10

A las diez de la mañana del viernes, Maren Kalsvik volvió a llamar. Billy T. Kenneth estaba enfermo. No dejaba de llorar y no quería que ella se marchara de la casa. En circunstancias normales, al niño no le hubiera quedado más remedio que aceptarlo, explicó, pero habían sucedido demasiadas cosas últimamente. Estaba asustado y agobiado y tenía treinta y nueve y medio de fiebre. Sabía que era mucho pedir, pero, dado que los demás empleados ya estaban en la comisaría para ser interrogados, Maren se tomó la libertad de solicitarle que se desplazara para poder interrogarla allí. En el orfanato.

A Billy T. le caía bien Kenneth. Además, sabía cómo eran los niños cuando se ponían enfermos.

A las once menos veinticinco, aparcó su propio coche en la calle que bajaba del orfanato Vårsol. No había localizado a Hanne, cosa que le inquietaba un poco. Estuvo a punto de llamarla a casa para comprobar si estaba allí, pero cambió de idea.

Cuando abría la verja para subir el camino hasta la enorme residencia, una mujer demacrada salió por la puerta principal. Al verle, se detuvo. Se quedó esperando hasta que él llegara.

—¿Usted es de la policía? —le preguntó escéptica, escrutándole con la mirada.

Cuando él le confirmó su suposición, sus ojos adquirieron una expresión concentrada, como si intentara recordar algo. Después meneó rápidamente la cabeza y, al parecer, descartó lo que tuviera en mente. Sin decir nada más, sujetó la puerta hasta que él entrara, para después bajar apresuradamente por el camino arenoso.

Cuando Billy T. se disponía a asomar la cabeza por la puerta de la sala de estar, Raymond bajó por las escaleras con gran estruendo y casi se chocó con el policía.

—¡Caramba! ¿No estás en el colegio o qué? —le preguntó.

—¡Se me ha olvidado la ropa de deporte! Maren está en la sala de reuniones —gritó el joven dando un portazo tan fuerte al salir que podría haber despertado a los muertos.

Por suerte, no despertó a Kenneth, que estaba durmiendo en el primer piso.

—Por fin se ha dormido. Apenas ha pegado ojo en toda la noche —dijo Maren Kalsvik, agotada, mientras le ofrecía una silla.

—Parece que usted tampoco ha dormido.

Ella sonrió débilmente, cerró con fuerza los ojos y se encogió de hombros.

—No pasa nada. Pero estoy preocupada por él. Todo esto afecta mucho a los niños, ¿sabe usted? Son niños que deben ser protegidos de cualquier tipo de conmoción. Entre otras cosas, por eso están aquí. ¡Y mire! Un asesinato y un suicidio. En una semana y media.

Se cogió la cara entre las manos y permaneció así durante unos segundos, hasta que, de golpe, se levantó y sugirió, con una fingida voz alegre, que ya podían comenzar.

—Dado que estamos en su casa —dijo Billy T., colocando una grabadora en la mesa—, voy a utilizar este aparato. ¿De acuerdo?

Ella no contestó y, por tanto, él supuso que estaba conforme. Después de batallar un poco con la grabadora, por fin se puso en marcha, aunque tenía por lo menos quince años y hacía un ruido similar al de un antiguo mecanismo de reloj. Era propiedad de la comisaría de policía de Oslo, y alguien había querido asegurarse de que ese dato no quedara en el olvido pegando unas etiquetas con las siglas CPO en seis lugares diferentes. Junto a la grabadora colocó un teléfono móvil. Era el suyo particular y solo tenía dos meses. Sus hijos se lo habían regalado por Navidad, lo cual significaba que, de algún modo, sus respectivas madres habían cooperado para comprárselo.

—Debe permanecer encendido —dijo él disculpándose—. No es que resulte muy apropiado, pero estamos en mitad de una investigación y todo eso. Tengo que estar disponible para los demás.

Ella seguía sin decir nada. Así que seguramente también le parecía bien.

—Muy bien, tenemos que remontarnos a la noche del homicidio… —comenzó él.

—Lo hago todas las noches —dijo ella en voz baja—. Cuando por fin me puedo sentar y descansar un poco. Vuelve. Vuelve todo. Aquella imagen terrorífica.

Billy T. la admiraba de veras. Tan joven y con tantas responsabilidades. Tenía mucho amor que dar a aquella tropa de niños.

—¿Vive aquí ahora? —le preguntó.

—Sí. Solo temporalmente. Hasta que las cosas se tranquilicen un poco.

Aquel trasto dejó de funcionar de repente y él se puso a toquetear los botones que, por lo visto, se negaban a mantenerse apretados. Finalmente, pareció que la grabadora volvía a funcionar.

—¿Recuerda exactamente cuándo le llamó Eirik Vassbunn?

—Debió de ser justo antes de la una. De la noche, quiero decir.

Ella sonrió débilmente.

—¿Y cómo estaba él?

—Completamente histérico.

—¿Histérico? ¿Cómo lo definiría?

—Lloraba y balbuceaba. Era incapaz de explicar nada. Estaba descompuesto.

Su rostro adquirió una expresión rígida. Se quitó la goma del pelo y volvió a hacerse la coleta.

—Él afirma que usted llegó antes de que él llamara a la policía. —Billy T. se levantó y se dirigió a la ventana. Colocó las manos en la espalda y le preguntó sin mirarla—: ¿Por qué no lo dijo la primera vez que la interrogamos?

Se giró completamente y le clavó la mirada.

Lo único que vio fue una expresión de auténtico asombro.

—Pero si lo dije muy claramente —declaró ella—. Estoy segura de ello al cien por cien.

Billy T. se acercó a la mesa y buscó una copia del interrogatorio anterior. Constaba de cinco páginas y estaba firmado tanto por Kalsvik como por Tone-Marit Steen.

—Aquí lo tiene —dijo él, y leyó—: «El testigo afirma que recibió una llamada de Eirik Vassbunn aproximadamente a la una. Puede que fuera diez minutos antes o diez minutos después. Sostiene que no tardó más de quince minutos en llegar al lugar de los hechos. El señor Vassbunn estaba muy alterado y la policía tuvo que llevarle a urgencias para que recibiera atención médica». Punto. No dice nada de que fuera usted quien llamó. No dice nada de que la policía no estuviera cuando usted llegó.

—Pero estoy segura de haberlo dicho —insistió ella—. ¿Por qué no lo iba a decir?

Billy T. se frotó el cráneo. Tenía que afeitarse. Le pinchaba un poco. Sabía que era muy probable que estuviera diciendo la verdad. En el interrogatorio anterior no se constataba que ella hubiera llegado antes que la policía, pero tampoco se constataba que no lo hubiera hecho. Tone-Marit era una agente prometedora, pero al parecer aún podía meter la pata.

Sonó el teléfono. Los dos se estremecieron un poco.

—Billy T. —gritó al auricular, furioso por la interrupción.

Su ira aumentó cuando oyó que era Tone-Marit.

—Lo siento, Billy —dijo ella—. Pero yo…

—Billy T. ¡Billy T.! Te lo he dicho cien veces.

Se alejó un poco de la mesa y Maren Kalsvik levantó las cejas señalando hacia la puerta. Él asintió un poco molesto, pero ella pareció agradecer poder hacer un descanso en ese momento. Cerró la puerta con cuidado y él se quedó solo.

—¿Qué pasa?

—Hemos averiguado quién cobró el dinero de los cheques.

Billy T. no dijo nada. Una tubería de agua resonó en la cocina y supuso que Maren Kalsvik estaba preparando café. Pero también era posible que sus oídos no funcionaran bien.

—¿Oye? ¡Oye!

—Sí, estoy aquí —dijo él—. ¿Quién fue?

—El amante. Las grabaciones lo muestran muy claramente, aunque lleva pegado un patético bigote falso.

La teoría que Hanne había expuesto en el bar se estaba desmoronando. No tenía la más mínima relevancia.

—Además hay otra cosa… —dijo ella antes de que su voz desapareciera tras el sonido pésimo y crepitante del teléfono—. ¿Oye? —repitió—. ¿Estás ahí?

—¡Sí! —gritó él—. ¿Dime?

—El amante se ha esfumado. No ha ido a trabajar en un par de días y no ha llamado para decir que está enfermo ni nada de eso. Tampoco localizamos al compañero que supuestamente estuvo con él en Drøbak la noche del homicidio.

Los zumbidos fueron en aumento. Él no sabía si provenían de las tuberías de agua, del teléfono o de su propia cabeza.

—¿Oye?

—¡Sí, estoy aquí! —exclamó irritado—. Averigua dónde se encuentra el tipo ahora. No hagas nada más. ¿Lo entiendes? ¡Nada! Limítate a averiguar dónde está. Regresaré a la comisaría en veinte minutos.

Cerró la tapa del teléfono, se puso la chaqueta apresuradamente y se marchó sin apenas despedirse de Maren Kalsvik, quien lo vio desaparecer sorprendida mientras sostenía una cafetera en una mano y dos tazas en la otra.

Por supuesto, a Billy T. se le olvidó la grabadora.

Hanne no recordaba la última vez que había dormido tan bien. Aun así, se sentía agotada. Pasaron varios segundos antes de poder recordar qué día era. Se resistía a afrontarlo. Por si acaso, comprobó si le dolía la garganta. O la tripa. Tras prestar atención a su cuerpo, descubrió que sentía un leve dolor en la zona lumbar. Pero aquello solo indicaba que le vendría la regla pronto. Salió de la cama y empezó a jurar en arameo cuando vio que eran más de las diez y media.

Cecilie ya se había marchado. La mesa de la cocina estaba preparada para ella, con su cuchillo y su tenedor, una servilleta y la vajilla más elegante. Sobre el plato había un cariñoso saludo con sus mejores deseos de que pasara un buen día. Aquello al menos la hizo sentirse un poco mejor.

La Escuela Superior de Trabajo Social se encontraba al final de la calle Diakonveien, que empezaba en la rotonda de la clínica Volvat y terminaba en un enorme aparcamiento. El edificio estaba enclavado en una hermosa zona abierta, casi un cerro, pero era una amalgama de diferentes estilos arquitectónicos. La entrada estaba encajonada en la esquina entre una construcción de ladrillo de dos plantas y un bloque grande y amarillo de una antigüedad indeterminada.

—La entrada es igual de hostil que la de la comisaría de Oslo —murmuró Hanne Wilhelmsen para sus adentros, después de recorrer los treinta metros del aparcamiento y cruzar las puertas de cristal doble de la escuela.

En un tablón de anuncios colocado a mano derecha, un cartel invitaba el sábado por la noche a una velada de música popular. Hanne sintió un estremecimiento. Tres alumnas, o tal vez fueran profesoras, bajaban por una pequeña escalera de hormigón. Cuando Hanne se disponía a preguntar cómo llegar al despacho del rector, descubrió un plano que explicaba de un modo sencillo que tenía que subir la escalera, girar luego a la izquierda y atravesar el atrio. Mientras subía, dos carteles más la invitaban a celebrar un servicio religioso matutino en el que, además, si se deseaba, se ofrecían intercesiones.

La verdad es que no estaría mal, pensó ella. Sin embargo, creo que esa oferta no está destinada a personas como yo.

Al parecer, iba a reunirse con una señora llamada Ellen Marie Sørensen. En cuanto la vio, supo que era una mujer de armas tomar. Tenía un rostro afilado y eficiente y, aunque sus palabras eran amables, el tono de su voz era incisivo y exigente. La ropa que llevaba no era especialmente cara, ni especialmente elegante, pero era correcta. Hacía juego con el resto de su persona. Una falda plisada gris y una blusa con encaje bajo una americana de color gris más oscuro hacían que aparentara más edad de la que probablemente tenía. Llevaba un peinado neutro, aunque muy femenino, con tenues mechas tintadas hacía mucho tiempo. Ellen Marie Sørensen era de esa clase de mujeres con las que Hanne Wilhelmsen siempre se sentía torpe. Lamentó no haberse puesto algo más formal que unos pantalones de pana y un típico jersey noruego de lana. Aquella mujer le hacía sentir que debería haberse puesto el uniforme.

La señora Sørensen confirmó que había hablado con Agnes Vestavik recientemente. No fue capaz de determinar exactamente la fecha, pero no pudo haber sido hacía más de tres semanas. Se acordaba muy bien, ya que le había extrañado mucho su consulta. Al principio, se había negado a contestar.

—Nunca se sabe, ¿verdad? —dijo torciendo la boca de modo expresivo—. Cualquiera puede llamar y presentarse diciendo ser quien quiera ser.

Pero cuando el rector entró unos momentos más tarde en su despacho para pedirle que contestara a Agnes Vestavik, alegando que era una vieja amiga suya, ella ya le había devuelto la llamada. Y Agnes obtuvo lo que buscaba.

—¿Y qué fue? —preguntó Hanne mientras juntaba las manos como si fuera a rezar.

Quizá este fuera el sitio. Una escuela superior cristiana debería ser un lugar donde Dios estuviera más presente de lo normal. O tal vez Hanne tan solo se estuviera agarrando a un clavo ardiendo, con la esperanza de influir en la respuesta a la pregunta de por qué Agnes Vestavik había llamado a la Escuela Superior de Trabajo Social la misma semana en que fue asesinada.

¡Dios mío!, se dijo en su fuero interno mientras se miraba los nudillos, blancos por la expectación. Que la respuesta sea la que imagino.

Dios la escuchó. Y ella ni siquiera le dio las gracias. Tenía demasiada prisa.

Era pleno día. Olav se sentía como si fuera a morirse. Por lo menos, así era como se imaginaba que debía de ser estar al borde de la muerte. Tenía los brazos y las piernas entumecidos. Su cabeza era como una bola de fuego. Y estaba helado. Tal vez por eso fuera incapaz de moverse. Los coches retumbaban sin cesar y, de vez en cuando, oía voces. Tenía que marcharse de allí.

El frío aumentó cuando consiguió apartar las bolsas de basura que le cubrían. Pero le resultó más fácil moverse. En el borde del contenedor había posadas dos gaviotas contemplándole. Ladearon la cabeza y emitieron unos graznidos penetrantes y quejumbrosos. Quizá vivieran allí. Quizá les hubiera robado su hogar. Las ahuyentó, pero no se alejaron más allá del aparcamiento. Desde allí siguieron observándole y quejándose.

Al final logró salir del contenedor. Se impulsó hasta ponerse boca abajo sobre el borde y luego prácticamente cayó rodando del otro lado. Se hizo daño al impactar contra el suelo. Sin embargo, eso ya no tenía mucha importancia. Se estaba quitando muy despacio toda la mugre cuando, de repente, un hombre se asomó por la planta baja del aparcamiento y le preguntó si necesitaba ayuda. Él negó con la cabeza y se marchó tambaleándose.

No sabía cuántas horas llevaba allí. Había estado durmiendo la mayor parte del tiempo. O por lo menos dormitando. Y, durante los breves momentos que había estado despierto, había tomado una decisión.

Necesitaba ayuda. No se las podía arreglar él solo. Sin embargo, nunca había habido muchas personas dispuestas a ayudarle. Si acaso el profesor de apoyo, pero luego se alió con la oficina de protección al menor. Le había traicionado.

Y su madre, por supuesto.

Sintió una punzada al pensar en su madre y su dolor se hizo más patente. Notó un hormigueo bajo la piel. La cabeza le dolía más que antes.

Pero al menos no tenía hambre.

Lo que más deseaba era que su madre le ayudara. Sería lo más lógico. Porque ella tenía razón cuando decía aquello de «Nos pertenecemos mutuamente».

Pero ella jamás lograba hacer nada. Y, en cualquier caso, no podría arreglar esto. Pensándolo bien, no estaba muy seguro de qué era lo que había que arreglar, pero alguien tenía que hacer algo. Y no sería su madre.

Solo le quedaba una persona: Maren. Ella le había ayudado de verdad. Ya lo había dicho de una forma muy clara: si alguna vez se encontraba en algún lío, tenía que acudir a ella.

Aturdido y agotado, comenzó a cavilar sobre cómo llegar a donde estaba Maren.

Casi se tropezaron en el exterior de la entrada de personal. Cada uno había aparcado su vehículo de un modo ilegal en la parte de atrás de la comisaría, obstaculizando el tráfico que iba y venía de los surtidores de gasolina para coches oficiales.

—¿Dónde coño has estado? —preguntó Billy T.

Hanne se percató de que estaba más alterado que enfadado.

—He averiguado a quién estamos buscando —dijo Hanne.

—Pues yo también —replicó Billy T.

Se detuvieron.

—¿Por qué tengo la impresión de que no hemos llegado a la misma conclusión? —dijo Hanne en voz baja.

—Porque lo más probable es que no lo hayamos hecho —contestó Billy T. con la voz igual de baja.

Después permanecieron callados hasta que estuvieron sentados en el despacho de Hanne.

—Tú primero —dijo Hanne, dando un sorbo a una botella de Coca-Cola ya sin gas.

Torció el gesto y la dejó sobre la mesa.

—Es el amante —dijo tentativamente Billy T., cogiendo la Coca-Cola.

—Te lo advierto. Está malísima. —Gesticuló en dirección a la botella medio vacía—. ¿Qué es lo que te hace pensar que lo hizo el amante?

Tras escuchar su explicación, se quedó callada. Después se encendió un cigarrillo. Estuvo reflexionando durante unos siete minutos sobre lo que acababa de contarle. Billy T. dejó que pensara tranquilamente.

—Tráele a rastras cuanto antes —dijo ella finalmente.

—Hecho. ¡Sííí! —exclamó triunfante, dando un puñetazo sobre la mesa.

—Pero procura llevar una orden de registro. Por estafa. Y falsificación de cheques. Y robo.

—¿Y por homicidio no?

Ella negó imperceptiblemente con la cabeza.

—Pero, joder, Hanne, ¿por qué por homicidio no?

—Porque él no lo cometió.

Se levantó y cogió la legislación. Permaneció en pie hojeando el código penal. No recordaba bien si el robo de un talonario de cheques era robo con agravante o robo simple.

—¿Quién coño lo hizo entonces? —preguntó Billy T. casi berreando y gesticulando con los brazos—. En opinión de Su Alteza Hanne Wilhelmsen, ¿quién es el culpable? ¿O tal vez es un secreto que quiere guardarse?

—Maren Kalsvik —dijo ella con calma—. Maren Kalsvik lo hizo.

Antes de que tuviera la oportunidad de argumentar a favor de su aseveración, alguien llamó a la puerta. Billy T. se levantó y la abrió bruscamente.

—¿Y ahora qué es lo que pasa? —preguntó casi escupiendo a Tone-Marit.

—Hay más novedades. —Entró pasando por debajo del brazo de Billy T. y se dirigió a la subinspectora—. Mira esto, Hanne —dijo tendiéndole un documento.

Era la copia de un acuerdo matrimonial. Firmado por Agnes y Odd Vestavik.

—Odd Vestavik no le ha dicho toda la verdad al tío Torvald —dijo Tone-Marit—. Este acuerdo fue entregado al juez de paz dos días antes del homicidio. Aún no había sido registrado.

—¿Y qué es lo que pone? —preguntó Billy T. impaciente, mientras intentaba echar mano al documento que Hanne seguía leyendo aún y que, por tanto, no le dejaba coger.

—Pone que él puede quedarse con los bienes gananciales. Lo cual, en la práctica, implica que se queda con todo y que puede hacer lo que quiera. Todo le pertenece a él.

—¡Santo cielo! —dijo Hanne girándose hacia Tone-Marit—. ¿Cómo habéis conseguido todo esto? Cheques falsificados, documentos, acuerdos matrimoniales y sabe Dios qué más… Llevamos dos semanas dando vueltas en busca de motivos y coyunturas, ¡y en un solo día se agolpa todo!

—Nos organizamos bien el tiempo —dijo Tone-Marit mirando fijamente a Hanne a los ojos—. Porque, por desgracia, tenemos una subinspectora que no se molesta en dirigir a sus tropas como debería. Así que Erik y yo hacemos lo que podemos.

Su mirada no era hostil en absoluto. Ni siquiera desafiante. Pero era penetrante y no cedía ni un ápice.

Billy T. se quedó helado. No se atrevía a mover más que los ojos. Le parecía que el segundero del reloj de la pared se había detenido de puro espanto.

Touché —dijo Hanne sonriendo con suavidad—. He de decir que has dado en el blanco.

Billy T. espiró sonoramente y esbozó una amplia sonrisa.

—¡Vaya con los jóvenes, Hanne! No muestran ningún respeto.

—Y tú cierra el pico —le espetó, clavándole el dedo índice en el pecho—. Desde ahora voy a dirigiros. Dile a Erik que venga. Inmediatamente.

No tardaron mucho en expedir una orden de detención contra el amante. Ciertamente, el juez de instrucción que llevaba su caso era inexperto y bastante cortito. El interés que había mostrado hasta el momento en el homicidio de Agnes Vestavik había sido, como mucho, moderado. Se encogió de hombros y asignó a dos agentes del departamento de formación, a los que informó de los requisitos necesarios, aunque fue finalmente Hanne Wilhelmsen quien tuvo que darles en voz baja las instrucciones que precisaban a fin de ponerse en marcha. Ya habían comprobado que la desaparición del hombre no se debía a algo serio, sino que, simplemente, había estado en su casa bebiendo.

La subinspectora regresó a su despacho, donde Billy T. había traído unas Coca-Colas más frescas para los cuatro. Se sentó en su sitio y se bebió media botella. A continuación miró a Tone-Marit y después a Erik, antes de volver a mirar a la joven agente.

—Tienes razón. No he estado a la altura. Lo lamento.

Billy T. y Erik se sintieron abochornados e intentaron restar importancia al asunto mediante un gesto. Tone-Marit permanecía quieta mirándola.

—Lo lamento, de veras.

Tone-Marit la seguía mirando fijamente, pero una leve sonrisa asomó a sus alargados ojos. Hanne le devolvió la sonrisa y prosiguió:

—Ahora nos toca rebuscar en esta jungla de asesinos, y asesinas, en la que nos hemos perdido.

Hanne había dividido el contenido de la carpeta de cubiertas verdes en cuatro montones. Los había alineado ordenadamente y colocó su larga mano sobre uno de ellos. La alianza que llevaba llamó la atención de los tres que estaban sentados al otro lado de la mesa, y como movida por un antiguo reflejo, estuvo a punto de retirar la mano. Pero algo se lo impidió.

—Esta es Maren Kalsvik —dijo dando un golpe al primer montón de documentos antes de pasar al siguiente—. Y este es el amante que desplumó a su novia antes de su muerte. Aquí… —golpeó la tercera pila con la mano—, aquí tenemos al esposo que miente a la policía sobre los beneficios del fallecimiento de su esposa. —Colocó el cuarto montón, todavía enfundado en la cubierta verde, en un extremo de la mesa—. Y estos son todos los demás: Olav Håkonsen, su madre, Terje Welby y…

—¿Por qué has descartado realmente a Terje Welby? —la interrumpió Tone-Marit—. A pesar de todo, es alguien muy relevante aún, ¿no?

—Demasiado simple, Tone-Marit. Es demasiado obvio y simple. Y no me cuadra que no haya ninguna carta de despedida. Los investigadores que estuvieron en el lugar de los hechos ya no tienen dudas de que fue un suicidio. No sé si alguna vez lo dudaron. Terje Welby murió en su propia trinchera. Probablemente por arrepentimiento y depresión. Por haber sido un malhechor y un ladrón y haber robado dinero a su empleadora. Sin embargo, no hemos encontrado ningún otro indicio que confirme que matara a Agnes. Por otra parte, la experiencia nos dice que habría dejado una carta: o bien una carta en la que jurase que era inocente y pidiera perdón por todo lo que había hecho, o bien una carta en la que admitiese el delito. Se trata de un suicidio cometido por extrema desesperación. Supone tanto una huida como una penitencia. Y no lo habría llevado a cabo sin dejar que alguien supiera lo que había hecho y lo que no.

—Pero resulta que no escribió ninguna carta —dijo Billy T., soltando un eructo sonoro y prolongado.

—Yo creo que sí lo hizo —dijo Hanne sin perder la calma—. Estoy bastante segura de que escribió una carta. Pero alguien la ha eliminado.

A Erik se le derramó parte del refresco sobre la pechera de su camisa. Tone-Marit se quedó, literalmente, boquiabierta. Billy T. lanzó un silbido.

—Maren Kalsvik —dijo casi para sí mismo.

—Pero pudo haber sido cualquiera —objetó Erik—. ¿Por qué precisamente ella?

—Porque ella quería que nos conformásemos con la muerte del presunto asesino —dijo Hanne—. Porque su mundo se hundiría si perdiera su trabajo. Un trabajo que es su vida, y que consiguió mediante documentos falsos y mentiras.

Ahora fue Tone-Marit la que soltó un silbido. Un silbido suave y prolongado.

—Maren Kalsvik estudió en la Escuela Superior de Trabajo Social —continuó Hanne, juntando las manos detrás de la cabeza—. Eso es cierto. Sin embargo, suspendió el examen final. En la primavera de 1990. Eso no suponía un gran problema. Podía presentarse al examen al otoño siguiente. Sin embargo, el verdadero problema fue que volvió a suspender. Había tomado una de las peores decisiones de su vida. En vez de volver a cursar el último año y tener dos nuevas convocatorias de examen, decidió presentarse directamente. ¿Y os podéis creer que volvió a suspender?

—Pero ¿es tonta o qué? —murmuró Billy T.—. ¡Con lo lista que parece, maldita sea!

—Una cosa es ser lista en la práctica, y otra muy distinta es la teoría. Pudo haber miles de motivos por los que no aprobó. Lo dramático del caso es que, tras la segunda convocatoria, uno no puede volver a presentarse al examen nunca más. Es definitivo. Maren Kalsvik no figura como graduada por la Escuela Superior ni en 1990 ni en 1991. Es más, tampoco figura en ningún otro año. Y, cuando fue contratada, por fuerza tuvo que presentar un certificado de estudios. Y, simple y llanamente, presentó uno falso.

—¡Hostia puta! —dijo Billy T.

—Imagino que ella debió de exclamar algo parecido. Cuando suspendió, quiero decir.

—Pero ¿sabemos si Agnes había comunicado a Maren que estaba al tanto de su secreto? —preguntó Tone-Marit.

—No, no lo sabemos —dijo Hanne negando con la cabeza—. Pero, en el caso de que lo hubiera hecho, Maren sabía que su vida estaba abocada a la ruina. Eso es mil veces peor que pillarte robando treinta mil coronas. También es peor que quedarte sin casa y sin dinero. Y aún hay más…

Media hora más tarde habían consumido todos los refrescos y la temperatura del despacho de la subinspectora se acercaba alarmantemente a los treinta grados. Erik estaba excitado y sudaba, Billy T. se mostraba de lo más agradable y Tone-Marit volvió a constatar para sus adentros que Hanne Wilhelmsen era la mejor investigadora que jamás había conocido.

Ninguno de ellos lo ponía ya en duda. El amante era un canalla que sería sentenciado por un delito económico. El viudo era un pobre hombre, un infeliz que había temido contar la verdad cuando esta ni siquiera suponía una amenaza remota para él.

Maren Kalsvik era una asesina.

Pero, por muchas vueltas que le dieran, no era posible probarlo.

Cathrine Ruge estaba delante del puesto de frutas intentando recordar si le quedaban zanahorias o si debería comprar un paquete. No tenían una pinta muy tentadora, ya que estaban en pleno invierno. Tal vez fuera mejor comprar un colinabo. Cuando estaba sopesando si coger una raíz ovalada de color amarillo grisáceo, entró dando voces en la tienda una pandilla de jóvenes ruidosos, que llevaban plumíferos rojos con unos gatos blancos de fieltro cosidos a la espalda.

¡Dios mío, los bachilleres empiezan sus celebraciones cada vez más pronto!, pensó. En su época solían estudiar a tope hasta una semana antes del día de la fiesta nacional, salvo tal vez algunos encuentros en un bar algún sábado que otro. Ella solía lucir solo la típica gorra, que se ponía durante un rato el 17 de mayo.

Los jóvenes vaciaron una nevera de refrescos y se surtieron de cantidades enormes de chocolatinas. Sin cortarse para nada, fueron seleccionando las golosinas que les gustaban de un gran expositor de chucherías, y uno de los chicos, un tipo flacucho que gritaba más que todos los demás juntos, trató de impresionar a las dos chicas hasta el punto de que terminó volcando todo el contenido. Todos los bombones, caramelos y gominolas se desparramaron por el suelo. De repente, se hizo un silencio total. A continuación, se echaron a reír a carcajadas. La joven cajera parecía desesperada; posiblemente era más joven que ellos y jamás había estado tan cerca de una gorra de bachiller como en ese preciso momento. Ni siquiera se atrevió a reprenderlos. En vez de ello, cerró la caja y fue a buscar una escoba y un recogedor. Antes de que hubiera vuelto, los chavales habían arramblado ya con todas las Coca-Colas y chocolatinas que pudieron y salían corriendo de la tienda.

Cathrine consideró por un momento la posibilidad de detenerlos, pero estaba casi tan asustada como la joven cajera por culpa de aquella pandilla ruidosa y violenta. Salieron de la tienda en tropel, como si fueran un trol de muchas cabezas. No sin cierto bochorno, otros cuatro adultos que había en el local intentaron evitar mirarse unos a otros, pero ninguno levantó un dedo para intentar detener al monstruo.

En cualquier caso, Cathrine podía ayudar a la cajera a limpiar el estropicio. Se agachó vacilante y empezó a recoger las golosinas. Se habían mezclado con tierra y fango del invierno y, por tanto, había que tirarlas. La joven sujetaba paciente una gran bolsa de basura mientras susurraba:

—Vienen por aquí a menudo. Son muy escandalosos, pero no suelen robar.

—¡Dios mío, estás intentando justificarlos! —murmuró Cathrine levantándose—. Deberías denunciarlos, sin dudarlo.

—El jefe se encarga de esas cosas. Está a punto de llegar.

La chica parecía temer más al jefe que a los jóvenes que habían arrasado la tienda, y Cathrine se ofreció a esperarle a fin de ayudarle a explicar lo sucedido.

—No, por favor, no. Eso sería peor.

Tardaron diez minutos en recoger. Llenaron la cuarta parte de una bolsa grande de basura con golosinas estropeadas.

—Si avisáis al instituto tendrán problemas —dijo Cathrine en un intento vano de animar a la cajera, que había vuelto a entrar en su pequeño receptáculo—. El logo indica que van a la Escuela de la Catedral. Yo puedo…

—No, no —dijo la joven—. Olvídelo.

Cathrine sacudió la cabeza, pagó los artículos y salió por la puerta. Al final compró el colinabo, aunque estuviera blando y aguado. Estaba casi segura de que tenía zanahorias en el frigorífico.

Y de repente lo recordó. Recordó aquello que consideró tan importante cuando Christian le comentó que Maren podría haber asesinado a Agnes. Unas gélidas gotas de lluvia cayeron sobre su cara cuando se detuvo para pensar más detenidamente en si era preciso informar a la policía. Dejó la bolsa de plástico en la acera y se pasó una mano sobre su rostro frío y húmedo.

Seguramente no significaba nada. Tenía que ser Terje quien había matado a Agnes, aunque resultaba un poco desconcertante que los hubieran vuelto a llamar a todos para interrogarlos de nuevo. Era una pena que el día anterior, cuando volvió a prestar declaración, no se hubiera acordado. Podría haberlo explicado de una forma clara y sencilla, a fin de que la propia policía considerara si era importante o no. Llamar ahora para contarlo sería como asestarle una puñalada trapera a Maren. Sería un modo de despertar sospechas. Y ella no tenía esas sospechas. De ninguna manera. Tal vez por eso lo había olvidado.

Recogió la bolsa y comenzó a andar. El colinabo le daba golpes en la pantorrilla a cada dos pasos.

Debía reflexionar sobre ello.

Ya no tenía frío. Era muy extraño, porque sentía la piel como cuando tenía frío: erizada, entumecida, rara. Sin embargo, era incluso más extraño que no tuviera hambre. No había comido desde el día anterior y hacía tiempo que había vomitado la tarta. En vez de su habitual sensación de hambre, sentía unas vagas náuseas, aunque no se encontraba tal mal como la noche anterior.

Lo que más le molestaba era la cabeza. Sentía tanto dolor que parecía que alguien le había clavado un destornillador justo detrás de una de las sienes. De vez en cuando se llevaba la mano al oído, ya que le dolía tanto que era como si tuviera un enorme agujero en su interior.

Además tenía sed. Tenía muchísima sed. Las veces que había pasado por un quiosco o una gasolinera había considerado la posibilidad de entrar a comprar un refresco. Pero probablemente todo el mundo le estaría buscando en ese momento. Había coches de policía por todas partes; jamás en su vida había visto tantos coches patrulla como ese día. Aquello le retrasó bastante, y se cansaba todavía más al tener que esconderse cada dos por tres. No llevaban puestas las sirenas, así que tenía que permanecer alerta constantemente. Algunos iban muy despacio. Le estaban buscando. En una ocasión un coche policial se paró de repente a solo cien metros de él. Un hombre salió del vehículo, se puso la mano por encima de los ojos a modo de visera y miró en su dirección. Tuvo que echar a correr. Afortunadamente encontró abierta la puerta de un sótano situado en una especie de taller mecánico o algo así. Sin embargo, un hombre canoso y amargado le echó de allí cuando le descubrió en el colector de grasa. Por suerte, para entonces la policía ya había desaparecido.

Pero estaba tardando muchísimo tiempo. Tenía que llegar antes del anochecer. Cuando estuviese más cerca del orfanato, quizá podría recorrer el último tramo en autobús. Quizá. Tendría que verlo. Todavía no se había decidido.

—Hay un montón de coches ahí fuera buscándole. Le han visto dos veces. Aquí…

Con un dedo índice cuya uña había mordido hasta límites inverosímiles, Erik Henriksen señaló un punto en un mapa de Oslo bastante grande que había encontrado en la mesa de Hanne Wilhelmsen.

—… y aquí.

La subinspectora estaba haciendo una cigüeña con el papel de aluminio de un paquete de cigarrillos vacío. Al terminarla, se inclinó sobre el mapa y trazó unos círculos imprecisos con el meñique antes de dar con lo que buscaba. En ese punto, intentó colocar la cigüeña de pie.

—El orfanato —dijo. La cigüeña se cayó—. Se dirige al orfanato.

Con un lápiz partido en dos que le servía de puntero, trazó la ruta que iba desde Storo a Vårsol. Los puntos que Erik le había indicado estaban situados más o menos en línea recta, aunque más cerca de Storo que del orfanato.

—¿Y para qué diablos va allí? —preguntó Erik Henriksen, intentando volver a poner la cigüeña de pie—. ¡Si se escapó de él!

—La superficie tiene que estar toda plana —le instruyó Hanne—. Sepárale más las patas.

—¿Y qué crees que busca en Vårsol? —repitió el agente, quien al fin consiguió que el pájaro de papel se quedara de pie.

Hanne no contestó. No tenía ni idea de lo que buscaba Olav Håkonsen en Vårsol, pero aquello no le gustaba: la inquietaba. Una incipiente sensación de desasosiego se apoderó de la región situada entre el ombligo y el diafragma. Se volvía más intensa por momentos. A Hanne le resultaba familiar. Era la sensación que siempre tenía cuando surgía algo que escapaba a su entendimiento, aunque estaba claro que era importante. Algo que ella no podía prever, algo sobre lo que no podía construir sus teorías. Y no le gustaba en absoluto.

—Aunque, bueno —dijo Erik, tranquilizador—, hay cinco coches ahí fuera. No debería ser tan difícil capturar a un chaval de doce años.

Ya eran más de las dos de la tarde y el tiempo empezaba a escasear. Al menos, si tenían intención de cumplir su optimista promesa de resolver el caso antes del fin de semana. Hanne Wilhelmsen ya sentía pavor ante la idea de llamar a Cecilie para comunicarle que seguramente llegaría tarde. Tenían invitados y le había jurado que volvería a casa a tiempo.

Oh, shit —dijo ella de repente al recordar que había prometido comprar espárragos frescos y berenjenas en la verdulería de Vaterland.

Su jefe de departamento frunció el ceño con expresión interrogante.

—Nada —dijo Hanne—. No pasa nada.

Se giró hacia el fiscal que, medio ladeado en su silla, estaba ocupado en ese preciso momento tratando de sacarse algo que tenía dentro del oído. Primero lo intentó con el dedo, pero al no obtener ningún resultado, cogió un clip y lo abrió para crear una suerte de bastoncillo que se metió a fondo en el interior de la oreja.

Hanne sabía que debería advertirle, pero pasó de hacerlo.

—Entonces ¿estás seguro de que no hay suficiente motivo para una detención? —le preguntó por tercera vez.

—Sí —contestó el fiscal, retirando el bastoncillo.

Un trozo de una sustancia de color marrón amarillento apareció pegado a la punta y él se mostró eufórico. Hanne se dio la vuelta. El fiscal se guardó el clip en el bolsillo de la camisa y se incorporó en la silla.

—Lo único que tienes es un montón de buenas teorías. Nada concreto. Ella tiene un móvil, pero en este caso no faltan. Las personas con móvil, quiero decir. Además, no sabes si Agnes se había enfrentado a Maren a propósito del falso certificado de estudios. Si encuentras alguna prueba de ello, volveré a considerarlo. En tal caso, estaríamos más cerca de algo parecido a un motivo para detenerla. Necesito más, Hanne. Mucho más.

—Pero por lo menos sabemos que falsificó su certificado de estudios. ¿No podemos detenerla por eso?

El fiscal sonrió con aire condescendiente y volvió a sacar su improvisado bastoncillo. Se dispuso a perforar el otro oído.

—Ya la pillaremos por ese tema —dijo con la cabeza ladeada—. Pero será con tranquilidad y sin detenciones. Con mucha discreción. ¡Ay!

Se sacó de la oreja el maltratado clip y lo miró disgustado. Luego pasó el pulgar y el índice por la punta, se limpió la cera en el pantalón y se puso en pie.

—Mi consejo es que volváis a interrogarla. Apresuraos con lo que tengáis y cruzad los dedos para que se produzca una confesión. Ella ya debe de estar bastante desgastada.

Después sonrió y se marchó.

—Tío asqueroso… —dijo Hanne débilmente cuando el fiscal cerraba la puerta, con la esperanza de que la oyera.

El jefe de departamento no sonrió en absoluto. Se levantó y salió también del despacho.

—En realidad tiene razón —dijo Billy T. secamente cuando la puerta se hubo cerrado por segunda vez.

—Odio que la gente de esa calaña tenga razón.

—Tú no soportas que nadie más que tú tenga razón, permíteme que te lo diga.

—¡Agh! —bufó, y le dio una colleja—. Entonces ¿qué hacemos?

—Podríamos pedirle que viniera aquí con la excusa de que el interrogatorio de esta mañana fue interrumpido —propuso él sin gran entusiasmo.

—Y ella nos volverá a pedir que vayamos allí para hacerle el interrogatorio, y nosotros insistiremos en que venga aquí —canturreó Hanne con fingida monotonía—. Y entonces ella no entenderá por qué la cosa no puede esperar al lunes, así que nosotros nos pondremos más estrictos y le ordenaremos que venga aquí inmediatamente, con el consiguiente riesgo de que se huela algo. Y así tendrá todo el tiempo del mundo para eliminar las pruebas que posiblemente existan en este… ¡jodido caso!

Y al fin estalló. El mapa de Oslo que estaba sobre la mesa, bastante nuevo y perfectamente utilizable, se transformó en cuestión de segundos en una bola de papel arrugada. Hanne lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared, para luego recogerlo algo avergonzada a ver si podía recuperarlo.

De repente se oyó en el pasillo una ensordecedora algarabía. Se miraron entre sí, compitiendo para ver quién era el menos curioso. No tuvieron que esperar al resultado, ya que la puerta se abrió bruscamente y la sargento Synnøve Lunde entró en el despacho prácticamente pegando brincos.

—¡Hemos pillado al tío! ¡Al doble asesino de Smestad! ¡Lo pillamos a bordo del ferry que va a Dinamarca!

Después volvió a salir dando saltos.

Hanne Wilhelmsen y Billy T. intercambiaron miradas sombrías.

—Vamos a ver a Maren Kalsvik —decidió Hanne.

En el orfanato Vårsol la situación estaba lejos de ser satisfactoria. Las listas de guardia se habían ido desmoronando a medida que la gente moría o cogía la baja, y Maren Kalsvik apenas daba abasto para organizarlo todo. Los niños supieron aprovecharse de la situación. Armaban más barullo, discutían más y su mal comportamiento estaba llegando al límite. Raymond hacía lo que le daba la gana, lo cual era menos preocupante que el hecho de que, ese mismo día, hubieran pillado a Glenn robando en una tienda. Anita no hablaba con nadie y estaba siempre de muy mal humor. Maren sospechaba que su chico había roto con ella. Los gemelos se habían propuesto volver loca a Jeanette, cosa que estuvieron a punto de lograr la noche anterior meándose en su cama, sin que ella se percatara hasta que se acostó en mitad de aquella cochinada. Kenneth estaba más angustiado que nunca y se le había metido en la cabeza que había un pirata viviendo en el sótano.

—¡Quiero silencio ya! —chilló.

Que Maren Kalsvik perdiera el control en un arrebato de ira era algo tan poco habitual que consiguió su propósito. De manera inmediata. Pero unos minutos más tarde comenzó de nuevo.

Eran las tres de la tarde, y hacía apenas una hora que los primeros niños habían empezado a regresar del colegio. A los dos minutos de volver Kenneth, le entró dolor de cabeza. Y luego fue en aumento.

Se refugió en el cuarto de la televisión y cerró la puerta. Christian tendría que ocuparse de ellos aún un rato más. A él se le daban bien los niños, aunque a veces era algo más permisivo de lo debido.

Aire. Necesitaba aire. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Aquello le sentó bien y comenzó a respirar profundamente. Las aletas de la nariz se movían al ritmo de su respiración: hacia fuera, hacia dentro, hacia fuera, hacia dentro. Cerró los ojos.

De algún modo deseaba que jamás fuera necesario volver a abrirlos.

—¡Allí! ¡Allí está otra vez!

El ayudante de policía pegó la cabeza contra la ventanilla del coche patrulla e intentó señalar en la dirección correcta, aunque más bien daba manotazos imprecisos en el cristal.

—¡Allí, en aquel jardín!

—Avisa a la patrulla más cercana y pide que lo intercepten desde el otro lado de la urbanización. ¡Y diles que apaguen las sirenas, maldita sea!

Unos segundos después de que el ayudante ejecutara la orden de su superior, comprobaron cómo el sonido de las sirenas se desvanecía a lo lejos.

—Si no pillamos al crío ese, entregaré mi placa, ¡joder! —dijo el agente mayor, dando un volantazo innecesario, ilegal y muy efectivo para dar la vuelta.

Lo había conseguido. Si no fuera porque estaba tan cansado, se sentiría muy orgulloso de sí mismo. Maren iba a sentirse muy orgullosa de él. Por el camino, se atrevió a preguntar un par de veces. En algunos lugares vio edificios que podía reconocer. Ya había llegado. Pero los policías pululaban por todas partes. Cada vez había más y durante el tramo final tuvo que atravesar jardines y matorrales a fin de no ser visto desde la calle.

Lo había conseguido. Pero ¿cómo llegaría a Maren sin que lo vieran?

Vacilante, buscó refugio bajo unos árboles desnudos de ramas colgantes. Todavía había claridad suficiente como para que pudieran verlo a distancia, y por eso se pegó al tronco todo lo que pudo. Tan solo una calle, una verja y el camino del jardín le separaban de la puerta de entrada a Vårsol.

Más o menos unos cincuenta metros.

Maren Kalsvik abrió los ojos al fin. Lentamente y con titubeos. Se llevó las manos a la cara. Su piel estaba helada, pero no tenía frío. Se apoyó en el marco de la ventana y presionó una de las caderas contra el mismo. De alguna forma, el dolor le resultó placentero y le recordó que aún seguía viva. Su cabeza estaba llena y vacía a la vez. Sintió un ligero mareo y, extrañada, advirtió que había aguantado la respiración demasiado tiempo. Volvió a coger un poco de aire entre jadeos.

Había empezado a oscurecer. Las sombras ya no eran igual de nítidas y se confundían por doquier con la negrura del suelo. Alguien había dejado la verja abierta. La verja que debía estar cerrada siempre.

Algo se movía bajo los árboles al otro lado de la calle. Los contornos de una figura comenzaban a definirse, cuando una furgoneta con un logo de una empresa de carpintería en un lateral le arrebató la visión durante un instante. Cuando el vehículo hubo pasado, se vio obligada a fruncir los ojos para comprobar si había visto bien.

Aunque la figura —que se trataba, en efecto, de un ser humano— se había pegado aún más al tronco del árbol que se alzaba junto a la acera, ahora se dibujaba con bastante claridad. No era especialmente alta, pero sí grande y ancha.

—¡Dios mío, es Olav! —exclamó Maren.

Se dirigió corriendo a la puerta y, al doblar la esquina de la escalera para alcanzar la salida, estuvo a punto de resbalar por culpa de unas piezas de Lego que había en el suelo. Sin embargo, logró mantener el equilibrio y, sin ni siquiera calzarse, bajó corriendo los escalones de fuera y salió al exterior.

—¡Olav! —gritó con los brazos abiertos—. ¡Olav!

Cuando él salió de la sombra y su figura se hizo más nítida, Maren vio el coche. No se percató de inmediato de que era un coche de policía. Solo vio que iba demasiado deprisa.

El chico atravesó la acera y dio el primer paso para cruzar la calle. En ese momento, ella solo había recorrido la mitad del sendero del jardín.

—¡Para! —gritó, deteniéndose de repente con la esperanza de que el niño hiciera lo mismo.

Pero él prosiguió.

Ella vio su cara a apenas unos quince metros. Olav sonreía. Sonreía de una manera que ella nunca había visto antes. Parecía feliz.

Cuando hubo avanzado un par de metros por la calle, empezó a tambalearse un poco y levantó el brazo, probablemente para saludar.

El coche iba demasiado deprisa. Iba demasiado deprisa con respecto al límite de velocidad de treinta kilómetros por hora, e iba demasiado deprisa para poder frenar ante un chico de doce años que, de pronto, cruzó la calle bamboleándose.

Los frenos chirriaron. Maren Kalsvik dio un grito. Una anciana que vivía cuatro casas más abajo en la misma calle y que había salido para que su caniche hiciera sus necesidades mientras aún quedaba algo de luz empezó a chillar como una posesa.

La parte delantera del coche impactó contra el niño a la altura de las rodillas y ambas piernas se partieron de inmediato. Se vio lanzado contra el capó y su pesado cuerpo rompió el parabrisas antes de continuar rodando sobre el techo. El policía que llevaba el vehículo perdió el control del volante y el coche derrapó lateralmente unos diez metros por un asfalto irregular hasta chocar contra una valla de metal de un metro de altura. A continuación se detuvo al impactar contra el tronco de un árbol talado. Las dos puertas quedaron parcialmente aplastadas y los dos policías, aturdidos, tiraron con fuerza de las manijas.

Olav yacía en mitad de la calle.

Maren Kalsvik llegó donde estaba el chico en el momento en que este abrió los ojos.

—No te muevas, Olav, tienes que estarte totalmente quieto.

Él sonrió de nuevo. Una sonrisa desconocida y genuina. Se sentó junto a él y no deseaba más que levantarle y abrazarle. Pero puede que se hubiera roto el cuello. Así que se limitó a acercar su cara a la suya y acariciarle las mejillas muy suavemente.

—Todo irá bien, Olav. Quédate quieto y todo saldrá bien.

Al niño le caían unos hilillos de baba. Ella se bajó la manga del jersey y le secó la barbilla con cuidado.

—Te vi, Maren —susurró él casi inaudiblemente—. Estabas corriendo. En el jardín. ¿Oíste…? —Hizo una pequeña mueca y ella le indicó que se callara—. ¿No oíste que yo…? —prosiguió entre jadeos—. Tú…

Maren Kalsvik tenía muchísimo frío. La sensación le sobrevino de repente sin que tuviera nada que ver con el hecho de encontrarse descalza y sin ropa de abrigo en una calle fangosa de Oslo una tarde de febrero. El frío procedía del interior de la casa, de un cuarto que ella había cerrado para después tirar la llave. Ahora la puerta se había abierto de par en par. Los dientes le castañeaban mientras pedía al niño que permaneciera en silencio.

—No te muevas, Olav. Debes mantenerte completamente quieto.

Luego levantó el torso desesperada para gritar:

—¡Una ambulancia! ¿Es que nadie ha llamado a una ambulancia?

La anciana se había sentado en la acera y lloraba con tanta intensidad que el caniche daba vueltas a su alrededor, todo confuso, mientras gañía y ladraba. Los policías todavía no habían logrado salir del coche destrozado. Otro vehículo tomó la curva y tuvo que frenar en seco cuando el conductor vio lo que había sucedido.

—¡Llama a una ambulancia! —chilló Maren de nuevo, esta vez dirigiéndose a Christian, que permanecía como una estatua de sal en la escalera sujetando con todas sus fuerzas el pomo de la puerta para detener a los cinco niños que intentaban abrir desde dentro.

—Estabas llorando —susurró Olav tan débilmente que ella tuvo que acercar el oído a su boca—. Tú… Yo te vi correr, Maren.

Entonces él volvió a sonreír y, balbuceante, le susurró algo al oído.

En el momento en que Hanne Wilhelmsen y Billy T. llegaron, después de haber corrido los últimos quince metros desde el coche que ahora bloqueaba la calle, Olav Håkonsen espiró levemente, casi de modo inaudible, y murió.

Tras interrogar a Maren Kalsvik durante hora y media, lo único que había logrado Hanne Wilhelmsen era que Cecilie se cabreara aún más con ella. Había llevado su tiempo dejarlo todo en orden en el orfanato antes de volver a la comisaría. Hanne miraba fijamente a través de la superficie de cristal casi negra de la ventana, y pensó frustrada que los invitados estarían a punto de acabar el primer plato. Pensó en qué se le habría ocurrido a Cecilie para los entrantes, ya que los espárragos no habían llegado a tiempo.

Ojalá Billy T. volviera pronto. Ese fin de semana le tocaba quedarse con los niños y había prometido que regresaría en cuanto los hubiera acostado a todos. Su hermana se quedaría de canguro. Hanne se revolvió el pelo y se masajeó el cuero cabelludo.

No habían conseguido nada.

Maren Kalsvik había rechazado todo tipo de asistencia legal. Hanne Wilhelmsen le había comunicado que estaba acusada por la falsificación de su certificado de estudios y que, por el momento, solo era sospechosa del asesinato de Agnes Vestavik.

—Así que no tiene todos los derechos del mundo en ese aspecto… —puntualizó Billy T. como era de esperar.

En cualquier caso, podía solicitar un abogado. Pero se negó. En cuanto al certificado de estudios, lo admitió todo en un tono de voz neutral y sin inmutarse. Durante todo el interrogatorio, permaneció como una muñeca de madera, limitándose a responder con monosílabos hasta donde le era posible. Cuando Hanne, más por mero interés humano que por su estricta relevancia para el caso, quiso saber por qué Maren había suspendido tantas veces, su rostro se volvió más inexpresivo si cabía. No quiso contestar a eso.

Y cada vez que Hanne pensaba que ya la tenía entre la espada y la pared, Maren no hacía más que negar rotundamente dos cosas: que Agnes le dijera que la había descubierto, y que tuviera algo que ver con el asesinato de la gerente.

—Yo no tenía idea de que lo había descubierto —aseguraba—. Y no tenía ningún motivo para matar a Agnes.

Hanne Wilhelmsen encendió un cigarrillo y colocó las piernas sobre la mesa. Luego miró al vacío antes de cerrar los ojos. El cuerpo pesado y muerto de Olav se había grabado en el interior de sus párpados, y volvió a abrirlos con rapidez. A continuación examinó detenidamente a la mujer que tenía enfrente.

—En el fondo usted quería a ese niño —dijo en voz baja.

Maren Kalsvik se encogió de hombros y no se dejó tentar para cambiar de actitud.

—Me di cuenta de ello. Le quería, ¿verdad?

No había llorado. Había agarrado al niño con fuerza, pero cuando al fin lograron hacerle entender que había muerto, ella lo soltó, se levantó y adoptó la expresión gélida que había mantenido desde entonces. Aquello ponía a Hanne de los nervios.

—Bueno —prosiguió, tras haberle concedido un par de minutos a Maren Kalsvik para contestar sin que esta aprovechara la oportunidad—. No estamos llegando a ninguna parte. Y se está haciendo tarde. Por tanto le diré lo que yo pienso. Para que reflexione sobre ello en la celda donde va a pasar la noche. Debería pensar si le conviene o no confirmar lo que ya sabemos.

Se extralimitó con lo de la celda. Pero funcionó; un temblor breve, casi invisible, asomó en la comisura de los labios de la mujer y permaneció allí. Durante un largo rato.

Hanne se levantó y rodeó el escritorio. Se sentó en la mesa y cruzó las piernas. Maren Kalsvik estaba sentada a un metro de distancia y se quedó mirando fijamente un punto en el vientre de la subinspectora.

—Usted tenía una cita con el dentista ese día. La conversación de Agnes con Terje tardaba tanto que usted solicitó postergar la suya. Tenía que llegar a tiempo a su cita con el dentista. Me imagino que eso no le hizo mucha gracia a Agnes. Ella debía de estar de muy mal humor aquel día. Es comprensible. Un empleado desleal tras otro.

Maren seguía mirando fijamente algún punto de su jersey, pero Hanne observó que, en cualquier caso, el temblor de la comisura de la boca no había disminuido.

—Es posible que Agnes no quisiera que se armara mucho jaleo. Tal vez usted tuviera también planes para el resto del día. Yo qué sé. Pero creo que es probable que ella le pidiera que volviese más tarde esa misma noche. Muy tarde. Ella quería acostar a su hija primero. Y también tener algo de tranquilidad en la residencia. Qué sé yo. Tal vez usted intuyera que la esperaba algo desagradable. Es muy probable que así fuera, porque ella debió de haber insistido mucho en que se reunieran. En cualquier caso…

Se levantó de la mesa y volvió a sentarse en su sitio. Cogió una hoja blanca de un cajón y empezó a hacer un avión de papel.

—En cualquier caso, usted regresó seguramente sobre las diez y media. No dijo nada al llegar, porque sabía que a esa hora algunos de los niños estaban a punto de dormirse. Puede que se asomara para saludar a Eirik Vassbunn, pero al ver que estaba dormido le dejó tranquilo. Tal vez por consideración.

Maren se balanceaba adelante y atrás sin cesar.

—Pero, por supuesto, pudo haber sido por otros motivos. En todo caso, él no se dio cuenta de que usted había llegado.

El avión estaba casi terminado. Cogió otra hoja y arrancó un trocito de papel que convirtió con esmero en una cola.

—Luego se enteró de qué se trataba. De las pruebas que ella tenía. De que estaba despedida. O de alguna cosa peor.

Hanne desplazó su mirada desde el avión de papel hasta la cara de la mujer. Seguía inexpresiva. Como si estuviera esculpida en piedra. Hanne ya no la irritaba. Aquello era buena señal. Una jodida buena señal.

—Seguramente hablaron en voz baja. Había niños durmiendo en toda la planta. Aunque algunas habitaciones las separaban de ellos. Pero para serle sincera…

Hanne Wilhelmsen se interrumpió y lanzó el avión, el cual dibujó un precioso arco en dirección al techo. Casi se detuvo cuando alcanzó la cima de la curva, pero acto seguido cayó trazando rápidos círculos hasta aterrizar sobre el marco de la ventana. Maren Kalsvik no se inmutó. Ni se dignó mirar al avión.

—He intentado ponerme en su situación —dijo Hanne en tono afable—. He intentado imaginarme cómo debe de ser que la descubran a una. Que mi jefe averiguase que no había ido a la academia de policía. Que todos lo supieran. Que me despidieran y me quedara en el paro.

Vertió las últimas gotas de su café en el cenicero repleto de colillas y arrojó todo el contenido en la papelera. Después metió la mano en un cajón y sacó cuatro kleenex con los que secó el cenicero antes de encenderse otro cigarrillo.

—Yo, simplemente, me derrumbaría. Quiero decir, si después de tantos años, después de haber demostrado que soy buena en mi trabajo, un insignificante trozo de papel fuera a destrozar toda mi vida. —Sacudió la cabeza y dio unos chasquidos con la lengua—. Maren, no me estoy burlando —prosiguió en voz baja—. Lo digo en serio. Me derrumbaría por completo. Y aunque para mí el trabajo significa mucho, creo que para usted es todavía más importante. Se nota por la forma en que trata a los niños.

Lanzó una serie de anillos de humo al aire. Ambas permanecieron en silencio durante un rato. Lo único que se oía eran pasos que iban y venían por el pasillo. El edificio estaba a punto de vaciarse para el fin de semana.

—Dígame si estoy equivocada —la alentó Hanne de repente, y por fin logró captar la mirada de la mujer, que cambió de posición en la silla y agitó la cabeza mientras murmuraba algo que Hanne no lograba entender. Después volvió a su papel de esfinge—. A lo mejor le pediste clemencia. Yo lo habría hecho —continuó Hanne sin alterarse—. Pero Agnes… Por cierto, ¿sabes lo que significa Agnes? Pura y virginal. Santa Agnes era recatada, pero intransigente. Eso le costó la vida. ¿Nuestra Agnes era igual de intransigente?

Maren seguía sin contestar, pero su rostro se puso pálido hasta el punto de volverse casi transparente.

—Posiblemente lo fuera —dijo Hanne a falta de confirmación verbal de su interlocutora—. Y a ese respecto me gustaría que me diera algunos detalles. ¡Míreme!

Dio un puñetazo en la mesa con ambas manos y Maren Kalsvik se sobresaltó. Durante un instante, sus miradas se cruzaron antes de que el contacto visual volviera a desaparecer. Hanne meneó la cabeza.

—Había unos cuchillos allí. Los cuchillos recién afilados de Agnes. Probablemente estaban en el escritorio, o tal vez en la estantería. No es tan importante dónde estuvieran. En cualquier caso, usted daba vueltas por la habitación y, al situarse detrás de Agnes, de repente explotó. Esas cosas suelen pasar con extrema rapidez. Suceden antes de que dé tiempo a pensar. Usted agarró un cuchillo y se lo clavó en la espalda. Estaba furiosa porque estaba desesperada, fuera de sí. Aquí hay mucho material para un abogado defensor, Maren. Muchísimo. Incluso tal vez haya alguno que quiera alegar que tenía las facultades mentales perturbadas en el momento del crimen. Le vendría bien un abogado.

Hizo rodar su silla hasta la ventana para abrirla. La habitación estaba gris por el humo del tabaco. Ahora entró un aire frío.

—¿Llamo a un abogado?

—No.

Maren había permanecido callada tanto tiempo que sus cuerdas vocales casi se habían paralizado; su respuesta pareció más un carraspeo que una palabra. Hanne maldijo a Billy T. por no dar aún señales de vida.

—¿Está segura?

—Sí.

—De acuerdo. Entonces continúo. Seguramente, usted no podía entender lo que acababa de hacer. ¿Sabe?, los homicidios casi siempre se cometen en un estado de enajenación mental. Usted no había planeado nada de aquello. ¡Más material para un abogado defensor!

Hanne cogió la guía telefónica de Oslo y la hojeó hasta llegar a la sección de abogados. Acto seguido la plantó sobre la mesa delante de Maren Kalsvik.

—Yo le recomiendo encarecidamente que contacte con uno.

La mujer no contestó. Se limitaba a negar débilmente con la cabeza.

—Bueno, ya no se lo repito más veces —dijo Hanne, frustrada, y volvió a coger la guía telefónica para cerrarla de golpe—. Es posible que pensara en avisarnos enseguida. Pero cambió muy pronto de opinión. Sabía dónde estaba la llave del escritorio. La cogió y abrió los cajones buscando material comprometedor. No tengo ni idea de si encontró algo sobre usted. Pero probablemente encontrara algo sobre Terje. Y lo dejó allí. Con la esperanza de que la policía lo encontrara. —Hanne rio. Una risita breve—. ¡No tiene nada de extraño que supiera que Terje había entrado en el despacho después de usted! Cuando hablamos al día siguiente del asesinato, debí haber dado mayor importancia a la enorme sorpresa que se llevó al enterarse de que la llave no se encontraba debajo de la maceta. Porque usted la había vuelto a poner allí. Al ver que no deteníamos a Terje, usted se percató de que no habíamos encontrado nada. Por tanto… —Y se dio unos expresivos golpes en la sien con el índice de la mano izquierda.

Maren Kalsvik seguía sentada como un zombi, inmóvil y con la mirada fijada en algo que Hanne Wilhelmsen era incapaz de vislumbrar. Seguramente no fuera algo de este mundo. Sus ojos tenían un débil color azul acerado, como si no pertenecieran a un ser humano, sino más bien a un perro o a un lobo. Según recordaba Hanne, antes eran más azules. Por lo demás, todo el despacho parecía gris en ese momento. Los pasos y las voces procedentes del pasillo que habían irrumpido en su monólogo a intervalos cada vez más largos ya habían desaparecido del todo. Una gran parte del departamento se había ido a celebrar la resolución del caso del doble asesinato con una cerveza, o cuatro. En casa, Cecilie probablemente estaría preparando el café tras agotar todas las excusas de por qué Hanne nunca aparecía. El paradero de Billy T. era un enigma. Erik y Tone-Marit habían obtenido permiso para irse sobre las siete, después de que el amante hubiera admitido entre lágrimas su culpabilidad en el fraude de los cheques. Por su parte, el amigo con el que afirmaba haber estado tomando café hasta muy tarde la noche del crimen, y al que por fin habían podido localizar, insistió en la veracidad de su coartada, algo que el personal de la cafetería pudo confirmar con cierta vacilación pero con suficiente seguridad. Dejaron marcharse al amante. Sin duda lo estaría pasando fatal.

Hanne Wilhelmsen tampoco se sentía muy allá.

Pero Maren Kalsvik lo estaba pasando muchísimo peor. Permanecía totalmente quieta, sin decir nada, sin mirar nada, sin reaccionar ante nada de lo que se le decía. Era su única manera de aferrarse a la vida y a la realidad.

No obstante, en su interior había algo que estaba a punto de romperse. Tenía la sensación de que los intestinos habían cambiado de sitio caóticamente. El bajo vientre le latía como si el corazón se hubiera desplazado hasta allí. Solo podía respirar con la parte superior de los pulmones, como si estos se hubieran amontonado en su garganta y no encontraran espacio suficiente. No había ningún pensamiento en su cabeza. En cambio, los sentimientos se revolvían en su tripa intentando salir. Las piernas y los brazos parecían haberse desvanecido: yacían allí, muertos y entumecidos, y no servían más que para obstruir todo lo que pugnaba por brotar dolorosamente de su torso.

Solo podía aferrarse al hecho de que tenía que sobrevivir. Y la única forma de sobrevivir era permanecer completamente quieta y esperar a que todo pasara. Nadie en el mundo podía ayudarla excepto ella misma. Callándose. No debía desmoronarse. No debía pensar que Dios le había dado la espalda. Se agarraba a un punto rojo situado en algún lugar de su vientre, aferrándose al mismo sin querer soltarse.

La carta de despedida llegó por correo dos días después de que él se quitara la vida. Ella la abrió violentamente, manchándola de café. La carta iba dirigida a ella. «Yo no maté a Agnes», decía. Suplicaba que le creyera. También ponía otra cosa: «Ten cuidado, Maren. Agnes sabía lo de tu certificado de estudios falso. Yo también lo sabía. Ten cuidado. Yo he cometido muchos errores. Pero tú también».

Quemó la carta. No era para la policía. Era para ella.

¡Dios mío!, resonó en algún lugar de sus tripas. Perdóname. Ayúdame.

La subinspectora Hanne Wilhelmsen había dejado que durante un rato la sospechosa permaneciera absorta en sus pensamientos. En realidad, no sabía a qué estaba esperando. Estaba a punto de sumirse en una especie de indiferencia como mecanismo de defensa ante la insoportable certeza de hallarse delante de una asesina y no tener ni idea de cómo llevar a cabo su trabajo: asegurarse de que aquella mujer tuviera su merecido castigo. Probar que ella lo había hecho.

Logró ahuyentar aquel sentimiento, aunque sabía que regresaría de nuevo si no pasaba nada en breve.

—No tenía necesidad de temer por las huellas dactilares. Solo por las del cuchillo, claro está. Todas las demás huellas estaban allí de forma natural. Usted había estado allí cientos de veces. Así fue como entendimos por qué se había llevado los demás cuchillos.

Maren Kalsvik se movió por primera vez durante el interrogatorio. Rígida y dolorida, se inclinó hacia la taza de café, cuyo contenido, espeso y muy fuerte, estaba frío. Parpadeó con fuerza un par de veces; cerró los ojos como si se le hubiera metido una mota de polvo. Una minúscula lágrima se había aferrado a la pestaña izquierda, antes de desprenderse y deslizarse lentamente por la mejilla. Era tan pequeña que se evaporó antes de llegar a la boca. Después volvió a reclinarse, adoptando aquella posición de figura de papel.

—Porque ahora… —dijo Hanne levantándose—, ahora le voy a decir lo que yo pienso. Le voy a decir por qué comprendimos relativamente pronto que el asesino tenía que ser alguien que frecuentaba el lugar a diario, alguien que no tuviera que temer que hubiera huellas dactilares en otras partes del despacho.

Se dirigió a la puerta y la abrió. Fuera no había nadie y todo se hallaba en penumbra.

—Ahora yo soy usted, ¿de acuerdo? —Se señaló alternativamente a sí misma y a la otra mujer—. Acabo de matar a otro ser humano. Estoy alterada, estoy desesperada, pero lo más importante es que no quiero que me pillen. Me apresuro a salir. Pero, entonces, es posible que de pronto recuerde lo que pasó cuando agarré el cuchillo para clavárselo a Agnes.

Maren Kalsvik no hizo ademán de mirarla. Permanecía igual de quieta, vista de perfil desde la puerta. Hanne suspiró, se acercó a ella y la agarró del mentón. Su rostro estaba helado, pero su cabeza colgaba lánguida y la subinspectora no tuvo ningún problema para forzar el contacto visual.

—Cuando se coge un cuchillo que se encuentra entre un montón de cuchillos, resulta muy difícil evitar tocar los demás. Es prácticamente imposible si uno no se toma el tiempo necesario para cogerlo con mucho cuidado. ¡Mire!

Sacó cuatro objetos alargados de un cajón; un cortapapeles, un estuche estrecho de piel, un rotulador y un teléfono móvil. Los colocó todos sobre la mesa.

—Si cojo cualquier objeto sin saber en realidad cuál quiero coger, ¡pasaría esto!

Al agarrar con rapidez el cortapapeles, demostró su argumento. También había tocado los tres objetos restantes. Tal y como ya le había demostrado a Billy T. en un bar de Grünerløkka.

—Usted no tenía tiempo para detenerse en minucias. Actuaba en un estado de enajenación mental. En un momento de rabia y desesperación. El único lugar donde no convenía que encontraran sus huellas era en los otros cuchillos. Podría haberlos limpiado. Pero en ese caso tardaría más.

Le soltó el mentón y se dirigió a la ventana.

—Lógicamente, cualquiera tendría miedo de que encontraran sus huellas en los cuchillos. Pero ya sabe… —Las palmas de sus manos tocaron el cristal frío e hizo una pausa antes de darse la vuelta y continuar—: Si lo hubiera hecho alguien de fuera, él o ella habría temido dejar huellas en otras partes también. Si hubiera sido alguien de fuera, tendríamos dos teorías: o bien que hubiera planificado de antemano cometer un acto ilegal, y en ese caso la persona en cuestión llevaría guantes y no tendría ningún motivo para llevarse los cuchillos; o bien que se tratase de un homicidio no planificado, un acto cometido en un estado de enajenación mental, y entonces los cuchillos serían el menor de los problemas. Tendría que limpiar un montón de sitios: el pomo de la puerta, tal vez la superficie de la mesa… Los reposabrazos de la silla. Qué sé yo. Cuando uno entra en un sitio, siempre toca algo. Y así fue como di con la clave.

Maren Kalsvik seguía sin moverse. Ni siquiera parecía respirar.

—Ninguna superficie de aquella enorme habitación había sido limpiada. Había manchas, polvo y todo tipo de residuos por todas partes. Ninguna señal de que alguien se hubiera tomado su tiempo para limpiar. La persona que mató a Agnes y se llevó los cuchillos no tenía que preocuparse más que justo de eso. La persona en cuestión pertenecía a Vårsol. Las huellas que había en el despacho de Agnes eran las de siempre. Excepto las de los cuchillos, unas huellas que nadie podía justificar.

La subinspectora se dirigió de nuevo hacia la puerta y prosiguió con su interpretación del papel de sospechosa de homicidio.

—Entonces, tal vez, oigo venir a alguien. Y tal vez, simplemente, me asuste mucho. En cualquier caso, tengo mucha prisa por largarme de allí. Lo más fácil es llevarme los cuchillos. Eso fue lo que usted hizo. Y luego decidió bajar por la escalera de incendios antes de desaparecer. La suerte para usted fue que… —Hanne se rio a carcajadas—. Fue un acierto por su parte poner de nuevo la escalera en su sitio cuando regresó más tarde. Antes de que llegara la policía. Nos causó bastantes quebraderos de cabeza. En fin…

Volvió muy despacio a su silla detrás de la mesa y, al pasar junto a la sospechosa, deslizó levemente una mano por su espalda.

—Así —concluyó con énfasis y una sonrisa ostentosamente satisfecha cuando volvió a sentarse—. Así fue como sucedió. Más o menos, en cualquier caso. ¿Verdad?

Maren Kalsvik había recuperado algo del color azul de sus ojos. Levantó una mano, contemplándola como si le sorprendiera ser aún capaz de moverla. Luego se pasó los dedos por el cabello y miró a Hanne Wilhelmsen directamente a los ojos.

—¿Cómo piensa probar todo eso?

Hanne Wilhelmsen se preguntaba dónde coño se había metido Billy T.

Hacía ya rato que los hijos de Billy T. se habían quedado dormidos, después de mucho ajetreo y tres capítulos de Mío, mi pequeño Mío. Su hermana sonrió y le obligó a marcharse antes de que se apalancara con una pizza, cerveza y el mando a distancia.

Pero, en vez de dirigirse directamente a Grønlandsleiret 44, fue al orfanato Vårsol. Justo antes de que se marchara de la comisaría para recoger a los niños, la secretaria de recepción le había entregado un mensaje de Cathrine Ruge. En él decía que estaría en Vårsol toda la tarde y que tenía algo que contarles. Puesto que ir al orfanato no suponía dar un rodeo muy grande, podía pasarse por allí un momento.

La sala de estar estaba tranquila y silenciosa. Raymond, Anita y Glenn habían salido y Jeanette se quedaba a dormir en casa de una compañera de clase. Los gemelos estaban viendo la televisión, mientras que Kenneth y Cathrine hacían un rompecabezas sobre la enorme mesa de trabajo. El niño había estado muy inquieto y Cathrine tenía dificultades para mantenerlo calmado.

Billy T. pasó unos minutos ayudándoles con el puzzle. Luego tuvo que esperar tres cuartos de hora hasta que Kenneth se quedó dormido. Cathrine resopló cuando volvió a bajar.

—Ese chico lo está pasando muy mal en este momento —dijo—. Gracias a Dios, Christian fue capaz de retenerlos a todos en la casa hasta que Olav… hasta que se llevaron a Olav.

La joven estaba inconcebiblemente delgada. Su cabeza era una calavera solo recubierta de piel. Sus ojos parecían enormes en aquella cara alargada y diminuta. Billy T. podía incluso vislumbrar cierta belleza en ella, si no fuera porque no tenía ni un ápice de carne.

—Realmente no sé si tiene importancia —dijo ella como disculpándose mientras extraía dos hojas de una carpeta que había bajado de la primera planta—. Pero el día en que Agnes fue asesinada…

Billy T. giró hacia sí las dos hojas.

—Estuve en su despacho. Justo después de que se reuniera con Terje. De hecho, Maren también había estado antes, aunque solo unos minutos. Hablamos sobre algunos asuntos relacionados con el trabajo. Durante más o menos media hora. Un poco sobre Olav, un poco sobre Kenneth. Sí, trabajamos muy duro con Kenneth. El pobre ha estado ya en tres hogares de acogida. Su madre…

—Vale, vale —la interrumpió Billy T., haciendo un gesto con la mano para que siguiera—. ¡Al grano!

—De verdad que no fue mi intención ser indiscreta. Pero había un certificado de estudios en su mesa. De la Escuela Superior. Lógicamente, lo reconocí porque yo también me gradué allí… Pero, después de un rato, Agnes se apresuró a coger el papel y a meterlo en el cajón. Fue como si se acabara de dar cuenta de que estaba allí y no quería que yo lo viese. Antes de que lo guardara, vi que era de Maren. La verdad, era un poco raro que estuviera allí, y que Agnes pareciera algo arisca y todo eso. No era ningún secreto lo que ponía en el papel. No había calificaciones ni nada, solo ponía «aprobado». Pero luego no volví a pensar más en ello. De hecho, ya lo había olvidado. Sin embargo, algo me… algo me vino a la cabeza y no me he dado cuenta de ello hasta hoy mismo.

Cathrine se levantó y se puso detrás de Billy T. Se inclinó sobre él y señaló en dirección a los certificados de estudio.

—¿Se da cuenta de que son diferentes?

Efectivamente, lo eran. En la parte superior de uno de ellos rezaba «Escuela Superior de Trabajo Social» con letras en negrita. Abajo ponía «Certificado de Examen como Trabajador Social». El otro, en cambio, tenía un símbolo en la parte superior: un círculo donde el radio superior constaba de una línea gruesa y el inferior formaba la palabra «diaconía», la institución religiosa a la que pertenecía la escuela. En mitad del círculo había una especie de cruz que recordaba a la cruz de hierro nazi.

—Esa cruz nazi es horrible —se adelantó Cathrine—. Y como ve, en el titular no pone «examen», sino «Certificado de Estudios de Trabajador Social». El primero es de 1990 y pertenece a una amiga mía. El otro es de 1991. Es el mío.

Un huesudo dedo índice llamó la atención sobre la fecha que figuraba en la parte inferior del documento.

—Y lo que resulta muy raro… —dijo Cathrine tras volver a su sitio— ¡es que el certificado de estudios de Maren también tenía la cruz de hierro en la parte superior! Ella siempre ha dicho que se examinó en 1990… Por si acaso, se lo he preguntado a Eirik esta misma mañana. Él estudió allí el año anterior que ella… y él se examinó en 1989. Es que no me cuadra nada, vaya…

En ese momento, se miraba las manos cruzadas sobre la superficie de la mesa.

—No es mi intención meter a nadie en apuros, pero es un poco raro, ¿verdad?

Billy T. no dijo nada, pero asintió levemente con la cabeza. Sin apartar la vista de los dos certificados de estudio preguntó:

—¿Usted vio a Maren cuando salía del despacho de Agnes? ¿O poco después?

La calavera se quedó pensativa.

—Sí, la vi un instante en la escalera. Me dijo que era mi turno.

—¿Y cómo se comportó?

—¿Que cómo se comportó…? Estaba de mal humor, y recuerdo que pensé que ya habría vuelto a discutir con Agnes. Eran muy amigas, vaya, no lo digo por eso, pero tenían bastantes desavenencias. En relación con los niños, vaya. Agnes era más estricta, de algún modo más chapada a la antigua… El año pasado Maren quiso llevar a los niños de vacaciones al Mediterráneo, pero…

—¡Cathrine!

Una fina voz de niño desesperada resonó desde la parte superior de la escalera. Billy T. no llegó a averiguar qué había pasado con los planes de Maren para organizar un viaje por el Mediterráneo, ya que Cathrine Ruge se levantó y subió las escaleras corriendo. Tardó veinte minutos en regresar.

Agnes había enfrentado a Maren con su fraude. No era casual que el papel estuviera sobre la mesa. Si aquel esqueleto enjuto hubiera contado entonces lo que acababa de contar ahora… La interrogaron el día después del asesinato, ¡maldita sea! ¡El día después! ¿Quién sabe? Tal vez hubiera podido salvarse la vida de Terje Welby. Y probablemente también la de Olav. Billy T. luchaba por controlar su rabia. En ese momento volvió el esqueleto.

—Lo está pasando fatal. Me refiero a Kenneth, vaya. Ahora se le ha metido en la cabeza que hay un pirata viviendo en el sótano. Y cada noche ese pirata imaginario sube a comerse a todos los niños. Dios mío…

Su voz chirriaba, y la única razón por la que Billy T. no la interrumpió se debía a que se sentía tan furioso que prefería mantener la boca cerrada.

—Anoche —prosiguió Cathrine— volvió a casa con cuatro cuchillos enormes, vaya. Anita se lo había llevado al parque para tenerle un poco alejado porque el ambiente estaba un poco revuelto por aquí. Los encontró entre unas piedras y creyó que los había puesto allí el pirata para descuartizar a los niños. ¡Ay, Dios! No está bien, vaya.

Billy T. sacudió velozmente su cabeza y su rabia desapareció.

—¿Cuchillos? ¿Encontró unos cuchillos?

—Sí, cuatro cuchillos enormes y horribles. Los he tirado, vaya.

—¿Dónde?

—¿Dónde?

—¿Dónde ha tirado los cuchillos?

—¡A la basura, claro!

Él se levantó tan rápidamente que tiró la silla.

—¿Qué basura? ¿La que hay aquí dentro o la que ya ha sacado?

Cathrine Ruge pareció escandalizada.

—No, los envolví muy bien para que el basurero no se cortara y luego los tiré ahí.

Señaló por encima del hombre con el pulgar.

Billy T. salió corriendo hacia la cocina y casi arrancó la puerta del armario del fregadero. Entre cáscaras de patata y dos trozos resecos de salchicha había un paquete alargado envuelto en papel de periódico. Lo cogió con cuidado y lo levantó para que lo viera Cathrine, quien se encontraba en la puerta con las manos apoyadas en los costados y una expresión ofendida en el rostro.

—¿Es esto? —preguntó él.

Ella asintió brevemente con la cabeza.

Dieciocho minutos más tarde llegó a la comisaría de policía de Oslo, donde una compañera agotada y hastiada esperaba con ansia el fin de semana.

Eran las diez y tenía que dejarlo ya. Billy T. se iba a enterar. Le sentaba muy mal tener que emplear el viernes por la noche en aquello. Le sentaba incluso peor pensar que Cecilie estaría de mal humor todo el día siguiente. Y lo peor de todo era que tenía que dejar marchar a Maren Kalsvik.

—Es curioso, ¿sabe? —le dijo en voz baja a aquella mujer callada mientras suspiraba casi inaudiblemente—. Es curioso que siempre resulte haber tanta turbulencia en la vida de la gente. Pasa muy a menudo.

Estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó. Luego cogió unas tijeras de un cajón y empezó a recortar una figura en la tapa de cartón de un cuaderno de notas ya gastado.

—Así soy yo —se dijo casi a sí misma—. Siempre tengo que juguetear con algo. Por eso me cuesta tanto dejar de fumar. —Miró avergonzada su segundo paquete de ese día—. Digamos que soy una persona completamente normal. Una persona del montón.

Había recortado una mujer con falda larga. Con la cabeza ladeada y un gesto alegre, se dispuso a dibujarle la cara. Después coloreó el vestido con un rotulador rosa. Cuando hubo acabado, la colocó apoyada en la taza de café. Allí permaneció, tiesa como una estaca y con una amplia sonrisa azul.

—Como Agnes Vestavik, por ejemplo —dijo, señalando ligeramente a la mujer de cartón—. Empezamos a hurgar en la vida de una persona aparentemente aburrida, normal y corriente. Y luego resulta que la realidad siempre es otra. Siempre hay algo más. Nada es como parece a primera vista. Todos tenemos nuestro lado oscuro. Si a mí me mataran, por ejemplo… —Se detuvo. Era ya muy tarde. Estaba muerta de cansancio. Y la persona que tenía enfrente era una absoluta desconocida. Continuó—: Si alguien me matara, los investigadores que trabajan aquí se sorprenderían muchísimo conmigo.

Y se rio por lo bajo.

—El mundo es una gran mentira. Una distorsión. Mírese a usted, por ejemplo.

La mujer de cartón se cayó de lado. Maren Kalsvik no se inmutó.

—Usted me cae bien, Maren. Creo que es una buena persona. Hace algo importante. Algo que tiene sentido. Entonces se desencadenan algunos acontecimientos que usted no puede controlar y, de pronto, se encuentra aquí. Ha matado a una persona. Los caminos del Señor son verdaderamente inescrutables.

Hanne Wilhelmsen no tenía ni idea de si Maren Kalsvik la escuchaba en absoluto. Entonces llamaron a la puerta.

Era Billy T.

Estuvo a punto de dedicarle una mirada asesina, pero en cuanto vio su cara cambió de opinión. Traía algo. Y era algo importante.

—¿Puedo hablar contigo un momento en el pasillo, Hanne? —preguntó en voz baja y amable.

—Claro que sí, Billy T. —dijo Hanne Wilhelmsen—. Claro que sí.

Estuvieron fuera un largo rato. Tras sus párpados bailaban unos puntitos rojos y blancos y los oídos le zumbaban levemente. Cuando intentó incorporarse, notó que sus piernas se habían entumecido por completo. Todos los músculos le dolían y le daban pinchazos. Se levantó muy dolorida.

Durante los últimos cuatro años se había olvidado de la historia del falso certificado. Aquello había sido un desastre. Era cierto que siempre había tenido graves problemas con los exámenes; le pasaba desde el instituto de secundaria. El bachillerato había sido un infierno. Tenía notas buenas en general, pero los resultados de los exámenes eran nefastos. Y cada vez iba a peor. El trabajo obligatorio que tuvo que hacer en casa durante toda una semana había salido muy bien. Pero el mayor problema eran los exámenes presenciales. Algo le ocurría al entrar en el aula donde iba a realizar el examen: los pupitres separados a una distancia especialmente larga, las ancianas duras de oído que te acompañaban al lavabo para asegurarse de que no hacías trampas, todos los bocatas, los termos, los estuches; el silencio susurrante, el ambiente antes de entregar el examen; el nerviosismo que en la mayoría de los estudiantes se mezclaba con expectación y daba como resultado una enorme excitación casi infantil… Pero no en su caso. A Maren Kalsvik le entraba el pánico y se quedaba paralizada. Perdió su último tren al postergar el examen hasta la primavera siguiente, cuando supuestamente tenía que graduarse. Y no podía permitirse repetir otro año académico completo. Aunque eso era lo que tenía que haber hecho. Cuando un día de verano de 1991 comprendió que había agotado todas sus posibilidades de acabar su formación como trabajadora social, sintió un vacío enorme y gris. Más o menos como en ese momento. Debía un préstamo estatal de estudios de ciento cuarenta mil coronas y no podía ofrecer nada a cambio. Se le habían cerrado todas las puertas. No tenía más posibilidades.

Resultó muy fácil. Un certificado sustraído temporalmente, un poco de corrector líquido y una fotocopiadora. No se atrevió a hacer un original, pero era escandalosamente fácil falsificar un sello de «copia certificada» y garabatear unas iniciales ilegibles.

Era un delito, pero era lo único que podía hacer.

Luego se olvidó del asunto. A veces —algunas noches, o justo antes de tener el período, o incluso cuando coincidían ambas cosas— la certeza de que su vida y su trabajo se basaban en una mentira le producía un cargo de conciencia desagradable y brutal. Entonces solo podía apretar los dientes, seguir trabajando, demostrar lo bien que lo hacía y probar ante Dios y ante ella misma que de verdad se merecía aquel certificado de estudios. Después volvía a olvidarse de nuevo. A veces durante meses.

Hasta aquel fatídico día.

De pronto regresaron los dos policías; les oyó, pero no se dio la vuelta. Aquel hombre enorme le pidió que se sentara. En la ventana había quedado una vaga marca en el lugar donde había apoyado su frente contra el cristal frío. Volvió obedientemente a su silla y recuperó su postura inmóvil y rígida.

El hombre, del cual solo conocía el nombre de pila, se sentó en la silla de la subinspectora Wilhelmsen. La policía se acercó a la ventana y empezó a toquetear la marca que había dejado allí al apoyar la cabeza. Los dos estaban alarmantemente callados.

Entonces vio el paquete. Un paquete alargado envuelto en papel de periódico, bastante sucio y con un leve olor a… ¿basura? El policía lo dejó sin destapar sobre la mesa que tenía delante. La miró fijamente. Imposible apartar la mirada. Sus ojos eran de lo más intenso que ella había visto jamás: aterradores, fascinantes y completamente diferentes a cómo habían sido durante su anterior encuentro. Eran casi iguales a los ojos de Dios que ella había imaginado cuando era niña y pensaba que, literalmente, Él la observaba todo el tiempo.

—Usted ha mentido, Maren Kalsvik —dijo él en voz baja y profunda, recordándole todavía más a Dios—. Agnes había descubierto su fraude. Tenemos pruebas de ello.

Cállate, mantén la boca cerrada, resonaba en el interior su cabeza mientras notaba con desesperación cómo se iba calentando su rostro.

Agarró los reposabrazos de modo convulso y su mandíbula comenzó a rechinar. Pero no dijo nada.

—Sabemos que el certificado de estudios estaba en el despacho de Agnes el día que fue asesinada. Nadie lo ha visto desde entonces. Un punto para nosotros. Y un punto menos para usted.

De repente, la expresión del hombre cambió. Sonrió y sus ojos se tornaron amables. Normales.

—No la vamos a molestar con los pormenores. Tendremos tiempo de sobra más adelante. De momento solo quiero advertirla. Sabemos que miente. Eso es lo que nos hace seguir siempre adelante. La gente miente. Cuando alguien miente sobre una cosa, también puede mentir sobre otra. Así es la vida. Y tenemos una sorpresa para usted.

Sus enormes manos toqueteaban con cuidado el papel de periódico.

—Ni siquiera he tenido tiempo de meterlos en una bolsa. Así que solo puede echarles un breve vistazo. De momento.

El zumbido de los oídos iba en aumento. Sacudió un poco la cabeza, pero aquello no ayudó en nada. Tampoco hizo nada contra el rubor.

Se esforzó en respirar al menos con normalidad. Pero sus pulmones se negaban a cooperar. Se expandían enormemente antes de colapsar. Jadeaba para coger aire y le ardía el pecho.

—Cuatro cuchillos. Encontrados en un parque infantil. ¡Por un niño! —exclamó el hombre soltando una especie de relincho.

La subinspectora, que estaba junto a la ventana, se dio la vuelta y Maren la miró. Era obvio que aquella situación no le resultaba nada divertida.

—Usted es lo suficientemente lista como para saber que todavía no hemos tenido tiempo de examinar las huellas —prosiguió el policía—. Pero estaban muy metidos entre unas piedras, así que tuvo que manosearlos bastante. Tal vez llevara manoplas. Tal vez no haya ninguna huella. Pero hemos avanzado mucho con respecto a hace unas horas. Principalmente, porque usted nos ha mentido. Hemos llegado al punto en el que ya podemos irnos de fin de semana.

—Hemos llegado al punto en que podemos inculparla, Maren. ¿Sabe lo que eso significa?

Hanne Wilhelmsen no hacía gala del tono triunfante de él. Parecía triste. Obviamente, Maren Kalsvik sabía lo que eso significaba.

—El lunes solicitaremos prisión preventiva —añadió—. Mientras tanto, se quedará aquí.

El hombre procedió de nuevo a envolver los cuchillos.

—Y se dictará prisión —dijo—. No malgaste el fin de semana esperando otra cosa.

Todo había acabado.

Desapareció el zumbido de sus oídos. La cinta de acero que constreñía sus pulmones se aflojó lentamente. Por su cuerpo se extendió un calor agradable y casi embriagador. Su cuerpo parecía muy ligero y pesado a la vez. Dejó caer los hombros y, de repente, notó cuánto le dolía la mandíbula. Abrió lentamente la boca repetidas veces. Rechinaba.

Todo había acabado.

Era culpable. Había conseguido dotar de sentido a su vida mediante el fraude. Olav había muerto. Era un niño de tan solo doce años. Doce desgraciados y miserables años. Él había acudido a ella y había muerto. Era culpa suya.

Poco importaba lo que dijeran aquellas personas. Ya no importaba lo que le fuera a pasar. Solo había un camino. Tenía que pagar. Podría pagar con su propia vida.

—Ahora me gustaría dormir —dijo en voz baja—. ¿Podemos seguir hablando mañana?

Los dos policías se miraron antes de que la subinspectora echara un vistazo a la hora.

—Claro que sí —dijo ella—. Además, debe hablar con un abogado. Insisto.

Maren Kalsvik esbozó una sonrisa débil y cansada.

—Lo arreglaremos mañana por la mañana —continuó Hanne Wilhelmsen—. Ahora la dejaremos dormir.

Llevó un tiempo arreglar todas las formalidades con el fiscal de guardia. Además, Hanne no quería marcharse antes de asegurarse de que Maren Kalsvik recibiera atención médica. Sabía por amarga y propia experiencia que el personal encargado de los arrestados no siempre era de fiar, y menos un viernes por la noche.

Por cierto, ya era sábado.

—¿Puedes llevarme a casa, Billy T.? —dijo Hanne, una vez que Maren fue llevada a las dependencias para detenidos del patio trasero—. ¿Puedes acompañarme a casa con Cecilie?

De hecho no podía, pero tras una rápida llamada a su hermana, la rodeó con el brazo y la llevó hasta el coche, aparcado en una plaza para discapacitados, sin que ningún policía se hubiese atrevido a protestar. Ella entró en el vehículo casi tambaleante y se hundió en el asiento. No intercambiaron ni una palabra hasta que Billy T. consiguió estacionar en el hueco de aparcamiento más pequeño del mundo, situado a unos veinte metros del edificio donde vivía Hanne. Ella no hizo amago de salir del coche.

—Hay dos cosas que me pregunto —dijo en tono cansado.

—¿Cuáles son?

—En primer lugar: ¿crees que va a confesar?

—Segurísimo. Estará encarcelada durante al menos cuatro semanas. Se podía ver el alivio en esa mujer. ¡Qué coño! Hasta recuperó algo de color en la cara. Un par de interrogatorios más y todo saldrá a relucir. Maren Kalsvik no es mala. Al contrario. Además, cree en Dios. Toda su alma se muere por confesar. A nosotros nos corresponde hacérselo tan fácil como sea posible. Confesará. Segurísimo.

—¿Podremos condenarla si no lo hace?

—Lo dudo. Y lo sabes bien. Pero confesará. Una confesión es la mejor prueba del mundo.

Sus dedos golpeaban el volante. Después miró a Hanne.

—¿Y la otra cosa que te estabas preguntando?

—¡Me gustaría saber tantas cosas, maldita sea! —empezó Hanne a decir en voz baja, tosiendo un poco. Y luego, con más énfasis, añadió—: Me preguntaba qué significa la T de Billy T.

Él echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse a carcajadas.

—¡Joder, eso lo sabemos solo mi madre y yo!

—Por favor, Billy T. Prometo no decir nada. A nadie.

—Ni hablar.

—¡Por favor!

Dudó un poco, pero al final acercó la boca a su oído. Ella se inclinó hacia él. Su bigote le hacía cosquillas en la oreja.

Hanne sonrió. Si no fuera porque el día había sido demasiado largo, se habría reído. Si no fuera porque un niño había muerto delante de sus narices, y porque sabía que en alguna parte había una madre que había perdido a su hijo y a quien ella debería haber visitado, se habría reído a carcajadas. Si no fuera porque una joven y competente trabajadora social, por culpa de un cúmulo de desafortunadas circunstancias, se encontraba en prisión preventiva y allí permanecería, se habría muerto de la risa.

La T significaba Torvald.

Se llamaba Billy Torvald.

Mandaron un cura. Jamás he tenido nada que ver con los curas. Sin embargo, me di cuenta enseguida, aunque no llevaba un cuello de esos raros. De hecho, llevaba una camisa vaquera. Tenía el cuello abierto y le brotaba una mata de pelo negro. Me quedé mirando aquellos pelos.

No era muy mayor, tal vez unos treinta años. Era obvio que no estaba acostumbrado a ese tipo de cometidos. Balbuceaba, tartamudeaba y miraba a su alrededor buscando ayuda. Finalmente tuve que decirle que sabía por qué estaba allí. No podía haber más motivo para mandar un cura que el hecho de que Olav hubiera muerto.

No se quería ir. Casi lo tuve que echar. Me miró de un modo extraño, como si le decepcionara, o incluso le escandalizara, que yo no llorase. Me preguntó si tenía a alguien con quien hablar o si quería que avisara a alguien que pudiera hacerme compañía. Pasé de contestarle. De todos modos, no me escucharía. Nadie lo ha hecho jamás. Al final conseguí cerrarle la puerta.

Siempre lo he sabido, de una u otra forma. Tal vez llevaba esperándolo desde el primer día, cuando en la sala de partos me lo pusieron, gigantesco y anormal, sobre el vientre. De algún modo nunca había sido un niño buscado. Quizá por eso no sentí nada por él los primeros meses. Sabía que no iba a quedarme con él.

En cuanto vi su espalda alejarse ayer por la tarde, lo supe. Me asomé a la ventana con la esperanza de que él me viera y diera la vuelta. No podía llamarle. Los vecinos podrían oírme. Cuando su ancha figura dobló el número 16 y desapareció, lo presentí. Se había ido.

Empecé a recoger sus cosas. Los juguetes, la mayoría de los cuales estaban rotos. Su ropa, tan enorme, tan impropia. Jamás encontré nada bonito que le sentara bien. Algunos de sus libros del colegio estaban esparcidos por allí; cuadernos de escritura con las letras grandes y torcidas, cuadernos de cálculo con todas las soluciones incorrectas. Ahora están en el sótano.

En su mochila llevaba a Luffen. Un pequeño perrito de orejas largas. Fue el regalo de mi madre por su primer cumpleaños. Fue la única vez que ella le regaló algo el mismo día de su cumpleaños. Él quería a ese perrito, pero al mismo tiempo se avergonzaba de él. No obstante, se lo trajo con él del orfanato.

También había cuatro cuchillos. En la mochila. No tengo ni idea de qué pintaban allí, pero debía de ser algo que se trajo del orfanato. Tenía una extraña inclinación hacia los cuchillos. No eran los primeros cuchillos que había encontrado en su mochila. ¿Los llevaba para defenderse? En cualquier caso, tenía que devolverlos. No eran míos.

Fui allí ayer por la noche. No sé muy bien por qué. Por supuesto, quería devolver los cuchillos. Pero quizá mi honradez con el tema de los cuchillos se debía a que necesitaba una excusa para volver a ver aquel lugar. Aquel terrible lugar. Ahora, veinticuatro horas más tarde, después de todo lo que ha pasado, se me ocurre pensar que, de algún modo, comprendí que era allí adonde él se dirigía. Era una especie de atracción.

Cuando me aproximaba al orfanato, algo en mí se resistía a continuar. Me detuve junto a un parque infantil, desde donde vi el contorno del oscuro edificio recortado contra el cielo.

La gerente fue asesinada con un cuchillo. Un cuchillo de cocina. Yo llevaba en mi bolso cuatro cuchillos de cocina que había encontrado en la mochila de Olav. Mi hijo. No los podía devolver.

Tenía que deshacerme de ellos. La policía lo averigua todo.

El parque infantil estaba completamente a oscuras, y entre este y el jardín del vecino había una valla de piedra que llegaba hasta las rodillas. Pude meter los cuchillos entre unas piedras. Muy adentro. Primero los limpié escrupulosamente. Lo más probable era que jamás fueran descubiertos. Sin embargo, yo tenía que protegerle. Como siempre he procurado hacer con él.

Me lo han quitado muchas veces. Poco a poco. En la guardería, en el colegio, la oficina de protección al menor. Jamás he podido evitarlo.

Sabe Dios que lo he intentado. Le he querido más que a mi propia vida.

Cuando me siento en su cama y aspiro el olor dulce y algo fuerte de su pijama, y sé que se ha ido para siempre, y es de noche y solo hay oscuridad y silencio, comprendo que ya no tengo nada. Nada.

Ni siquiera a mí misma.