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Maren Kalsvik se encontraba en el estrado de los nuevos juzgados de Oslo y tenía frío. El juez estaba a punto de firmar algún documento que le había puesto delante un trajeado abogado impaciente. Hanne Wilhelmsen parecía cansada e intentó en vano ocultar un bostezo tras su alargada mano. Iba vestida de un modo más formal de lo que Maren Kalsvik acostumbraba a verla: una falda negra y una blusa bajo una americana de color gris oscuro, casi negro, y un pañuelo de seda de difusos colores tierra.

La subinspectora siempre la había tratado con respeto. Se había mostrado empática. No la había presionado, aunque llevaba todo el fin de semana repitiendo sus teorías sin que Maren diera señal alguna de confirmar o desmentir lo que pasó en el despacho de Agnes Vestavik aquella fatídica noche de hacía algo más de dos semanas. Maren Kalsvik había decidido guardar silencio. Se había negado a hablar con un abogado.

Era cierto que ella había estado allí. Eirik dormía, algo que confirmaba la incipiente sospecha de que estaba tomando algo que no debía, por lo menos no cuando su obligación era cuidar de ocho niños que dormían.

No obstante, la reunión con Agnes había sido más corta de lo que Hanne Wilhelmsen suponía. Duró diez minutos. Primero pensó en suplicar. Todo su orgullo se esfumó cuando entendió que estaba a punto de perder su empleo y echar por la borda toda su vida.

Agnes le había contado lo de Terje. Que sabía lo que Maren también sabía. Su voz sonaba muy baja, desconocida y distorsionada; llena de una rabia que debía controlar por el bien de los ocho niños que dormían. Agnes podía entender lo del certificado de estudios, según le había dicho. Lo podía comprender. Tuvo un destello de algo parecido a la empatía y su voz volvió durante un instante a la normalidad. Pero no duró mucho tiempo. Lo que no podía perdonar era aquella auténtica traición. Maren la había engañado a fin de tapar la malversación de fondos. Agnes agitaba furiosa los documentos; en una mano tenía el certificado de estudios falsificado y en la otra una lista de las irregularidades cometidas por Terje.

Maren Kalsvik deseaba suplicarle. Pero miró a los ojos de Agnes y comprendió que no tendría sentido.

Le había dado una semana para presentar su dimisión. No había más que hablar. Maren se dio la vuelta y abandonó el despacho.

Permaneció quieta un momento en el hueco de la escalera y rompió a llorar. Intentó ahogar los sollozos, y cuando creyó oír movimiento en uno de los cuartos de los niños bajó las escaleras de puntillas. Eirik seguía durmiendo. Al salir, echó a correr. Tenía que marcharse de allí. Rodeó el orfanato, pasó a toda prisa por el jardín trasero y tropezó con la valla. De algún modo, logró llegar a casa.

Cuando Eirik la llamó un par de horas más tarde, luchaba contra una sensación de alivio que la inundaba como una ola de culpa. Unos minutos más tarde llegó al despacho de Agnes, y allí estaba el certificado de estudios. Sobre el escritorio, junto con otros papeles. Eirik no lo había visto. Ella lo dobló y se lo metió en el bolsillo sin pensar en nada.

Maren creía que había sido Terje. Hasta que llegó la carta de despedida. Entonces temió lo peor. Que luego le fue confirmado. Olav la había visto corriendo. La había visto llorar. Y le había contado la verdad antes de morir.

Todo era culpa suya.

—¿Está usted dispuesta a declarar?

El juez la miró fijamente a través de unas gafas de cerca colocadas tan al borde de su nariz aguileña que parecían a punto de caerse.

—No —dijo en voz alta.

El magistrado lanzó un suspiro, susurró un mensaje a su secretaria, tosió de una forma espantosa, como si fueran estertores, y preguntó:

—Entonces ¿se declara culpable o inocente de los cargos?

Maren Kalsvik volvió a mirar a Hanne Wilhelmsen. La subinspectora se había inclinado hacia delante en su asiento, toqueteándose nerviosa el pañuelo de seda mientras le devolvía la mirada con expresión tensa. Cuando, a fin de contestar, Maren Kalsvik cambió su peso de la pierna izquierda a la derecha, no miró al juez. Sonrió débilmente y miró a la subinspectora a los ojos.

—Soy culpable —susurró.

Acto seguido se irguió y apartó la mirada de Hanne Wilhelmsen. Carraspeó antes de repetir, esta vez en voz más alta:

—Soy culpable.