A pesar de que Billy T. apenas llevaba ocho días en su nuevo puesto de investigador, su despacho parecía ya una pocilga. Había papeles por todas partes, algunos de los cuales eran documentos importantes, mientras que otros solo consistían en garabatos y periódicos viejos. En el suelo, junto a la puerta, había un montón de botellas de Coca-Cola vacías, de las cuales al menos tres se desplomaban cada vez que entraba alguien. Sobre la puerta colgaba una pequeña canasta de baloncesto y en medio de la habitación había un par de pelotas naranjas de espuma de plástico. Además, en una de las paredes, justo frente a su mesa, había colgado un tablero con unas fotos de cuatro chiquillos, fijadas con grapadora. Por lo demás, el despacho carecía por completo de cualquier objeto que pudiera darle el más mínimo toque de atmósfera hogareña. Además, las ventanas estaban sucias. Sin embargo, Billy T. apenas era consciente de ello.
—En realidad no entiendo qué estamos haciendo —le dijo frustrado a Hanne Wilhelmsen, que, milagrosamente, no había volcado ninguna botella ni tropezado con nada antes de acomodarse—. O sea, se supone que el caso ya está resuelto, ¿no? Muy poco gratificante, en mi opinión. Demasiado simple y aburrido: un hombre divorciado con problemas económicos tira de caja, es descubierto, mata a la jefa y acto seguido se raja hasta morir por arrepentimiento y desesperación.
Era como si lo hubiera dicho ella misma: «Muy poco gratificante». Maren Kalsvik había prestado declaración esa misma mañana. Compungida y extenuada, explicó todo lo referente a la malversación de fondos por parte de su compañero. Ella misma lo había descubierto antes de Navidad y, para guardar silencio, había puesto como condición que todo estuviera solventado antes de Semana Santa. Debía devolver todo el dinero. Agnes lo sabía, aunque la gerente no le había dicho nada al respecto. Sin embargo, Maren se había percatado de que lo había descubierto todo. Terje le había admitido que había estado en el despacho. Le insistió en que solo pretendía buscar unos documentos. Pero él ya llevaba una larga temporada mintiéndole compulsivamente. Por tanto, ella no tenía muchos motivos para creerle. Tampoco los tenía la policía.
Sin embargo…
La cosa no podía ser tan fácil.
—Echo en falta una carta de despedida —dijo Hanne pensativa, mientras cogía del suelo una de las pelotas de goma.
Apuntó a la canasta que había sobre la puerta, lanzó la pelota dibujando un suave arco en el aire y encestó. La pelota quedó como muerta en el suelo. Se estiró desde la silla, la recogió y volvió a lanzarla. Dos puntos más.
—¡Caray, eres buena y todo!
—He vivido en Estados Unidos, ya sabes.
Billy T. recogió la otra pelota y la lanzó. Se quedó sobre el aro un instante antes de caer hacia el lado correcto.
—Two points —dijo Hanne, y lo intentó de nuevo—. ¡Bingo! Henny Wilhelmsen leads by four points!
Billy T. sonrió y se colocó más lejos, junto a la ventana. Flexionó las rodillas durante unos segundos, agachándose y levantándose para lanzar la pelota naranja, que surcó el aire en dirección a la canasta, golpeó contra el tablero y cayó al suelo sin ni siquiera tocar el aro.
—¡Gané! —exclamó Hanne, recogiendo las dos pelotas y poniéndolas debajo de la silla antes de que Billy T. tuviera posibilidad de continuar con el partido—. Realmente echo en falta una carta de despedida.
—¿Y eso por qué? ¿De verdad piensas que…?
—No, no lo pienso. No creo que se trate en realidad de un homicidio. Pero no podemos cerrarnos a ninguna posibilidad, ¿verdad?
Intercambiaron una mirada y empezaron a reírse.
—De acuerdo —sonrió Billy T.—. Pero sería infinitamente más cómodo llegar a la conclusión de que fue Terje Welby quien mató a Agnes. Un caso complejo solucionado en poco más de una semana. Medalla al canto. Y listos para nuevos trabajos. Trabajos nuevos y emocionantes.
—Yo no he dicho que no sea así. Es muy probable que fuera Welby. Seguramente fue él. Pero hay algo que no cuadra. Es una simple corazonada. Si realmente fue él quien mató a Agnes Vestavik, quiero pruebas más consistentes que el mero hecho de que metiera mano en la caja y se suicidara, maldita sea. Su reputación ya era bastante dudosa para que encima acabe en la tumba con una condena por homicidio a sus espaldas.
Billy T. tenía buenas razones para tomarse en serio la corazonada de Hanne Wilhelmsen. En particular cuando coincidía con la suya propia.
—Pero entonces ¿por dónde seguimos ahora? —preguntó, frustrado—. ¡De hecho, tenemos que volver a empezar prácticamente de cero!
—No del todo. Todavía tenemos muchos hilos de los que tirar. Muchos.
Emplearon media hora en elaborar un resumen. Para empezar, todavía podían obtener más información técnica. Asimismo, estaba el marido de la difunta. Había también una especie de novio que, tal vez, hubiera sido rechazado. Había un niño desaparecido y fuerte como un oso. Además, estaba lo del individuo que se había llevado un buen bocado de la cuenta corriente de la difunta, ya fuera porque esta se lo hubiera dado, ya fuera porque se lo habían robado. Ambos escenarios eran igual de interesantes. Por otra parte, estaban las declaraciones de varios empleados del orfanato, que ambos habían repasado solo por encima. Cierto que Tone-Marit y Erik afirmaron que carecían de interés, pero al menos Billy T. debería profundizar un poco más en ellas. Cuatro de los empleados ni siquiera habían podido ofrecer una coartada. Cathrine, Christian, Synnøve Danielsen y Maren Kalsvik vivían solos, y en el momento del crimen se hallaban solos en sus casas. Las coartadas de los demás tampoco habían sido suficientemente comprobadas.
—De hecho, también debemos considerar con más detalle a la madre de Olav, Birgitte Håkonsen —concluyó Hanne, con un sentimiento de inquietud al pronunciar aquel nombre—. No cabe ninguna duda de que odiaba a Agnes.
—¿Cómo lo sabes?
Billy T. hojeó los papeles del caso y no encontró nada sobre la madre de Olav. Hanne le detuvo con un gesto.
—Luego te lo contaré, pero no la podemos descartar.
—A mí me suena un poco rebuscado —murmuró Billy T.
Sin embargo, anotó algo en un papel que extrajo de entre el caos reinante sobre su mesa.
—Y una cosa más…
Hanne se levantó de la silla y recogió una de las pelotas de goma. Se colocó en el lugar donde Billy T. se había apostado antes, de espaldas a la ventana. Mientras calculaba la distancia a la canasta, le preguntó:
—Aquel número de la institución. El que había en la otra notita amarilla del despacho de Agnes. ¿Has comprobado de qué se trataba?
Ella dobló un poco el brazo derecho y, tras estirarlo casi por completo, lanzó la pelota. Esta surcó lentamente el aire, rozó el techo y se introdujo limpiamente en la canasta.
—¿Por qué no vamos a jugar un día de estos? —dijo Billy T., entusiasmado.
—¿Has comprobado aquel número?
—No, no me ha dado tiempo.
—Entonces olvídalo. Lo haré yo misma —dijo Hanne, lanzando de repente la pelota directamente hacia él—. ¡Deberías practicar más!
Tone-Marit se sentía muy satisfecha consigo misma y tenía motivos para ello. Exultante, buscó a Hanne Wilhelmsen por todo el edificio, pero se la había tragado la tierra. Sin embargo, nada iba a arruinar aquello, así que se dirigió al despacho de Billy T. Aunque siempre se sentía un tanto nerviosa en su presencia.
—¿Qué pasa ahora? —dijo Billy T. malhumorado, levantando la vista del caos que había en la mesa que tenía delante.
—He descubierto quién cobró esos cheques —contestó Tone-Marit, y se alegró de que aquella expresión gruñona diera paso a una curiosa y expectante.
—¡No me jodas! —exclamó él en voz alta y con énfasis—. ¿Fue el marido doliente? ¡Déjame ver!
Movió sus largos brazos para apoderarse de la carpeta que llevaba la joven agente. Ella reaccionó apretándola fuertemente contra su cuerpo antes de sentarse.
—No. Pero fue un hombre y se llama…
En el momento en que se disponía a mostrarle triunfalmente la carpeta, los documentos cayeron al suelo. Tone-Marit se sofocó, pero los recogió con suma rapidez.
—Eivind Hasle. Así se llama el sujeto en cuestión.
—¿Eivind Hasle? ¿Está en alguna de nuestras listas?
—No, de momento no. He comprobado todos los registros habidos y por haber. Sin antecedentes, nacido en 1953, vive en Furuset y trabaja en una tienda de Grønland.
—¡En Grønland! —Billy T. se rio a carcajadas—. Trae a ese tipo de inmediato. Llámalo y dile que hay un asunto muy urgente que tenemos que comprobar. ¡Que venga aquí! Por cierto, ¿cuándo se cobraron los cheques?
—Dos días antes del homicidio —respondió la agente, también sonriendo.
—Mira tú por dónde. Tone-Marit, cielo, creo que vamos a tener una conversación muy seria con Eivind Hasle.
Solo tardaron media hora en conseguir sacar al hombre de cuarenta y tantos años de su despacho en Grønland y hacerlo venir a la comisaría de policía, que se encontraba a solo unos cientos de metros calle arriba. Cuando Tone-Marit le llamó parecía cooperativo, aunque muy sorprendido. Una vez sentado en una silla del inmundo despacho de Billy T., resultaba difícil decir si se sentía inseguro o irritado.
—¿De qué va esto en realidad?
—Todo a su debido tiempo —dijo Billy T., y le preguntó sus datos personales—. Lo primero que quiero saber… —prosiguió a continuación con la voz más neutral que pudo emplear teniendo en cuenta el humor del que se encontraba—. Ante todo quisiera saber: ¿cuál es su relación con Agnes Vestavik?
El hombre cambió de postura en la silla y, obviamente, se sintió acongojado por la penetrante mirada que el investigador le dirigía.
—¿Agnes Vestavik? No conozco a nadie que se llame Agnes Vestavik. —A continuación pareció reflexionar. Sus orejas adquirieron lentamente un color rojo. Al final los lóbulos, inusualmente grandes y toscos, pasaron por todos los colores de un semáforo—. Espere un poco. ¿No se trata de la mujer asesinada en el centro de día ese? Lo he leído en el periódico.
—Un orfanato. Es un orfanato. Y se ha escrito muy poco sobre ello en los periódicos. ¿Es usted un lector muy entusiasta o qué?
El hombre no contestó.
—Entonces ¿no la conoce de nada?
Ahora parecía casi asustado.
—Dígame: ¿qué es lo que quiere en realidad? ¿Por qué estoy aquí?
En esta ocasión fue Billy T. quien no respondió. Permaneció allí sentado, con toda su corpulencia, con los brazos cruzados y una mirada insistente.
—Escúcheme —comenzó a decir el hombre con voz temblorosa—. No sé nada de esa mujer. Apenas he visto su nombre en el periódico y, bueno, ¿tengo derecho a saber qué es lo que quiere de mí?
—Déjeme ver su carnet de conducir.
—¿El carnet de conducir? ¿Para qué lo quiere?
—Deje de hacerme preguntas cada vez que yo le hago una.
Billy T. se levantó de modo brusco. El truco también funcionó esta vez.
El hombre se encogió y sacó una elegante cartera de piel de un color rojo intenso. Buscó afanosamente.
—No… no lo tengo aquí —murmuró al fin—. Quizá me lo haya dejado en el coche.
—Sí, seguro —sonrió Billy T. burlonamente—. Ha perdido su carnet, ¿no? Pero no se ha dado cuenta hasta ahora mismo, imagino.
—¡No utilizo el carnet de conducir diariamente! No recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi. Suelo llevarlo aquí. —Como si aquello tuviera el más mínimo valor como prueba, volvió a desplegar la cartera hasta adoptar una forma casi obscena y señaló con el dedo uno de los compartimentos—. ¡Aquí!
Billy T. no le miró.
En vez de eso, inició un interrogatorio de dos horas que resultó tan desagradable que Eivind Hasle llegó a amenazar con una demanda.
—Me parece perfecto que lo haga, señor Hasle. Demándenos. Se ha convertido en una auténtica afición popular. Pero hágalo pronto, ya que en cuanto se descuide estará metido entre rejas en nuestro calabozo.
Aquel fue un comentario disparatado y poco profesional. A Billy T. le habría gustado morderse la lengua. Pero en dos horas no había hecho progresos para obtener una respuesta sobre quién había matado a Agnes Vestavik.
Dejó que Hasle se marchara. No existía ningún juez en el mundo occidental que se hubiera atrevido a firmar una orden de registro ni en un plazo de veinticuatro horas.
El hombre había perdido el carnet de conducir. No tenía ni idea sobre Agnes ni los cheques. Las firmas que aparecían en los cheques le resultaban en cierto modo familiares, pero pudo señalar de modo bastante plausible un par de diferencias entre la suya y la que, a su juicio, había sido falsificada. Y no cedió de ninguna maldita manera. Así que le dejó marchar.
El día ya estaba totalmente arruinado cuando Billy T. estuvo a punto de destrozar el interfono intentando localizar sin éxito a Hanne Wilhelmsen.
La capilla estaba a más de la mitad de su aforo y los allí presentes permanecían en solemne y púdico silencio. La mayoría de ellos habían optado por sentarse muy atrás, como si desearan marcar cierta distancia con las trágicas circunstancias que rodeaban la muerte de la protagonista. En el primer banco estaban el marido y los hijos de Agnes Vestavik, con cuatro personas más. Hanne Wilhelmsen supuso que eran parientes cercanos. Los dos hijos adolescentes llevaban trajes nuevos y parecían encontrarse incómodos por ello. La niña tenía dificultad para estarse quieta y, finalmente, se desprendió del regazo de su padre. Se acercó hasta el féretro decorado con flores antes de que el hermano mayor la alcanzara y se la llevara a rastras, entre las sonoras protestas de la niña, que retumbaron en las paredes desnudas de la capilla.
Tras los familiares más cercanos había cinco filas completamente vacías. Después alguna que otra persona afligida con la cabeza agachada, y así hasta llegar a las últimas hileras, que estaban llenas. El sacristán intentó convencer a algunos para que se acercaran un poco más, pero su petición fue declinada entre susurros y agitar de cabezas.
Hanne Wilhelmsen permaneció junto a la puerta, bajo un saliente sobre el cual suponía que se encontraba el órgano. El rostro alargado y gris del sacristán tenía una expresión digna del trabajo que desempeñaba. También intentó convencerla a ella, quien gesticuló con la mano sin decir nada.
En vez del típico retablo, la pared de delante estaba decorada por un enorme montaje tan moderno que Hanne tardó en comprender que simbolizaba la resurrección de Jesucristo. Una cruz desnuda y sencilla se erguía delante de aquella gigantesca imagen. También había una mesa de tamaño mediano decorada con un mantel blanco y un gran cirio colocado en un candelabro de plata.
Hacía una eternidad que Hanne Wilhelmsen no acudía a la casa del Señor y era incapaz de explicar lo que sentía. La atmósfera silenciosa, la poderosa figura de Cristo que se elevaba hacia su padre celestial, el féretro lleno de flores, la niña pequeña intentando librarse de toda aquella situación porque en realidad no era más que una chiquilla feliz, todas aquellas personas vestidas de gris y negro… La suma de todo aquello rezumaba una especie de respeto ante la muerte.
La pastora protestante entró por una puerta lateral que había en la parte de delante. Al menos Hanne supuso que se trataba de una mujer, aunque la sotana fuera blanca y estuviera decorada con una estola larga, ancha y multicolor que le llegaba hasta las rodillas. De hecho, no recordaba la última vez que había visto a un sacerdote ataviado en todo su esplendor. Debió de ser hacía mucho tiempo, porque conservaba el vago recuerdo de un anciano vestido de negro y con cuello engolado.
Casi todos los empleados del orfanato estaban allí presentes. Hanne reconoció a algunos de ellos y constató que los muchachos mayores, Raymond, Glenn y Anita, también habían asistido. La chica llevaba un vestido. Se tiraba del borde de la falda; era obvio que se sentía incómoda. Glenn y Raymond estaban sentados el uno al lado del otro, hablando en susurros. Maren Kalsvik les reclamó silencio y se pusieron derechos.
No había ningún púlpito al uso en aquel lugar. La pastora protestante de pelo rubio recogido en una irreverente coleta se puso de espaldas a los asistentes y dirigió sus plegarias a la figura, literalmente clavada, de Cristo. Hanne Wilhelmsen estaba ya cansada de estar de pie. Se dirigió de puntillas al último banco y se sentó junto al pasillo. A su lado había una señora mayor con uniforme del Ejército de Salvación que parecía estar francamente destrozada. Sollozaba y cantaba sin necesidad de recurrir al himnario.
En la fila del lado opuesto del pasillo se encontraba el amante, o como se le quisiera llamar. A Hanne la sorprendió verlo allí, y durante un instante se preguntó si no estaría confundida. Tan solo lo había visto un momento en la comisaría para ser interrogado por Billy T. Pero no, se trataba de él. Estaba casi segura de ello. Estaba sentado junto a la pared y se mantenía a cierta distancia de la persona más próxima. Hanne no había reparado en él hasta ese momento. Probablemente acababa de entrar. Resultaba difícil hacerse una idea clara de él sin inclinarse demasiado hacia delante y a los lados, lo cual se antojaba muy inapropiado considerando que la pastora protestante había comenzado un panegírico en el cual Agnes Vestavik fue presentada como una mezcla entre la Madre Teresa y la hermana Annie. La señora del Ejército de Salvación que se encontraba a su lado sollozaba asintiendo con la cabeza a cada palabra que oía. Resultaba evidente que estaba de acuerdo con la reverenda en que era voluntad de Dios que la niñita pelirroja que correteaba por el pasillo de la capilla fuera a crecer sin madre.
La pastora concluyó al fin. Uno de los hijos —debía de ser el mayor— se levantó y se acercó al féretro de su madre con la mirada dirigida hacia el suelo. En la mano llevaba una rosa, cabizbaja por falta de agua o tal vez en señal de respeto a la difunta. Se giró hacia la congregación, se colocó ante el micrófono y, de un modo un tanto extraño, logró balbucear un elogio conmemorativo. Era raro, rebuscado y lleno de frases que sonaban poco naturales en boca de un chaval de diecinueve años. No obstante, se trataba de la despedida de un hijo a su madre, y eso la conmovió. Al final depositó la rosa sobre la tapa del féretro antes de darse la vuelta tras una breve pausa y regresar a su sitio. Su padre le abrazó antes de que se sentara.
Cuando Hanne Wilhelmsen comprendió que los familiares más cercanos desfilarían por el pasillo antes de que los demás tuvieran ocasión de abandonar el lugar, se levantó rápidamente, casi encorvada, rodeó el banco y se situó junto a la pared para evitar ser la primera en toparse con ellos al salir. La familia más directa se colocó en fila en la puerta. El padre llevaba a Amanda en brazos, que parecía más tranquila al saber que pronto regresarían a casa. Uno tras otro, los asistentes desfilaron ante aquellas cuatro personas. ¿Por qué parecían tan avergonzados? ¿Era la propia muerte la que les impedía mirar a los familiares a los ojos, o era más bien lo impropio del hecho de ser asesinada siendo madre de una niña pequeña? Hanne se sentía fatal e intentó recuperar el estado de ánimo que tenía al llegar, antes de que la pastora protestante empezara su sermón, antes de que todos se hubieran visto forzados a entrar en contacto íntimo con todo aquello que habían evitado elegantemente sentándose al fondo de la capilla.
Casi todos los asistentes habían salido ya. Tan solo Maren Kalsvik y los demás inquilinos del orfanato permanecían aún junto a la puerta. Hanne se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. La subinspectora dio un respingo cuando, literalmente, la mujer se la retiró con un golpe. Maren se giró bruscamente con la mano en el pecho y con la boca abierta.
—¡Dios mío, me ha asustado! —dijo en voz muy alta, encogiéndose por haber infringido el Segundo Mandamiento en la propia casa del Señor.
—Lo lamento —murmuró Hanne—. ¿Puede esperarme fuera? Me gustaría hablar con usted.
Maren Kalsvik no parecía entusiasmada por la idea, pero asintió brevemente con la cabeza, rodeó con el brazo a Anita y salió al encuentro de la afligida familia. Dio al viudo un prolongado y caluroso abrazo y luego besó a Amanda en la mejilla. Los dos chicos se echaron hacia atrás y ella respetó su actitud limitándose a ofrecerles la mano.
Al salir de la capilla, Hanne vio al amante justo en el momento en que subía a un Mercedes de color gris plateado con matrícula verde. Sin mirar atrás ni alrededor, puso suavemente el coche en marcha y dejó que avanzara traqueteante por aquel camino en mal estado antes de salir por la verja que había unos cientos de metros más adelante.
Pobre hombre, pensó Hanne mirando al cielo.
Había escampado y hacía más frío. El sol brillaba pálido y tibio, dando muy poco calor sobre la explanada que se extendía frente a la iglesia. Resonaban en murmullos las conversaciones de pequeños grupos de personas. Hanne Wilhelmsen se acercó al viudo.
—Usted también por aquí —dijo él con voz baja y monocorde.
—Sí, como puede ver.
Ella sonreía con prudencia. Los chicos ya se habían ido hacia el aparcamiento y él había dejado que Amanda se fuera corriendo detrás de ellos. Siguió a su hija con la mirada hasta que esta llegó a su destino. Después se giró hacia la subinspectora.
—¿Suele acudir a todos los funerales de las víctimas por homicidio, subinspectora?
En su voz asomaba cierto deje de recriminación, así como una gran dosis de frialdad.
—No. Pero tampoco se trata de un homicidio normal.
—¿No? ¿Qué lo hace diferente, pues?
Su rostro no mostraba muchas expectativas de que su pregunta fuera a ser contestada. Se tiró discretamente de la manga del traje y ella observó que su reloj debía de tener un valor prohibitivo.
—No es necesario que hablemos de ello aquí —dijo Hanne, haciendo un gesto para indicar que se dirigieran a donde se encontraba Maren Kalsvik, quien les miraba con impaciencia a unos quince metros de donde estaban.
—¡Espere!
Intentó retenerla agarrándola del brazo en el momento en que se disponía a ir hacía allí. En cuanto se detuvo, la soltó de inmediato.
—Yo tenía pensado llamarla, pero ya sabe… Ha habido tantas cosas de las que ocuparse. Cuestiones prácticas. Los chicos. Amanda.
Se enderezó e inspiró profundamente. El sol le daba en la cara. Había algo infinitamente triste en aquel hombre de traje impecable y cabello recién cortado y fijado con gomina, como si toda su persona solo dependiera de mostrar una apariencia pulcra.
—El cuchillo… —dijo finalmente—. Con el que mataron a Agnes. ¿Era un cuchillo de cocina normal? ¿Uno de esos cuchillos… para trinchar? ¿No se dice así?
—Sí —confirmó Hanne, algo sorprendida—. O más bien un enorme cuchillo para carne. ¿Por qué lo dice?
—Es posible que fuera nuestro. La misma noche que Agnes fue… la noche que ella murió, por la mañana había llevado cuatro cuchillos al orfanato.
—¿Qué me dice? —Hanne se olvidó de que estaba en un funeral y comenzó a alzar la voz.
—¡Tranquilícese! —Agitó las manos repetidas veces para calmarla—. En el orfanato tienen una sofisticada máquina de afilar eléctrica. De vez en cuando, ella solía llevar sus propios cuchillos… nuestros cuchillos, quiero decir, para afilarlos allí. Aquella mañana se llevó cuatro, tal vez cinco. Lo recuerdo porque se puso a lavar dos de ellos antes de marcharse y se hizo un pequeño corte. Tuve que buscarle una tirita.
—Pero ¿por qué no ha dicho nada de esto antes?
—¡No pensé en ello! Estaba seguro de que los había vuelto a traer por la tarde. Ella no solía dejarlos allí. Y…
Se detuvo y percibió que las personas que estaban a su alrededor habían dejado de hablar. La atención de todas ellas estaba puesta en los dos. Hizo un gesto a Hanne para apartarse un poco en dirección a la pared de la capilla.
—Para serle sincero, mi suegra es quien se ha encargado de la casa desde que Agnes murió. Vino enseguida. No me di cuenta hasta anoche, cuando ella se quejó de que había muy pocos utensilios de cocina. Creo que fueron cuatro cuchillos. Cinco tal vez.
—¿De IKEA?
—No lo sé, de eso no tengo ni idea. Yo no sé dónde mi mujer compra… compraba los cuchillos.
—Pero supongo que reconocerá el cuchillo si lo ve, ¿no?
El hombre se sentía muy cansado como para percatarse de su tono sarcástico.
—Supongo que sí.
—Pues entonces cuento con que se presentará mañana en la comisaría a las nueve de la mañana. En punto. Por lo demás, le doy mi más sentido pésame.
Se dio la vuelta bruscamente. Solo había una razón por la que no se había llevado de inmediato a aquel hombre a rastras. No fue porque acabara de dar sepultura a su mujer, sino porque los tres hijos acababan de enterrar a su madre.
Maren Kalsvik tenía los labios amoratados y le castañeteaban los dientes. Había enviado a los niños al vehículo, una furgoneta azul grande.
—¿Qué quería? —preguntó, temblando de frío.
—Eso puede esperar —dijo Hanne—. Pero hemos de tener una conversación con usted mañana. ¿Le viene bien a las doce?
—Me viene igual de mal que cualquier otro momento —repuso Maren, encogiéndose de hombros—. ¿En su despacho?
Hanne Wilhelmsen asintió con la cabeza y se puso la capucha de la trenca. A continuación corrió hacia el coche de policía mientras no dejaba de maldecir por lo bajo.
Billy T. no estaba en ninguna parte. Alguien creía haberle visto salir hacía media hora, aunque no era seguro. Otros le dijeron que él la estaba buscando. La recepcionista gesticuló frustrada y con los ojos en blanco, lamentándose de que nadie entendía para qué servía el sistema de avisar antes de largarse.
—Luego nos echan la bronca a nosotros… —dijo quejumbrosa, a la espera de un poco de comprensión por parte de la subinspectora Wilhelmsen.
Sin embargo, la subinspectora se hallaba inmersa en sus propios pensamientos. Primero pasó por el despacho de Billy T. para buscar la copia del número de teléfono pegado en la agenda de Agnes Vestavik. En aquel caos era imposible encontrar nada. Después de cuatro o cinco minutos lo dejó por imposible y se conformó con recordar que él había dicho claramente que se trataba del número de la Escuela Superior de Asuntos Sociales.
Regresó a su despacho y, antes de sentarse, cogió la guía telefónica. «Sociales, Asuntos» fue lo más aproximado que encontró. No obstante, había un montón de números: de una escuela de auxiliares de enfermería, de un hospital, de algo denominado Centro Internacional, así como de una fundación con su propio número. «Superior, Escuela» también aparecía registrada aparte. Comenzó a marcar el último número sin saber qué iba a preguntar.
Transcurrió una eternidad antes de que alguien cogiera el teléfono. Finalmente, una voz aburrida, casi mecánica, contestó: «Escuela Superior, dígame». Hanne se preguntó si se trataba de un contestador automático. A falta de una idea mejor, solicitó hablar con la oficina del rector. Le pasaron con una secretaria cuya voz destilaba sol y risas, en acusado contraste con la voz mecánica de la mujer de recepción.
Hanne se presentó e intentó explicar el motivo de su llamada sin revelar demasiado. La señora era tan avispada como su voz indicaba, y de inmediato confirmó que Agnes Vestavik, esa pobre, pobre mujer, efectivamente había llamado varias veces durante la semana anterior. O tal vez la otra. Al menos recordaba que había llamado. Todos habían sufrido un tremendo shock al leer lo del homicidio. ¿Cómo estaba su familia?
Hanne logró tranquilizarla a ese respecto, pero estaba muy interesada en saber qué es lo que quería Agnes. Por desgracia, la secretaria no pudo ayudarla, pero recordó que había preguntado por alguien del departamento de exámenes. Puesto que allí no había ningún departamento de ese tipo, Agnes había solicitado hablar con el rector. Al parecer, era la primera vez que llamaba. Con respecto al tema de la conversación, lamentablemente no podía ayudarla. Incluso era posible que el rector hubiera pasado la llamada a otra persona. Ella no sabía nada al respecto.
Hanne solicitó hablar con el rector, pero la secretaria le comunicó que, por desgracia, se encontraba en un seminario en Dinamarca. Volvería el viernes.
Hanne Wilhelmsen intentó no manifestar su disgusto; lo cierto era que aquella señora se había mostrado de lo más diligente. Rechazó su ofrecimiento de ayudarla a averiguar en qué lugar de Dinamarca se encontraba, y luego dio por terminada la conversación. Sin embargo, antes de colgar pidió a la secretaria que averiguara si Agnes Vestavik había trabajado en aquella escuela en el pasado. La secretaria se lo prometió entre risas, y al final gorjeó un adiós después de tomar nota del nombre y el número de Hanne Wilhelmsen.
Tras colgar el teléfono, el oído de Hanne seguía saciado con la voz de aquella alegre secretaria. Hablar con gente así la ayudaba a mejorar su humor. Pero solo durante unos segundos.
Tenía que encontrar a Billy T.
Le inquietud se había vuelto a apoderar de Olav. Cierto que mientras comía y dormía, cosa que hacía con bastante frecuencia, estaba tranquilo, pero cada vez le resultaba más complicado permanecer calmado entre las comidas. Ella le había comprado unos cómics, pero no lograban captar su interés durante más de unos pocos minutos seguidos. Estaba claro que el temor inicial que mitigaba su inquietud se había desvanecido, y ya no hacía caso a su madre.
—Si sales te van a encontrar. Te están buscando. En la tele, en la radio y en los periódicos.
Le lanzó aquella extraña sonrisa suya.
—Como en las películas. ¿Hay recompensa?
—No, Olav, no hay recompensa. No te buscan por haber hecho algo malo. Solo quieren que regreses al orfanato.
El niño adoptó una actitud sombría.
—Ni de coña —dijo con contundencia—. Prefiero morir antes que volver a aquel agujero.
Ella no pudo evitar dejar que asomara una sonrisa débil, exhausta.
Él se percató y se puso furioso.
—¡Te estás riendo, zorra! Pero te diré una cosa: ¡no voy a volver allí! ¿Lo entiendes?
Ella intentó con desesperación calmarle rogándole mediante gestos que se callara y señalando a la pared que daba a los vecinos. El chaval no le hizo ningún caso, pero se quedó sin palabras. Entonces se dirigió a la cocina y empezó a tirar todos los cajones. Los sacaba y arrojaba todo su contenido al suelo mientras daba fuertes gritos cada vez que volcaba un cajón.
Ella sabía que se le pasaría. Lo único que podía hacer era permanecer completamente quieta, cerrar los ojos y esperar. Se le caían las lágrimas. Se le pasará, pensaba. En breve se le pasará. Quédate quieta. No hagas nada. No le toques por nada del mundo. Pronto, pronto se le pasará.
Tardó un buen rato en vaciar todos los cajones. Ella no le veía, pero a juzgar por el ruido sabía que estaba dando patadas a los utensilios de cocina. Hacía un enorme estruendo y los vecinos se iban a enterar. Apenas había tenido tiempo de inventarse una explicación cuando alguien llamó a la puerta.
El niño se detuvo de golpe. Al momento se hallaba junto a la puerta de entrada, con el temor asomando de nuevo a sus ojos. Él la miró, no rogándole ayuda, sino ordenándole que no abriera la puerta hasta que pudiera esconderse. Desapareció sin decir ni una palabra y entró en el dormitorio de ella. La madre le siguió de puntillas, cerró la puerta y se secó las lágrimas mientras se dirigía de nuevo hacia la entrada.
Se trataba de la vecina de abajo, una señora mayor que estaba al tanto de todo lo que ocurría en el edificio. Cosa nada extraña, ya que empleaba todo su tiempo en permanecer sentada junto a la ventana de la cocina observando a los que entraban o salían, o se dedicaba a llamar a las puertas para quejarse de los ruidos o de la música alta, o para informar a los vecinos de que no respetaban los turnos de acceso a la lavandería del sótano o que no fregaban las escaleras cuando les tocaba.
—¡Qué ruido tan espantoso! —dijo ella con suspicacia—. ¿Es que su hijo ha vuelto a casa?
Estiró su delgado cuello intentando mirar en el interior del piso. Birgitte Håkonsen interpuso su cuerpo para impedírselo.
—No, no ha vuelto a casa. Se me ha caído algo. Lo siento.
—¿Se le ha estado cayendo algo durante media hora? —dijo la anciana con exagerado asombro—. Y pretenderá que me lo crea… ¿Tiene visita?
Estiró el cuello aún más y, como era más alta que la madre de Olav, pudo vislumbrar el blanco rectángulo que se abría al final del oscuro pasillo. Pero aquello no le reveló nada.
—No, no tengo visita. Estoy completamente sola. Y lamento el ruido. No se volverá a repetir.
Justo cuando se disponía a darle a la vecina con la puerta en las narices, oyó que profería unas amenazas balbuceantes en las que hacía mención a la policía. Durante un instante vaciló y la puerta quedó entreabierta. Pero, acto seguido, se decidió y cerró de un portazo. Incluso echó el cierre de seguridad.
Olav se encontraba sentado en su cama con los pies en posición de loto. Era sorprendente lo flexible que era para ser tan enorme. Parecía totalmente un Buda. Ella se le quedó mirando y ninguno de los dos dijo nada. A continuación él emitió un resoplido, en realidad casi un débil aullido, antes de estirar los brazos, alzar la vista al techo y preguntar:
—¿Qué voy a hacer?
La mujer no contestó porque no le estaba preguntando a ella. Se dio la vuelta y se dirigió a la cocina arrastrando los pies para recoger las cosas… tan silenciosamente como le fuera posible.
Me resultó imposible conseguir que alguien me hiciera caso respecto a la DCM. En principio intenté hablar de ello en la guardería, pero se limitaban a sonreír y a decir que era algo que desaparecería con la edad. Se me volvió a pasar por la cabeza la idea de hablar con la oficina de protección al menor, pero estaba claro que no me dejarían que me escabullera una tercera vez.
Entonces empezó a ir al colegio. Aquello tenía que salir mal. Ya el primer día, con todos los padres presentes, se levantó de su pupitre durante la primera hora de clase y se marchó del aula. La cara de la maestra adoptó una expresión extraña, mirándome para que hiciera algo. Yo sabía que si intentaba detenerlo aquello se convertiría en un infierno. Por tanto, utilicé como pretexto que el niño necesitaba ir al baño, inventándome sobre la marcha algo de una infección urinaria. Momentos más tarde, salí sigilosamente a buscarle. No lo encontré por ninguna parte. Luego se supo que había entrado en otra aula, proclamando que prefería asistir a aquella clase.
No es que fuera tonto. Más bien todo lo contrario. Se le daban bien las mates. Y más adelante también el inglés. Tenía un talento increíble para el inglés, pero solo a nivel oral. Decían que ello podía deberse a que veía demasiado la televisión. Era muy típico que cuando él manifestaba algo bueno, cuando dominaba algo, se las arreglaban para buscar también el lado negativo, algo de lo que yo era la culpable.
Antes de terminar el primer curso se había convertido en el bicho raro del colegio. Los demás alumnos de primaria le rehuían, los chavales de quinto y sexto se metían con él y le obligaban a hacer las cosas más inauditas. El 17 de mayo, mientras todos escuchaban a una alumna rubia y dulce de quinto curso hablar de Wergeland y de los desfiles infantiles, de la libertad y de la guerra, Olav empezó a bajar por el mástil de la bandera del colegio. La niña se quedó callada de repente, señalando la gran bandera que ondeaba a media asta. Estaba cortada en largos jirones que ondeaban vivazmente al viento. Junto al mástil se encontraba Olav, exultante y haciendo gestos con unas tijeras en la mano mientras lanzaba miradas triunfantes a un grupo de alumnos de sexto curso muertos de risa al fondo de la multitud. Yo no lo pude soportar. Me fui. Unas horas más tarde regresó a casa con varios billetes de cien coronas en la mano. Me explicó que había hecho una apuesta con los chicos mayores. Cuando le intenté explicar que yo le podría haber dado el dinero, me miró asombrado con aquella sonrisa que nunca he llegado a comprender.
Al principio le invitaban a las fiestas de cumpleaños. Al menos durante el primer curso. Él siempre se mostraba muy contento y feliz cuando volvía a casa, pero nunca llegué a saber qué tal le había ido. Luego aquello se acabó y se me rompía el corazón cada vez que él se quedaba mirando cómo los demás niños del vecindario desfilaban para ir a las fiestas, emperifollados y con regalos bajo el brazo. Las primeras veces se quedaba en la ventana, pero cuando yo le sugería que podíamos hacer otra cosa agradable, él me apartaba con las manos y encendía la tele.
Eso era lo único que, de hecho, no cuadraba con la DCM. Podía permanecer horas delante de la pantalla. Se lo tragaba todo. Era increíble todo lo que absorbía. Cuando era pequeño no mostraba ningún interés por la programación infantil, aunque realmente me esforcé para que la viera. Cuando empezó el segundo curso, veía absolutamente de todo. Parecía que disfrutaba lo mismo con los dibujos animados para los más pequeños que con el telediario y las películas de acción. Yo sabía que él no debía ver todas esas películas, pero jamás parecía asustarse. Excepto en una ocasión. Yo ya me iba a acostar, pero él había empezado a ver una película y se negó rotundamente a irse a dormir. Intenté tentarle con alguna recompensa, ya que al día siguiente tenía colegio. Pero no hubo manera. La película se titulaba Alien y, según pude comprobar, una mujer hacía el papel protagonista. Por tanto pensé que aquello no podía ser tan peligroso. Me acosté.
En mitad de la noche entró y me despertó. No lloraba, pero era obvio que estaba angustiado. Me preguntó si podía dormir en mi cama, cosa que no había hecho desde que era muy pequeño. Le dejé que se acurrucara a mi lado y le abracé. Él me apartó los brazos. Sin embargo, aceptó dormir junto a mí. Apenas pegó ojo en toda la noche.
Al día siguiente lo había olvidado todo. Le pregunté qué le había dado tanto miedo, pero él se limitó a sonreír.
En el colegio tenía un profesor de apoyo durante quince horas semanales. Aunque le había ido bien en todas las asignaturas del primer curso y a comienzos del segundo, su intranquilidad era tan grande que empezó a quedarse atrás. La tarea principal del profesor de apoyo consistía en ayudarle a permanecer quieto en clase, aunque también pasaba algunas horas a solas con el niño.
A Olav le cayó bien el profesor de apoyo. Era un chico joven y a mí también me trataba bien. Al principio le tenía miedo, pero era muy risueño y me dio la impresión de que le caía bien mi niño. En algunas ocasiones lo acompañaba a casa. Olav estaba irreconocible. Seguía sin hacerme más caso de lo habitual, pero cuando el profesor de apoyo le daba instrucciones siempre obedecía sin protestar.
En una ocasión, el profesor me llamó una noche muy tarde. Olav ya se había acostado. Tenía fiebre y estaba muy cansado. Creo recordar que fue al poco de comenzar el quinto curso. Me preguntó si me resultaba difícil ponerle límites a mi hijo. En su opinión, yo no lo «manejaba como era debido». Dijo que, si yo quería, podría pasarse a hablar conmigo a la mañana siguiente, puesto que no tenía clase con Olav y yo, en cualquier caso, iba a estar sola en casa. Admitió que había contactado con la oficina de protección al menor e intentó comentarme de un modo liviano y natural que ellos veían con buenos ojos que lo asistiera también a domicilio.
Oficina de protección al menor. Asistencia. Aquello me sentó como puñaladas en el corazón. El profesor de apoyo, a quien yo había abierto mi hogar, a quien había invitado a cenar, al que había hecho reír, el mismo que había alborotado el pelo de mi chico y había sido amable conmigo… había acudido a la oficina de protección al menor.
Simplemente le colgué el teléfono.
Dos días más tarde, los de la oficina de protección al menor llamaron a mi puerta.
Billy T. tenía enfrente una jarra de cerveza empañada y llena de espuma que culminaba en un precioso arco. Hanne se había conformado con una Munkholm sin alcohol. Tenía pinta de floja y sosa y la cubría una fina capa blanca que no se podía denominar exactamente espuma.
—A eso lo llamo yo ocultar información importante —dijo Hanne en voz baja para que no la oyeran en la mesa de al lado.
Se habían sentado en la última mesa, situada en un nivel ligeramente elevado que había al fondo del local. Un propietario más pretencioso lo hubiera llamado una mezzanina. En este lugar simplemente se lo conocía como El Púlpito.
—Es, cuando menos, concluyente —confirmó Billy T., atacando de lleno su jarra de cerveza—. Fue una torpeza por mi parte no haberle preguntado por eso cuando le interrogué.
Hanne no comentó su descuido, sino que continuó diciendo:
—Esto significa que, según todas las probabilidades, el autor del delito no tenía el propósito de matar a Agnes. No deja de descolocarme lo del cuchillo. Un arma homicida rudimentaria. Muy poco segura. Atípica.
—Bueno, se cometen bastantes homicidios con arma blanca en este país —objetó Billy T.
—Sí, ¡pero no en los casos de homicidio premeditado! Si planificas ir a por alguien con el fin de matarlo, un cuchillo no es realmente el arma que eliges. El cuchillo es… sábado por la noche en el centro, peleas, borracheras, fiestas de barrio, excursiones a una cabaña pasadas por alcohol donde alguien empieza una discusión… Y, además, suele haber un montón de cuchilladas. Y a menudo el autor del delito resulta también bastante lesionado.
—O sea, ¿crees que el asesino fue allí con otra intención y que el asunto se complicó de alguna manera, así que él o ella cogió el cuchillo de forma impulsiva? ¿A falta de otra cosa mejor…? ¿Algo así?
—Exactamente, eso es lo que pienso.
Trajeron la comida a la mesa. Hanne había pedido una ensalada de pollo. Noahs Ark era el único lugar de la ciudad donde la servían caliente. Billy T. se abalanzó sobre un doble kebab.
Durante unos minutos comieron en silencio, hasta que Hanne apartó el tenedor y el cuchillo con una sonrisa. Miró de soslayo a su compañero y le preguntó:
—¿Qué tal con la tía esa que conociste en Canarias?
Él no contestó. Continuó comiendo con avidez incesante.
—Tu bronceado se está desvaneciendo. ¿Ocurre lo mismo con el amor?
Él la pinchó con el tenedor en el costado y dijo con la boca llena:
—No seas mala y ruin. No quiero hablar de ello.
—No me vengas con esas, Billy T. Cuéntame.
Él terminó de comer mientras ella esperaba pacientemente. Al final se limpió el bigote con la manga de la camisa, vació la jarra de cerveza, hizo señas para que le trajeran otra y colocó ambos puños sobre la mesa.
—No fue nada…
—¡Anda que no! ¡Hace poco más de una semana eras tan feliz…!
—Eso fue entonces, no ahora.
Ella reflexionó y se puso seria.
—¿Qué pasa, Billy T.?
Parecía irritado y empleó una cantidad innecesaria de energía en intentar llamar la atención del camarero, que no se había enterado de sus gestos anteriores.
—¿Qué?
—¿Qué pasa contigo y las tías?
Billy T. tenía cuatro hijos. Ninguno de ellos era de la misma madre. Ni siquiera había aguantado tanto tiempo con alguien como para plantearse vivir juntos. Pero amaba a sus hijos.
—¿Las tías y yo? ¡Pura dinamita, vaya!
Finalmente le trajeron la cerveza. Permaneció callado, dibujando corazones en la jarra empapada por la escarcha.
—No soporto los rollos —añadió al fin.
—¿Los rollos?
—Sí.
—¿Qué clase de rollos?
—El típico rollo de las tías. Del tipo «Podrías tener un poco de consideración conmigo tú también». A mí me gusta hacer lo que me da la gana. Si una tía quiere seguirme, por mí encantado. Pero después de una temporada ya no quieren. Entonces empiezan con sus rollos. Simplemente no lo soporto.
—Un trauma de la primera infancia —sonrió Hanne.
—Seguramente.
—Pero oye. ¿Por qué…? —Se interrumpió con una sonrisa avergonzada.
Billy T. nunca llegó a saber lo que ella quería preguntarle, porque de repente él se acordó de algo. Su mirada devino ausente. Tal vez había vuelto a recordar el tema de las últimas novedades aportadas por el viudo porque necesitaba escabullirse del interrogatorio sobre su infortunada vida personal.
—¿Dónde estarán los demás cuchillos?
—¿Qué…? —Hanne se detuvo en cuanto comprendió la pregunta—. Allí debería haber tres o cuatro cuchillos recién afilados. Tienes razón. ¿Se los habrá llevado el asesino?
—Lógicamente, pudo haberlo hecho. Pero ¿por qué diablos iba a hacerlo?
Hanne observaba la botella de Munkholm con mirada inexpresiva sin que ello le proporcionara ayuda alguna. En ese momento, se giró hacia lo que parecía ser el comienzo de una ruidosa discusión. En una de las puertas de entrada estaba teniendo lugar una fuerte disputa. Dos viejos del parque de aspecto cochambroso querían entrar en el local. El camarero negro empleó todo el tacto y finura que pudo, pero como respuesta recibió un montón de comentarios groseros y racistas. Estaba acostumbrado. Al final, logró echar a aquellos vejestorios.
—¡Creo que ya lo tengo! —exclamó al fin—. Si estoy en lo cierto, podríamos empezar realmente a restringir la búsqueda del asesino.
La actitud de Hanne era más reflexiva que triunfante. Miró a su alrededor y volvió a llamar al camarero.
—Oiga, ¿podría prestarme cuatro o cinco cuchillos de cocina? Es solo un momento. Se trata de… una apuesta.
El camarero pareció sorprendido, pero se encogió de hombros y, al cabo de solo un minuto, volvió con cuatro cuchillos grandes y bastante gastados.
Hanne se levantó y los colocó sobre la mesa, a la derecha de Billy T.
—Supongamos que los cuchillos estaban en ese lado. Aunque supongo que daría lo mismo. Tú haz como si fijaras la atención en algo que tienes delante de ti.
Billy T. se concentró en los restos de su plato. Hanne se colocó detrás de él y agarró el cuchillo más grande que había en la mesa. Luego dibujó un enorme arco hacia atrás y simuló un movimiento a cámara lenta contra la espalda de su compañero. Dejó que la punta le pinchara la espalda.
—¡AY!
Él se giró rápidamente y se llevó la mano derecha al punto donde le había clavado el cuchillo. Al darse la vuelta, se hizo daño en el hombro. En el local reinaba un silencio absoluto, y los curiosos sentados en las mesas de alrededor los observaban horrorizados.
—¿Has visto? —preguntó Hanne con entusiasmo, dejando el cubierto en la mesa—. ¿Has notado lo que te ha pasado al intentar coger el cuchillo?
—Claro que sí —dijo Billy T.—. Sí, joder. Hanne, eres un genio.
—Estoy totalmente convencida de ello —afirmó ella con satisfacción.
Debido a la euforia, la subinspectora pagó la cuenta, aunque Billy T. había consumido más que ella.
—Pero oye, Hanne —dijo Billy T., deteniéndose de repente tras salir a la calle—. Si esa demostración tuya sirve de algo, ¡podemos olvidarnos tanto del amante como del tipo aquel, Hasle, el del carnet de conducir!
—Billy T., por favor… —repuso ella—. Aunque ahora tengamos una teoría cojonuda, jamás debemos cerrarnos a nada. Continuaremos investigando todas las pistas. ¡Elemental!
—Vale, Sherlock —dijo Billy T. con una sonrisa burlona.
Y no pudo evitar plantarle un beso en la boca.
—¡Qué asco! —dijo Hanne limpiándose con ostentación.
Pero sonreía ampliamente.
En un piso bastante triste de un barrio aún más triste, un vendedor de coches muy asustado bebía cerveza sin parar. Las botellas estaban alineadas como vacuos soldaditos de plomo sobre la mesa que tenía delante. Las disponía según un patrón que modificaba cada cinco minutos. En ese momento formaban un círculo de doce botellas. Que fuera capaz de colocarlas en posiciones diferentes sin tirar ninguna era un indicio de que todavía no estaba lo suficientemente borracho como para intentar dormir un poco.
En medio del círculo de botellas había un talonario. El talonario de Agnes Vestavik. Tan solo faltaban cuatro cheques. Ya faltaba uno cuando él se lo robó; lo sustrajo de su bolso de un modo increíblemente fácil, cuando ella fue al baño. Ni lo pensó; sus manos actuaron de motu proprio. Estaba allí. Él lo sabía porque unos instantes antes ella había pagado la cena. Sin dudarlo, sacó el talonario del bolso y se lo metió en el amplio bolsillo de su gabardina. Arrepentido, se disponía a devolverlo cuando ella regresó sonriente del baño preguntándole si se iban ya.
Había empleado los tres cheques para sacar tres cantidades iguales de dinero en tres bancos diferentes de tres lugares distintos de los alrededores de Oslo. El primero en Lillestrøm. La cosa salió bastante bien, a pesar de que casi se le despegó su ridículo bigote falso debido a que sudaba como un cerdo. Usó un carnet de conducir que alguien había dejado olvidado en un coche que había estado probando. La edad y la forma de la cara coincidían más o menos, y la mujer de la ventanilla apenas le echó un vistazo antes de ponerse a contar sobre el mostrador los diez billetes de mil coronas y proceder a llamar al próximo cliente. Apenas se atrevía a coger el dinero, y la mujer, mirándolo irritada, lo empujó hacia él con gesto colérico. Él intentó no temblar demasiado, le dio las gracias entre murmullos y abandonó el banco tan despacio como pudo. Había dejado el vehículo cerca de la estación de ferrocarriles, en un aparcamiento donde pasaba desapercibido entre todos los demás.
Él no era más que un vendedor de coches. De vez en cuando lograba endosar algún que otro coche usado. Había defraudado un poco por aquí y mentido un poco por allá. Algunas veces casi se sentía un delincuente. Pero nunca había cometido ningún delito. Y resultaba jodidamente fácil. Y a la vez terrible. Con diez billetes de mil coronas calentitos en el bolsillo, se dirigió a Sandvika para cobrar el siguiente talón. Tenía que hacerlo antes de que ella se diera cuenta de que su talonario había desaparecido y bloqueara la cuenta.
En el segundo banco también le fue bastante bien. Se secó la zona de debajo del bigote y se lo colocó mejor. Decidió aparcar en un gran centro comercial, y luego se dirigió andando a un banco del centro de Sandvika que estaba a cinco minutos. La mujer le miró con cierta severidad, pero ello podría deberse a que vaciló al presentar su identificación. Por culpa del desconcierto estuvo a punto de darle su propio carnet de conducir, pero se dio cuenta justo a tiempo y logró meterlo de nuevo en su sitio. Un tanto desesperado al no estar seguro de si ella se había percatado de que llevaba dos carnets, actuó de un modo tan torpe que sin duda bastó para levantar sospechas. No obstante, recibió el dinero. Y decidió acabar con aquello.
Veinte mil coronas. ¿Cuánto dinero tendría realmente Agnes? ¿Comprobaban si había saldo suficiente antes de entregarle el dinero? Intentó recordarlo, pero se bloqueó. Se dirigió al centro de Asker. Oscilaba entre la firme decisión de dejarlo y el deseo de proseguir. Solo un talón más. El coche seguía su propio rumbo haciendo caso omiso al caos de su interior.
Antes de entrar en la entidad, recordó que todos los bancos tenían cámaras de vigilancia. Lo sabía muy bien, y por eso resultaba tan oportuno que el hombre que aparecía en la imagen llevara bigote. Se había hecho además con una vieja gorra de visera sacada de una caja que tenía en la buhardilla.
No obstante, al entrar en el tercer banco sintió un miedo repentino, quizás originado por el hecho de que él era el único cliente que se encontraba allí dentro.
—¿En qué le puedo ayudar? —le preguntó un joven sonriente para atraer su atención.
Era demasiado tarde para cambiar de idea. Presentó el último talón.
—Por desgracia tenemos problemas informáticos, así que tengo que llamar por teléfono —declaró el joven, sonriendo todavía más mientras examinaba el cheque.
—Puedo volver más tarde —balbuceó él mientras tendía la mano para que le devolviera el talón.
—No, no —protestó el joven retirando la mano con actitud servicial—. Será solo un momento.
Y así fue. Un minuto más tarde abandonaba el banco con otros diez billetes de mil coronas y un dolor punzante bajo el esternón.
Ahora, en su piso, no paraba de beber. La decimotercera cerveza estaba vacía y movió las botellas para crear un diseño nuevo: un ángulo, o una bandada de gansos emigrando rumbo al sur. O la punta de una flecha enorme. La primera botella le apuntaba directamente.
—¡Pum! —dijo en voz baja—. Estás muerto.
Abrió la decimocuarta. ¡Ya era hora de que tirara alguna botella!
Agnes le había descubierto. Bueno, le había preguntado si por casualidad había visto su talonario. Así, como si nada, sin ningún tipo de indirecta. Aquello era una demostración de que sospechaba de él. Lógicamente, él lo negó. Y, por supuesto, ella lo comprendió. Le dijo que había solicitado al banco que comprobara si habían hecho uso del talonario. Le darían una respuesta al día siguiente.
¡Maldita sea! Estaba tan seguro de que nadie estaba al tanto de su relación… Él jamás le había escrito nada, sobre todo porque no solía escribir otra cosa que no fueran contratos.
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la policía averiguara lo de los cheques?
Se levantó bruscamente y tiró dos botellas. Una cayó al suelo, pero no llegó a romperse.
Era hora de intentar dormir un poco. Entró al dormitorio tambaleándose y se desplomó sobre la cama con la ropa puesta. Después de mucho rato, al fin se quedó dormido.
El talonario se quedó en la mesa, entre once botellas vacías y una que se había volcado.