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Antes
Las Vegas, agosto de 1986
Phillip Lanahan condujo hasta Las Vegas en su Porsche 911 Carrera Cabriolet de 1985, un vistoso cochecito rojo que sus padres le habían regalado hacía dos meses, tras licenciarse en Princeton. Su padrastro lo había comprado de segunda mano porque aborrecía el concepto de la depreciación. Era preferible que el primer propietario cargara con las pérdidas. El coche se encontraba en un estado impecable: tenía 24.000 kilómetros en el cuentakilómetros, el interior tapizado en cuero negro, todos los accesorios de serie y los cuatro neumáticos completamente nuevos. Podía acelerar de cero a cien en 5,4 segundos.
Con la capota bajada, Phillip condujo pegado a la costa y después siguió viajando hacia el este a través de Los Ángeles por la Autovía 10. Desde la 10 se metió en la 15, que lo llevó directamente hasta Las Vegas. El sol brillaba con fuerza y el viento le alborotaba el cabello, hasta convertirlo en una maraña negra. Había cumplido veintitrés años, se sabía guapo y se valía de su atractivo como quien se vale de una pata de conejo para que le dé suerte. Tenía el rostro delgado y bien afeitado, las cejas oscuras y rectas y las orejas pegadas al cráneo. Vestía vaqueros y un polo negro de manga corta. Una americana blanca de lino reposaba doblada a su lado, en el asiento del copiloto. En una bolsa de lona guardaba diez mil de los grandes en billetes de cien dólares, cortesía de un prestamista al que acababa de conocer.
Era su tercer viaje a Las Vegas en otras tantas semanas. La primera vez había jugado al póquer en el casino del Caesars Palace, un hotel que, si bien vulgar y recargado, contaba con todo lo que cualquier jugador pudiera desear en un mismo complejo. Aquel viaje fue mágico: todo le salió bien. Le repartieron buenas cartas, mano tras mano. Supo leer las intenciones de sus contrincantes y captó pistas tan sutiles que llegó a creerse adivino. Había conducido hasta Las Vegas con tres mil dólares sacados de una cuenta de ahorros, y logró aumentar esa cantidad a ocho mil sin despeinarse.
El segundo viaje empezó bien, pero Phillip no tardó en acobardarse. Volvió a Caesars Palace pensando que podría fiarse de nuevo de su instinto, pero se equivocó al leer los gestos de los otros jugadores. Las cartas buenas no llegaban y no pudo recuperarse. Salió del casino dejando a deber cinco mil de los grandes, razón por la que fue a visitar al prestamista Lorenzo Dante, el cual (según Eric, un amigo de Phillip) se refería a sí mismo como «financiero». Phillip supuso que lo diría medio en broma.
La cita lo había puesto nervioso. Además de explicarle el sórdido pasado de Dante, Eric le aseguró que los exorbitantes intereses del préstamo eran normales en «el sector». Su padrastro le había inculcado la necesidad de negociar cualquier transacción económica, y Phillip sabía que debería abordar el asunto antes de llegar a un acuerdo con Dante. No les podía contar a sus padres en qué andaba metido, pero apreciaba el consejo de su padrastro. El marido de su madre no le gustaba demasiado, pero tenía que admitir que lo admiraba.
Phillip se encontró con Dante en el despacho que este tenía en el centro de Santa Teresa. Eran unas oficinas impresionantes, con grandes ventanales de cristal y muebles de teca brillante, sillones tapizados en cuero y moqueta gris claro. La recepcionista lo recibió calurosamente y anunció su llegada por el interfono. Una morena muy sexy, enfundada en vaqueros ajustados y calzada con tacones de aguja, fue a buscarlo al vestíbulo. Pasaron frente a diez despachos interiores antes de llegar a una gran sala esquinera ubicada al final del pasillo. Todos los empleados que pudo ver eran jóvenes e iban vestidos con ropa informal. Phillip había supuesto que el prestamista contaría con un equipo de abogados tributarios, además de contables, genios de las finanzas, asistentes legales y auxiliares administrativos. Habían imputado a Dante por su pertenencia al crimen organizado, de modo que Phillip esperaba encontrar un ambiente tenso y siniestro. Se había puesto una americana cara como muestra de respeto, aunque nada más entrar en el edificio cayó en la cuenta de que proyectaba una imagen equivocada. Todo el mundo vestía prendas informales, elegantes pero sencillas. Se sintió como el niño que se pone el traje de su padre con la esperanza de que lo tomen por un adulto.
La morena lo hizo pasar al despacho. Dante se inclinó hacia delante desde detrás de su escritorio para estrecharle la mano, y a continuación le indicó que se sentara. Phillip se sorprendió al ver lo atractivo que era. Dante rondaría los cincuenta y era un tipo alto —de alrededor de metro noventa— y guapo: ojos marrones de mirada profunda, pelo rizado gris, hoyuelos en las mejillas y mentón partido. Parecía estar en forma. Para romper el hielo, hablaron de la reciente licenciatura de Phillip en Princeton, de su doble titulación (administración de empresas y económicas) y de sus perspectivas laborales. Dante lo escuchaba con aparente interés, y le hacía alguna que otra pregunta. A decir verdad, aún no se había materializado ningún empleo, pero cuanto menos hablaran de ese tema, mejor. El muchacho explicó sus opciones, sin mencionar que se había visto obligado a volver a casa de sus padres. Se moría de vergüenza sólo de pensarlo. Comenzó a relajarse, aunque le continuaban sudando las palmas de las manos.
—¿Eres el hijo de Tripp Lanahan? —preguntó Dante.
—¿Usted conoció a mi padre?
—No muy bien, pero me hizo un favor hace bastante tiempo…
—Estupendo, me alegra saberlo.
—… De no ser por eso, no estarías aquí sentado.
—Le agradezco su tiempo.
—Tu amigo Eric dice que se te da muy bien el póquer.
Phillip se revolvió intranquilo en la silla y adoptó un tono a medio camino entre la modestia y la ostentación.
—Jugué durante toda la carrera, desde el primer curso que pasé en Princeton.
Dante sonrió, y por un momento le aparecieron los hoyuelos en las mejillas.
—No hace falta que menciones Princeton otra vez, ya sé dónde has estudiado. ¿Eran apuestas altas, o les sacabas algo de calderilla a una pandilla de mastuerzos de alguna asociación estudiantil?
—De hecho, jugaba en Atlantic City, y la mayoría de fines de semana ganaba lo suficiente para cubrir mis gastos.
—¿No trabajabas para pagarte los estudios?
—No me hizo falta.
—Pues vaya suerte —replicó Dante—, aunque juraría que jugar al póquer no es el modo de vida que tu padre tenía pensado para ti.
—Bueno, la verdad es que no, señor Dante. Espero trabajar, por eso me saqué un título. Pero ahora mismo no estoy muy seguro de lo que quiero hacer.
—Aunque lo decidirás pronto.
—Eso espero. Es decir, esa es mi intención, sin duda.
Phillip notó que, debajo de la americana, llevaba la camisa empapada y pegada a la espalda. Había algo en aquel hombre que infundía temor. Parecía tener dos personalidades: una benévola, la otra despiadada. Dante era afable en apariencia, pero en el fondo ocultaba un temperamento duro y taimado. Phillip estaba bastante nervioso y no sabía a cuál de los dos se enfrentaba en cada momento. La sonrisa de Dante sólo se desvaneció y su otro yo tomó el relevo. Puede que el prestamista se volviera peligroso cuando hablaba de negocios.
—¿Y para qué has venido a verme?
—Eric dice que a veces usted le adelanta dinero cuando tiene problemas de liquidez. Esperaba que hiciera lo mismo por mí.
El tono de Dante era agradable, pero su mirada no reflejaba la más mínima benevolencia.
—Es una actividad complementaria. Presto dinero a personas de las que los bancos no quieren saber nada, y a cambio les cobro intereses y gastos de administración. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
—¿Diez mil?
Dante lo miró fijamente.
—Es mucho dinero para un chico de tu edad.
Phillip carraspeó.
—Bueno, diez mil…, ya sabe, diez mil me darían un respiro. Por lo menos, así es como lo veo yo.
—Doy por sentado que Eric te habrá explicado mis condiciones.
Phillip negó con la cabeza.
—No del todo. Pensé que sería mejor que me las explicara usted en persona.
—Cobro veinticinco dólares por cada cien a la semana, a pagar junto al capital cuando venza el pagaré.
Phillip tenía la boca seca.
—Parece bastante caro.
Dante abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó un montón de papeles.
—Si lo prefieres, puedes probar suerte en el Banco de América, a dos calles de State. Aquí mismo tengo los formularios.
Dante echó sobre el escritorio una solicitud de préstamo del Banco de América.
—No, no. Entiendo perfectamente su situación. Usted tiene gastos, como cualquier persona.
Dante no respondió.
Phillip se inclinó hacia delante e intentó mirarlo fijamente a los ojos, como si fueran dos hombres de mundo cerrando un trato.
—Me preguntaba si un veinticinco por ciento es lo mejor que puede ofrecerme.
—¿Lo mejor que puedo ofrecerte? ¿Pretendes regatear conmigo?
—No, no, señor Dante. En absoluto. No es lo que he querido decir. Pensé que podría haber cierto margen.
Phillip notó que le ardían las mejillas.
—¿Basado en qué? ¿Una asociación tan larga y productiva como la nuestra? ¿Tu destreza en la mesa de juego? Por lo que sé, la semana pasada perdiste cinco mil de los grandes en el Caesars. Quieres mis diez mil para resarcirte de tus pérdidas y jugarte el resto. Piensas que me lo vas a devolver, incluyendo los intereses, y que te quedarás lo que sobre. ¿No es eso?
—La verdad es que así es como lo he hecho otras veces.
—La verdad es que puedes irte a la mierda. Lo único que me importa es recuperar mi dinero.
—Desde luego, no hay problema. Le doy mi palabra.
Dante lo miró a los ojos hasta obligarlo a apartar la mirada.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—¿Una semana?
Dante alargó el brazo y pasó una página en su calendario de mesa.
—El lunes once de agosto.
—Me parece estupendo.
Dante apuntó algo en el calendario.
Phillip titubeó un momento sin saber qué iba a suceder a continuación.
—¿Tengo que firmar algo?
—¿Firmar?
—¿Un pagaré o un contrato?
Dante descartó la sugerencia.
—No te preocupes por eso, es un acuerdo entre caballeros. Nos damos la mano y asunto zanjado. Pídele el dinero a Nico cuando salgas, él te lo dará.
—Gracias.
—No hay de qué.
—Lo digo en serio.
—Puedes darle las gracias a tu viejo. Le devuelvo el favor que me hizo hace mucho tiempo —explicó Dante—. Hablando de favores, un amigo mío tiene un puesto directivo en Binion’s. Si juegas allí, te conseguirá una habitación gratis. Le puedes decir que vas de mi parte.
—Eso haré, y muchísimas gracias.
Dante se levantó y Phillip hizo otro tanto. Mientras se daban la mano, Phillip suspiró aliviado. Había fantaseado que, si se ponía duro al negociar los intereses, a Dante le impresionarían sus dotes de negociador y le rebajaría dos puntos porcentuales. Ahora se sentía avergonzado de haber sacado el tema ante un hombre de la reputación de Dante. Tenía suerte de que no lo hubieran echado de allí a patadas. O algo peor.
En ese preciso instante se abrió la puerta y apareció la morena de antes.
—Un consejo… —añadió Dante.
—¿Sí, señor Dante?
—No la pifies. Si intentas joderme, lo lamentarás.
—Lo he captado. Pienso cumplir, se lo garantizo.
—Eso es lo que quería oír.
Binion’s había visto tiempos mejores, pero la habitación de Phillip estaba bastante bien. Al menos parecía limpia. El muchacho dejó en el suelo su bolsa de lona, se metió siete de los diez billetes de mil en el bolsillo y se dirigió a la planta baja, donde cambió el dinero por fichas. Dedicó varios minutos a recorrer la sala de póquer, tratando de captar el ambiente. No tenía demasiada prisa. Buscaba una mesa en la que se jugaran todas las manos, y en la que las apuestas fueran altas. Evitó una mesa en la que el jugador que tenía todas las fichas ante sí llevaba un Rolex. Mejor ni molestarse. Ese tipo sería o demasiado rico o demasiado bueno, y Phillip no quería enfrentarse a alguien así.
Se detuvo junto a una mesa llena de ancianos a los que habían traído en autocar desde una residencia. Todos llevaban la misma camiseta roja con la silueta de un sol poniente en blanco. Jugaban de forma pasiva, las apuestas se hacían al azar y a una anciana le costaba recordar cómo se clasificaban las manos. El tipo que se sentaba a su lado no dejaba de decirle: «Alice, por el amor de Dios. ¿Cuántas veces te lo tengo que explicar? El color vale más que la escalera, y el full vale más que el color». En una mesa como aquella, donde sólo se apostaban pequeños montones de fichas, le llevaría semanas salir a flote.
Tras dar varias vueltas por la sala, Phillip le pidió al encargado que apuntara su nombre en la lista del juego sin límite de apuestas de las mesas cuatro u ocho. Jugaban a la modalidad Texas Hold’em sin límites con una entrada de cinco de los grandes. Apuestas demasiado altas para su gusto, pero no se le ocurría otra forma de resarcirse de sus pérdidas y salir ganando. Prefería jugar en las mesas pares, ya que el cuatro era su número de la suerte. El primer asiento en quedar libre fue el número ocho de la mesa número ocho, lo que quiso considerar como un buen augurio, ya que ambos eran múltiplos de cuatro. Phillip colocó las fichas a su derecha y pidió un vodka con tónica. Ya había seis tipos jugando y él entró en la última posición, lo que le permitió hacerse una idea de cómo iban las apuestas. Dejó pasar un par de manos, dando muestras de disciplina al retirarse con una jota y una reina y a continuación con una pareja de cincos. Las parejas de poca monta repartidas en mano, que raras veces mejoran el flop, resultaban muy tentadoras para apostar y eran, por tanto, peligrosas.
Al jugar con dinero que no era suyo, Phillip se sintió forzado a obtener buenos resultados. Normalmente le gustaba sentir esa presión, porque lo obligaba a aguzar el ingenio. Ahora, sin embargo, desperdiciaba manos que en otras ocasiones habría jugado. Consiguió un pequeño bote con una doble pareja, y seis manos más tarde ganó mil quinientos dólares con una rueda. No había perdido ninguna cantidad realmente importante, cuatrocientos dólares como máximo, y notó que se calmaba a medida que el vodka iba circulando por sus venas. Aunque resultara poco productiva, la larga tanda de jugadas le dio la oportunidad de observar cómo actuaba el resto de jugadores.
El tipo gordo de la camisa azul demasiado estrecha fingía aburrirse cuando tenía una buena mano, insinuando así que iba a perder y que estaba impaciente por acabar la jugada. Había un hombre algo mayor de expresión avinagrada que vestía americana gris, y cuyos gestos eran siempre contenidos. Cuando comprobaba sus cartas, apenas levantaba las esquinas, les echaba un vistazo rápido y luego miraba en la dirección opuesta. Phillip decidió no perderle ojo por si el hombre le proporcionaba alguna pista involuntaria. Había también un tipo con camisa de franela verde y complexión de leñador, que igualaba las apuestas cada vez que creía que iba por detrás en la mano, esperando tener suerte con las cartas de la mesa. A Phillip no le preocupaban los tres jugadores restantes, los cuales eran o demasiado tacaños o demasiado tímidos para constituir una amenaza.
Phillip jugó durante una hora y ganó cinco veces más, siempre botes pequeños. Aún no había pillado el ritmo, pero sabía que ser paciente tendría su recompensa. El hombre mayor dejó libre su asiento y lo ocupó una mujer, una rubia de tez pálida con una cicatriz en la barbilla que rondaría la cuarentena. O bien estaba borracha, o era una aficionada o la peor jugadora de póquer que había visto jamás. Phillip la miraba de reojo, sorprendido por su forma errática de jugar. No supo interpretar un farol de la mujer y esta ganó un bote de ochocientos dólares que esperaba ganar él. A continuación la sobrestimó y se retiró cuando debería haber seguido jugando. Cayó en la cuenta de que la rubia podría pertenecer a una categoría totalmente distinta: la de profesional experimentada y magnífica actriz, mucho más dura de lo que aparentó ser al principio. Las señales eran contradictorias. Phillip tomó nota mentalmente de lo que había visto hasta entonces y se centró en sus cartas, dejando que la mujer pasara a un segundo plano. Comenzaba a invadirlo la sensación de tranquilidad que solía experimentar cuando las cartas le eran propicias. Era como estar en una cabina de sonido: captaba la conversación de los otros jugadores, pero a cierta distancia y sin que lo afectara.
Al cabo de dos horas ya había ganado dos de los grandes y empezaba a controlar la situación. Le repartieron el as de corazones y el 4 de tréboles. Normalmente habría desechado la mano de inmediato, pero tuvo un atisbo de intuición, la extraña sensación de que algo bueno iba a sucederle. La rubia, sentada en la primera posición, jugaba casi siempre a ciegas, sin dejar entrever sus planes. Si tenía una mala mano, siempre podría hacerse con el bote a base de apostar, pero a la larga perdería dinero. En esta ocasión, echó una ojeada a sus dos primeras cartas y apostó una cantidad elevada antes de que repartieran el flop, dando a entender que tenía una pareja de ases, conocidos cariñosamente como «balas». Las posibilidades de que le hubieran repartido una pareja de ases eran, aproximadamente, de una en 220 manos.
El tipo gordo igualó la apuesta. El que llevaba la camisa de franela verde sopesó sus opciones mientras alineaba los montones de fichas que tenía delante. También la igualó, pero sin convicción. Phillip tuvo ganas de volver a mirar sus cartas, pero sabía exactamente cuáles eran. Puso a prueba su instinto y decidió igualar la apuesta durante una ronda y retirarse a la siguiente si no pasaba nada. El jugador sentado frente al botón y los dos que habían depositado la apuesta ciega pequeña y la apuesta ciega grande se retiraron sin presentar batalla.
El crupier descartó la carta superior y repartió el flop: el 3 de diamantes, el 5 de picas y el 2 de picas. A Phillip le dio un vuelco el corazón. De repente tenía ante sí una rueda: As-2-3-4-5. Observó las apuestas que se iban haciendo alrededor de la mesa y calculó qué jugadores podrían tener manos ganadoras. La mujer pasó la ronda, al igual que el tipo gordo y el de la camisa de franela verde. Phillip apostó y se hizo con el control de la mano. Las apuestas volvieron a dar la vuelta y todos vieron la suya. El crupier descartó una carta. El turn, o cuarta carta comunitaria, era el as de picas. La rubia apostó, lo que indicaba que tenía o bien tres cartas del mismo palo o una escalera. Una mano que Phillip podía ganar, por lo que modificó su evaluación inicial. Con un as en la mano, un as en la mesa y siete jugadores sentados al principio del reparto, lo más probable sería que la mujer no tuviera la otra pareja de ases. La miró de reojo, pero no fue capaz de adivinar sus intenciones. La mujer solía esbozar una sonrisa mientras jugaba, como si se riera de algún chiste privado. Phillip tenía una hermanastra que se le parecía mucho: engreída, competitiva, burlona. Para su irritación, nunca logró superarla. Dejó de pensar en ella y se concentró en el juego. El tipo gordo y el de la camisa de franela verde se retiraron, pero Phillip igualó la apuesta.
La quinta carta comunitaria, denominada river, era el 8 de picas, por lo que era muy posible que la mujer tuviera color, en cuyo caso su escalera no valdría una mierda. Básicamente, su mano no había mejorado desde que repartieron las cartas comunitarias, pero ¿eso qué significaba? Aún podría ser el triunfador de la mesa. La cuestión era si debía apostar y, de hacerlo, qué cantidad. Sólo quedaban dos jugadores en aquella mano. La rubia apostó. Phillip subió la apuesta y la rubia la subió aún más. ¿Acaso tenía una mano increíble? Phillip intentó mantener la mente en blanco, pero sabía que una fina pátina de sudor le cubría la cara, y que la rubia habría captado la pista. Contó ocho de los grandes en el bote. Si los igualaba, iba a costarle dos mil dólares, lo que significaba que las probabilidades de ganar el bote eran de cuatro contra una. No estaba mal. Si ganaba, obtendría cuatro veces lo que se había jugado al igualar. Todos lo miraban. Su mano era buena, pero no buenísima. Ella debía de tener una escalera o un trío. Aunque Phillip estaba en racha, sabía que no podía durar. Probablemente no debería haber ido tan lejos, pero detestaba la idea de replegarse ante ella. Supuso que la rubia le estaba tendiendo una trampa, y que esta era su última posibilidad de esquivarla. Angustiado, empujó sus cartas hacia el centro, desordenando su mano. El crupier empujó el bote hacia la rubia, quien se hizo con él sin dejar de esbozar su sonrisa enigmática.
Phillip intentó convencerse de que era una mano de póquer, no una competición entre él y aquella mujer para ver cuál de los dos orinaba más lejos. Su sonrisita de suficiencia lo sacaba de quicio. La miró fijamente.
—¿Era un farol?
—No tengo por qué decírselo —respondió ella.
—Ya lo sé, se lo preguntaba por curiosidad. ¿Tenía color o un trío?
La mujer levantó dos dedos, como si hiciera el signo de la paz.
—Dos cartas, una jota y un seis.
Phillip palideció de repente. La mujer lo había engañado, y ahora estaba furioso. Hizo un esfuerzo por recomponerse. No tenía sentido torturarse: lo hecho, hecho estaba. Aunque lo hubiera pagado tan caro, había aprendido una lección muy valiosa y la pondría en práctica cuando volviera a enfrentarse a la rubia.
Se tomó un respiro y dejó las fichas en la mesa antes de subir a su habitación. Una vez allí, orinó, se lavó las manos y la cara y recogió el resto de su dinero, que cambió por fichas cuando volvió a la sala de póquer.
Tras seis horas adicionales de juego se había acumulado una cantidad importante sobre la mesa, quizás unos quince mil dólares. Phillip no vio que la rubia se levantara ni para ir al baño ni para salir a respirar un poco de aire fresco. Apostaba de forma agresiva e impredecible. Aquella mujer no le gustaba en absoluto, y su temeridad lo sacaba de quicio.
En la mano siguiente le repartieron dos ases en mano. Esta vez, las cartas comunitarias eran el 2 de diamantes, el 10 de diamantes y el as de tréboles. Phillip y la rubia volvieron a enfrentarse, aumentando sus apuestas respectivas. El turn era la reina de diamantes y el river el 2 de picas, con lo que ya había una pareja sobre la mesa. Phillip supuso que la mujer tendría en mano reyes o reinas. Si sus cartas eran un rey y una jota, o dos diamantes, habría conseguido escalera o color.
Phillip tenía un full, tres ases y dos doses, y aquella mano ganaría a cualquiera de las otras dos. Miró fijamente a la rubia y esta le sostuvo la mirada. Daría cualquier cosa por poder restregarle la cara contra el fieltro de la mesa. Se estaba marcando un farol de nuevo, no le cabía duda. Era la misma situación por la que había pasado seis horas antes, sólo que esta vez Phillip tenía una buena mano.
Permaneció allí sentado intentando adivinar las cartas de su contrincante. Lo mirara como lo mirara, tenía las de ganar. Estudió las cartas que reposaban sobre la mesa, imaginando todas las combinaciones posibles entre las que estaban a la vista y los ases en mano que sabía que tenía. La rubia estaba tirándose un farol, no podía ser de otra forma. Phillip subió su apuesta, aunque no demasiado porque no quería que ella se echara atrás. La mujer titubeó y a continuación igualó su apuesta y la subió doscientos dólares más. Phillip presintió que estaba a punto de cometer un error, pero ¿en qué se equivocaría? ¿Se retiraría, como había hecho antes, y la dejaría llevarse un bote como aquel con una mano de pacotilla? ¿O la aplastaría contra la pared? ¿Estaba subestimando la mano de la rubia? No veía cómo, pero ya no se fiaba de su intuición. Era incapaz de razonar, se le ponía la mente en blanco. Cuando estaba en racha podía adivinar las cartas de los otros jugadores, era como si tuviera rayos X en los ojos. Las probabilidades le bailaban en la cabeza como hadas voladoras, y se sentía como un mago. Ahora sólo era capaz de observar el fieltro verde, las luces cegadoras y las cartas, que reposaban sobre la mesa inertes y no le susurraban nada. Si se hacía con ese bote sería un hombre libre. Ya se imaginaba lo que iba a suceder a continuación: respetaría la etiqueta y no se abalanzaría sobre el bote inmediatamente aunque fuera suyo. El crupier empujaría las fichas en su dirección. Ni siquiera miraría a la rubia, porque ¿a quién le importaba esa mujer? Ese era su momento. La duda había disipado su fugaz impulso inicial. No podía recordar lo que le había dicho su intuición. El tiempo parecía alargarse. La rubia esperaba, el crupier esperaba y los restantes jugadores calculaban las posibilidades de Phillip tal y como él había hecho antes. Si ganaba el bote, dejaría de jugar. Se lo había prometido a sí mismo. Se levantaría, recogería sus ganancias y saldría de allí como un hombre libre.
La rubia era de las que se marcan faroles. Lo había engañado una vez y, si era buena, lo haría de nuevo. ¿Qué posibilidades había de que los dos volvieran a enfrentarse y ella se marcara un farol por segunda vez? ¿Tendría el valor suficiente? ¿Era muy calculadora? No haría algo así, ¿no? Phillip debía tomar una decisión. Se sentía como si estuviera sobre un trampolín de diez metros, tambaleándose en el borde e intentando reunir el valor suficiente para lanzarse. «A la mierda», pensó, y apostó todo lo que tenía. No iba a permitir que esa hija de puta se saliera con la suya.
Dio la vuelta a sus cartas tapadas y observó cómo los restantes jugadores iban formando la mano mentalmente: ases en mano, más un as de tréboles y la pareja de doses de la mesa, lo que constituía un full. La mujer le lanzó una mirada extraña. Phillip no la supo interpretar hasta que vio las cartas que su contrincante iba colocando en abanico sobre la mesa. Todos lanzaron un grito ahogado. La mujer tenía doses tapados. Al añadirlos a los doses que había sobre la mesa sumaban cuatro iguales. Phillip la miró incrédulo. ¿Doses tapados? Nadie apostaba antes del flop con una pareja así. Tenía que estar loca. Pero ahí estaban, cuatro doses como cuatro flechas afiladas que se le acababan de clavar en el corazón.
El crupier no dijo nada. Empujó las ganancias de la rubia hacia ella y esta las recogió. Phillip se hallaba en estado de shock, tan convencido de que la mano era suya que se veía incapaz de asimilar el hecho de que ella tuviera cuatro cartas del mismo número. ¿Qué clase de chiflada se guardaba doses tapados y seguía apostando hasta el final? A Phillip se le secó la boca y empezaron a temblarle las manos. Ella le dirigió una mirada casi sexual, exultante de satisfacción. Había estado jugando con él, y justo cuando Phillip creía haberse salido con la suya, la rubia había vuelto a ponerle la zancadilla. El muchacho se levantó de repente y abandonó la mesa. De sus diez mil dólares iniciales, le quedaban cuatrocientos en fichas.
Tomó el ascensor hasta el cuarto piso y se sorprendió al darse cuenta de que ya había anochecido. Le temblaban tanto las manos que no consiguió abrir la puerta hasta el segundo intento. Cerró con llave desde el interior y se quitó la ropa, dejando un reguero de prendas esparcidas por el suelo: zapatos, calcetines, calzoncillos, camisa. Apestaba a sudor. En el baño, echó dos Alka-Seltzers en un vaso de agua y se bebió el líquido efervescente. Se duchó, se afeitó y luego se puso el albornoz del hotel, una prenda de toalla blanca que le llegaba hasta las rodillas y que se le abrió más de la cuenta cuando se sentó en el borde de la cama. Marcó el número del servicio de habitaciones y pidió un bocadillo de bistec Angus poco hecho, patatas fritas cortadas a mano y dos cervezas.
Pasaron cuarenta y cinco minutos antes de que llegara la comida, y para entonces tanto las patatas como el bistec ya estaban fríos. La carne, de baja calidad, le pareció correosa al morderla. Tuvo que desechar el panecillo y cortar el bistec con un cuchillo. Lo fue masticando hasta convertirlo en una masa insípida. No tenía apetito y se le había hecho un nudo en el estómago. Empujó el carrito a un lado. Dormiría una hora y luego bajaría al casino y volvería a probar suerte. No le quedaba otra alternativa. Con cuatrocientos dólares en fichas no tenía ni idea de cómo conseguiría remontar, pero no podía salir de la ciudad sin el dinero de Dante en la mano.
Alguien llamó a la puerta. Echó una mirada al reloj: las nueve y veinticinco. Había tenido la presencia de ánimo suficiente como para colgar el letrero de NO MOLESTEN del pomo exterior, y se sintió tentado de ignorar la intrusión. Probablemente le traían una cesta de fruta regalo del hotel, o una botella de vino peleón. Los obsequios de ese tipo solían entregarse a horas intempestivas, cuando no apetecían en absoluto. Volvieron a llamar. Cruzó la habitación y miró por la mirilla.
Dante esperaba frente a la puerta. Phillip vio que otros dos hombres se acercaban por el pasillo. Antes, tras volver a su habitación, había girado el botón de bloqueo de la cerradura y había pasado la falleba en forma de uve alargada. ¿Existía alguna probabilidad de que los tres se marcharan si no abría la puerta? Dante no tenía por qué saber que se encontraba en la habitación. Podría haber salido sin retirar el letrero de plástico que colgaba del pomo. Caviló durante un momento y decidió que sería mejor enfrentarse al prestamista. Su única esperanza consistía en pedirle que le alargara el plazo. Dante se vería obligado a aceptar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Phillip no tenía el dinero, y, si no lo tenía, no lo tenía.
Phillip desbloqueó las cerraduras y abrió la puerta.
—Empezaba a pensar que no te encontrabas en la habitación —dijo Dante.
—Lo siento, estaba al teléfono.
Se hizo un momento de silencio.
—¿Me vas a dejar entrar? —preguntó Dante. Hablaba con tono afable, pero Phillip detectó un dejo de dureza en su voz.
—Por supuesto, claro que sí.
Phillip se hizo a un lado y Dante entró en la habitación, seguido de sus dos acompañantes. La puerta quedó abierta, y a Phillip no le gustó que cualquiera que pasara por el pasillo pudiera ver lo que estaba sucediendo. Se sentía vulnerable. Iba descalzo y sólo llevaba puesto el albornoz del hotel, que apenas le cubría las rodillas. Su ropa continuaba esparcida por el suelo. La bandeja del servicio de habitaciones con los restos de su cena desprendía un fuerte olor a ketchup y a patatas fritas frías.
Dante llevaba una camisa de seda gris perla, con el botón del cuello desabrochado, y pantalones de color beis. Sus mocasines y su cinturón estaban hechos del mismo cuero de color miel. Los dos hombres que lo acompañaban vestían de forma más informal.
Dante señaló a uno de ellos con un movimiento de cabeza.
—Mi hermano Cappi —explicó—. Y este es Nico, ya lo conoces.
—Ya me acuerdo. Me alegra verlo de nuevo —dijo Phillip.
Ninguno de los dos hombres lo saludó.
Cappi tendría unos cuarenta años, como mínimo ocho menos que su hermano; mediría uno ochenta, quizás, en comparación al metro noventa de Dante. Llevaba una barba de dos días muy a la moda y tenía el pelo rubio oscuro, peinado en una cresta rebelde fijada con gomina, los ojos claros y una mandíbula algo saliente. Pese a ser un hombre guapo, la mala oclusión dental le restaba atractivo. No iba tan peripuesto como su hermano: mientras que la ropa de Dante era de buena calidad y hecha a medida, Cappi vestía una camisa gris y negra de poliéster por encima de unos vaqueros lavados a la piedra. Phillip se preguntó si llevaría pistola.
Nico, el tercer tipo, era corpulento y algo fofo. Vestía vaqueros y una camiseta demasiado estrecha para su abultada panza. Cappi se dirigió a la puerta abierta mientras Nico metía la cabeza en el cuarto de baño para comprobar que estaba vacío. Dante se acercó a la ventana, y luego se volvió para inspeccionar la habitación: el gotelé del techo de dos metros y medio de alto, los muebles, la anodina moqueta y la vista que se divisaba desde el cuarto piso.
—No está mal —observó—, pero ya podrían invertir algo más de pasta en este garito.
—Es muy agradable —repuso Phillip—. Le agradezco que me haya recomendado.
—¿Te están tratando bien?
—De maravilla. No podrían tratarme mejor.
—Me alegra saberlo —dijo Dante—. Mi vuelo llegó hace una hora. Llevaba algún tiempo sin pasar por aquí y me dije que, ya que estaba por la zona, vendría a ver cómo te iba.
A Phillip no se le ocurrió ninguna respuesta apropiada, así que no dijo nada. Observó al prestamista para intentar adivinar a cuál de los dos Dantes tenía delante: al amable o al circunspecto de actitud maliciosa y ojos apagados. Le pareció que el Dante amable llevaba el control, pero Phillip tenía muy claro que no podía dar nada por sentado.
Dante se inclinó hacia la cómoda.
—Bueno, ¿y cómo te va? Dijiste que vendrías a verme. Teníamos una cita. ¿Cuándo fue? ¿El once de agosto? Anteayer.
—Lo sé. Siento no haber podido ir, pero me surgió un imprevisto.
Hubo una breve pausa mientras Dante asimilaba la explicación. No parecía enfadado.
—Le puede pasar a cualquiera. Habría estado bien que llamaras, pero qué le vamos a hacer.
El prestamista hablaba con tono desenfadado, como si no le importara en absoluto lo sucedido. Phillip sintió cierto alivio, no exento de cautela. Sabía perfectamente que no había cumplido con el plazo, y temía que Dante montara en cólera.
—Le agradezco su comprensión —dijo Phillip.
—¡Deja de agradecérmelo todo, joder! Me estás sacando de quicio.
—Lo siento.
Dante se apartó de la cómoda. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y recorrió con tranquilidad la habitación, deteniéndose para leer la carta del servicio de habitaciones que aún reposaba sobre el televisor.
—¿Y qué imprevisto te surgió, exactamente? ¿Tenías algún compromiso del que te era imposible escaquearte?
—Pensaba llamarle, pero me distraje con otras cosas.
—Vaya, eso lo explica todo —dijo Dante—. ¿Y cómo te va ahora que ya te has puesto al día? No pareces muy contento.
—Jugué bien al principio, pero he tenido una mala racha. No quería devolverle menos de lo pactado, por eso estaba esperando hasta reunir todo el dinero.
—Me parece bien. ¿Y cuándo lo tendrás?
—Estaba a punto de bajar al casino. Me he pasado todo el día jugando y había subido para descansar y para arreglarme un poco.
—Vacíate los bolsillos y veamos lo que tienes.
—De momento, sólo tengo esto.
Phillip recogió sus fichas y se las mostró a Dante, quien no dejaba de mirarlo fijamente.
—¿Cuatrocientos dólares en fichas? De los diez mil que te confié, ¿te quedan cuatrocientos? ¿Te has vuelto loco? Te hice un préstamo y te dije lo que te iba a costar. ¿Te parece que fui poco claro? A mí no me lo parece. Ha pasado más de una semana y la comisión ha subido a cinco de los grandes. ¿Qué se supone que voy a hacer con cuatro fichas?
—Es todo lo que tengo. Puedo conseguir el resto en una semana.
—No te he ofrecido que me lo devuelvas a plazos. Ya conoces las condiciones del trato. Hice lo que pude para ayudarte, ahora ayúdame tú a mí.
—No puedo hacerlo, señor Dante. Lo siento, pero no puedo. Lo siento muchísimo.
—Ya puedes sentirlo. ¿Cómo propones conseguir el resto? Ya no dispones de crédito.
—Esperaba que me ampliara el plazo.
—Ya lo hice, y así me ha ido. ¿Has hablado con tus padres del dinero que me debes?
—No, señor Dante. No les he contado nada en absoluto. Les prometí dejar de jugar después de que me echaran un cable la última vez. Se lo diré si es preciso, pero preferiría no hacerlo.
—¿Y a tu novia?
—Le he dicho que me iba de camping con un amigo.
—¿A esto lo llamas ir de camping? —Dante realizó un gesto de desaprobación con la cabeza—. ¿Qué voy a hacer contigo? Eres un imbécil, ¿lo sabías? Un ego descomunal, mucha labia, pero en el fondo eres un capullo. Te fundiste todo tu dinero y ahora acabas de fundirte el mío. ¿Y para qué? ¿Te crees un gran jugador de póquer? Ni de lejos. No tienes ni la destreza, ni el talento ni el cerebro necesarios. Me debes veintiséis de los grandes.
—No, no. No puede ser. ¿Cómo es eso? —preguntó Phillip.
—Te toca pagarme los gastos de venir hasta aquí.
—¿Por qué?
—Porque he venido por tu culpa. ¿De qué otra forma voy a hablar contigo si no apareces el día en que habíamos quedado? No acudiste a nuestra cita, así que he tenido que presentarme con muy poca antelación y eso supone fletar un avión privado. Además, debo pagar a estos dos matones.
—No puedo pagarle. Usted me dijo veinticinco dólares por cada cien de los diez mil que me prestó…
—A la semana.
—Ya entiendo, pero eso sólo son cinco mil, usted mismo lo dijo.
—Además de los intereses de los intereses, el recargo por tardanza y los gastos extra.
—No dispongo de ese dinero.
—Así que no dispones de él. No posees nada de valor en ninguna parte. No eres dueño de nada. ¿Es lo que intentas decirme?
—Podría darle mi coche.
—¿Tengo pinta de llevar un negocio de coches de segunda mano?
—En absoluto.
Dante lo miró fijamente.
—¿De qué marca y qué modelo?
—Un Porsche 911 de 1985, rojo. Vale más de treinta mil dólares. Está en un estado impecable. Perfecto.
—Ya sé lo que quiere decir «impecable», gilipollas. ¿Cuánto te falta para acabar de pagarlo?
—Nada, ya está pagado. Mis padres me lo regalaron cuando acabé la carrera. Le firmaré los papeles ahora mismo y lo pondré a su nombre.
—¿Y dónde tienes ese coche tuyo tan exclusivo, y que encima está pagado?
—En el aparcamiento del hotel.
—¿Te lo aparcó el aparcacoches?
—Lo aparqué yo mismo para ahorrarme el gasto.
—Vaya por Dios, mira qué ahorrador nos has salido. ¿En qué planta está?
—En la última.
—Debo de estar loco. —Dante miró a su hermano—. Vosotros dos subid con el chico, echadle un vistazo a su coche y luego me decís qué os parece. Quiero que lo revisen. Buscad a un mecánico si hace falta. —A continuación se volvió hacia Phillip—. Será mejor que el coche esté tan bien como dices. Se me agota la paciencia.
—Le juro que lo está, y muchas gracias.
—Escúchame bien: ya va siendo hora de que dejes esta mierda del póquer y encuentres trabajo. Estás malgastando tu vida, ¿me entiendes?
—Desde luego. Claro que sí. No volverá a suceder. Ha sido una lección muy útil. Voy a dejarlo. Ya lo he dejado. El póquer se acabó, se lo juro. Esto ha sido un toque de atención, no sé cómo agradecérselo.
—Cappi, encárgate de este asunto. —Dante le indicó a Phillip que se callara con un gesto de la mano—. Vístete, joder. Pareces una chica.
Los tres hombres lo miraron sin decir nada mientras Phillip recogía su ropa. Hubiera preferido ir al baño para vestirse en privado, pero no quería arriesgarse a que Dante volviera a insultarlo. Al cabo de tres minutos, Cappi, Nico y Phillip atravesaron el hotel. En lugar de subir en ascensor optaron por las escaleras.
—¿Por qué no subimos en ascensor? —preguntó Phillip.
Cappi se detuvo tan bruscamente que Phillip casi chocó contra él. El hermano de Dante le clavó el índice en el pecho.
—Déjame decirte una cosa. Ahora el que manda soy yo, ¿entendido? Cumpliremos las órdenes de Dante, y no hay pero que valga.
—No oí que dijera que teníamos que subir por las escaleras.
Cappi le echó el aliento a la cara.
—¿Sabes cuál es tu problema? Siempre das por sentado que la gente hará una excepción contigo. Todo se tiene que hacer a tu manera y según tus condiciones, pero las cosas no funcionan así. Si Dante dice que te lleve a la última planta, te llevo a la última planta. Quiere ver cómo funciona el coche, ¿entiendes? Quiere saber si se encuentra en buen estado. Dices que está impecable, pero sólo tenemos tu palabra. Por lo que Dante sabe, podría ser un cacharro de mierda.
Phillip dejó de protestar. Diez minutos más y todo esto se habría acabado. Canjearía sus fichas por cuatrocientos dólares y se compraría un billete de autobús para volver a casa. Cappi y él empezaron a subir por las escaleras. Phillip no estaba en forma y después de dos tramos se quedó sin aliento. No tenía ni idea de cómo iba a explicarles a sus padres lo que le había pasado al coche, pero ya lo solucionaría en su momento.
Por fin llegaron al último nivel del aparcamiento. Aunque sólo tenía seis plantas, las vistas nocturnas eran espectaculares: las luces se extendían hasta donde Phillip alcanzaba a ver. Divisó el letrero del casino Lady Luck dos manzanas más allá y el del Four Queens al otro lado de la calle, tan cerca que le pareció que si alargaba el brazo podría tocarlo. El aparcamiento estaba abarrotado, pero su Porsche rojo destacaba entre los demás coches: tan reluciente y sin una mota de polvo. Cappi chasqueó los dedos.
—Déjame ver las llaves.
Phillip rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó las llaves del coche. Nico no parecía interesado en lo que sucedía. Permanecía allí de pie con los brazos cruzados, mirando hacia otro lado como si tuviera algo mejor que hacer. Phillip pensó que él sería el que miraría debajo del capó, pero quizá no supiera nada de coches. Dudaba que Cappi fuera un experto.
Tres tipos salieron del ascensor. Phillip pensó que serían mecánicos o aparcacoches, hasta que se fijó en los guantes azules de látex que llevaban puestos. Primero le pareció raro, y después comenzó a asustarse. Dio un paso atrás, pero ninguno de los hombres dijo nada, ni lo miró a los ojos. Sin mediar palabra, se acercaron a él y lo levantaron. Uno lo agarró por debajo de los brazos, mientras otro lo sujetaba por los pies. El tercer tipo le sacó el billetero del bolsillo trasero del pantalón y le quitó los zapatos. Los dos hombres que lo sostenían lo acercaron al parapeto y comenzaron a balancearlo de un lado a otro.
Phillip forcejeaba intentando soltarse.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con la voz quebrada por el miedo.
—¿A ti qué te parece? —respondió Cappi con irritación—. Dante ha dicho que me encargue de este asunto, y eso es lo que estoy haciendo.
—¡Espera! Teníamos un trato. Estamos en paz.
—Este es el trato, hijo de puta.
Los hombres que lo balanceaban tomaron impulso. Phillip pensó que quizá no fueran en serio. Quizá sólo intentaban asustarlo. Entonces notó cómo lo izaban por encima de la barandilla. De repente se encontró en el aire, cayendo tan deprisa que no pudo emitir ningún sonido antes de chocar contra el suelo.
Cappi miró por encima de la pared.
—Ahora sí que estamos en paz, gilipollas.