje. La mujer tampoco pudo demostrar que lo había pagado. Según ella, era un auténtico misterio.
—No me puedo creer que tuviera la desfachatez de negarlo.
—Es la respuesta típica. ¿No has visto nunca la cinta grabada por una cámara de vigilancia que muestra a la auxiliar de enfermería robando dinero de una paciente anciana? De vez en cuando la pasan en uno de esos programas sobre delitos reales. Se ve claramente cómo la auxiliar abre el bolso de la mujer y saca el dinero. Incluso se detiene a contarlo antes de metérselo en el bolsillo. Cuando la policía le enseña la cinta, se queda allí sentada junto al agente, jurando y perjurando que ella no lo ha hecho.
—Y que la han acusado por error.
—Tú lo has dicho. Esta vez pasó lo mismo. Al principio, la ladrona se hacía la inocente, y luego se puso a despotricar. Era una cliente asidua de Nordstrom, llevaba años comprando en los almacenes. No podía creer que Koslo la acusara de robar, cuando ella no había robado nada. El señor Koslo le contestó que él no la había acusado de nada, sólo le pedía que explicara cómo había pagado los artículos que estaban en su poder. La mujer respondió que desde luego que no los había robado. ¿Por qué iba a hacer algo así cuando llevaba dinero en el billetero? Insistió en que pensaba comprar esas cosas, pero luego cambió de opinión. Tenía una cita y llevaba prisa, así que al final salió de la tienda sin darse cuenta de que no había devuelto los artículos al expositor.
»El señor Koslo no dijo nada en absoluto y la dejó hablar porque sabía que las cámaras de vigilancia la habían filmado. Después de hacerse la ofendida, la mujer se puso muy agresiva y empezó a vociferar acerca de sus derechos. Iba a ponerse en contacto con su abogado. Demandaría a los almacenes por calumnia, y por detención falsa. El señor Koslo se mostró educado, pero no cedió un ápice. Entonces ella se derrumbó y se puso a lloriquear. Seguro que no has visto a nadie tan patético en tu vida. Sólo le faltó ponerse de rodillas para implorarle al señor Koslo que la dejara marchar. Las lágrimas fueron lo único que me pareció sincero de todo el numerito. Cuando ni eso funcionó, intentó negociar para poder escaquearse. Ofreció pagar por lo que había robado, y dijo que firmaría un pliego de descargo. También juró que nunca volvería a pisar los almacenes. Insistía una y otra vez.
—¿Empleó la frase «pliego de descargo»?
—Eso es.
—Parece que tuviera mucha experiencia en todo esto. Si no, ¿cómo iba a conocer el término?
—Sí, sabía exactamente lo que debía decir, pero por lo visto no le ha servido de mucho. El señor Koslo ya le había pedido a Ricardo que llamara a la policía, así que le dijo a la mujer que sería mejor que se calmara y que se guardara sus argumentos para el juez. Esto provocó una nueva tanda de lloros y de gritos. No sé cómo acabó la historia, porque volví a mi planta cuando llegó la policía. Según me contó Ricardo, cuando la metieron en el coche de la policía, estaba blanca como el papel.
—¿Sabíais que no actuaba sola?
Claudia pareció sorprenderse.
—No lo dirás en serio. ¿Eran dos?
—Desde luego. Puede que te hubieras fijado en su compañera sin darte cuenta de quién era. Una mujer más joven que llevaba un vestido azul marino.
Claudia negó con la cabeza.
—No, no la recuerdo.
—Cuando las vi por primera vez estaban charlando, y confundí a la más joven con una dependienta. Di por sentado que sería una empleada de Nordstrom y que la mujer mayor era una clienta, pero entonces me di cuenta de que la segunda mujer también llevaba una bolsa de la compra, así que deduje que serían clientas que estaban de cháchara.
—Probablemente decidiendo lo que iban a birlar.
—No me sorprendería. Después de separarse, y antes de que llegara el director de Seguridad, la otra mujer ya se había ido al lavabo de señoras. Al volver vio que su amiga estaba en la escalera mecánica, y que el señor Koslo le pisaba los talones. Captó enseguida lo que estaba pasando. Regresó rápidamente a los lavabos y se encerró en uno. Allí cortó las etiquetas con el precio de todas las prendas que había mangado y las tiró a la papelera. Yo entré justo después de ella, y cuando vi lo que había hecho, me fui directa a las escaleras de incendios y la seguí, pero no lo suficientemente deprisa. Consiguió escabullirse del aparcamiento antes de que yo pudiera echarle un vistazo a la matrícula de su coche.
—Es curioso que menciones las etiquetas. Ricardo me contó que el equipo de limpieza encontró algunas etiquetas cuando vaciaban la papelera. El supervisor se las entregó al señor Koslo, y este las incluyó en su informe. Creo que tanto él como Ricardo dieron por sentado que se trataba de la misma mujer.
—Pues si necesita a un testigo que corrobore los hechos, estaré encantada de colaborar.
—Dudo que acepte tu ofrecimiento, pero si el fiscal presenta cargos, podrías hablar con él.
—Espero que empapelen a la primera mujer, aunque su compinche se haya escapado.
—Lo mismo digo.
En aquel momento llegó el marido de Claudia y, tras la breve presentación, me excusé y me dirigí a la barra. Mientras pedía una segunda copa de vino, William se fijó en las marcas de derrapaje que tenía en la palma de la mano derecha.
—¿Qué te ha pasado?
Bajé la mirada y torcí el gesto, levantando la mano para enseñársela bien.
—Me caí mientras perseguía a una ladrona.
Le conté una versión abreviada del incidente, y dado que mis dotes investigadoras no salían muy bien paradas, enseguida cambié de tema.
—Siento mucho que Nell se haya caído. ¿Has hablado con ella?
—Aún no. Recibí una llamada de Henry cuando llegó a su casa. Dijo que tuvo un vuelo tranquilo y que pensaba ir al hospital nada más dejar la maleta.
—Me alegro de que llegara sin problemas. ¿Cómo está Nell?
—Bastante bien, o al menos eso es lo que me han dicho. Se ha roto la cabeza y el cuello del fémur, probablemente a consecuencia de la osteoporosis.
—No me sorprendería, con noventa y nueve años cumplidos. Henry me ha contado que le han puesto un clavo.
William respondía con un tono cada vez más lúgubre.
—Esperemos que la cosa acabe aquí. Si la inmovilizan durante algún tiempo se le atrofiarán los músculos y le saldrán úlceras. Luego vendrá la neumonía, y después de eso…
William me dirigió una mirada de desolación y dejó la frase sin acabar.
—Estoy segura de que la harán ponerse de pie al día siguiente. ¿No es esta la tendencia actual?
—Ojalá. Ya conoces la teoría, todo lo malo viene en tandas de tres.
—¿Ha pasado alguna cosa mala más?
—Me temo que sí. Recibí una llamada del médico con los resultados de mi último análisis de sangre. Tengo el azúcar muy alto. El médico me dijo que el cincuenta por ciento de los que se encuentran en esa franja acaban teniendo diabetes antes de cinco años.
William sacó una hoja de papel de debajo de la barra, me la puso delante y señaló la columna en cuestión. Los niveles normales de glucosa estaban entre el 65 y el 99. El suyo era de 106. No tengo ni idea de si esa cifra lo situaba en zona de peligro, pero William parecía creer que así era.
—Caramba —acerté a decir—. ¿Y qué sugiere tu médico?
—Nada, aunque mencionó que las hormonas del estrés a veces son responsables de una elevación indebida de la glucosa en la sangre. Me fui directo a mi Manual Merck de medicina y lo consulté. —William levantó la vista y citó, al parecer, de memoria—: «La amiotrofía diabética se da normalmente en hombres ancianos, y produce una debilidad muscular predominante alrededor de la cadera y del muslo».
—¿Y eso es lo que tienes tú?
—Durante el último mes he experimentado cierta debilidad de vez en cuando, por eso fui al médico. Después de examinarme a fondo no supo qué decir. No tenía ni idea de lo que me pasa. —William se inclinó hacia delante—. Vi que escribía «etiología desconocida» en mi ficha. Fue escalofriante. En mi Merck pone que la ausencia de un marcador diagnóstico preciso para la diabetes mellitus «continúa siendo un problema». «La aparición de la enfermedad suele ser abrupta en los niños», según pone, e «Insidiosa en pacientes ancianos». Me estremezco al pensar que la palabra «insidiosa» pueda referirse a mí.
—Pero seguro que habrá algo que puedas hacer. ¿Y algún cambio en la dieta?
—El médico me dio un folleto que aún no me he atrevido a leer. Además de debilidad muscular, también he tenido problemas estomacales.
—Henry me lo mencionó ayer por la noche.
William arqueó las cejas.
—Y el dolor abdominal es otro síntoma de diabetes, claro, así como el aliento afrutado. —Ahuecó las manos, se las acercó a la boca y sopló. Creí que me pediría que se las oliera, una petición que, sintiéndolo mucho, pensaba rechazar—. Afortunadamente, aún no me pasa, pero sí que estoy orinando con más frecuencia. Me paso media noche levantado.
—No me des detalles acerca del chorro —repuse a toda prisa—. Creía que eso guardaba relación con la próstata.
—Yo también lo pensaba al principio, pero ahora ya no estoy tan seguro.
Entrecerré los ojos mentalmente, intentando juzgar si habría algo de cierto en sus afirmaciones. Sabía que William se lo creía, pero ¿se basaba en hechos constatables? Más tarde o más temprano, pese a su tendencia a dramatizar, William acabaría sufriendo alguna enfermedad real.
—¿Hay algún caso de diabetes en tu familia? —inquirí.
—¿Cómo voy a saberlo? Sólo quedamos nosotros cinco. Mis hermanos y yo hemos salido al lado materno de la familia. El apellido de soltera de mi madre era Tilmann, gente de recio origen alemán. Nuestra abuela paterna se apellidaba Mauritz antes de casarse. Había cinco hermanos más con la misma herencia genética. Todos murieron en cuestión de pocos días durante la epidemia de gripe de 1917. ¿Quién sabe qué problemas de salud habrían desarrollado de haber seguido viviendo?
—¿Qué piensa Rosie de todo esto?
—Adopta la estrategia del avestruz, como siempre. Está convencida de que no existe ningún problema. Lo puedes leer en el Manual Merck, palabra por palabra. Bajo el apartado «Desórdenes endocrinos», página mil doscientas ochenta y nueve. En la página anterior se menciona la «Pubertad precoz», algo de lo que me libré, gracias a Dios.
—No estoy segura de que debas consultar textos médicos por tu cuenta. Gran parte de la terminología resulta incomprensible para los que somos legos en la materia.
—De joven estudié latín. Adpraesens ova eraspullis sunt meliora. —William me dirigió una mirada para ver si lo entendía. Debió de captar mi cara de pasmo, porque entonces me lo tradujo—. Un huevo hoy es mejor que pollos mañana.
Preferí pasarlo por alto.
—Pero ¿y si lo estás malinterpretando? Me refiero a que el médico no llegó a decirte que eres diabético, ¿no?
—Puede que me esté dando algo de tiempo para asimilarlo. La mayoría de médicos no quiere agobiar a sus pacientes en las fases iniciales de la enfermedad. Creí que me pediría más pruebas clínicas, pero al parecer pensó que no valía la pena. ¡Le dijo a la enfermera que me diera cita dentro de dos semanas! Probablemente va a ser así a partir de ahora.
—Bueno, si Henry ya ha vuelto para esa fecha, debería ir contigo para ofrecerte apoyo moral. Cuando estamos disgustados no siempre escuchamos lo que se nos dice.
Rosie abrió la puerta batiente de la cocina y sacó la cabeza.
—Estoy haciendo kohlrabi rellenos. Tengas lo que tengas, al comerlos se te arreglará el estómago —dijo mirando a su marido. Y luego se dirigió a mí—: Tú también debes probarlos, llevan carne de cordero. La salsa es la mejor que he cocinado nunca.
Aproveché la interrupción para retirarme a mi mesa favorita, copa de vino peleón en ristre. Me quité la chaqueta y me deslicé en el asiento, esperando no clavarme una astilla en el culo. Saqué la novela que llevaba y encontré la página donde me había quedado, entonces traté de parecer absorta en la lectura para que William no siguiera ofreciéndome una versión detallada de todas sus enfermedades. Tenía mis reservas con respecto a la cena. Rosie es húngara y le da por cocinar platos raros de su tierra, muchos de ellos a base de despojos bañados en crema agria. Unos días atrás me había servido mollejas de ternera (el timo de una ternera, para ser exactos) salteadas. Me puse morada, como siempre. Cuando estaba rebañando el plato con medio panecillo, Rosie me dijo lo que era. ¿El timo? ¿Y qué iba a hacer si ya me lo había comido? A menos que saliera disparada al lavabo de señoras para meterme un tenedor por la garganta, ya no había remedio. No me consoló demasiado el hecho de que me hubiera gustado.
Rosie apareció con el plato y me lo plantificó delante. Esperó con los dedos entrelazados mientras yo probaba un trocito de carne fingiendo entusiasmo. No pareció muy convencida.
—¡Qué rico! —exclamé—. De verdad, está buenísimo.
Rosie continuó mirándome con escepticismo, pero tenía que seguir preparando la comida y volvió a la cocina. En cuanto se fue, blandí el tenedor y el cuchillo y me dispuse a serrar la carne. El cordero requirió más esfuerzo de lo que había previsto, pero la tarea contribuyó a hacerme olvidar la salsa, que no era tan sublime como Rosie había asegurado. El kohlrabi parecía una pequeña nave alienígena, y su sabor estaba a medio camino entre el de un nabo y una col. Era el complemento perfecto para el agua azucarada y mal fermentada que bebí para poder tragármelo. Envolví un trozo de cordero en una servilleta de papel y me metí el paquetito en el bolso. Miré a William y le hice el gesto universal para pedir la cuenta. Intercambié algunas frases de despedida con Claudia y Drew y luego me dirigí a mi casa.
A las nueve ya estaba en la cama, convencida de que no volvería a oír nada más acerca del incidente en la tienda. ¡Seré tonta!