Fue el primer día verdaderamente bueno en mucho tiempo. Aunque el aire todavía era fresco y la temperatura no había subido mucho más allá de los cero grados, el ambiente prometía de manera tímida que la primavera ya no quedaba muy lejos. La nieve que cubría el césped que rodeaba la piscina de Tøyen se estaba derritiendo y algún que otro rastrojo de hierba intentaba abrirse paso. La fárfara tenía aún la sensatez de permanecer cabizbaja. El cielo era de un color azul intenso y, aunque el sol apenas se elevaba sobre el horizonte, Hanne Wilhelmsen se arrepintió de no haber traído las gafas de sol.
En una pequeña colina ubicada entre una estatua grande e imponente esculpida en piedra clara y la calle Finnmarksgata, resguardada por unos arbustos y lo suficientemente alejada de la carretera como para que los automovilistas no prestaran atención a lo que sucedía en ella, unos compañeros de la unidad de tráfico habían instalado un radar. ¡Qué malvados!, pensó Hanne sonriendo. Había dos carriles en cada dirección, con una sólida valla en medio; parecía una autopista en miniatura. Cualquier conductor con cierta experiencia calcularía automáticamente que el límite de velocidad sería de sesenta kilómetros por hora. Por eso conducían a setenta. Sin embargo, no se habían percatado de que no había ninguna señal en la zona y, por tanto, se aplicaba el habitual límite de velocidad para zonas pobladas, que era de cincuenta kilómetros por hora. Finnmarksgata era una de las fuentes de ingreso más estables del Estado.
Hanne se tomó el tiempo suficiente para observar cómo pillaban a los dos primeros infractores. Después sacudió la cabeza y prosiguió su camino. Cruzó la calle Åkebergveien a las siete y veinte, y medio minuto más tarde se hallaba ya en el ascensor de la comisaría de policía. En el mismo iba también el jefe de departamento. Era un tipo grande, fornido y musculoso, pero sobre todo muy masculino. Llevaba la ropa muy ajustada, a la antigua usanza, algo que definitivamente parecía hortera. Sin embargo, la intensidad de su rostro ancho bajo aquella calva brillante le proporcionaba un gran atractivo, reforzado por una personalidad inusualmente templada y afable. Así es como era normalmente. Ahora ni siquiera la miraba.
—A quien madruga Dios le ayuda —murmuró él a su propio reflejo en el espejo.
—Sí. Hay mucho que hacer —contestó la subinspectora Wilhelmsen, arreglándose el pelo también en el espejo.
—Pásate por mi despacho —le ordenó el jefe de departamento consultando su reloj.
El ascensor emitió un sonido, se abrieron las puertas y ambos salieron a la galería que rodeaba un enorme vestíbulo.
—¿Ahora mismo?
—Sí. Tráeme un café a mí también.
Al entrar en su despacho para recoger la taza con su signo del zodiaco, Hanne tuvo la incómoda sensación de que algo desagradable la esperaba. Nadie había tenido tiempo de preparar la cafetera de la antesala, así que empleó un buen rato en llenar el depósito de agua y medir las ocho cucharadas correspondientes. La secretaria entró en el momento en que la máquina comenzaba a borbotear.
—Muchísimas gracias, Hanne —saludó jadeante y tan agradecida que la subinspectora percibió un atisbo de ironía.
Preparaban tantas cafeteras en aquella antesala que Hanne a veces se preguntaba si ese era el motivo por el que nunca estaban al día con todas las tareas que tenían que realizar.
Se sirvió café para sí misma y para su jefe en un vaso de cartón. Acto seguido llamó a la puerta, que daba directamente a recepción. No hubo respuesta y volvió a llamar. Al ver que tampoco se producía reacción alguna, y sabiendo que él estaba allí, se permitió abrir la puerta con cuidado. Resultó complicado hacerlo con una taza en cada mano, y al final el vaso de cartón cayó al suelo. El café le salpicó las pantorrillas y se quemó a pesar del vaquero grueso que llevaba.
El jefe de departamento se rio a carcajadas.
—Ya ves lo que pasa cuando vas de maleducada —dijo colgando el teléfono—. ¡Astrid! ¡ASTRID!
La secretaria se asomó por la puerta.
—Recoge eso, por favor.
—Pero ya puedo yo… —comenzó a decir Hanne antes de ser interrumpida.
—Siéntate.
Lanzó una mirada de disculpa a la secretaria, quien, con una tensa mueca en la boca, empleó medio rollo de papel de cocina para secar el suelo con breves y furiosos movimientos antes de cerrar la puerta del despacho donde estaban reunidos los dos policías. Ninguno de los dos dijo nada mientras ella estuvo limpiando.
—¿Cómo te va de subinspectora, Hanne? —preguntó mirándola esta vez a los ojos.
Ella se encogió de hombros, insegura de adónde quería ir a parar.
—Bien. A veces muy bien, otras menos bien. ¿No es así como funciona?
Probó a sonreír, pero él no le devolvió la sonrisa.
El jefe de departamento saboreó la nueva taza de café que Astrid le había puesto delante con tan mala leche y brusquedad que llegó a derramar un poco. Sobre la mesa quedó estampado un círculo marrón claro. El hombre extendió su grueso dedo índice para dibujar una cara tipo Mickey Mouse.
—Eras una investigadora excepcional, Hanne. Tú, yo y la mayoría de la gente de esta comisaría lo sabemos.
Sin embargo, ambos percibían un enorme «PERO…».
—Pero… —dijo él finalmente—, debes recordar que ser subinspectora es otra cosa. Debes dirigir. Debes coordinar. Y debes confiar en tus subordinados. De eso se trata. Una vez que Billy T. ha sido nombrado investigador principal del homicidio del orfanato, es él quien debe investigar. Está bien, y es muy loable, que muestres interés y hagas los seguimientos oportunos, pero ten cuidado en no desautorizar a tu gente.
—Él no se siente desautorizado de ninguna manera —protestó Hanne, sabiendo que estaba en lo cierto.
—Claro que no —dijo el jefe de departamento, bastante cansado y ya desanimado, considerando la hora que era—. Sois amigos. A él le encanta trabajar contigo. ¡Por Dios!, ese hombre jamás se habría ido de la sección de antidisturbios si no fuera por ti. Pero también hay otros investigadores a tu alrededor. Gente buena, aunque sean jóvenes y carezcan de experiencia.
—¿Se han quejado?
Hanne era consciente de que cabía la posibilidad de que él pensara que se hacía la ofendida. Esperaba que comprendiera que no era así.
—No, no lo han hecho. Pero tengo la sensación de que pasa algo raro. Y creo que te implicas demasiado. Entre otras cosas, resulta imposible dar contigo. Pasas demasiado tiempo fuera de la comisaría. —Bostezó exageradamente y se rascó la oreja con un bolígrafo Bic—. Luché para que tuvieras ese puesto, Hanne. No hay mucha gente de tu edad que consiga el cargo de subinspector. La única razón por la que no ha habido más rumores es que todos saben lo competente que eres. No des motivos para que se aviven los rumores, ¿vale? Yo sigo creyendo, de hecho estoy seguro, que puedes ser una subinspectora tan excelente como lo eras de investigadora. Pero antes debes darle una oportunidad a tu nuevo trabajo. No vayas por ahí de subinspectora light o de superagente, ¿de acuerdo?
En la antesala se oían murmullos y alguna que otra risotada. El gran edificio estaba empezando a llenarse de gente… gente que hubiera aceptado el cargo de Hanne Wilhelmsen con los ojos cerrados. Un puesto que a ella ahora, más que nada, le apetecía arrojar por la borda. Se sentía muy hundida; no tanto porque odiaba que la recriminaran, sino porque sabía que su superior tenía razón. Jamás debió aceptar el cargo. Fue el idiota de Håkon Sand quien la convenció. De un modo súbito e inesperado, comenzó a echarle mucho de menos. Billy T. era un hombre cabal. Los dos eran iguales. Se entendían sin siquiera abrir la boca. En cambio, Håkon Sand, el inspector jefe con el que ella había trabajado durante tanto tiempo —entre otras cosas, en un par de tremendos y dramáticos casos de homicidio—, era un poco blando. Iba dando tumbos por la vida, y normalmente, unos cuantos pasos por detrás de los demás. Sin embargo, era inteligente. Sabía escuchar. Ella le engañaba una y otra vez, pero él seguía mostrándose igual de amable. Hacía solo una semana la había llamado para invitarla a cenar y para que conociera a su hijo, que ya tenía tres meses escasos. El pequeño incluso le debía su nombre; o casi. Se llamaba Hans Wilhelm. Håkon le había pedido que fuera la madrina. Aunque muy halagada, ella tuvo que declinar el ofrecimiento, alegando que era incapaz de mentir en una iglesia. No obstante, asistió al bautizo celebrado hacía cuatro semanas, aunque tuvo que marcharse pronto. Volvió a decepcionar a Håkon, pero a pesar de ello él sonrió y le dijo que le llamara pronto. Ella se olvidó de hacerlo. Hasta que él, tan campante, la llamó la semana anterior para quedar. Pero a Hanne no le iba bien ninguno de los días que él proponía.
Le echaba de menos. Ese mismo día le llamaría.
Pero antes tenía que inventarse alguna excusa para un jefe que solo estaba satisfecho a medias. Ella no tenía ni idea de por dónde empezar.
—Me esforzaré —comenzó a decir ella—. Una vez que hayamos resuelto este caso, me esforzaré.
—¿Y cuánto tiempo te llevará eso, Hanne?
Ella se levantó, pero al vislumbrar un destello de irritación en sus ojos volvió a sentarse.
—En el mejor de los casos, un día y medio. En el peor, una semana.
—¿Cómo?
Le había impresionado y percibió que su humor había mejorado algo.
—Si pican el pequeño anzuelo que he lanzado, la mayor parte del asunto estará concluido antes del fin de semana.
El jefe de departamento le dedicó una sonrisa genuina.
—Bien, bien… —dijo—. En cualquier caso, has demostrado lo que ya sabíamos… ¡que sabes investigar!
Le indicó que ya se podía marchar y Hanne rezó una silenciosa plegaria mientras cerraba la puerta.
Espero no haber prometido demasiado…
Una hora más tarde, a las nueve en punto, el afligido esposo de Agnes Vestavik llegaba a Grønlandsleiret 44. Iba vestido de forma tan impecable como en su anterior visita, aunque la terrible semana pasada le había hecho perder un par de kilos. En esta ocasión Billy T. decidió mostrarse más agradable con el hombre, algo que tuvo que asumir con cierta irritación.
No obstante, el personaje que tenía enfrente habría despertado cierta empatía incluso en el cínico más despiadado. Al hombre le temblaban las manos y sus ojos habían adquirido un permanente viso enrojecido, al igual que la suave piel que había alrededor y gran parte del globo ocular. Su piel se veía cetrina y grasienta, y Billy T. reparó en que los poros de su rostro no resultaban tan visibles durante su primer encuentro.
—¿Cómo le va, señor Vestavik? —preguntó con tanta amabilidad que el hombre le miró sorprendido—. ¿Está siendo muy duro?
—Sí. Lo peor son las noches. Durante el día hay muchas cosas que hacer. Los chicos han vuelto a casa. El mayor se ha tomado un par de semanas libres en la escuela de oficios para ayudar con Amanda. Aunque mi suegra es maravillosa, no es fácil… Ya sabe, las suegras…
Billy T. no había tenido que relacionarse con una suegra en su vida, pero aun así asintió con la cabeza. Seguramente ellas no serían mejores que sus hijas cuando las cosas se ponían mal.
—Y le gustaría que se fuera, ¿no?
El hombre asintió, agradecido por aquella inesperada compresión.
—Bueno —dijo Billy T.—. Terminaremos enseguida.
Se inclinó hacia la izquierda y abrió un cajón. De él extrajo una bolsa de plástico grande y transparente. En el interior había un cuchillo de cocina con mango de madera. Lo puso delante de Odd Vestavik, quien, instintivamente, se apartó un poco.
—Está limpio. No tiene sangre —le tranquilizó Billy T.
El hombre acercó su larga mano a la bolsa, pero se detuvo a mitad del movimiento y miró interrogante a Billy T.
—Está bien —asintió el policía—. Mírelo con más detenimiento.
El hombre lo examinó durante un largo rato. Durante un rato innecesariamente largo. A Billy T. se le erizó el vello. Aquel pobre hombre estaba examinando a fondo el cuchillo que había estado profundamente clavado en la espalda de su esposa. Y que, tal vez, antes hubiera sido usado para cortar innumerables rebanadas de pan para el almuerzo escolar en la cálida cocina de la casa de una pequeña y agradable familia tradicional.
—¿Es suyo?
—No puedo jurar que sea nuestro —dijo el hombre en voz baja sin apartar la vista del cuchillo—. Pero teníamos uno exactamente igual. Exactamente igual, por lo que recuerdo.
—Intente describir algún rasgo particular —le animó Billy T.—. Del mango, por ejemplo. Es de madera y, por tanto, puede tener algunas características singulares. Ahí hay un par de cortes. —Se inclinó hacia delante a fin de ayudarle y puso el dedo índice sobre la parte inferior del mango—. Ahí, por ejemplo. Parece que alguien lo haya estado tallando.
El hombre miró fijamente el punto señalado durante un instante. Luego sacudió la cabeza despacio.
—No, no puedo decir que recuerde ese corte. —Parecía casi molesto—. Tampoco es que hurgara mucho en los cajones de la cocina. Éramos algo… chapados a la antigua a ese respecto.
—A mí tampoco me gusta cocinar —le consoló Billy T.—. Lo hago solo por obligación. Pero ¿al menos tenían un cuchillo como este?
—Sí. Me sería más fácil identificarlo si pudiera ver alguno de los otros cuchillos. En tal caso, podría asegurarme por completo.
Miró interrogante al policía. Billy T. aprovechó la ocasión para sostenerle la mirada.
—Los otros cuchillos han desaparecido —dijo lentamente.
El hombre no se inmutó, tan solo elevó las cejas en una expresión sorprendida casi imperceptible.
—Sospechamos que el asesino se los llevó.
—¿Se los llevó? —Su sorpresa se hizo más manifiesta—. ¿Para qué diablos los quería?
—De momento eso debe permanecer como un secreto entre el homicida y la policía. Al menos por ahora.
Billy T. volvió a guardar en el cajón el cuchillo dentro de la bolsa de plástico y luego se levantó.
—Lamento de veras que haya tenido que volver aquí —dijo tendiéndole la mano al hombre—. Espero que sea la última vez que tengamos que importunarle.
—Oh, no ha sido nada —respondió, levantándose también.
Parecía dolorido y aparentaba ser mucho mayor de los cincuenta escasos años que tenía. Aceptó la mano tendida con un apretón resignado.
—¿Serán ustedes capaces de resolver el caso? —preguntó con pesimismo en la voz.
—Sí, de hecho puede estar seguro de ello. Es más, bastante seguro.
Cuando Billy T. vio desaparecer al señor Vestavik por el pasillo, sintió que aquel era uno de esos momentos de satisfacción para un policía. La próxima vez que hablara con aquel tipo sería para contarle que ya sabían quién le había quitado la vida a su esposa. Estaba seguro de ello, al cien por cien.
—Por lo menos, un noventa y nueve por cien seguro —se corrigió murmurando.
Hanne Wilhelmsen no se había recuperado del todo tras la pequeña reprimenda de aquella mañana, pero intentó no pagarlo con Tone-Marit ni con Erik. Los tres se encontraban apoyados en la baranda mirando al vestíbulo. Un equipo de televisión entró por las pesadas puertas de metal cargado con un montón de material. Un hombre discutía con uno de los muchachos del departamento de investigación criminal, y Hanne supuso que se trataba de la habitual disputa sobre si la NRK podía estacionar en los aparcamientos destinados a los discapacitados justo en la entrada, o si tenía que buscar un sitio libre y permitido a una distancia mucho mayor. Evidentemente, el policía salió ganando y el hombre de la televisión se largó para quitar su vehículo de delante mientras sacudía la cabeza.
—Los chicos de investigación criminal se creen los dueños de toda la zona —murmuró Hanne.
Tone-Marit pensó en defender a sus compañeros, pero decidió dejarlo estar.
—Oídme, gente —dijo Hanne con entusiasmo fingido—. Tenemos mucho que hacer. Quiero que tú, Erik, vuelvas a llamar a todos los empleados. Hay que someterlos a nuevos interrogatorios. Lo más importante es traer al tal Eirik, el que encontró el cadáver. Lo quiero inmediatamente. Sigue de baja, así que seguramente se podrá hacer hoy mismo.
—¿Lo interrogarás tú misma?
Hanne estuvo a punto de decir que sí, pero cambió de repente de idea y lanzó una sonrisa al agente pelirrojo.
—No, lo harás tú. Pero te anotaré algunos aspectos que es necesario aclarar. Confío en que hagas un buen trabajo.
Tone-Marit recibió órdenes de llamar a los demás empleados y de que todos los interrogatorios estuvieran concluidos antes del fin de semana. Disponían apenas de un día y medio. Los dos jóvenes intercambiaron miradas significativas, pero antes de que les diera tiempo a protestar Hanne añadió:
—Vosotros podéis. Si os parece demasiado, podemos recurrir a un par de estudiantes en prácticas. Pero estoy convencida de que vosotros podéis.
Billy T. llegó dando grandes zancadas por la galería.
—¡Hola! ¡Hanne!
Ella se volvió hacia él.
—Maren Kalsvik ha llamado preguntando por ti. Dijo que habíais acordado que vendría hoy aquí a las doce. ¿Correcto?
—Sí.
—Pues por lo visto tiene mucho jaleo en el orfanato. Ha preguntado si se podía pasar mañana en vez de hoy. ¿Te parece bien?
De ninguna manera le parecía bien. Aunque, por otro lado, no era nada extraño que aquel trabajo exigiera tanto a la nueva jefa, ya que la gente caía como moscas a su alrededor.
—Vale, pero entonces tú tendrás que ocuparte de ella. Yo tengo otros planes para mañana al mediodía.
Él se lo pensó un instante y a continuación asintió con la cabeza.
—Yo la llamaré para acordar una nueva cita —se ofreció diligentemente.
Después cada uno se fue a sus asuntos.
Fue fácil localizar a Eirik Vassbunn. Estaba en casa durmiendo. Erik Henriksen había dejado sonar el teléfono como una docena de veces antes de que una voz apática contestara «Diga». Dado que el hombre estaba bajo tratamiento con calmantes, el policía le informó de que le pagarían un taxi para desplazarse a Grønlandsleiret 44. Sin embargo, cuando lo vio llegar, Erik Henriksen se preguntó si aquel hombre sería capaz de soportar un interrogatorio. No se había acercado en varios días a una cuchilla de afeitar y su rostro estaba mugriento. Emanaba un rancio olor corporal que llenó el pequeño cuarto con tanta rapidez que Erik Henriksen se planteó abrir la ventana.
—Tengo un aspecto horroroso —confirmó el hombre balbuceando—. Y apesto. Pero como ha dicho que corría prisa… —Se estiró para coger el vaso de agua que el oficial le había colocado delante—. Se me reseca un montón la boca con estos medicamentos —murmuró antes de bebérselo todo.
El oficial le sirvió más agua.
—¿Está bien? Quiero decir, ¿se siente capaz de hablar conmigo?
El hombre alzó el brazo y simuló un movimiento de crol. Acto seguido agachó la cabeza.
—Adelante. Es mejor acabar con esto cuanto antes.
Eirik Vassbunn llevaba trabajando en Vårsol desde hacía más de un año. Anteriormente había estado cuatro años en el servicio de primera línea, algo que Erik Henriksen no tenía ni la más remota idea de lo que podía ser, aunque para cumplir con su deber y no desvelar su ignorancia lo anotó con dos dedos vacilantes en el teclado del ordenador. Vassbunn era trabajador social, estaba soltero y tenía una hija de siete años de una relación anterior. No tenía antecedentes penales, aunque creía recordar que en una ocasión le habían puesto una multa por exceso de velocidad. Nació en 1966 y siempre había residido en Oslo. No conocía a ningún empleado de Vårsol antes de empezar a trabajar allí. Excepto a Maren Kalsvik, a quien en cualquier caso conocía de oídas, ya que ambos habían asistido a la misma universidad. Él se graduó antes que ella y, por consiguiente, pertenecían a diferentes promociones y no tenían mucho que ver el uno con el otro.
Acto seguido, procedieron a repasar de forma meticulosa la noche en la que fue asesinada Agnes Vestavik.
—¿Estaba solo de guardia?
—Sí, siempre hay un solo guardia nocturno que duerme allí. Debemos permanecer en la residencia, claro, pero tenemos un cuarto propio donde podemos dormir.
—¿Cuándo se acostaron los niños?
—Los más pequeños, es decir, los gemelos y Kenneth, debían estar en la cama a las ocho y media. Jeanette y Glenn se acuestan sobre las nueve, mientras que Anita y Raymond deben estar durmiendo, por regla general, antes de las once cuando hay escuela el día siguiente. No obstante, Raymond en especial tiene bastante margen.
—Pero ¿cómo fue aquella noche en concreto?
El hombre pensó en ello mientras bebía otro vaso de agua.
—Creo que todos se acostaron bastante temprano. Estaban cansados. Habíamos realizado un simulacro de incendios y luego habían estado jugando fuera, ya que tenían el día libre. Creo recordar que Raymond no se encontraba muy bien. Me parece que todos estaban durmiendo ya antes de las diez y media. Puede que incluso antes de las diez.
—¿Cuándo se fueron a sus respectivos cuartos?
—Bueno, a los pequeños ya los habían acompañado y acostado. En cuanto a los grandes, no volví a verlos después de… —Se detuvo y una mueca atormentada recorrió su rostro—. Agnes llegó sobre las diez, creo, y para entonces hacía ya tiempo que le había dado las buenas noches al último niño. Si Raymond se había quedado dormido o no en aquel momento, lógicamente no lo puedo saber.
—En cualquier caso, él dice que no oyó llegar a Agnes —le informó el agente—. Por tanto, es posible. Me refiero a que estuviera durmiendo. ¿Usted estaba durmiendo?
—No. Yo estaba viendo la tele. Además estuve leyendo el periódico y, según recuerdo, jugué al solitario.
—¿Dónde se encontraba?
El hombre pareció un poco desconcertado y frunció el ceño.
—Pues en la sala de televisión, evidentemente.
—Pero ¿en qué lugar?
—En un sillón. ¡Un sillón!
Erik Henriksen colocó una hoja en blanco y un bolígrafo delante del guardia nocturno.
—¡Dibújelo!
El señor Vassbunn se peleó con el bolígrafo hasta que logró trazar un esbozo un tanto tosco de la sala de televisión de Vårsol, con las puertas y las ventanas dispuestas más o menos con precisión. A continuación dibujó las sillas, el sofá, la mesa y el televisor y, al final, unos círculos diseminados por el «suelo».
—Son las sillas Sacco —explicó él—. Y yo estaba sentado ahí.
Trazó una cruz en el sillón situado de espaldas a la puerta.
—De acuerdo —dijo el agente examinando el dibujo con más detalle—. ¿Estaba abierta la puerta de la sala de estar?
—La sala común —le corrigió el otro, trastabillándose un poco—. Sí. Estaba abierta.
—¿Está completamente seguro?
—Por lo menos estaba abierta cuando llegó Agnes. Y yo no salí de la habitación hasta la hora de mi ronda. Así que seguro que estaba abierta.
El agente indicó que era hora de hacer una pausa para redactar todo aquello un poco. Tardó media hora en aporrear media página. Cuando hubo acabado, el testigo estaba durmiendo.
Henriksen jamás había visto nada igual. Se quedó un poco perplejo y tuvo la impresión de que sería de mala educación despertar al hombre. Pero, por otro lado, tenían que seguir avanzando. Permaneció indeciso durante un largo rato observando a Eirik Vassbunn. Dormía profundamente, con la cabeza reclinada en el pecho y la boca medio abierta. El agente comenzó a preguntarse qué clase de medicamentos estaría tomando en realidad.
Finalmente se inclinó sobre la mesa y tocó el brazo del durmiente.
—¡Señor Vassbunn! ¡Despierte!
El hombre se sobresaltó y se secó un hilillo de saliva que corría por su barbilla sin afeitar.
—¡Disculpe! Son los medicamentos. ¡Duermo muy mal por la noche!
—Está bien —le tranquilizó el agente, que, de repente, recordó algo—. ¿Qué medicamentos está tomando?
—Es solo Valium.
—¿Por qué?
—¡Pues porque estoy en estado de shock! —Por primera vez mostró signos de irritación y de rechazo—. Usted no se imagina lo que fue aquello: Agnes con un cuchillo enorme clavado en la espalda, los ojos abiertos mirando fijamente y… Fue horrible.
Erik Henriksen pudo haberle contado que él había visto a la mujer allí sentada, y también cuando la metieron en una bolsa para trasladar su cuerpo al hospital estatal, pero lo dejó estar. En cambio, buscó un cenicero y señaló el paquete de tabaco Petterøes que sobresalía del bolsillo de la camisa del hombre.
—Puede fumarse un pitillo sin problemas.
Le temblaban tanto las manos que le llevó un rato liarse un cigarrillo, pero parecía estar bastante agradecido.
—¿Usted solo toma ese tipo de medicamentos a raíz de este suceso?
¡Bingo! Al hombre se le cayó el papel y el tabaco y comenzó a temblar aún más.
—¿Qué quiere decir?
—Tranquilícese. Por supuesto, no se lo diremos a nadie, pero quisiera saber si aquella noche tomó Valium. ¿Es algo que hace habitualmente?
Se sobrepuso lo suficiente y pareció que al final acabaría liándose el cigarrillo. Se tomó su tiempo antes de contestar; inhaló con fuerza, tosió un poco y dijo:
—Sufro algunos problemas de nervios. Tengo temblores. No sé a qué se debe. Pero me las apaño. Tomo muy pocos medicamentos, la verdad.
No sonaba especialmente convincente. Erik Henriksen se quedó esperando una respuesta a su pregunta.
—Pues sí. Aquella noche tomé una o dos pastillas. Había discutido con mi exmujer. La madre de mi hija. Me tocaba estar con la niña durante la semana blanca, pero entonces…
—¿Una o dos? —le interrumpió el agente—. ¿Tomó una o dos pastillas?
—Dos —murmuró el hombre.
—Entonces ¿es probable que se hubiera quedado dormido en el sillón?
—¡Pero si no tenía sueño, maldita sea! ¡Incluso tuve que ponerme a hacer un solitario para poder dormir!
—¿Y no se debería eso a que ya había dormido? ¿A que había estado dormitando un poco? ¿Aunque no se acuerde realmente?
El hombre no contestó. No tenía ningún motivo para ello. Ambos permanecieron en silencio y el oficial empleó el siguiente cuarto de hora para volver a maltratar el teclado del ordenador. En esta ocasión el testigo no se quedó dormido.
—Vale —dijo Erik Henriksen, tan repentinamente que Vassbunn dio un respingo—. Entonces ¿qué sucedió cuando encontró a Agnes?
La mirada del testigo se tornó vidriosa, como si se dirigiera hacia su propio interior.
—Simplemente me puse histérico —dijo con voz sosegada—. Completamente histérico.
—Pero ¿qué hizo?
—¿Sabe liar cigarrillos?
El agente sonrió con la boca torcida y se encogió de hombros.
—Por lo menos mejor que eso —contestó, señalando la fallida trompeta que había apagada en el cenicero.
—¿Me haría el favor?
Vassbunn empujó el paquete de tabaco hacia el policía, que, con una rapidez impresionante, lio un cigarrillo bastante aceptable.
—No sabía qué hacer, la verdad. Ya estaba desesperado por la desaparición de Olav, y luego Agnes, que estaba allí muerta como un… Muerta. En ese preciso instante sentí como si todo fuera culpa mía y estaba horrorizado. Así que llamé a Maren.
—¿A Maren?
Sorprendido, Erik Henriksen hojeó los informes rápidamente. Encontró lo que estaba buscando. Interrumpió al testigo, que seguía hablando, a fin de terminar primero de leer. A continuación dejó los documentos e hizo una señal para que continuara.
—Sí. Maren vive justo al lado y es mucho más… mucho más tranquila y controlada que yo. Seguramente ella podría ayudarme. Llegó al cabo de solo unos minutos. Estaba un poco cabreada porque aún no había llamado a la policía. Llamó ella.
—De acuerdo. ¿Y luego?
—No pasó mucho más. Yo estuve sentado abajo. No me sentía con fuerzas para estar cerca del cuarto donde se encontraba Agnes. Maren se hizo cargo de todo lo relativo a los niños, la policía y lo demás. Luego me fui a casa. —Tras una breve pausa, añadió—: ¿Puedo irme ya? Estoy muy agotado.
—Le entiendo muy bien. Pero todavía tenemos que hablar un poco de lo que sucedió antes aquel mismo día. ¿Cree que podrá? ¿Quiere un café?
El hombre negó con la cabeza.
—¿Más agua? Le puedo traer una Coca-Cola, ¿quiere?
—Agua, por favor.
También en esta ocasión se la bebió toda de un trago. Después se dispuso a esperar la siguiente pregunta con una mueca resignada y los ojos cerrados.
—¿Cuándo llegó usted a trabajar?
—A las nueve. Después de la cena. Los más pequeños ya se habían acostado.
—¿Pasó antes por la residencia aquel mismo día?
—Sí. —Abrió los ojos y pareció sorprenderse de que eso tuviera algo que ver con el asunto—. Teníamos una reunión. La mayoría estaba allí, según recuerdo. Y entonces a Agnes se le ocurrió tener una conversación privada con cada uno de nosotros. Una especie de sesión de evaluación. Yo no entendí para qué serviría aquello y tampoco lo acabé de entender cuando me tocó a mí. El primero fue Terje y se tiró un buen rato. A continuación le tocaba a Maren, pero ella tuvo que irse antes porque tenía cita con el dentista, así que creo que entró Cathrine y luego yo. No tardamos mucho.
—¿De qué hablaron?
—De todo y de nada. De cómo me parecía que iban las cosas, de cómo me las arreglaba con Olav. Que si la convivencia con mi hija iba bien. Mi exmujer y yo habíamos discutido sobre…
—¿Se acuerda de cuánto tiempo duró?
—No, tal vez media hora. Probablemente menos. En cualquier caso, estuve bastante menos rato que Terje y Cathrine.
Los dedos del oficial volvieron a aporrear el teclado. El testigo había aprendido que aquello era señal de pausa.
—¿Se fijó si había cuchillos en el despacho? —le preguntó tras presionar con violencia la tecla del punto, lo cual provocó que se bloqueara el botón entre la coma y el guión corto.
—¿Cuchillos? No, ¡claro que no había ningún cuchillo allí!
—¿Alguna vez se cierra el despacho con llave?
El agente forcejeaba con la tecla encallada y cogió un bolígrafo para intentar arreglarla.
—Nos basamos en la confianza. A nadie se le permitía entrar en el despacho sin el visto bueno de Agnes. Además, hay una llave colgada en un clavo situado encima de la puerta, pero que yo sepa jamás se usa.
La pantalla del ordenador de Henriksen se estaba llenando de líneas de puntos que aumentaban a una velocidad impresionante. Empezó a sudar.
—Apague el ordenador —sugirió Vassbunn.
A Henriksen le pareció una buena idea. Finalmente logró desenganchar la tecla y volvió a encender el ordenador. No había guardado la última parte del interrogatorio y, cabreado, comenzó a darse golpes en la frente. Tardó un buen rato en poner remedio a aquella metedura de pata.
—Pero, entonces, tiene que ser pan comido entrar en el despacho si uno quiere —dijo al fin—. Sin ser visto, quiero decir.
—¿En una residencia con ocho niños y un total de catorce empleados? Pues yo le aseguro que no lo es. Nunca se puede estar seguro de que no vaya a aparecer alguien. Excepto por la noche, siempre y cuando seas tú quien esté de guardia. Entonces uno puede estar bastante seguro, aunque los niños se despiertan cada dos por tres.
—¿Todos los empleados hacen guardia de noche?
—No, solo tres de nosotros. Y también Christian, de vez en cuando. En realidad, él es demasiado joven e irresponsable en mi opinión, pero a veces la gente se pone enferma y esas cosas.
—¿Terje Welby hizo alguna vez guardia de noche?
—No. Al menos durante el tiempo que yo he estado.
—¿Cómo era él realmente?
—¿Que cómo era Terje?
—Sí.
—Pues no sé qué decirle. Tenía muchos títulos. Hasta un máster y todo. Tenía mucha mano con los más pequeños. Pero se metía fácilmente en conflictos con los adolescentes.
—¿Y Maren?
—Maren es la mejor de todos nosotros. El orfanato es su vida. Y tiene un buen rollo increíble con los niños. Agnes la apreciaba muchísimo. Todos lo hacemos. De alguna forma, está un poco chapada a la antigua. Su trabajo parece una especie de… ¡vocación!
Saboreó aquella inusual palabra.
—¿La conoce usted en privado?
—No, en realidad no. Como ya he dicho, la conocía un poco de antes, pero no nos veíamos en nuestro tiempo libre. A propósito, ¿saben algo más de…? —Hizo una mueca y se frotó el cuello—. Tengo una jaqueca tremenda. ¿Saben algo más de Olav?
—Bueno… Sabemos que estuvo en una casa particular de Grefsen hasta este fin de semana. Al parecer, es un chico duro que sabe cuidar de sí mismo. Pero naturalmente tememos que pueda haberle pasado algo. Estamos buscándole.
—No está en su sano juicio. Quiero decir, he conocido a muchos niños perjudicados a lo largo de estos años, pero ninguno que se asemeje a él.
—Bueno. Hay otra gente que se ocupa de ese caso. Ya hemos terminado, señor Vassbunn.
Redactó la última parte del interrogatorio sin puntos. Quedaba muy raro, pero funcionó. Eirik Vassbunn estaba tan visiblemente agotado que el agente se sintió tentado de llevarle a casa él mismo. Pero no tenía tiempo para ello.
—Coja un taxi y mándenos la factura —concluyó en el momento en que Vassbunn salía por la puerta prácticamente tambaleándose—. Envíemela a mí. ¡Que se mejore!
Erik Henriksen estaba seguro de que a Hanne Wilhelmsen le encantaría el interrogatorio. A pesar de la falta de puntos.
Resultaba muy aburrido estar encerrado en casa todo el rato. Especialmente por las mañanas, cuando no daban nada en la tele. No había salido por aquella puerta desde hacía casi una semana. En cierto modo echaba un poco de menos el colegio. Allí al menos había cosas que hacer. En casa no sucedía nada. Su madre se había vuelto más silenciosa de lo habitual. Siempre se mantenía en un jodido silencio.
Antes de celebrarse aquella reunión de la comisión regional en la que decidieron que él ya no podía seguir viviendo en casa, él había hablado con una señora que decía ser una especie de juez de su caso. Podría haberse hecho llamar por su nombre. Él ya sabía que era la presidenta de la comisión regional, dado que su madre le había explicado todo lo concerniente al caso. Incluso había acompañado a su madre a ver al abogado. Además, había leído los papeles que trataban sobre él.
La conversación duró bastante tiempo. No tuvo lugar en el despacho de la presidenta de la comisión regional, sino en una sala grande con bancos que tenía sillas solo en uno de los lados. Era allí donde se iba a celebrar la reunión, explicó ella. A él le pareció un tribunal, y la mujer se mostró sorprendida cuando se lo comentó. No tenía aspecto de noruega; parecía más bien india, con la piel oscura y el pelo completamente negro. Pero al menos hablaba de un modo normal y tenía nombre noruego.
Ella le preguntó dónde le gustaría vivir si pudiera elegir libremente. En casa, respondió él como era lógico. Pero entonces ella le preguntó por qué. No le resultó muy fácil explicar «por qué» uno quiere vivir en su propia casa, así que respondió que era lo normal y que no quería mudarse. La mujer insistió mucho repitiendo las mismas preguntas una y otra vez. Él no tenía muy claro cuál era el objetivo de aquella conversación, puesto que de todos modos decidieron que tenía que mudarse. Al final ella le preguntó si él quería a su madre.
¡Vaya pregunta! Todo el mundo quiere a su madre, contestó. Él también, lógicamente.
No le resultó tan difícil decirlo. Era la verdad. Además, él sabía que su madre le quería mucho. Ella solía decir que ambos se pertenecían mutuamente. Pero aquello no parecía tan evidente cuando estaban los dos juntos. Ella tenía miedo a todo: a los vecinos, a la abuela, a los profesores… y a la maldita oficina de protección al menor. Recordaba que ella siempre estaba dando la lata con la oficina de protección al menor. Especialmente cuando alguien se quejaba de él.
Olav quería salir. Tenía que salir.
—Voy a dar una vuelta —dijo él de repente, levantándose del sofá.
La madre dejó lentamente el periódico que estaba leyendo.
—Olav, eso es imposible. Ya lo sabes. Entonces tendrías que volver al orfanato.
—Pero no soporto quedarme más tiempo en casa —se lamentó él, sin volver a sentarse.
—Lo entiendo. Pero antes tenemos que idear un plan.
Olav colocó los brazos en jarras y separó las piernas. Resultaba una postura cómica, pero ella no se rio.
—¿Cómo que idear un plan? ¿Cuándo? ¿Cuándo vas a idear el plan del que llevas hablando toda la semana?
En vez de contestarle, ella estrujó el periódico hasta convertirlo en un rollo prieto entre sus manos.
—Mamá, tú no vas a idear ningún plan. Nunca has ideado un plan.
Ni siquiera estaba enfadado. Aquella sonrisa fina y extraña resultaba casi triste. Tendió una mano hacia ella, pero se detuvo antes de tocarla.
—Ya se me ocurrirá algo —susurró ella—. Lo que sea. Solo necesito un poco de tiempo.
—La verdad, mamá…
No dijo nada más. Se limitó a darse la vuelta y dirigirse al pasillo. La madre se levantó del sofá y corrió tras él.
—Olav, hijo mío, ¡no debes salir!
Ella le agarró del brazo. Aunque Olav Håkonsen solo tenía doce años, comprendió que su madre tenía miedo. Además, sabía que ella tenía razón al decir que lo de salir era mala idea. También era consciente de que ella lo pasaría muy mal mientras él estuviera ausente. Aquello era casi suficiente para hacerle cambiar de idea.
Pero tenía que salir del piso. En aquellos momentos le resultaba demasiado pequeño. Logró zafarse de su madre y cogió cien coronas que había en un pequeño plato colocado sobre la cómoda de la entrada. Hizo oídos sordos al llanto de su madre y cerró la puerta al salir.
En cuanto el aire fresco de febrero le golpeó en la cara, se olvidó de su madre y casi se sintió feliz. Para mayor seguridad, se había puesto un enorme gorro. Sin embargo, ya era de noche y nadie iba a reconocerle de lejos. Además del billete de cien coronas que había cogido, llevaba otras cincuenta en el bolsillo: la paga de dos semanas que no había llegado a gastar. Su madre seguía dándole la paga aun después de ingresar en el orfanato. Aquel primer día ella le miró un poco extrañada, pero se la dio cuando él se la pidió.
Lo que más le apetecía era ir al centro comercial. Tenía dinero para comprarse chucherías o tal vez para jugar a las máquinas. Podría hacer las dos cosas. Pero evidentemente no podía ir allí. Había mucha gente que le conocía. Lo que sí podía hacer era coger el autobús y dirigirse a otro centro comercial en otra parte de la ciudad. Había estado varias veces en Storo. Su madre conocía allí a una peluquera que les cortaba el pelo a los dos a muy buen precio. Era ella quien le había hecho el peinado punk que llevaba, aunque estaba empezando a desaparecer: le estaba creciendo el pelo en el lado de la cabeza rapado. A él le molaba bastante, pero la expresión de su madre se tornó sombría cuando le vio.
Iría a Storo, aunque no recordaba haber visto máquinas de juego allí.
Solo tuvo que esperar unos minutos en la parada hasta que llegó el autobús. Entregó el billete de cincuenta coronas al conductor sin decir nada y se metió el cambio en el bolsillo antes de sentarse al fondo del autobús, que iba casi vacío. La tarde estaba muy avanzada, ya era casi de noche, pero como era jueves habría bastante gente en el centro comercial. Tras meditarlo un poco, llegó a la conclusión de que era lo mejor.
El trayecto no duró mucho. Olav comenzó a hacer cortes con una navaja en el asiento, pero fue interrumpido por un hombre que se sentó a su lado.
Cuando bajó de un salto del autobús, se torció un pie y soltó un ligero gemido. El dolor le hizo acordarse de su madre y su buen humor se esfumó.
Allí no había auténticas máquinas de juego, solo una estúpida máquina de lotería con la que sabía que jamás ganaría nada, así como una especie de tragaperras que tampoco tenía mucha gracia. No obstante, en la segunda planta había dos cafeterías y él tenía hambre. Una era como un quiosco de comida en plan elegante donde servían cenas y cerveza. La otra era más bien una pastelería. Se decidió por esta última. Había varias mesas libres y pidió una Coca-Cola grande y dos trozos de tarta.
El centro comercial de Storo parecía mucho más anticuado que el del barrio donde él vivía y, además, era algo más pequeño. Pero resultaba bastante agradable. En la mesa que había a su lado se encontraba un hombre increíblemente mayor que hablaba solo, y Olav sonrió un poco por todas las cosas raras que decía. Cada dos por tres derramaba el café y la camarera empezó a irritarse un poco cuando tuvo que acudir con el trapo por tercera vez. Cuando el hombre se percató de que Olav estaba pendiente de su monólogo, acercó la silla a su mesa y siguió farfullando sobre la guerra, el mar y su mujer, que había fallecido hacía mucho, mucho tiempo. Olav se lo estaba pasando en grande y pidió otra Coca-Cola y una nueva taza de café para el anciano, quien sonrió y le dio las gracias efusivamente.
El anciano era tan gracioso que Olav no logró verlos a tiempo. Dos policías uniformados se estaban acercando a la cafetería. Él no se movió. No porque entendiera que era lo más conveniente, sino porque estaba completamente aterrorizado. Las posibilidades de toparse con la policía le habían parecido remotas e improbables.
La camarera les hizo señas.
—Lleva cuatro horas aquí y solo bebe café. Lo está manchando todo y molesta a los demás clientes —se quejó ella señalando al anciano.
Por primera vez desde que llegó Olav, el hombre guardó silencio e intentó ocultarse tras la taza de café. Se arrimó más al niño, como si intentara encontrar algún tipo de protección en él. Cuando Olav se levantó lentamente para marcharse, dando la espalda a los dos uniformados, el viejo le agarró del brazo y susurró con desesperación:
—¡No te vayas, chico! ¡No me dejes!
Aunque temblorosas, sus manos resultaban demasiado fuertes para ser alguien tan pequeño y atemorizado. Olav sintió sus dedos a través de la manga de su chaqueta y tuvo que dar una fuerte sacudida para que le soltara. Aquello solo llevó unos segundos, pero para entonces los policías ya habían llegado a la mesa.
—¿Está contigo? —le preguntó uno de ellos.
Olav miró al suelo y se bajó aún más el gorro por debajo de las orejas.
—No, no, yo no le conozco de nada —dijo él, comenzando a andar hacia la salida.
Casi había llegado a la floristería situada junto a las puertas automáticas cuando oyó que uno de los policías le llamaba. Dado que la gente entraba y salía continuamente, sintió la fría corriente de libertad procedente del exterior.
—¡Oye! ¡Espera un momento!
Se detuvo sin darse la vuelta. El gorro le picaba en la frente, pero no se atrevió a subírselo. Tenía algo en uno de los zapatos, algo que se había ido haciendo más grande y que iba recorriendo la planta de su pie hasta casi paralizarle la pierna. Sentía una gran presión en los pulmones y apenas podía respirar. Miró a su alrededor y vio a todas aquellas personas que iban y venían, hombres con sus mujeres y sus pequeños mocosos metidos en sus carritos gesticulando con bocas sonrientes. Sin embargo, él no era capaz de oír nada más que el tremendo latido de su propio corazón. Sentía náuseas. Sentía muchísimas náuseas.
Entonces echó a correr. Lo calculó a la perfección. Las puertas estaban abiertas de par en par e iban a cerrarse justo en ese momento. Todos los que entraban y salían del centro se detuvieron de repente, sorprendidos por la visión de aquel niño desapareciendo en el aparcamiento como una bala. La gente bloqueaba el paso a los dos policías que corrían detrás de Olav y las puertas se cerraron antes de volver a abrirse con demasiada lentitud. Los agentes se quedaron en el interior del centro comercial blasfemando. Cuando salieron no lograron ver al chico por ninguna parte. Decidieron ir cada uno en una dirección y echaron a correr. A uno de ellos se le cayó la gorra y, antes de proseguir con su carrera, vio cómo un coche la arrollaba.
El otro tuvo más suerte. Al llegar al parking vio una figura subiendo por las escaleras exteriores. El gorro y el plumífero que pudo divisar con dificultad por encima de la barandilla cuadraban. Pensó en avisar a su compañero antes de continuar con la persecución, pero constató rápidamente que había tantas salidas en el aparcamiento que no tenía tiempo para ello. Se lanzó tras el chico subiendo las escaleras.
Sin embargo, su compañero, que se dirigía a la gasolinera de Statoil situada a un par de cientos de metros calle arriba, se percató de lo que ocurría y corrió hacia las rampas que había al final del aparcamiento para interceptar al chico desde allí. Llegó a la planta superior tan solo unos segundos después que su compañero. No había rastro del niño por ninguna parte. El mayor de ellos hizo un movimiento zigzagueante con la mano simulando la imagen de un tiburón al acecho. A continuación comenzaron a registrar toda la planta. Comprobaron todos los coches que se encontraban delante, en mitad y detrás de ellos. Incluso miraron debajo de cada vehículo, pese a que ninguno de ellos creía que un chaval obeso de doce años pudiera caber debajo de un turismo normal. Al final tuvieron que admitirlo, por muy embarazoso que resultara para dos policías bien entrenados que se hallaban en su mejor momento: a Olav Håkonsen, el niño que buscaban, se lo había tragado la tierra.
Sin apenas entusiasmo ni esperanzas, siguieron buscando durante otra media hora tanto en el interior como en el exterior del centro comercial. A continuación subieron algo alicaídos al coche policial y emitieron los pertinentes informes dando cuenta de que habían visto al niño, lo habían perseguido y había desaparecido. Dado que sus últimas huellas habían sido encontradas en Grefsen, la policía llegó a la conclusión errónea de que había estado por aquella zona todo el tiempo. De este modo descartaron la sospecha inicial de que el niño estuviera en casa de su madre. Una sospecha que se había visto reforzada por el hecho de que varios vecinos —bajo la promesa de que respetarían su anonimato— habían manifestado su convicción de que Olav Håkonsen se hallaba escondido en su propia casa.
Al menos el niño estaba vivo. Eso era un consuelo.
A los dos días de la llamada del asistente, aparecieron los de la oficina de protección al menor. Olav acababa de cumplir once años. No les esperaba. Pensaba que me convocarían a una reunión. Yo ya me había buscado un abogado en las Páginas Amarillas. Uno tiene derecho a un abogado de oficio, eso ya lo sabía yo de antes. Pero no había mucha información sobre lo que realmente hacían, y existen muchos tipos de abogados.
Así que, de repente, estaban allí. Eran dos, una mujer y un hombre. Yo no conocía a ninguno de ellos, pero también era cierto que hacía muchos años que no tenía nada que ver con aquella institución. Supongo que fueron más o menos amables, aunque no lo recuerdo bien. Habían abierto una investigación, según me contaron, basada en lo que denominaron «alertas».
¡«Alertas»! Yo me había preocupado sin cesar durante once años por mi hijo, ¡y acudían ahora! Pidieron permiso para entrar y echaron un vistazo alrededor igual que lo había hecho aquella mujer del departamento de asuntos sociales hacía mucho tiempo, cuando Olav todavía era un bebé. Una simple mirada de soslayo, pero al mismo tiempo tan reveladora.
Era jueves y yo acababa de limpiar todo el piso. En eso no me podían pillar. Serví café y galletas, pero ni siquiera los tocaron. ¿Creían acaso que les iba a envenenar?
Me contaron todo lo que yo ya sabía: la conducta aberrante y agresiva de Olav, los niños mayores que le engañaban para que participara en todo tipo de actividades extrañas, lo mal que iba en los estudios y cómo perjudicaba a los demás. Dijeron que pesaba demasiado. Querían saber qué comíamos. Me puse furiosa, eso sí lo recuerdo bien. Arrastré a aquella señora hasta la cocina y abrí la puerta de la nevera. Leche, queso, albóndigas de pescado del día anterior. Mantequilla, cebolla y una bolsa de manzanas.
Ella anotó algo en un cuaderno y observé que escribía «leche entera». Entonces me di por vencida. Al niño no le gustaba la leche desnatada o semidesnatada. ¿Pensarían que lo mejor era que no tomara leche en absoluto?
Permanecieron allí mucho tiempo, pero, como ya he mencionado, no recuerdo mucho. Por fortuna, Olav había salido, aunque cuando comenzaba a anochecer ellos empezaron a mirar la hora y él todavía no había vuelto. Dijeron que buscarían información a partir de varias fuentes y que aquello podría tardar unos meses. Asimismo me preguntaron si tenía algún inconveniente en que un experto llevara a cabo una evaluación. Un psicólogo o un psiquiatra hablaría con los dos a fin de que la oficina de protección al menor «estuviera en disposición de determinar cuáles eran nuestras necesidades».
¿Inconveniente? Llevaba más de cinco años intentando que alguien examinara la cabeza de mi hijo sin obtener ningún tipo de ayuda. Evidentemente, no tenía inconveniente alguno. Yo sabía que algo iba mal. Algo que debería haber sido detectado hacía una eternidad. «Más vale tarde que nunca», dije, y vi cómo se miraban entre ellos. Sin embargo, yo no acertaba a comprender cuál podría ser el motivo de que un psicólogo hablase conmigo. Aceptar aquello equivaldría a reconocer que todo era culpa mía. Así que me negué rotundamente.
No obstante, cuando la experta se puso finalmente manos a la obra, dejé que estuviera en el piso con Olav y conmigo en dos ocasiones. «Observación de la interacción», lo denominó en el informe posterior. Yo no me reconocí en él para nada. Lo tergiversó todo. Intenté explicar a mi abogado que no era culpa mía que Olav se acostara tan tarde. Podía intentar obligarle a que no lo hiciera, pero eso acabaría trayendo problemas y parecía más conveniente que el niño se desenvolviera en un ambiente agradable y tranquilo en vez de permanecer en la cama dando vueltas sin poder dormir. «Problemas severos en la imposición de límites», escribió la psicóloga.
Tal como esperaba, la conclusión fue que Olav padecía DCM. Cierto que solo se habían detectado «indicios compatibles con un grado leve de DCM», pero mi abogado me aseguró que era su manera de expresarlo.
Yo lo había sabido todo el tiempo, pero nadie me había hecho caso. Ahora, cuando disponía de la prueba científica de que algo le pasaba al chico, la oficina de protección al menor opinaba que, en cualquier caso, yo no podía ocuparme de él. Con lo difícil que era el niño… Creían además que, a pesar de todo, tampoco era seguro al cien por cien que se tratara de algo patológico, ya que los síntomas de DCM también podrían ser originados por negligencia.
Querían ponerme a toda costa una persona de apoyo. Yo dije que estaba abierta a cualquier ayuda con Olav, pero que no necesitaba ninguna ayuda para mí dado que yo no era la que estaba enferma. A mí no me pasa nada.
Al final, el caso terminó en la comisión regional. Querían quitarme a mi hijo.
Yo llevaba varias noches sin dormir. Cuando llegué allí, noté que olía mal pese a que me había duchado esa misma mañana. Sentí que la ropa me estaba estrecha y me arrepentí de haberme puesto aquella blusa azul de tela sintética en vez de una prenda de algodón. Pero el abogado me había dicho que era muy importante ir bien vestida. Durante la primera hora yo solo estuve pendiente de que cada vez olía peor, y de las manchas de sudor que aparecieron bajo mis sobacos y que se hacían más visibles por momentos. Me sentía mareada. Una mujer grande y rellenita, con coleta, gafas y una corrompida mezcla de dialectos, entonaba sin cesar todo lo que llevaba saliendo mal con mi niño durante años. Era la abogada de la oficina de protección al menor. La comisión estaba compuesta por cinco personas, cuatro mujeres y un hombre. Tres de ellas tomaban apuntes diligentemente mientras que el hombre del extremo izquierdo se pasó toda la sesión dormitando. Una de las mujeres —debía de tener más de sesenta años— me observaba fijamente con una mirada que me hacía sentir más mareada y más incómoda. Al final, tuve que solicitar un descanso.
Mi abogado empleó mucho menos tiempo que la representante municipal. Probablemente aquello fue una mala señal, pero no me atreví a preguntar por qué. Además, el municipio contaba con un montón de testigos. Yo no tenía ninguno. El abogado dijo que no era necesario. Tampoco se me ocurrió ninguno cuando él me lo preguntó.
La vista duró dos días. La presidenta de la comisión, que se había mostrado muy amable todo el tiempo, me preguntó si en mi opinión se había expuesto todo lo relevante o si tenía algo que añadir. En mi interior quedaban un montón de palabras por decir. Yo quería hacerles entender. Quería llevarles atrás en el tiempo, mostrarles todo lo bueno, hacerles ver cuánto nos queremos Olav y yo. Quería que ellos entendieran que lo había hecho todo por mi hijo, que jamás había bebido alcohol, que jamás había tomado drogas, que jamás le había pegado, que yo siempre, siempre había temido perderle.
Sin embargo, negué con la cabeza y miré al suelo.
Doce días más tarde supe que me quitaban a mi hijo.
Olav Håkonsen se hallaba en el interior de un contenedor de basura que había detrás del aparcamiento del centro comercial de Storo. Se preguntaba cuánto tiempo llevaría allí. Tenía una jaqueca tremenda y aquello olía fatal. Intentó levantarse, pero volvió a hundirse entre todas aquellas bolsas de basura. La oscuridad era total. Cuando fue a mirar la hora que era, se dio cuenta de que su Swatch había desaparecido. No podía recordar si lo llevaba antes. Las náuseas se apoderaron de él cuando intentó incorporarse de nuevo, y al final vomitó la tarta y la Coca-Cola. Aquello le hizo sentirse un poco mejor.
El contenedor estaba medio lleno, pero la basura estaba distribuida de manera irregular. Él estaba tumbado a una altura que a duras penas le permitía alcanzar el frío borde de metal. Sus manoplas también habían desaparecido. Finalmente logró arrastrarse hasta ponerse de pie, pero al momento perdió el equilibrio sobre aquella superficie inestable. Entonces intentó recordar lo que había sucedido.
Había saltado. A seis o siete metros por encima de su cabeza, vio el borde de la planta superior del aparcamiento. Recordó que aquella había sido la única escapatoria. A partir de aquel momento, no recordaba nada más.
Se enterró a más profundidad entre las negras y malolientes bolsas de basura y se quedó dormido inmerso en una bienaventurada oscuridad carente de sueños.
Erik Henriksen había tenido una jornada laboral muy larga que se prolongaría aún más. Todavía les quedaban cinco interrogatorios por hacer y resultaba ilusorio pensar que pudieran acabarlos al día siguiente, tal como exigía Hanne Wilhelmsen. Al menos, si se suponía que tenían que realizarlos solos Tone-Marit y él.
Dios sabría a qué dedicaban en realidad su tiempo Hanne y Billy T. No es que sospechara bajo ningún concepto que se estaban escaqueando. Pero no estaría mal saber en qué andaban metidos. Ninguno de ellos pasaba mucho tiempo en el despacho. Incluso cada vez era más difícil localizar a Billy T., quien debería estar colaborando activamente para poder finalizar con los interrogatorios. En ocasiones, Erik Henriksen tenía la sensación de que no participaba realmente, de que no confiaban plenamente en él. Aquello no resultaba muy estimulante. A veces sentía incluso una punzada de irritación, casi rabia, hacia Hanne Wilhelmsen. Era un sentimiento totalmente nuevo que no sabía cómo manejar.
Movió la cabeza de un lado a otro y notó un tirón en la nuca. Se sentía cansado, indispuesto y harto. Quería irse a casa ya.
Tone-Marit se encontraba en la puerta. No dijo nada, se limitó a sonreír.
Era una joven muy normalita. Bastante graciosa. A pesar de estar delgada, su cara era redonda como una bola. Tenía unos ojos achinados que desaparecían por completo al sonreír. Se cambiaba el color de cabello de vez en cuando. Desde que la conocía, hacía ya un año, había oscilado del rubio al rojo cobrizo y luego al castaño oscuro, que era el tono que llevaba ahora.
No sabía si sus rizos eran naturales o si también se los había comprado.
Tone-Marit no solía hablar mucho. Él no sabía nada sobre ella. Pero era ya muy tarde, y ella estaba ahí. A Billy T. se lo había tragado la tierra. Hanne Wilhelmsen era un caso perdido. En cambio, Tone-Marit estaba en la puerta, sonriendo.
—¿Vamos al cine? —preguntó él antes de pensarlo detenidamente.
Ella ni siquiera pareció sorprenderse.
—Claro —respondió—. ¿Qué quieres ver?
—Me da igual —afirmó él, sintiéndose algo menos cansado.
Fueron caminando hacia el centro. Era demasiado tarde para coger el número siete y aún faltaba demasiado para que pasara el nueve.
Tone-Marit andaba de una forma elegante, erguida y de manera decidida, con un leve contoneo femenino en las caderas que no resultaba cursi. Mantenía la cabeza alta a pesar de que medía casi lo mismo que él, uno ochenta y dos. Llevaba una cazadora de cuero sobre unos vaqueros ceñidísimos y unas botas de punta bastante afilada con los cordones ocultos bajo los pantalones. Tampoco es que hablara mucho en ese momento, pero daba igual.
Tardaron media hora en llegar al cine Klingenberg. Para entonces, él ya sabía al menos dónde vivía y que vivía sola. Además, se había enterado de que jugaba al fútbol en primera división, que entrenaba cinco veces por semana y que había jugado seis partidos con la selección nacional. Se quedó muy impresionado y un tanto sorprendido por no haber sabido todo eso antes.
Cuando se acercaban a las cristaleras que daban a la entrada del cine, Erik vio a Hanne Wilhelmsen. Se apoderó de él la vieja sensación caracterizada por un ligerísimo aumento del ritmo cardíaco. Sin embargo, por primera vez aquello adquirió un cariz negativo, casi deprimente. Se trataba de aquella rabia de la que no lograba desprenderse. Aminoró el paso, se frotó la pecosa cara con una mano y consideró la posibilidad de cambiar de idea e ir a otro cine. Al Saga, tal vez. Sin embargo, ya habían decidido la película que iban a ver.
Hanne Wilhelmsen jugueteaba con su entrada de cine mientras charlaba con tres mujeres. Dos de ellas tenían el pelo corto y se parecían bastante entre sí; una llevaba un viejo anorak y la otra una chaqueta informe de un color marrón grisáceo y unas botas de agua con pliegue, como Drillo, el entonces seleccionador nacional de fútbol. Las dos lucían unas anticuadas gafas de estudiante. La tercera mujer era muy distinta. Tenía una media melena rubia y era casi tan alta como Hanne. Debajo de una gabardina larga y abierta de tela oscura que parecía cara, llevaba un vestido de color rojo intenso abotonado por delante. Los dos botones superiores estaban desabrochados y tenía las solapas subidas. Echó la cabeza hacia atrás y se rio de algo que había dicho una de las mujeres de pelo corto. Hanne, que estaba medio girada hacia Erik y Tone-Marit, le dio un empujón en el hombro y sonrió de una manera que él jamás había visto. Tenía el rostro tan descubierto que parecía más joven y más feliz… más desenfrenada de algún modo. De repente lo vio a él.
Erik estaba ahí. Y Tone-Marit. Lógicamente, ella ya había pasado por aquello en muchas ocasiones. Se había topado con compañeros que salían por aquella zona. Oslo no era tan grande. Hanne tenía sus estrategias. Un breve saludo con la cabeza o con la mano antes de seguir apresuradamente hacia lo que parecía ser un destino importante. Tenía que ocuparse de algo urgente que le impedía entablar una conversación más detenida. Aquello siempre funcionaba, aunque Cecilie se ponía habitualmente de mal humor o, como mínimo, se desanimaba.
Pero en aquel lugar, junto a las puertas de un cine donde la sesión no comenzaba hasta dentro de veinte minutos, charlando en plan relajado mientras esperaba y agitando la entrada de cine, su estrategia no tenía ningún sentido. Ellos dos eran sus subordinados. Gente con la que trabajaba muy estrechamente. A diario. Tenía que decirles algo.
Hanne tomó la iniciativa: se apartó de su grupo y se dirigió hacia donde estaban sus colegas. Advirtió demasiado tarde que Cecilie la seguía. Afortunadamente, Karen y Miriam se percataron de la situación con rapidez, entraron en el cine y desaparecieron. ¿Por qué tenían que ir siempre en plan tortilleras? A veces resultaba incluso incómodo.
Hanne no tenía ni la más remota idea de lo que iba a decir. Así que dijo las cosas tal como eran.
—Esta es Cecilie. —El mundo entero se detuvo durante unos tres segundos antes de que agregara—: Compartimos piso. Vivimos juntas.
—Estupendo —dijo Erik Henriksen, tendiendo una mano a Cecilie—. Soy Erik. Trabajamos juntos. —Su mano izquierda formó un círculo que incluía a Hanne, a Tone-Marit y a él—. ¿Tú también eres compañera? —le preguntó, dubitativo, mientras examinaba su cara.
—No, ni por asomo —dijo ella riendo—. Yo trabajo en el hospital de Ullevål. O sea que tú eres Erik, ¿no? Me han hablado mucho de ti.
Hanne observó que Erik batallaba contra su habitual rubor y agradeció al universo que eso le permitiera ocultar el suyo propio. A Tone-Marit ni siquiera se atrevió a mirarla.
—¿Habéis podido acabar hoy? —preguntó, alejándose imperceptiblemente de su novia para no estar tan pegada a ella.
—Nos quedan cinco interrogatorios —contestó Tone-Marit—. Nos los quitaremos de encima mañana. Por cierto, han visto al chaval esta tarde.
Hanne se sobrepuso al instante.
—¿Lo han visto? ¿Nuestra gente?
—Sí, en el centro comercial de Storo, pero ha logrado escapar —confirmó Erik—. Es un chico duro. Lleva dos semanas en fuga. Están buscando por toda aquella zona. Storo no queda muy lejos del chalet ese donde se instaló unos días. Los muchachos creen que puede haber encontrado un nuevo refugio, así que están registrando edificios deshabitados, construcciones listas para ser demolidas y ese tipo de cosas.
—Bueno —dijo Hanne con suavidad, intentando poner fin a aquel encuentro indeseado—. ¡No me quiero perder los anuncios!
—Es un caso perdido —sonrió Cecilie disculpándose—. ¡Le encantan los anuncios!
—Eso último era innecesario, joder —gruñó Hanne en cuanto ya no pudieron oírlas.
—Me parece que has estado muy bien, Hanne —dijo Cecilie con calma mientras le quitaba las entradas de cine para dárselas al acomodador.
—No tenía ni idea de que Hanne compartiera piso —murmuró Erik cuando Tone-Marit y él se hubieron acomodado en sus respectivas butacas—. Por cierto, es una chica muy simpática.
Tone-Marit trajinaba con una pajita que se negaba a meterse en su cartón de zumo.
—No creo que solo compartan piso —repuso ella tranquilamente.
Al final consiguió introducir la pajita rebelde por el agujero correspondiente.
Pero para entonces Erik ya le había metido mano a una bolsa de chocolatinas mientras esperaba con ansia a que comenzara la película.