3

Al cabo de quince minutos salí de Cabana Boulevard para meterme en Albanil. Aparqué el Mustang a media manzana de mi piso y recorrí cojeando el resto del camino, sin dejar de darle vueltas a lo sucedido. Es sorprendente lo que se te escapa cuando alguien pretende aumentar el número de víctimas de tráfico a tus expensas. No tenía sentido que me echara en cara el no haberme fijado en el número de la matrícula. Bueno, vale, me lo reproché un poquito, pero no me pasé. Sólo me quedaba esperar que hubieran detenido a la mujer del traje pantalón negro y que ahora estuvieran fichándola, fotografiándola y tomándole las huellas dactilares en la cárcel del condado. Si no tenía antecedentes, puede que una noche en la cárcel le quitara las ganas de seguir robando. Por otra parte, si era una veterana, quizá dejaría de robar durante algún tiempo, al menos hasta que se celebrara el juicio. Puede que su amiga también aprendiera la lección.

Al llegar al camino de entrada vi que Henry ya había sacado sus cubos de basura a la acera, aunque la recogida semanal no era hasta el lunes. Crucé la chirriante verja y rodeé la casa hasta la parte posterior, donde abrí con llave la puerta de mi estudio y dejé el bolso sobre un taburete de la cocina. Encendí la lámpara del escritorio y me levanté la pernera del pantalón para examinarme la herida, decisión que lamenté de inmediato. Ahora mi espinilla exhibía una protuberancia ósea con un brillo inquietante, flanqueada por dos extensas magulladuras de color berenjena. No me gusta jugar al corre que te pillo con un sedán de lujo, ni verme obligada a saltar entre dos coches como si estuviera rodando una escena de peligro. Al pensarlo ahora me cabreé más que cuando intentaron atropellarme. Sé que hay gente que cree que deberíamos perdonar y olvidar. Que conste que soy muy partidaria de perdonar, siempre que me den la oportunidad de vengarme primero.

Me dirigí a la casa de Henry cruzando el patio. Las luces de la cocina estaban encendidas y la puerta con paneles de cristal permanecía abierta, aunque la mosquitera estaba cerrada con el gancho. Percibí el aroma de la sopa de guisantes que hervía a fuego lento en la cocina. Henry estaba hablando por teléfono, así que di unos golpecitos en la mosquitera para anunciar mi presencia. Me indicó que entrara con un gesto, y cuando le señalé la puerta, estiró al máximo el cable enrollado del teléfono para levantar el gancho de la mosquitera. Henry retomó la conversación telefónica sin dejar de agitar el sobre de un billete de avión mientras decía: «Vía Denver. Tengo que hacer una escala de una hora y media. El vuelo de enlace llega a las tres y cinco. He dejado el billete abierto para que podamos decidirlo todo sobre la marcha».

Hizo una pausa mientras su interlocutor respondía en voz tan alta que casi pude entender lo que decía desde donde me encontraba. Henry se apartó el auricular de la oreja y se abanicó con el sobre, poniendo los ojos en blanco.

Al cabo de un momento, interrumpió a su interlocutor.

—Está bien, no te preocupes. Siempre puedo tomar un taxi. Si nos vemos, bien. Si no, apareceré por vuestra casa tan pronto como me sea posible.

La conversación continuó durante unos minutos más mientras yo le mostraba la palma de la mano despellejada, con marcas de derrapaje en el pulpejo. Henry la miró de cerca e hizo una mueca. Sin dejar de hablar, tiró el billete de avión sobre la encimera de la cocina, abrió un cajón y sacó una botella de agua oxigenada y una caja de bolas de algodón.

Cuando acabó de hablar, colgó el auricular en el teléfono de pared y me indicó que me sentara en una silla.

—¿Cómo te lo has hecho?

—Es largo de contar —respondí, y luego le ofrecí una versión condensada del robo en los almacenes y de mi intento de identificar a la mujer más joven—. Deberías ver mi espinilla. Parece como si alguien me hubiera pegado con una barreta para neumáticos. Lo raro es que ni siquiera sé cómo pasó. Esa mujer venía directa hacia mí, y de pronto me encontré levitando para apartarme de su camino.

—No me puedo creer que la siguieras. ¿Qué pensabas hacer, detenerla por tu cuenta?

—No llegué a pensar en lo que haría. Esperaba poder ver la matrícula de su coche, pero no hubo suerte —expliqué—. ¿Qué estás planeando? Parece que te vayas a ir de viaje.

—Voy a volar a Detroit. Nell se cayó. Lewis me ha llamado esta mañana a primera hora y me ha despertado de un sueño profundo.

—¿Se cayó? Me resulta extraño en ella, nunca le han flaqueado las piernas.

Henry empapó una bola de algodón con agua oxigenada y me limpió suavemente la herida. En los bordes del rasguño se formó una leve espuma. La herida ya no me dolía, pero me pareció encantador que un anciano me cuidara como si fuera mi madre. Henry frunció el ceño.

—Nell estaba abriendo una lata de atún y el minino no dejaba de metérsele entre las piernas, como suelen hacer los gatos. Nell fue a ponerle el plato en el suelo, tropezó con él y se cayó sobre la cadera. Lewis dijo que sonó como cuando una pelota de béisbol sale volando del parque tras un golpe limpio. Nell intentó levantarse pero el dolor era insoportable, así que los chicos llamaron al 9-1-1. De Urgencias la llevaron directamente al quirófano, y entonces Lewis me llamó a mí. Me he puesto en contacto con mi agencia de viajes en cuanto han abierto y me han conseguido un asiento en el primer vuelo a Detroit.

—¿Qué gato? No sabía que tuvieran un gato.

—Creí que te había hablado de él. Charlie adoptó un gato callejero hace un mes. Por lo que cuentan, estaba en los huesos, no tenía cola y le faltaba media oreja. Lewis estaba empeñado en llevar al animalejo a la perrera, pero Charlie y Nell se confabularon y votaron a favor de quedárselo. Lewis hizo sus habituales y alarmantes predicciones: sarna, adenopatía, septicemia, tiña, y, efectivamente, esta mañana «sobrevino la tragedia», en palabras de mi hermano. Cuando me lo contaba, no dejaba de repetir que él ya lo había advertido.

Henry devolvió los artículos de primeros auxilios al cajón.

—¿Pero Nell está bien?

Henry movió la mano para indicar que así así.

—Lewis dice que le han puesto un clavo de titanio de treinta y cinco centímetros en el fémur, y no sé qué más. No dejaba de irse por las ramas. Por lo que me han contado, Nell estará en el hospital unos días y luego empezará la rehabilitación.

—Vaya, pobrecita.

La hermana de Henry, Nell, era una mujer activa y vigorosa de noventa y nueve años que normalmente parecía la viva imagen de la salud. Que yo supiera, sólo había estado hospitalizada otra vez y de eso hacía diecinueve años, cuando la sometieron a una histerectomía debido a «problemas femeninos». Después manifestó que, si bien a los ochenta estaba resignada a que sus años fértiles se hubieran acabado, lamentaba perder la matriz. Nunca le habían sacado ningún órgano, y esperaba dejar este mundo con todo el equipo original intacto. Nell no llegó a casarse, ni tuvo hijos propios. Sus cuatro hermanos menores hacían las veces de hijos, y conseguían exasperarla como si fueran niños. Henry, por ser el menor, estaba más unido a Nell que los hermanos intermedios. Henry y Nell eran como sujetalibros que mantenían en pie a los tres hermanos medianos. Después de Nell, Henry era el que tomaba la mayoría de decisiones familiares. A decir verdad, a veces también desempeñaba ese papel en mi vida.

William, de ochenta y nueve, y un año mayor que Henry, se había trasladado a Santa Teresa hacía cuatro años y posteriormente se había casado con mi amiga Rosie, la propietaria del restaurante de barrio al que suelo ir. En cuanto a Lewis y Charlie, que aún vivían en la casa familiar, eran totalmente capaces de cuidarse solos, pero les costaría aceptar que Nell se había convertido en una inválida temporal. Todos los hermanos la respetaban por igual, y le habían cedido el control de sus vidas y de su bienestar. Si Nell estaba en el dique seco, aunque fuera por poco tiempo, Lewis y Charlie se sentirían perdidos.

—¿A qué hora es tu vuelo?

—A las seis y media. Eso quiere decir que tengo que levantarme a las cuatro y media, pero podré dormir en el avión.

—¿Va a ir contigo William?

—Lo he convencido para que no lo haga. Lleva algún tiempo quejándose del estómago, y la noticia de la caída de Nell lo ha desquiciado. Si viniera conmigo, tendría que acabar haciéndome cargo de dos pacientes.

William era un ferviente hipocondríaco, y no convenía que se relacionara con personas enfermas o endebles. Según Henry, durante los meses anteriores a la histerectomía de su hermana, William tuvo dolores abdominales cada mes, que luego fueron diagnosticados como colon irritable.

—Te llevaré al aeropuerto encantada —ofrecí.

—Perfecto. Así no tendré que dejar el coche en el aparcamiento de larga estancia. —Henry empezó a precalentar el horno y clavó en mí esos ojos tan azules que tiene—. ¿Qué haces para cenar?

—Olvídate. No quiero que te preocupes por mí. ¿Ya has acabado con las maletas?

—Aún no, pero todavía no he cenado. Después de la cena sacaré una maleta. Tengo ropa en la secadora, así que no puedo hacer mucho hasta que se seque. El Chardonnay está en la nevera.

Me serví una copa de vino blanco y luego saqué un vaso de los antiguos y lo llené con hielo. Henry guarda el Black Jack en un armario que está cerca del fregadero, así que añadí tres dedos de whisky al hielo. Lo miré y me dijo: «Y esto de agua». Acercó el pulgar al índice para especificar la cantidad.

Añadí agua del grifo y le pasé el whisky, que fue bebiéndose a sorbos mientras continuaba con los preparativos de la cena.

Yo puse la mesa y Henry sacó cuatro panecillos caseros del congelador y los colocó en una bandeja. Nada más sonar el horno, Henry deslizó la bandeja en su interior y encendió el temporizador. Henry es un panadero jubilado que incluso ahora produce un constante surtido de hogazas de pan, panecillos, galletas, pasteles y bollos de canela tan apetitosos que me hacen gemir de placer.

Al sentarme a la mesa me fijé en la lista de gestiones que aún tenía que realizar antes de irse a Detroit. Ya se había encargado de cancelar el reparto del periódico, recoger la ropa de la tintorería y cambiar la fecha de una visita al dentista. Había dibujado una cara sonriente junto a esa línea. Henry odia a los dentistas, y suele posponer las visitas al máximo. Había tachado una nota para recordarse a sí mismo que tenía que sacar los cubos de basura antes de la recogida del lunes. También había conectado los temporizadores de las luces interiores, y había cerrado la válvula de entrada de agua de la lavadora para que la máquina no sufriera ningún contratiempo en su ausencia. Pensaba pedirme que le regara las plantas que lo precisaran, y que me pasara por su casa cada dos días para asegurarme de que todo estaba bien. Taché esa frase de la lista yo misma. Entretanto, Henry ya había preparado la ensalada y estaba sirviendo la sopa en dos cuencos con un cucharón. Engullimos la comida con la rapidez habitual, compitiendo para ver quién conseguía el récord de velocidad terrestre. De momento yo iba ganando.

Después de la cena lo ayudé con los platos y volví a mi estudio, cargada con una bolsa de papel marrón llena de productos perecederos que me dio Henry.

A la mañana siguiente me desperté a las cinco, me lavé la cara y los dientes y me cubrí con una gorra de lana la pelambrera, que me había quedado plana y apelmazada en un lado y de punta en el resto. Como era sábado, no pensaba salir a correr los cinco kilómetros de rigor, pero de todos modos me puse el chándal y las deportivas para simplificar las cosas. Henry ya me esperaba en el patio trasero cuando salí de mi estudio. Tenía un aspecto adorable, por supuesto: pantalones chinos, una camisa blanca y un jersey de cachemir. Su pelo blanco, aún mojado a causa de la ducha, estaba peinado cuidadosamente con raya al lado. Me imaginé que alguna viuda se las arreglaría para sentarse a su lado en la sala de espera del aeropuerto.

Charlamos de vaguedades durante el viaje de veinte minutos hasta el aeropuerto, lo que me permitió reprimir el sentimiento de melancolía que afloró nada más dejarlo en la puerta de embarque. Me aseguré de que su vuelo saliera a la hora prevista, y entonces lo saludé una vez con la mano y me fui con un nudo en la garganta. Para ser una investigadora privada tan dura de pelar, me vuelvo muy blandengue cuando tengo que despedirme de alguien. Al volver a casa, me quité las deportivas y el chándal, me metí en la cama y me tapé hasta la barbilla. Las serpentinas rosas y azules de un nuevo amanecer surcaban la claraboya de plexiglás situada sobre mi cama cuando finalmente me acurruqué entre las sábanas y cerré los ojos.

Me desperté de nuevo a las ocho, me duché, me puse los vaqueros, el jersey de cuello alto y las botas de rigor y vi una parte de las noticias mientras me acababa los cereales y lavaba el bol. Ni el periódico ni la cadena televisiva local hacían referencia al robo en los almacenes. Ni siquiera apareció una minúscula nota de dos líneas en una de las páginas interiores. Me hubiera gustado saber el nombre y la edad de la mujer, y leer algún dato sobre lo que le había pasado. ¿La detuvieron y pasó a disposición judicial, o la echaron a patadas de los almacenes y le dijeron que no volviera nunca más? Las normas variaban de un establecimiento a otro, y podían ir de una advertencia y posterior puesta en libertad a la interposición de una demanda: esta sería la alternativa por la que yo hubiera votado si de mí dependiera.

No sé por qué había pensado que aquel incidente merecía ser noticia. A diario se cometen múltiples delitos que no generan el más mínimo interés en el gran público. Los hurtos y los robos de menor cuantía suelen relegarse a la última página, mientras que los robos en viviendas se clasifican según el barrio junto a una somera lista de los artículos robados. Puede que el vandalismo fuera merecedor de un párrafo humorístico. A los grafiteros se les dedicaba —o no— espacio en los periódicos según el clima político del momento. Los delitos económicos —especialmente el fraude y la apropiación indebida de fondos públicos— provocan numerosas denuncias de avaricia capitalista, y por tanto inspiran más cartas airadas al director que los asesinatos. Era probable que mi ladrona y su compinche ya estuvieran muy lejos, y sólo quedaba mi espinilla magullada como testimonio dolorido de sus trapicheos. En el futuro inmediato me fijaría en todos los peatones y me mantendría siempre alerta por si veía algún sedán Mercedes negro, con la esperanza de localizar a alguna de las dos mujeres. Mentalmente, comencé a afilarme las punteras metálicas de las botas.

Entretanto, cargué el coche con material de limpieza en previsión de las tareas domésticas de cada sábado. Llegué al despacho a las nueve, contenta por haber encontrado sitio para aparcar justo delante del edificio. Durante una temporada contraté a un servicio de limpieza, las Mini-Asistentas, para que limpiaran mi despacho una vez a la semana. Solían ser cuatro, aunque nunca vinieron las mismas cuatro dos veces seguidas. Llevaban camisetas a juego y aparecían armadas con fregonas, trapos para el polvo, aspiradoras y una colección variopinta de productos de limpieza. La primera vez que limpiaron mi estudio tardaron una hora, y trabajaron a conciencia. Me pareció de perlas pagar los cincuenta pavos porque las ventanas brillaban, todas las superficies relucían y la moqueta estaba más limpia de lo que había estado nunca. A partir de entonces cada vez que venían iban acelerando el proceso, hasta que se volvieron tan eficientes que entraban y salían en quince minutos y luego se iban corriendo a su siguiente trabajo como si les fuera la vida en ello. Incluso entonces, buena parte del tiempo que pasaban en mi estudio lo dedicaban a cotillear entre sí. Cuando se iban, encontraba moscas muertas en el alféizar de la ventana, telarañas colgando del techo y posos de café (¿o serían hormigas?) esparcidos sobre la encimera de mi pequeña cocina. Calculé que cincuenta pavos por quince minutos (llenos de risas y de cotilleos) equivalía a doscientos pavos la hora, lo cual era cuatro veces más de lo que ganaba yo. Las despedí en un arrebato ahorrativo, y ahora procuraba limpiar yo misma cuando el despacho estaba cerrado.

No me fijé en el tipo sentado en las escaleras exteriores de mi edificio, fumando un cigarrillo, hasta que saqué la aspiradora del maletero del coche. Llevaba unos vaqueros casi blancos en las rodillas de lo desteñidos que estaban y calzaba unas botas marrones gastadas. Tenía la espalda ancha y llevaba una camisa de satén de un azul intenso desabrochada hasta la cintura, con las mangas arremangadas luciendo bíceps. En el antebrazo derecho se había tatuado «Dodie» en letra cursiva. Durante un momento no lo reconocí, pero entonces su nombre me vino a la memoria.

El tipo sonrió, y dos relucientes incisivos de oro iluminaron su rostro ajado.

—No me reconoces —afirmó mientras yo me acercaba por el camino de entrada.

—Claro que sí. Eres Pinky Ford. Lo último que supe de ti es que estabas en la cárcel.

—Soy un hombre libre desde mayo. Admito que el viernes me pillaron conduciendo bajo los efectos del alcohol, pero me soltaron. Para eso están los amigos, o al menos así lo veo yo. Bueno, la cuestión es que esta mañana tenía algún asuntillo por resolver en la cárcel y, dado que estaba en el barrio, he decidido pasarme un momento para ver cómo te va. ¿Qué tal todo? —preguntó con la voz áspera del que lleva toda una vida fumando.

—Bien, gracias. ¿Y a ti?

—No me va mal —respondió.

No pareció fijarse en el aspirador, y yo no le di explicaciones. No era asunto suyo si yo me dedicaba a limpiar a tiempo parcial. Tiró la colilla en el camino de entrada de mi despacho y después se levantó, limpiándose el polvo de los vaqueros. Era de mi estatura, metro setenta, nervudo, patizambo, y estaba bronceado por haberse expuesto tanto al sol. Tenía el pecho y los brazos musculosos, surcados de venas que sobresalían como tuberías. En su juventud fue jockey, pero después de sufrir varios revolcones decidió que sería mejor encontrar otro empleo. Había empezado a fumar a los diez años y continuó con el hábito de adulto porque era la única forma de mantener su peso, incluidos los arreos, por debajo de los 57 kilos exigidos para correr el Derby de Kentucky, en el que participó en dos ocasiones. Esto fue mucho antes de que la fortuna dejara de sonreírle. Siguió fumando por la misma razón que suelen aducir los delincuentes habituales: para matar el tiempo cuando estaba en chirona.

Dejé en el suelo el aspirador y abrí la puerta mientras seguía hablando con él sin volver la vista.

—Estás de suerte por haberme encontrado, no suelo venir los sábados.

Al hacerlo pasar al despacho delante de mí me fijé en que cojeaba de forma pronunciada. Sabía cómo se sentía. Pinky tenía sesenta y tantos años, el pelo negro como el carbón, las cejas negras y muchas arrugas profundas alrededor de la boca. Llevaba un asomo de bigote y una sombra de perilla. Me fijé en la franja blanca de su muñeca izquierda donde antes hubo un reloj, del que sin duda habría tenido que desprenderse.

—Estaba a punto de hacer café. ¿Te apetece una taza?

—No me vendría mal.

Después de que su pasión por las carreras de caballos se desvaneciera, encontró una segunda vocación, larga e ignominiosa, como ladrón de locales y oficinas. Me dijeron que con el tiempo acabó robando casas, pero nadie pudo confirmármelo. Pinky era el hombre que años atrás me proporcionó un estuche de cuero con un juego de ganzúas, herramientas indispensables en todas aquellas ocasiones en las que una puerta cerrada con llave se interfiere en mi camino.

Pinky me contrató durante una de sus estancias en la cárcel porque estaba convencido de que su mujer, la tal Dodie, coqueteaba con un vecino. Lo cierto es que Dodie le era fiel (que yo supiera), y así se lo comuniqué a Pinky después de vigilarla de vez en cuando durante un mes. Pinky me dio las ganzúas a modo de estipendio, ya que todas sus reservas de efectivo habían sido obtenidas de forma ilegal y tenía que devolverlas.

—¿Por qué te dedicas a robar en oficinas? —le pregunté una vez.

Pinky me dirigió una sonrisa modesta.

—Tengo un talento natural. Y, al ser un tipo flaco y ágil como un gato, me puedo meter en agujeros en los que otros no cabrían. Es un trabajo más físico de lo que podrías pensar. Soy capaz de hacer cien flexiones con un solo brazo, cincuenta de cada lado.

—Estupendo.

—En realidad tiene truco, me lo enseñó un tipo en la cárcel.

—Tendrás que enseñármelo a mí también algún día.

Puse la cafetera en el fuego, me dirigí a mi silla giratoria y me senté apoyando los pies en el borde del escritorio. Entretanto, Pinky permaneció de pie, examinando mi despacho como si intentara dilucidar dónde guardo los objetos de valor.

—Has bajado de categoría —observó sacudiendo la cabeza—. La última vez que te vi tenías un despacho en State Street. Una zona muy buena. Pero este sitio…, no lo tengo tan claro. Supongo que estoy acostumbrado a verte en oficinas más elegantes.

—Aprecio tu voto de confianza —respondí.

Con Pinky no tenía ningún sentido ofenderse. Puede que fuera un ladrón reincidente, pero nunca lo podrías culpar de recurrir a subterfugios.

Cuando el café estuvo listo, llené dos tazas y le pasé una antes de volver a mi silla giratoria. Pinky se acomodó por fin en una de mis dos butacas para las visitas, sorbiendo el café ruidosamente.

—Un café muy bueno. Me gusta fuerte.

—Gracias. ¿Cómo está Dodie?

—Bien. De maravilla. Ahora se dedica a la venta directa, como empresaria.

—¿Y qué vende?

—No son ventas puerta a puerta. Es asesora personal de belleza para una gran empresa nacional, Gloriosa Feminidad. Probablemente la conozcas.

—Creo que no —respondí.

—Bueno, pues es más importante que Mary Kay. Se basa en los principios cristianos. Dodie organiza fiestas privadas para grupitos de clientas. No en nuestra casa, sino en las de otras mujeres, donde se sirve comida. Entonces Dodie maquilla a las clientas y hace demostraciones de productos que se pueden pedir allí mismo. El mes pasado vendió más que la directora regional.

—Parece que le va muy bien, estoy impresionada.

—Yo también. Creo que la directora regional se subía por las paredes. Nadie la había ganado antes, pero cuando Dodie se empeña en algo, va a por todas. Antes, cuando yo no estaba, solía deprimirse y deambular por la casa como un alma en pena. Yo me encontraba en chirona y ella se pasaba el día tumbada viendo la tele y comiendo porquerías. Cuando hablábamos por teléfono intentaba motivarla, ya sabes, aumentar su autoestima, pero nunca sirvió de mucho. Entonces se enteró de esta oportunidad comercial, similar a una franquicia o algo por el estilo. Al principio no me pareció muy buena idea, porque Dodie no había sido nada constante hasta que le salió este trabajo. El año pasado ganó el dinero suficiente para comprarse un Cadillac, y además la empresa le pagará un crucero.

—¿Adónde?

—Al Caribe… Santo Tomás… y por esa zona. Vuelas hasta Fort Lauderdale y luego embarcas directamente.

—¿Vas a ir con ella?

—Claro. Si consigo organizarme. Nunca hemos ido de vacaciones juntos. Es difícil hacer planes cuando nunca sabemos si estaré dentro o fuera de la cárcel. No quiero depender de ella económicamente para algo así. Es un viaje con todos los gastos pagados, pero siempre hay extras: excursiones en tierra, y el casino del barco. En dos de las seis noches es obligatorio ir con ropa de etiqueta, así que tendré que alquilar un esmoquin. ¿Te lo imaginas? Siempre juré que antes de ponerme uno tendrían que matarme, pero Dodie está entusiasmada con el vestido que se ha hecho, aunque no me lo piensa enseñar. Dice que trae mala suerte, como ver a una novia con su vestido de boda antes de ir a la iglesia. Es la copia de un traje que llevó un año Debbie Reynolds en la gala de los Oscar. Incluso es muy posible que la coronen Mujer Gloriosa del Año.

—Eso sería estupendo —aseguré.

Le dejé que continuara explicando las cosas a su manera. Sabía que tenía un problema —¿por qué otra razón estaría aquí?—, pero cuanta más prisa le metiera, antes tendría que ponerme a fregar el retrete. Decidí que eso podía esperar.

—Bueno, te quería poner en contexto.

—Ya lo suponía.

—La cuestión es que mi mujer tiene un anillo de compromiso. Un diamante de un quilate y medio engarzado en platino, que vale como mínimo tres de los grandes. Lo sé porque lo hice tasar dos días después de que pasara a ser de mi propiedad. Esto fue en Texas, hace algún tiempo. Dodie no se lo pone porque dice que le va grande, y que le molesta cada vez que tiene que lavarse las manos.

—Estoy impaciente por saber dónde desembocará todo esto.

—Sí, bueno, esta es la otra cuestión. Dodie ha perdido mucho peso. Parece una modelo de pasarela aunque con el trasero algo más grande. Probablemente no la recuerdes, pero antes era…, no diré que gorda, pero sí bastante rellenita. En los últimos quince meses ha perdido veintisiete kilos. Cuando volví a casa no la reconocí, para que te hagas una idea de lo guapa que está ahora.

—Caramba. Me encantan las historias de superación personal. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Gracias a un suplemento alimenticio, una anfeta que se vende sin receta y que no está regulada por la Agencia de Medicamentos porque, estrictamente hablando, no es un medicamento. Dodie va tan colocada que se olvida de comer. Tiene que estar en movimiento constante, si no, toda esa sobreexcitación la deja reventada. Una de las ventajas es que la casa nunca ha estado tan limpia. Cuando le da por ahí, se pone a limpiar todas las ventanas, por dentro y por fuera. Bueno, la cuestión es que metió el anillo en el joyero hace seis meses y no lo ha tocado desde entonces. Ahora quiere que se lo arreglen para poder ponérselo en el crucero. Está muy estresada porque no lo encuentra por ninguna parte, así que le dije que ya lo buscaría yo.

—Lo has empeñado.

—Más o menos. Quiero portarme bien con ella, pero estoy bajo de fondos y encontrar trabajo es muy difícil. No me gusta aceptar limosnas de la mujer a la que amo. El problema es que mis habilidades no es que estén muy solicitadas, así que hice una apuesta usando el anillo como garantía de un préstamo a cuatro meses. Esto ocurrió la primavera pasada, después de salir de Soledad. Fui a Santa Anita para apostar a los ponis. Si no voy a las carreras cada dos meses, me entra el bajón. Soy un tipo algo depresivo, y los jamelgos me distraen.

—Déjame adivinar. Perdiste hasta la camisa, y ahora necesitas recuperar el anillo antes de que tu mujer ate cabos.

—Has acertado de pleno. No pude conseguir el capital, así que pagué los intereses y amplié el préstamo cuatro meses más. Ya han pasado esos meses, y los diez días de gracia se acaban el martes de la semana que viene. Si no pago, no volveré a ver el anillo, lo que me rompería el corazón. Y el de Dodie si se enterara.

—¿De cuánto estamos hablando?

—De doscientos pavos.

—¿Eso es todo lo que te dieron por un anillo que vale tres de los grandes?

—Triste, pero cierto. El tipo me la jugó al cerrar el trato, pero no me quedaba otra opción. No puedo pedirle un préstamo al banco. Imagínate lo que me responderían si les pido doscientos dólares durante ciento veinte días. Imposible. Así que ahora debo los doscientos al contado más otros veinticinco de intereses. Para serte sincero, puede que no te devuelva el dinero enseguida, pero seguro que te lo acabo devolviendo.

Me lo quedé mirando mientras consideraba su petición. Llevaba el dinero en el billetero, así que eso no me preocupaba. Sus ganzúas me habían sido muy útiles, así como la clase práctica que me dio antes de que lo enchironaran. También contaba a su favor el hecho de que el tipo me cayera bien. Dejando a un lado su oficio, Pinky tenía buen corazón. Incluso los ladrones pasan por apuros económicos de vez en cuando. Finalmente le dije lo siguiente:

—A ver qué te parece. No te daré el dinero, pero iré contigo a la casa de empeños y pagaré al tipo yo misma.

Pinky me miró con expresión afligida.

—¿No confías en mí?

—Claro que sí, pero no tentemos a la suerte.

—Eres muy dura.

—Soy realista. ¿Tu coche o el mío?

—El mío está en el taller. Podrías llevarme hasta allí después, y así lo recojo.