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Así es como pasó todo, amigos. Cumplí los treinta y ocho el 5 de mayo de 1988, y mi gran sorpresa de cumpleaños fue un puñetazo en plena cara que me dejó con los dos ojos morados y la nariz rota. Para acabar de arreglarla, llevaba bolitas de gasa en las ventanas de la nariz y se me había hinchado el labio superior. Todo un poema. Por suerte, mi seguro médico cubrió los servicios de un cirujano plástico que me reparó la napia mientras me encontraba felizmente sedada.
Nada más recibir el alta me retiré a mi estudio, donde me tumbé en el sofá con la cabeza elevada a fin de minimizar la hinchazón. Mientras descansaba tuve tiempo de sobra para rumiar acerca de lo mal que me había tratado una mujer a la que apenas conocía. Comprobaba mi reflejo en el espejo del baño entre cinco y seis veces al día para ver cómo los vistosos cardenales rojos y violáceos migraban desde las cuencas de los ojos hasta las mejillas. La sangre se había concentrado en círculos tan llamativos como el colorete en la cara de un payaso. Tuve suerte de no haberme quedado sin dientes. Aun así, me pasé varios días explicando mi repentina semejanza a un mapache.
La gente no dejaba de decir: «¡Vaya! Al final te has operado la nariz. ¡Te ha quedado fantástica!».
Un comentario totalmente fuera de lugar porque nadie me había criticado antes la nariz, al menos no a la cara. Me habían roto la napia en dos ocasiones y nunca se me pasó por la cabeza que volvieran a rompérmela. Por supuesto, la culpa de semejante vejación fue sólo mía, ya que estaba metiendo la susodicha nariz en los asuntos de otra persona cuando me asestaron aquel gancho tan contundente.
El incidente que presagió mi mala fortuna me pareció insignificante en un primer momento. Me encontraba en la sección de lencería de los almacenes Nordstrom, rebuscando entre las bragas que estaban de oferta: tres pares por diez pavos, un filón para una mujer tan rácana como yo. ¿Puede haber algo más trivial? No me gusta ir de compras, pero aquella mañana había visto un anuncio de media página en el periódico y decidí aprovecharme de los precios de saldo. Era el viernes 22 de abril, fecha que recuerdo porque el día anterior había cerrado un caso y me había pasado la mañana escribiendo a máquina mi último informe.
Para los que acabéis de conocerme, me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con licencia en Santa Teresa, California, y mi empresa se llama Investigaciones Millhone. Me encargo principalmente de trabajos alimenticios, como comprobaciones de antecedentes, búsqueda de personas, fraudes a aseguradoras, entrega de notificaciones legales y localización de testigos, a lo que podríamos añadir algún que otro divorcio lleno de acritud para que no decaiga la fiesta. No es casual que sea mujer, por eso estaba comprando ropa interior femenina. Dada mi ocupación, los delitos no me son ajenos y raras veces me sorprende el lado oscuro de la naturaleza humana, incluyendo la mía. Pero los restantes datos personales pueden esperar a que acabe de desgranar mis desgracias. En cualquier caso, tengo que proporcionar algo más de contexto antes de llegar al puñetazo que me dejó para el arrastre.
Aquel día salí temprano de mi despacho e hice mi ingreso bancario habitual de cada viernes, guardándome una parte en efectivo para cubrir gastos durante las dos semanas siguientes. A continuación conduje desde el banco hasta el aparcamiento situado bajo el centro comercial Passages, donde suelo frecuentar varias tiendas de cadenas baratas. Las prendas idénticas que atiborran los percheros revelan su fabricación en serie en algún país donde no se aplican las leyes de protección laboral de menores. Nordstrom, con sus interiores sofisticados y elegantes, era un palacio en comparación. Relucientes baldosas de mármol cubrían el suelo, y el ambiente estaba perfumado con fragancias de diseño. El directorio de plantas indicaba que la sección de lencería se encontraba en la 3, así que me dirigí a las escaleras mecánicas.
Lo que me llamó la atención al entrar en la zona de artículos rebajados fue un despliegue de pijamas de seda en una deslumbrante gama de colores de piedras preciosas —esmeralda, amatista, granate y zafiro—, doblados cuidadosamente y ordenados por tamaño. El precio original de cada pijama era de 199,95 dólares, y estaban rebajados a 49,95. No pude evitar pensar en el tacto de un pijama de doscientos dólares contra mi piel desnuda. Casi todas las noches duermo con una camiseta raída que me va demasiado grande. Por 49,95 dólares podría permitirme ese lujo, pero lo cierto es que estoy soltera y duermo sola. ¿Para qué iba a molestarme?
Encontré una mesa con montones de braguitas y me puse a revolver mientras consideraba los distintos méritos de las bragas bikini, de las boxer o de las culotte, distinciones que para mí no tenían ningún sentido. No suelo comprar ropa interior, así que casi siempre me veo obligada a partir de cero. Los estilos han cambiado, ya no fabrican ciertos modelos y, al parecer, fábricas enteras se han quemado hasta los cimientos. Me prometí a mí misma que, si encontraba un modelo que me gustara, compraría como mínimo una docena.
Llevaba unos diez minutos rebuscando y ya estaba cansada de sostener bragas de encaje frente a mi pelvis para juzgar si serían de mi talla. Oteé la sección en busca de ayuda, pero la dependienta más cercana estaba ocupada aconsejando a otra clienta, una mujer fornida de cincuenta y tantos, con zapatos de tacón de aguja y un ajustado traje pantalón negro que le marcaba los muslos y el culo más de la cuenta. Debería haber hecho como la dependienta, al menos diez años más joven, la cual llevaba un vestido azul marino muy clásico y zapatos planos con pinta de ser cómodos. Las dos estaban frente a un perchero del que colgaban diversos conjuntos de braga y sujetador de encaje en pequeñas perchas de plástico. No conseguí imaginarme a la mujer robusta con unas bragas bikini, pero hay gustos para todo. Hasta que se fue cada una por su lado no me fijé en el gran bolso de piel ni en la bolsa de la compra de la mujer más joven. Entonces me di cuenta de que, en realidad, era otra clienta que compraba lencería, como todo el mundo. Volví a mi tarea, decidí que la talla pequeña me iría bien y me hice con un buen surtido de bragas en tonos pastel, a las que añadí unas cuantas con estampados animales hasta un total de cuarenta dólares.
Una niña de unos tres años pasó corriendo frente a mí, y al esconderse entre las prendas de un perchero metálico con ropa de estar por casa tiró varias perchas al suelo. Oí a una madre nerviosa que levantaba la voz.
—Portia, ¿dónde estás?
Algo se movió entre las perchas: era Portia, adentrándose aún más en su escondrijo.
—¿Portia?
Por el otro extremo del pasillo apareció la madre, una mujer de veintitantos años que probablemente intentaba sonar menos nerviosa de lo que estaba. Levanté una mano y le señalé el perchero, donde aún podía ver un par de merceditas de charol y dos gruesas piernecitas.
La madre apartó las prendas y sacó a la niña arrastrándola de un brazo.
—¡Maldita sea, te he dicho que no te separes de mí! —exclamó, y le dio un azote en el trasero antes de volver a los ascensores llevando a su hija de la mano. A la niña no pareció importarle en absoluto la reprimenda.
Una mujer que estaba a mi lado se volvió hacia mí con mirada de desaprobación.
—Es vergonzoso. Alguien tendría que llamar al jefe de planta. Esto es maltrato infantil.
Me encogí de hombros, recordando todas las veces que mi tía Gin me había propinado un azote. Siempre me aseguraba que, si protestaba, me daría motivos para llorar de verdad.
Volví a centrar la atención en la mujer del traje pantalón negro, la cual lanzaba miradas anhelantes a los pijamas de seda al igual que hiciera yo antes. Confieso que ya los consideraba un poco míos después de haberlos codiciado yo también. Miré a la mujer y luego parpadeé con incredulidad al ver que se metía dos pares de pijamas (uno verde esmeralda, el otro azul zafiro) en la bolsa. Aparté la mirada preguntándome si el estrés de comprar bragas me estaría provocando alucinaciones.
Hice una pausa y fingí interesarme por un perchero con batas de estar por casa sin quitarle ojo a la mujer. Volvió a colocar las prendas de modo que no se notara el hueco dejado por los pijamas que acababa de robar. A ojos de cualquier observador casual, parecía estar ordenando las prendas expuestas sobre la mesa. Yo he hecho lo mismo muchas veces después de revolver un montón de jerséis en busca de uno de mi talla.
La mujer me miró, pero entonces yo ya estaba inspeccionando la hechura de una bata que había sacado del colgador. No pareció prestarme más atención y siguió a lo suyo como si tal cosa. De no haber presenciado sus juegos de manos no habría vuelto a pensar en ella. Salvo por un pequeño detalle:
Al principio de mi carrera profesional, después de graduarme en la Academia de Policía y durante los dos años que pasé en el Departamento de Policía de Santa Teresa, hice un turno de seis meses en la brigada de delitos contra la propiedad, la unidad que investigaba robos en viviendas, malversación de fondos, sustracción de vehículos y hurtos en tiendas, tanto de menor como de mayor cuantía. Los ladrones de tiendas son la pesadilla de los comerciantes al por menor, los cuales pierden miles de millones de dólares cada año en lo que se denomina eufemísticamente «merma de inventario». Mi antigua formación me vino que ni pintada. Anoté la hora (cinco y veintiséis de la tarde) y estudié a la mujer como si ya estuviera hojeando retratos robot en busca del suyo. Después volví a pensar por un momento en la mujer más joven en cuya compañía la había visto hacía un rato. No la vi por ninguna parte, pero no me habría sorprendido descubrir que trabajaban juntas.
Ahora que tenía a la mujer mayor casi al lado, le aumenté la edad de cincuenta y tantos a sesenta y tantos. Era más baja que yo, y probablemente pesaba unos veinte kilos más. Tenía el pelo rubio y lo llevaba corto, cardado y lleno de laca. Bajo la luz artificial, la cara se le veía de un rosa brillante pese a tener el cuello blanquísimo. La mujer se acercó a una mesa sobre la que reposaba un surtido de bodys de encaje y los tocó con expresión apreciativa. Buscó con la mirada a las dependientas y entonces, con los dedos índice y corazón, cogió uno de los bodys y lo comprimió en forma de acordeón hasta hacerlo desaparecer en su mano como si fuera un pañuelo arrugado. Deslizó la prenda en su bolso y luego sacó la polvera para disimular. Se empolvó la nariz y se retocó el maquillaje de los ojos, con el body a salvo en su bolso. Eché una ojeada al perchero metálico con sostenes y bragas donde vi por primera vez a las dos mujeres. El perchero estaba bastante más vacío, y supuse que o bien la mujer recia o bien la más joven habría añadido unos cuantos artículos más a su alijo de mercancías robadas. No es por criticar, pero aquella mujer tendría que haber abandonado cuando todavía llevaba la delantera.
Fui directamente a la caja. La dependienta me sonrió con simpatía cuando deposité mi selección de bragas en el mostrador. Llevaba una etiqueta con su nombre: CLAUDIA RINES, VENDEDORA. Nos conocíamos de vista porque la veía de vez en cuando en el restaurante de Rosie, a media manzana de mi piso. Solía frecuentarlo porque Rosie era amiga mía, pero no podía imaginarme por qué querría ir allí alguien más, salvo ciertos vecinos poco exigentes y bastante dados a la bebida. Los turistas evitaban el restaurante: no sólo era un antro destartalado y pasado de moda, sino que carecía del más mínimo encanto; en otras palabras, resultaba sumamente atractivo para gente como yo.
En voz baja, le dije a Claudia:
—Por favor, no mires ahora, pero la mujer del traje pantalón negro que está junto a esa mesa acaba de robar un body de encaje y dos pares de pijamas de seda.
Claudia miró de reojo a la clienta.
—¿La rubia de mediana edad?
—Esa misma.
—Ya me encargo yo —se ofreció.
Entonces se volvió y descolgó el teléfono interno, ladeándose para poder vigilar a la mujer mientras hablaba en voz baja. Al tener conocimiento de la situación, un agente del Departamento de Seguridad comprobaría la hilera de monitores que tenía delante y buscaría a la sospechosa en cuestión. Diversas cámaras instaladas en puntos estratégicos grababan vistas superpuestas de las tres plantas, un total de tres mil quinientos metros cuadrados. Cuando la localizara, podría acercar, alejar o ladear la imagen para mantener a la mujer bajo observación constante mientras enviaban al director de Seguridad de los almacenes.
Claudia colgó el auricular sin dejar de exhibir su sonrisa profesional.
—Ya viene, está en la planta de abajo.
Le entregué mi tarjeta de crédito y esperé a que sacara las etiquetas del precio y registrara la venta. Metió mis compras en una bolsa y se acercó al extremo del mostrador para dármela. Estaba tan pendiente de la ladrona como yo, pero ambas intentábamos que no se notara que la vigilábamos. Al fondo de la planta, se abrieron las puertas del ascensor y vi salir a un hombre vestido con un traje gris oscuro que hablaba por un walkie-talkie. Sólo le faltaba ponerse un cartelón de hombre anuncio y proclamar a los cuatro vientos que era el director de Seguridad de los almacenes.
El director de Seguridad atravesó las secciones de ropa infantil y de bebés antes de llegar a la de lencería, donde se detuvo para hablar con Claudia. Esta le contó lo que yo le había dicho y me lo presentó.
—Este es el señor Koslo.
Nos saludamos con una inclinación de cabeza.
—¿Está segura de lo que dice?
—Muy segura —respondí. Saqué una fotocopia de mi licencia de investigadora privada y la deposité sobre el mostrador para que Koslo pudiera verla. Aunque ninguno de nosotros miró directamente a la mujer del traje pantalón, me fijé en que palidecía. Los que roban en las tiendas son muy astutos cuando se trata de evaluar posibles riesgos. Además de las cámaras de circuito cerrado de televisión, los dependientes y los vigilantes de Seguridad sin uniforme que recorrían las plantas también constituían una fuente de peligro. Habría apostado cualquier cosa a que la mujer tenía una memoria casi fotográfica y recordaba con precisión a todos los clientes que pululaban en aquel momento por la planta.
Los compradores no parecían darse cuenta de la película de acción que se estaba desarrollando ante sus ojos, pero yo la observaba absorta. La ladrona miró primero al director de Seguridad y después su mirada se posó en las escaleras mecánicas. De haber ido hasta allí directamente se habría visto obligada a pasar frente a él. Pensé que sería un error intentarlo, y, al parecer, ella opinaba lo mismo. Mejor guardar las distancias y confiar en que la amenaza se evaporara por sí sola. De acuerdo con la política de la mayoría de tiendas, ningún empleado puede abordar a un cliente que esté siendo sometido a vigilancia mientras dicho cliente se encuentre aún en el edificio y tenga la oportunidad de pagar. Por el momento la mujer estaba a salvo, aunque su agitación se puso de manifiesto en toda una serie de gestos nerviosos. Se miró el reloj. Dirigió una mirada a los aseos de señoras. Cogió una combinación, la examinó brevemente y volvió a dejarla donde estaba. Los artículos que había robado debían de parecerle radiactivos, pero no se atrevía a devolverlos para no llamar la atención.
La posibilidad de que la detuvieran debió de dar al traste con las alternativas que habría planeado por si la travesura acababa mal. Su mejor plan de acción habría sido retirarse al aseo de señoras y echar la mercancía robada a la papelera. De no ser esto posible, podría haber abandonado su bolsa de la compra y haberse dirigido hacia los ascensores con la esperanza de entrar en el primero que abriera sus puertas. Al no encontrarse los artículos birlados en su poder, podría irse a su casa como si tal cosa. A menos que saliera de los almacenes sin pagar, no habría cometido ningún delito. Quizá pensando en una solución similar, la ladrona se alejó del campo de visión del señor Koslo y se encaminó tranquilamente al departamento de tallas grandes, donde no desentonaba en absoluto.
Koslo se apartó del mostrador sin mirar hacia donde se encontraba la mujer. Observé cómo la iba cercando por detrás. Claudia se dirigió a las escaleras mecánicas y bajó una planta, probablemente para interceptar a la mujer si esta intentaba bajar a su vez por las escaleras.
La ladrona recorrió toda la planta con la mirada mientras consideraba posibles rutas de escape. Sus únicas opciones eran los ascensores, las escaleras mecánicas o las escaleras de incendios. Dado que Koslo estaba a unos diez metros a sus espaldas, los ascensores y las escaleras de incendios debieron de parecerle demasiado apartados como para intentar arriesgarse. Desde donde se encontraba, el pasillo se iba ensanchando hasta formar un amplio semicírculo de mármol claro que conducía a las escaleras mecánicas. Las tenía casi al alcance de la mano. La mujer abandonó el departamento de tallas grandes como quien no quiere la cosa y cruzó el espacio abierto con paso tranquilo. Koslo aminoró la marcha para andar a la misma velocidad que la ladrona.
Al otro extremo de las escaleras mecánicas vi aparecer a la mujer más joven del vestido azul marino por la boca del corto pasillo que conducía a los aseos de señoras. Se detuvo abruptamente, y cuando la ladrona llegó a la parte superior de la escalera mecánica, las dos intercambiaron una rápida mirada. Pese a haber albergado alguna duda sobre si estarían o no conchabadas, ahora estaba convencida de ello. Puede que fueran hermanas, o quizás una madre y una hija que acostumbraban salir por las tardes a robar en las tiendas. Al contemplar aquella breve imagen congelada hice un inventario mental de la mujer más joven. Rondaría los cuarenta, con una melena rubia y descuidada hasta los hombros y nada de maquillaje, o muy poco. Se dio media vuelta y regresó al aseo de señoras mientras la mujer mayor se dirigía a las escaleras mecánicas, con Koslo pisándole los talones. Los perdí de vista a los dos mientras la escalera iba descendiendo: primero desapareció la cabeza de la mujer, luego la de Koslo.
Fui hasta la balaustrada y miré hacia abajo, observando cómo se deslizaban lentamente desde el tercer piso hasta el segundo. La mujer debió de percatarse de que no tenía escapatoria, porque se aferraba al pasamanos con tanta fuerza que los nudillos de la mano derecha se le pusieron blancos. La lentitud de la escalera mecánica le estaría desbocando el corazón. El instinto de luchar o salir corriendo es casi irresistible, por lo que me maravilló su autocontrol. Ahora su compañera no podría ayudarla. Si la mujer más joven intervenía, se arriesgaba a que la atraparan con la misma red.
Claudia esperaba en la segunda planta, al pie de la escalera mecánica. La ladrona seguía mirando al frente, pensando, quizá, que si no podía ver a sus dos perseguidores, estos no la verían a ella. Al llegar a la segunda planta, giró bruscamente y se montó en la siguiente escalera de bajada. Claudia la siguió, de modo que ahora eran dos los empleados de los almacenes que participaban en aquella persecución a pie a cámara lenta. El hecho de que la ladrona los hubiera visto les quitaba la ventaja de jugar en casa, pero el partido ya había comenzado y no había manera de abandonarlo. Alcancé a ver una estrecha porción del departamento de calzado de la primera planta, situado a escasa distancia de las puertas automáticas que daban al centro comercial. Dejé que los tres se las arreglaran solos. Para aquel entonces, la mujer mayor ya no era asunto mío. La que me interesaba era su cómplice.
Crucé el corto pasillo que conducía a los aseos de señoras y abrí la puerta de un empujón. Esperaba que aún estuviera allí, pero era muy posible que se hubiera escabullido mientras yo observaba a su amiga. A mi derecha vi una antesala diseñada para que las madres lactantes pudieran dar de mamar a sus bebés, cambiar pañales pestilentes o desplomarse en un mullido sofá. La antesala estaba vacía. Al fondo había una estancia con lavabos alineados bajo grandes espejos, además de los habituales dispensadores de toallas de papel, secadores de manos y papeleras forradas con bolsas de plástico. Una mujer asiática se enjabonó las manos y se las aclaró bajo el grifo. Parecía ser la única clienta presente en los aseos. Oí que alguien tiraba de la cadena, y al cabo de un momento la mujer más joven abrió la puerta del segundo cubículo. Ahora iba tocada con una boina roja y se había puesto una chaqueta blanca de lino sobre el vestido azul marino. Aún llevaba la bolsa de la compra y el gran bolso de piel. Me fijé en un único detalle extraño: tenía una corta cicatriz horizontal entre el labio inferior y la barbilla, el tipo de marca producida cuando te muerdes el labio a causa de algún impacto. Era una cicatriz antigua, de la que sólo quedaba una línea blanca que indicaba una caída de un columpio o un golpe contra la esquina de una mesita baja, algún accidente infantil que la había acompañado desde entonces. La mujer evitó mirarme cuando pasó a mi lado. Si me reconoció tras haberme visto en la sección de lencería, no dio muestras de ello.
Adopté una expresión inescrutable y me dirigí al cubículo del que la mujer acababa de salir. No tardé más de medio segundo en mirar en el interior del recipiente fijado a la pared para compresas y tampones. Alguien había cortado seis etiquetas de sendas prendas de vestir y las había tirado adentro. Oí el sonido de sus pasos al alejarse. La puerta exterior se cerró. Salí corriendo tras la mujer y entreabrí la puerta. No la vi, pero sabía que no podía haber ido demasiado lejos. Me dirigí a la boca del pasillo y miré a mi derecha. La mujer estaba de pie frente a los ascensores, pulsando el botón de bajada. Levantó la cabeza, como también hice yo, al oír un sonido agudo y persistente que provenía de la planta baja. La mujer mayor debía de haber pasado junto al sistema transmisor-receptor de la puerta de salida, y las etiquetas de protección electrónica habrían activado la alarma. Cuando la ladrona saliera de los almacenes, el director de Seguridad podría darle alcance y pedirle que lo acompañara.
La mujer más joven pulsó el botón de bajada una y otra vez, como si quisiera acelerar la llegada de la cabina. Se abrieron las puertas del ascensor y de su interior salieron dos embarazadas empujando sendos cochecitos. La mujer joven las empujó para poder entrar en el ascensor cuanto antes, y una de ellas se volvió y la miró enfadada. Llegó entonces otra compradora a toda prisa y lanzó un grito ahogado. Una de las embarazadas dio un paso atrás y metió una mano entre las puertas para impedir que se cerraran. La compradora le dirigió una sonrisa mientras entraba en la cabina musitando palabras de agradecimiento. Las puertas del ascensor se cerraron por fin mientras las dos embarazadas se dirigían tranquilamente hacia el departamento de ropa infantil.
Me fui directa a la salida de incendios, presioné con la cadera la barra antipánico y accedí a la escalera. Bajé tan deprisa como me fue posible, saltando los escalones de dos en dos mientras consideraba las posibles vías de escape de la mujer joven. Podía ir en el ascensor hasta la segunda planta, o hasta la primera, o seguir bajando hasta el sótano, donde se encontraba el aparcamiento. Si se percataba de que yo le estaba pisando los talones puede que saliera del ascensor en la segunda planta y subiera por las escaleras mecánicas hasta la tercera, esperando despistarme. Por otra parte, lo más probable es que quisiera salir de los almacenes cuanto antes, lo que convertía la primera planta en la opción más obvia. Cuando saliera al centro comercial, que siempre estaba abarrotado, podría quitarse la chaqueta de lino blanco y la boina roja y alejarse a la carrera, consciente de que yo no conseguiría llegar a las puertas de salida antes de que se la tragara la multitud. Llegué al descansillo de la segunda planta y usé la barandilla como pivote para bajar el siguiente tramo de escaleras, sin dejar de oír el eco apagado de mis pasos al correr. Mientras bajaba las escaleras al galope se me ocurrió otra posibilidad: si la mujer había acudido a los almacenes con la intención de pasar un rato tranquilo robando, puede que hubiera querido tener a mano un coche con un maletero lo suficientemente grande como para poder meter en él múltiples bolsas repletas de artículos robados. ¿Cuántas veces había visto a compradores que dejaban sus bolsas en el coche antes de volver al centro comercial para seguir comprando?
Di la vuelta en el descansillo de la primera planta y dejé atrás la puerta de salida mientras me dirigía a toda prisa al aparcamiento. Bajé los dos últimos tramos cortos de escaleras en dos saltos. La puerta de la planta baja daba a un pequeño vestíbulo enmoquetado con despachos visibles tras una cristalera. Las puertas de salida se abrieron con suavidad cuando me acerqué a ellas, y luego volvieron a cerrarse educadamente a mis espaldas. Hice una pausa para observar el enorme aparcamiento subterráneo. Me encontraba en un área de estacionamiento sin salida, circunscrita por un semicírculo de plazas de aparcamiento muy buscadas debido a su proximidad a la entrada de los almacenes. He visto a muchos coches dar vueltas sin cesar esperando encontrar una de estas plazas tan codiciadas. Ahora todas estaban ocupadas, y no se veía ninguna luz trasera encendida para indicar que iba a quedar pronto una libre.
Me dirigí a toda prisa al pasillo vacío y recorrí con la vista la recta que conducía hasta el otro extremo del aparcamiento, donde una oscura rampa de dos direcciones se curvaba hasta la planta superior, situada a pie de calle. El espacio estaba iluminado por una serie de fluorescentes planos fijados al bajo techo de cemento. No se oía ruido de pasos al correr. Los coches entraban y salían a intervalos regulares. El acceso al aparcamiento se veía ralentizado por la necesidad de pulsar un botón y esperar a que saliera un tique automático por la ranura. Al marcharse era preciso entregar el mismo tique, haciendo una pausa lo suficientemente larga como para que la encargada comprobara el sello con la fecha y la hora a fin de verificar si quedaba alguna cantidad por pagar. A mi derecha se encontraba la salida más próxima, una corta pendiente que iba a dar a Chapel Street. El letrero colgado sobre la salida rezaba: CUIDADO CON LOS PEATONES, NO GIRAR A LA IZQUIERDA. Mientras esperaba, pasaron delante de mí dos coches: uno bajaba por la rampa y el otro la subía. Lancé una rápida mirada a la conductora que salía, pero no era la mujer a la que estaba buscando.
Oí que se ponía en marcha un coche. Entrecerré los ojos y ladeé la cabeza, intentando detectar el origen del sonido. Bajo la luz artificial del aparcamiento, con sus sombríos suelos de cemento, era casi imposible localizarlo. Me volví y miré a mi espalda, donde, seis metros más allá, capté el parpadeo de unas luces traseras rojas y el flash blanco de unas luces de marcha atrás. Un sedán Mercedes negro aceleró para salir de la plaza de aparcamiento, giró bruscamente y dio marcha atrás a toda pastilla en mi dirección. La mujer joven tenía un brazo sobre el respaldo del asiento delantero y apuntaba directamente hacia mí, zigzagueando a medida que corregía el objetivo. La parte trasera del Mercedes coleó y se me echó encima con sorprendente velocidad. Salté entre dos coches aparcados y me golpeé la espinilla contra el parachoques delantero de uno de ellos. Tropecé y me caí de lado, alargando la mano derecha con la esperanza de amortiguar la caída. Me desplomé sobre un hombro y luego me levanté de nuevo tambaleándome.
La mujer arrancó con brusquedad y el coche se alejó con un chirrido de ruedas. Se vio obligada a reducir la velocidad frente a la garita para entregar el tique, mientras yo cojeaba gallardamente tras ella sin la más mínima esperanza de darle alcance. Después de echarle un vistazo al tique, la encargada le indicó con la mano que siguiera adelante sin percatarse de que acababa de intentar atropellarme. Al levantarse la barrera, la mujer me dirigió una sonrisa de satisfacción mientras subía por la rampa y giraba hacia la izquierda nada más llegar a la calle.
Estremeciéndome de dolor, me detuve y me incliné hacia delante con las manos apoyadas en las rodillas. Caí en la cuenta con cierto retraso de que me había rasguñado la palma de la mano derecha, que ahora me sangraba. Sentía un dolor punzante en la espinilla izquierda y sabía que acabaría saliéndome una gran magulladura, además de un bulto a lo largo del hueso.
Cuando levanté la cabeza, un hombre se me acercó y me dio el bolso, mirándome con preocupación.
—¿Está bien? Esa mujer casi la atropella.
—Estoy bien, no se preocupe.
—¿Quiere que lo notifique al Departamento de Seguridad del centro comercial? Debería poner una demanda.
Negué con la cabeza.
—¿Se ha fijado en la matrícula?
—La verdad es que no, pero esa mujer conducía un Lincoln Continental. Azul oscuro, si ese dato le sirve de algo.
—Me será muy útil, gracias.
En cuanto se fue el hombre recobré la compostura y fui en busca de mi coche. Sentía punzadas en la espinilla y me escocía la palma de la mano donde se me había incrustado arenilla. Había pagado un precio muy alto para nada. ¡Y menudo testigo ocular! Yo ya había identificado el Mercedes negro, pero se me había escapado la matrícula. Mierda.