—¿Cuántas veces tengo que decir que esto es un interrogatorio rutinario?
Billy T. estaba visiblemente irritado. Al otro lado de la mesa se encontraba sentado un hombre enorme y robusto de cincuenta y tres años que se estaba comportando como un niñato.
—Este es su número de teléfono, ¿no?
Agitó un papelito amarillo guardado en una bolsa de plástico con cremallera.
El hombre seguía sin contestar.
—Hombre, por Dios, ¿tengo que someterle a interrogatorio judicial o qué? ¿Usted cree que eso le conviene? Yo sé que este es su número. ¿Por qué no contesta y ya está? ¿Tan peligroso es contestar a algo que ya sabemos?
—Si ya lo sabe, ¿por qué me lo pregunta entonces? —murmuró el hombre, arisco—. Yo no tengo la obligación de proporcionarle más que mi nombre y mi dirección. De todos modos, no entiendo para qué estoy aquí.
Billy T. sintió que era hora de hacer una pausa. Su paciencia estaba a punto de agotarse y sabía por pasadas experiencias, que en ocasiones le habían salido caras, que le convenía contar hasta cien. Y en otro lugar totalmente alejado. Ordenó al hombre que permaneciera sentado y comprobó rápidamente que no quedaba nada a la vista que no debiera ser visto por ojos ajenos. Metió dos carpetas en el cajón, lo cerró y se marchó.
—Joder, Hanne, el tal amante me está matando. No contesta absolutamente a nada. ¡Se está convirtiendo en sospechoso por momentos!
Se dejó caer sobre la mesa de Hanne, frotándose la cabeza y tirándose de la nariz.
—¿Sabemos con seguridad que mantenían una relación o qué? —preguntó ella.
—En primer lugar… —dijo Billy T., y empezó a enumerar con los dedos—. En primer lugar, les habló de una nueva tía a los compañeros de trabajo. Él es vendedor de coches. En segundo lugar, les dijo a esos mismos compañeros que se la estaba tirando a cambio de dinero. En tercer lugar, se acaba de mudar, así que se había cambiado de número de teléfono y ella lo había anotado. En cuarto lugar, su número fue el último que Agnes marcó en su vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Muy sencillo: pulsé la tecla de repetición de llamada de su teléfono. El último número. A este idiota. —Golpeó la mesa con el puño—. En quinto lugar: su marido comentó que ella había estado muy distante e irritable durante los últimos meses.
—Tampoco puede decirse que esas pruebas sean concluyentes —dijo Hanne.
—No, estoy de acuerdo. ¡Pero entonces el gilipollas ese podría haberme contado qué se traían entre manos los dos para que yo no tenga que estar aquí haciendo cábalas! Estoy dispuesto a oír lo que sea. Ya es bastante duro imaginarse a Agnes Vestavik en los brazos de un vendedor de coches obeso y calvo. Una mujer creyente y pequeñoburguesa…
—Otra vez con prejuicios e ideas preconcebidas, Billy T. Las personas religiosas tienen los mismos deseos sexuales que tú y que yo. Debes intentar pinchar al tipo para que hable. —Y lo empujó por la espalda con ambas manos para que bajara de la mesa—. ¡Fuera, fuera! Tengo cosas que hacer. Y además: si eran amantes, ¿por qué diablos la iba a asesinar entonces? ¿Eso no supondría cavar su propia tumba?
—Seguramente —murmuró Billy T., y volvió dando airados pisotones con el hermético vendedor de coches—. ¿Ya ha reflexionado? ¿Tiene un poco más de espíritu de cooperación o qué?
—¡Mira quién fue a hablar! —exclamó el hombre, furioso—. ¡La poli irrumpe en mi lugar de trabajo haciendo preguntas y registrándolo todo, poniéndome en una situación comprometida, sacándome del trabajo para interrogarme en pleno horario laboral y acusarme de asesinato y de homicidio y de cosas aún peores!
Billy T. ni siquiera sonrió.
—¿En algún momento le he acusado de homicidio?
El hombre miró al suelo. Billy T. intuyó un atisbo de inseguridad en su rostro ancho y masculino.
—Escuche… —continuó el agente en tono casi amable—. Hasta el momento solo le he acusado de una cosa: de tener un lío con Agnes Vestavik. Eso no es ningún crimen. Cuando nos «metemos» en esas cosas, no es para echárselo en cara. Es para hacernos una idea lo más completa posible de cómo era su vida: qué hacía, a quién conocía, cómo vivía. Para serle sincero, estamos bastante estancados. Cuesta imaginar quién podría tener algún móvil para matar a una directora de orfanato de vida intachable. Y cuando descubrimos que, en realidad, no era tan intachable, es lógico que nos interesáramos por ello. Sin embargo, eso no significa que pensemos que usted se haya cargado a su chica.
Bingo. Una táctica infinitamente mejor: ir por las buenas.
El hombre se inclinó hacia delante en la silla y colocó el rostro entre las manos. Permaneció en completo silencio. Billy T. dejó que se tomara el tiempo que necesitase. Finalmente, se levantó y, con respiración jadeante, se pasó una mano por la mejilla sin afeitar.
—Teníamos una relación. Una especie de relación. Quiero decir, no teníamos sexo. Pero ella estaba… estábamos… enamorados.
Parecía que jamás había empleado aquella palabra antes. Sonó demasiado bella en aquella boca ruda y ancha. Él mismo se percató de ello.
—Nos teníamos mucho cariño —se corrigió—. Nos veíamos para hablar, para estar juntos. Paseábamos. Ella era…
Lo que ella era nunca quedó claro, porque el llanto pugnaba por abrirse paso, y acabó ganando. Aquello duró un par de minutos.
—¡Tiene que entender que yo jamás sería capaz de quitarle la vida a Agnes! ¡Dios mío, ella era lo mejor que me había pasado en muchísimo tiempo!
—¿Cómo se conocieron?
—¿Cómo cree que fue? Pues porque quería comprarse un coche, por supuesto. Vino con su marido, un tipo simplón y paliducho. Ni siquiera conocía la diferencia entre cilindrada y caballos de potencia. Evidentemente, Agnes era quien manejaba el dinero, porque ella fue quien llevó todo el asunto. Nos caímos bien y luego… luego la cosa continuó.
—¿Y qué hay entonces de sus comentarios en el trabajo? Que se la estaba tirando a cambio de dinero…
—¡Ah, eso…! Solo eran comentarios entre tíos.
Ni siquiera parecía sentirse avergonzado. Billy T. estuvo tentado de decirle que los chicos de más de dieciséis años no deberían mentir sobre esas cosas, y mucho menos los tíos de más de cincuenta. Sin embargo, lo dejó estar.
—¿De qué hablaron la noche en que fue asesinada?
—¿De qué hablamos? ¡Yo no la vi aquella noche!
Miró desconcertado a Billy T. y se agarró con fuerza a los reposabrazos.
—Tranquilo. Me refiero a la conversación telefónica que tuvieron. Ella le llamó desde su despacho en algún momento de aquella noche.
El hombre parecía auténticamente sorprendido.
—No, no lo hizo —dijo él muy convencido a la vez que sacudía la cabeza con fuerza—. Yo había llevado un coche a Drøbak y no volví hasta después de la medianoche. Me encontré con un viejo amigo y tomamos unos cafés en un bar de carretera antes de regresar. ¡Puedo demostrarlo!
Billy T. puso mala cara y miró directamente a los ojos del otro sin decir nada. El vendedor de coches perdió y bajó la vista.
—De acuerdo —dijo Billy T.—. ¿Ella sabía que usted no iba a estar en casa?
—Eso no lo recuerdo, pero en cualquier caso yo sí sabía que ella iba a trabajar. Tenía no se qué problema en el orfanato. Algo sobre alguien que le había fallado. Ella no me contó mucho, pero estaba muy decepcionada.
—¿Alguien? ¿Hombre o mujer?
—Ni idea. Ella siempre guardaba el secreto profesional. Incluso hablaba muy poco de los niños, aunque estuviera pendiente de ellos las veinticuatro horas del día.
Billy T. fue a buscar una taza de café para el hombre. Después comenzó a redactar el informe. Durante media hora solo se oyó en el pequeño despacho cómo los enormes dedos de Billy T. maltrataban el teclado del ordenador. Cuando consideró que ya había concluido, le quedó una pregunta por hacer.
—¿Pensaban llegar a algo más en su relación? ¿Le habló ella de divorciarse?
El rostro del hombre adquirió una expresión imposible de interpretar.
—No sé si al final lo habría hecho. Pero a mí me contó que había tomado la decisión hacía mucho tiempo y que se lo había dicho a su marido.
—¿Le dijo eso con total claridad?
—Sí.
—¿Directamente, es decir: «Le he dicho a mi marido que quiero el divorcio» y no «Mi marido no se quiere divorciar» o «Él no se lo va a tomar muy bien»?
—Sí, directamente. Varias veces. En cualquier caso… —miró al techo mientras reflexionaba—, me lo dijo por lo menos dos veces.
—De acuerdo —dijo Billy T. escuetamente, y luego se aseguró de que el testigo firmara el informe del interrogatorio antes de que se fuera—. Quédese en Oslo, ¿de acuerdo? —le ordenó abriendo la puerta que daba al pasillo.
—Sí, ¡caray! ¿Adónde quiere que vaya? —dijo el hombre, y se marchó.
Tone-Marit no tenía ni un pelo de tonta. Llevaba cuatro años y nueve meses en el cuerpo, y le quedaban solo tres meses para convertirse en sargento de policía y añadir un galón más al uniforme que raras veces, o casi nunca, utilizaba. Aunque apenas llevaba un año en la unidad, Hanne ya había quedado muy impresionada por aquella mujer de veintiséis años. En realidad, era más minuciosa que intuitiva y más responsable que lista, pero la minuciosidad y la responsabilidad habían dado muchos investigadores excelentes.
Estaba atascada. No tenía mucha idea de contabilidad. Tenía delante tres archivadores de anillas, y en las últimas dos horas no había alcanzado una mayor comprensión de cuál era la diferencia entre capital circulante y activos fijos, entre resultado de explotación y balance.
Sin embargo, de algo sí se había percatado. Había un número muy elevado de comprobantes firmados por Terje Welby. Según tenía entendido, el papel de directora académica lo había asumido en gran parte Maren Kalsvik, aunque era cierto que ella no tenía poder para autorizar pagos. Sin embargo, lo más lógico habría sido que Agnes Vestavik se hubiera encargado de controlar la parte financiera.
—Pregunta a los chicos de la unidad de delitos económicos —le aconsejó Billy T. tras hojear las carpetas por encima—. Mientras tanto, voy a sacudir un poco al tal Terje Welby.
Esbozó una amplia sonrisa ante la perspectiva, y Tone-Marit recogió agradecida los archivadores para hacer lo que le había dicho.
—¿Has averiguado algo más de las treinta mil coronas que faltan en la cuenta de Agnes?
Tone-Marit colocó las manos sobre las carpetas y asintió con la cabeza.
—Tan solo que fueron sacadas en tres lugares diferentes de la ciudad. Y que, de hecho, la cuenta fue bloqueada dos días más tarde. El mismo día que Agnes fue asesinada. He solicitado al banco que busque los talones. Ya veremos qué sucede. Pero puede tardar. Todo lo que no esté informatizado tarda una eternidad.
—Y también todo lo que está informatizado —dijo Billy T. entre dientes.
El homicidio de Agnes Vestavik se había producido hacía solo una semana, pero a Hanne le parecía una eternidad. El jefe del departamento mostraba poco interés, aunque normalmente era un hombre considerado y muy sensible a los problemas de sus subordinados. Hoy la había echado de su despacho. El asesinato doble de Smestad ocupaba toda su atención: un armador y su esposa, medio alcoholizada y muy estropeada, habían sido encontrados con las cabezas prácticamente voladas en lo que parecía ser el crimen más sangriento y grotesco de la historia de Noruega. Los periódicos se regodeaban al límite entre la pornografía social y las notas de sociedad, todo ello teñido de la habitual crítica a un cuerpo policial inútil. El jefe de policía se mostraba, como mínimo, impaciente. El caso de Agnes Vestavik había llamado un poco la atención durante las primeras veinticuatro horas, pero ya era historia. Para todos, menos para el cuarteto que seguía buscando a tientas un móvil plausible.
—Dios mío —murmuró Hanne—. Cómo cambian los tiempos… Hace diez años un homicidio de esta naturaleza habría revolucionado a todo el departamento. Tendríamos a veinte personas y todos los medios necesarios.
Erik Henriksen no sabía si tomarse aquel arrebato como una crítica a su persona. Tal vez ella le considerara un peso ligero. Decidió permanecer callado.
—En fin… —dijo ella sonriendo de repente, como si acabara de darse cuenta de que él estaba allí—. ¿Qué has averiguado?
—El tal amante… —comenzó el agente—. Tenía graves problemas económicos.
Problemas económicos. ¿Y quién diablos no tiene problemas económicos?, pensó Hanne Wilhelmsen absteniéndose de encender un cigarrillo, tal como le apetecía.
—La gente no va por ahí matando a los demás aunque tenga problemas económicos —suspiró ella—. Seguramente si preguntásemos a la gente, uno de cada dos diría que tiene dificultades de ese tipo. ¡Tenemos que encontrar algo más! Algo más… ¡pasional! Odio, despecho, temor… algo de ese estilo. El tipo estaba encandilado por esa mujer. No estaban casados, así que no obtendría ningún beneficio económico con su muerte.
—Pero sus compañeros de trabajo dicen que ha estado muy callado últimamente. Las últimas dos semanas, más o menos. Parece casi deprimido, dicen.
—¿Y qué? —dijo Hanne desafiante, formando un triángulo con las manos—. ¿Qué implica eso? Aunque Agnes hubiera roto con él, o como se llame al hecho de acabar una relación platónica, ¡él no tendría ningún motivo para matarla! ¡Y con un cuchillo! Y, además, llama la atención que nadie se percatara u oyera una supuesta discusión traumática entre dos amantes que terminara en homicidio.
Sacudió la cabeza con desánimo y se enderezó en la silla.
—No… Ahora estoy siendo injusta, Erik. —Sonrió—. No es mi intención pagarlo contigo. Pero ¿no te resulta un caso extraño? A nadie le importa. El jefe del departamento apenas se digna hablar conmigo. Los periódicos no muestran ningún interés. El orfanato funciona con normalidad. Los niños arman barullo y juegan, el marido continúa viviendo donde siempre ha vivido, el mundo sigue girando sobre su eje y, una semana después de que Agnes Vestavik fuera despachada, incluso yo misma estoy a punto de perder el interés. Dentro de un mes apenas se acordará nadie. ¿Sabes una cosa…?
Se interrumpió para buscar un ejemplar del Arbeiderbladet entre un montón de periódicos que había en el suelo.
—Aquí —dijo ella tras hojear el diario en busca de un artículo—. ¡En la actualidad se cometen en Oslo más asesinatos que en las novelas negras! Por primera vez en la historia. ¡Santo cielo! —Se dio un golpe en la frente con la palma de la mano—. ¡Los escritores ni siquiera son capaces de seguirnos el ritmo! Un crimen aquí, un homicidio allí… ¿qué más da? Para llamar la atención ahora debe ser como mínimo un doble asesinato. O, si no, el cadáver debe haber sido profanado y la víctima alguien adinerado. O una prostituta. O un futbolista, un famoso o un político. O mejor incluso: el autor del crimen tiene que ser alguien rico o famoso. Nadie se emociona con una mujer anónima sin más argumento que una vida discreta con un medio amante. A ti, por ejemplo, ¿te importa eso?
Lo último lo dijo inclinándose sobre la mesa y mirándolo fijamente a los ojos.
Erik Henriksen tragó saliva de manera audible.
—Claro que me importa —murmuró él, volviendo a tragar—. Es mi trabajo.
—¡Exacto! Nos importa porque es nuestro trabajo. Pero al jefe del departamento no le importa lo más mínimo; se alegra de pasarnos el marrón a nosotros. A los periódicos no les importa, no han encontrado suficiente jugo en el asunto. Y a nosotros no nos importa en la medida en que todas las noches volvemos a casa sin ninguna pesadumbre y nos comemos nuestras albóndigas sin reflexionar sobre el hecho de que, en algún lugar, hay una niña de cuatro años que ha perdido a su madre de una manera que, de hecho, deberíamos haber impedido. ¡Impedir! ¡Esa es nuestra tarea principal! Impedir la delincuencia. ¿Cuándo fue la última vez que impediste un crimen, Erik?
Estuvo a punto de contarle que el sábado pasado impidió que un amigo condujera bajo los efectos del alcohol, pero tuvo la prudencia de quedarse callado.
Sonó el teléfono y Erik Henriksen se sobresaltó. Hanne Wilhelmsen lo dejó sonar cuatro veces mientras recobraba la compostura.
—Wilhelmsen —dijo brevemente al auricular.
—¿Es Hanne Wilhelmsen?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Soy Maren Kalsvik. De Vårsol.
—Vaya.
—La llamo porque estoy preocupada por Terje Welby. Ya sabe, el director pedagógico. El de la baja por la espalda.
—¿Y eso por qué?
Hanne Wilhelmsen se llevó un dedo a la boca indicándole a Erik que debía permanecer en silencio, al tiempo que señalaba con un movimiento en dirección a la puerta para que la cerrara. Él la interpretó mal, y ya estaba saliendo por la puerta cuando Hanne cubrió el auricular con una mano y susurró:
—No, no, Erik, entra y cierra la puerta. Pero estate callado.
A continuación, pulsó con cuidado el botón del altavoz del teléfono.
—Está de baja a media jornada y hoy se ha marchado pronto a casa. Más tarde tenía que venir para acompañar a uno de los muchachos a un curso de motos del cual es responsable. Tendría que haber estado aquí hace dos horas. Le he llamado varias veces. Al final me he acercado a su casa. Vive aquí al lado. Su puerta estaba cerrada, pero solo con una de las cerraduras. No había echado el pestillo de seguridad, así que lo más probable es que esté en casa.
Hanne Wilhelmsen no estaba de humor para preocuparse de un hombre adulto desaparecido durante dos horas.
—Puede que lo haya olvidado —dijo en tono fatigado—. Puede que se haya buscado otra cosa que hacer. Quizás haya ido al médico o lo que sea. Una desaparición de dos horas de alguien de más de tres años de edad no es asunto de la policía.
Se produjo un silencio al otro lado de la línea. A continuación Hanne pudo oír unos sonidos que indicaban que la mujer estaba llorando. Muy silenciosamente.
—Seguro que todo está bien —intentó consolarla Hanne en un tono algo menos hostil—. Ya verá cómo aparece enseguida.
—Pero ¿sabe…? —comenzó a decir la mujer antes de que el llanto realmente se apoderara de ella. Necesitó un rato para sobreponerse—. Hay más cosas —intentó decir—. No puedo explicarlo por teléfono, pero realmente hay motivos para preocuparse. Él… No soy capaz de hablar de ello ahora. Pero, por favor, les ruego que vayan para allá a ver si todo está bien. ¡Por favor!
Erik Henriksen se había acercado más al teléfono. Estaba sentado y arremangado con los codos sobre la mesa. Hanne miró su reloj, una imitación barata de Rolex Oyster.
—En media hora estoy con usted —dijo, dando la conversación por terminada.
Erik la miró interrogante y ella asintió con la cabeza. Podía acompañarla si quería.
—My God. —Hanne se detuvo y miró con expresión abatida al agente—. Te estoy echando la bronca porque a nadie le importa ya la muerte de esa mujer y estoy a punto de rechazar a alguien que realmente se implica. A alguien a quien sí le importa.
Tuvieron suerte y, tras solo diez minutos de espera, dispusieron de un coche oficial. Fue casi un milagro.
La puerta de entrada estaba cerrada, tal y como había indicado Maren Kalsvik. En la hendidura entre la propia puerta y el marco, Hanne Wilhelmsen observó que el cierre de seguridad no había sido echado, algo también acorde con la explicación de Maren. Se metió una mano en el bolsillo, sacó un pañuelo de papel e intentó bajar el pomo de la puerta sin tocarlo demasiado. Erik Henriksen la miraba estupefacto.
—Es tan solo una medida de precaución —dijo ella tranquilizándole.
Tenían una puerta cerrada y un hombre que llevaba desaparecido tres horas. Estaban muy lejos de poder contar con una orden legal para derribar la puerta. Si su fiel compañero, el comisario adjunto Håkon Sand, no hubiera sido tan jodidamente moderno como para tomarse un año entero de baja por paternidad, lo podrían haber arreglado. Hanne no tenía ni idea de quién estaba de guardia. Para entrar en la casa necesitaba a un juez.
Y tenía que entrar. La información que Maren Kalsvik había tardado media hora en explicarles, entre llantos y de forma bastante embrollada, era muy suculenta y podría conducir a una detención. Pero seguramente resultaría imposible explicar por teléfono a un juez que había surgido un estupendo móvil para el crimen y que el presunto autor de los hechos se encontraba en el lugar del lamentable fallecimiento de Agnes Vestavik en un momento especialmente crítico. Por otro lado, podría ser una cuestión de vida o muerte.
Hanne le pidió a Erik que permaneciera apostado en la puerta, pero que no tocara nada. Luego bajó al coche y, tras unos cuantos preámbulos, consiguió hablar con el juez de guardia por el teléfono móvil. Tuvo suerte. El comisario adjunto era un zorro viejo, aunque ya bastante cansado. Entendió la cuestión, le dio luz verde y pasó su llamada al departamento de investigación criminal, donde le prometieron que acudirían en media hora.
No aparecieron hasta pasados tres cuartos de hora. No obstante, la espera mereció la pena. Dos hombres que sabían muy bien lo que hacían se plantaron delante de la puerta con un sólido ariete, formado por una placa de hierro cuadrada sujeta a un tronco largo con una manija para cuatro pares de manos. Hanne y Erik se colocaron detrás de ellos.
—A la una, a las dos —dijo uno de los oficiales, mientras hacían oscilar el artefacto— y a las ¡TRES!
Y, a la de tres, el ariete impactó contra la puerta.
La madera no tenía posibilidad alguna. La puerta crujió y, desvalida, se soltó del marco que intentaba sujetarla hasta hundirse lentamente en el interior del piso. Se quedó en posición oblicua, con la parte superior apoyada contra la pared del pasillo, a tan solo un metro y medio de donde estaban ellos. Hanne Wilhelmsen se abrió paso con los codos entre los dos oficiales del departamento de investigación criminal y entró en el piso.
El pasillo estaba vacío. Tampoco había nadie en el salón. Hanne permaneció un momento examinando lo que parecía un típico piso de soltero: muebles escogidos aleatoriamente, una ventana sin cortinas y ningún intento por crear una atmósfera agradable. No había ningún cuadro en las paredes ni ninguna planta. La encimera del fregadero estaba repleta de vasos usados.
—Hanne, ven aquí —oyó que le decían desde el pasillo.
La entrada al baño estaba bloqueada por tres espaldas masculinas. Colocó una mano sobre la que tenía más cerca y todos se retiraron lentamente.
Hanne soltó un silbido por lo bajo.
Terje Welby se hallaba sentado en la tapa del váter. O, mejor dicho: sus restos mortales se hallaban allí sentados. Llevaba puestos los zapatos y, por lo demás, vestía pantalones vaqueros sin cinturón y una camiseta. La cabeza estaba inclinada sobre el pecho y los brazos colgaban lánguidos a los lados. Visto así podía parecer un hombre que se había desvanecido tras beber demasiado… si no fuera porque sus pies permanecían en un enorme charco de sangre y porque tenía cortes en ambas muñecas.
Hanne entró con paso lento en aquel cuarto donde apenas cabían dos personas. Sin tocar el cadáver ni nada más se inclinó en dirección a cada una de las muñecas y constató que tan solo en la izquierda el corte había alcanzado la arteria. Pero es que allí, en contrapartida, había realizado un trabajo minucioso. La parte inferior del brazo estaba desgarrada por una herida de diez centímetros de largo y, a pesar de la sangre, Hanne vislumbró el color blanco de los tendones y de los huesos.
Encontró en el lavabo una botella de whisky vacía. En el suelo había un enorme cúter con la hoja muy sacada y cubierta de sangre.
Con cuidado colocó dos dedos alrededor del cuello del cadáver. Este ya estaba bastante frío. No había señales de vida.
—He’s dead, all right —dijo en voz baja, saliendo de espaldas del cuarto de baño—. Llamen al departamento de investigación forense.
Dijo esto último dirigiéndose a uno de los hombres del departamento de investigación criminal.
—¿La unidad de atestados? ¿Para un suicidio evidente?
Sus protestas eran legítimas. Hacía muchos años que el departamento forense se encargaba de las rutinas en casos de suicidio. En aquel entonces, la denominación oficial era la de Unidad de Atestados, un nombre que había perdido al fusionarse con la Unidad de Incendios. Sin embargo, el cambio de nombre jamás había calado entre los oficiales.
—Llámales —insistió Hanne sentándose en cuclillas junto a la puerta del baño sin molestarse en explicar su decisión al policía de turno del departamento de investigación criminal.
Este, por su parte, se encogió de hombros, lanzó una elocuente mirada a su compañero y fue a cumplir la orden. Una subinspectora era una subinspectora.
Primero sacaron fotos. Hanne Wilhelmsen, que tuvo que apartarse para dejar espacio al técnico forense, estaba impresionada por la agilidad con la que se movía por aquella pequeña habitación sin ni siquiera rozar el cadáver, la sangre o las paredes. Salió del cuarto un par de veces para cambiar de carrete, sin decir palabra en ningún momento. Cuando el baño hubo sido fotografiado debidamente, dos hombres comenzaron a medir la posición exacta del fallecido, tanto en relación con el techo como con el lavabo y las cuatro paredes de la habitación. De vez en cuando, ambos intercambiaban algunos comentarios en voz baja, y uno de ellos anotaba las distancias en un cuaderno de espirales a medida que las iban determinando. Hanne se percató de que actuaban con una precisión milimétrica.
A continuación procedieron a fijar las huellas. Se le ocurrió pensar que hacía mucho tiempo que no asistía a una investigación de este tipo, ya que, en vez de emplear el polvo blanco o negro al que estaba acostumbrada, usaron una especie de spray que dejaba un color indefinido en determinados lugares.
Dos horas más tarde, las labores habían concluido. El cadáver fue cuidadosamente colocado en una camilla y llevado al hospital estatal donde, en breve, yacería sobre un frío banco de metal en una habitación amarilla antes de ser desvalijado.
—Un suicidio evidente, en mi opinión —dijo uno de los técnicos mientras recogía su maletín—. ¿Debemos precintar el piso?
—Sí, pero antes tenemos que volver a montar la puerta —contestó Hanne.
Poco después la puerta se hallaba más o menos en su lugar y se habían fijado dos cáncamos para unir el marco con el tablero de la puerta. A lo largo de ambos corría un fino alambre cuyos cabos confluían en un diminuto sello de plomo.
—Gracias, chicos —dijo Hanne con voz débil, y luego ordenó a Erik que volviera en el vehículo de los técnicos—. Yo me voy a casa. Avisa de que me quedo con el coche hasta mañana por la mañana.
Se sentía profundamente apenada.
Afortunadamente, Erik Henriksen había tenido la sensatez de llamar a un sacerdote. No se sentía con la madurez suficiente para contarle a una exmujer y a dos niños pequeños que su papá había muerto. El religioso no había logrado contactar aún, pero le prometió que volvería a intentarlo cuanto antes. Hacía ya una hora y media de eso, así que supuso que ya habría pasado todo. Entonces pensó que Maren Kalsvik debería ser informada de que su preocupación estaba justificada. No era apropiado hacerlo por teléfono. Así que se pasó por el orfanato cuando se dirigía de camino a casa.
Era la hora de la cena, y desde la cocina se oían los típicos sonidos de las comidas: el tintineo del vidrio, el raspar de los cubiertos contra los platos y muchas voces, de grandes y pequeños. Como era habitual, fue Maren Kalsvik quien le recibió. Se quedó helada al verle.
—¿Qué ha pasado? —preguntó asustada—. ¿Ha ocurrido algo?
—¿Podemos hablar a solas? —dijo el agente torpemente, evitando mirar a la mujer.
Le condujo a una especie de sala de reuniones que estaba al lado de la cocina y tenía una puerta que daba a la sala de estar. La mujer se desplomó sobre una silla de oficina y comenzó a tirarse del flequillo.
—¿Qué ha pasado? —repitió.
—Tenía razón —comenzó a decir, aunque se contuvo—. Me refiero a que existían motivos para preocuparse. Él está… —Miró a su alrededor y se dirigió a la puerta para asegurarse de que estaba convenientemente cerrada. Después se sentó en el extremo opuesto de una enorme mesa de conferencias y dijo en voz baja—: Ha muerto.
—¿Muerto? ¿Cómo que muerto?
—Pues eso, muerto —dijo el oficial un poco frustrado—. Se ha quitado la vida. Prefiero obviar los detalles.
—Dios mío… —susurró Maren, poniéndose más pálida que nunca.
Cerró los ojos y se meció con fuerza en la silla sin reposabrazos. Erik Henriksen acudió rápidamente a su lado y logró cogerla antes de que se desplomara en el suelo. La mujer pestañeó y resopló débilmente.
—Todo es culpa mía —dijo, derrumbándose y rompiendo a llorar desconsoladamente—. Todo es culpa mía, solo mía.
A continuación se apoyó en el agente, perplejo por no tener mucha práctica en lo que estaba haciendo. Sin embargo, la abrazó durante un rato.
—¡Coño! —susurró Christian, entusiasmado mientras salía disparado del archivo, que estaba pegado a la sala de reuniones.
Erik Henriksen había acompañado a Maren Kalsvik al piso de arriba.
—¡Esto empieza a ser siniestro! ¡Muy siniestro!
Se adecentó la ropa y acto seguido se frotó la garganta en el lugar donde su experiencia le decía que muy pronto le saldría un chupetón.
Cathrine, la delgadísima coordinadora social de cerca de treinta años, salió a toda prisa tras él. Habían estado usando el archivo como refugio pensando que todos los demás estaban ocupados cenando, y se habían entregado de tal modo al frenesí de sus cuerpos que no habían oído que alguien llamaba a la puerta. Cuando Maren y el policía entraron en la sala contigua, quedaron atrapados.
Y lo oyeron todo.
—¡Se ha quitado la vida! ¡Dios mío!
Cathrine estaba consternada, pero eso no le impidió acercarse al espejo que había junto a la ventana para arreglarse el maquillaje. Hizo una mueca de pasmo y se pasó el dedo índice por debajo de los ojos.
—¿Eso significa que fue él quien se cargó a Agnes o qué?
—Seguramente —dijo Christian con un entusiasmo cada vez más creciente y una amplia sonrisa.
—¡Anda ya! —exclamó ella en tono reprobador a la vez que le tapaba la boca—. Quítate esa sonrisa de la boca. ¡Esto es terrible!
Él la agarró por la muñeca y la empujó hacia una silla. Se sentó en el borde de la mesa junto a ella.
—La verdad es que no había pensado en él —dijo.
—Entonces ¿quién creías que había sido?
Se acomodó en la mesa y colocó las piernas sobre una silla. A continuación puso los codos encima de las rodillas y formó con sus manos un cuenco en el que descansaba su rostro. La sonrisa había desaparecido y parecía estar reflexionando.
—Y tú, ¿en quién pensabas? —replicó.
Cathrine se encogió de hombros, dubitativa.
—Pensar, lo que se dice pensar… Creo que no pensaba en nadie en particular.
—Pero alguien tuvo que haberlo hecho —insistió Christian.
—¿Qué pasa con Olav?
—¡Venga ya!
—¡No vayas tan de listo, anda! Claro que pudo haber sido él. ¡Se largó y todo!
—¡No creerás que el chaval ese pudo hacer algo así! ¡Si solo tiene doce años!
—Pero entonces ¿en quién pensabas tú? —insistió ella de nuevo.
—Yo creía que había sido Maren.
—¿Maren?
Ella parpadeó rápidamente y, durante un momento de confusión, creyó que había oído mal. ¿Maren? ¿La amable, competente, eficiente y casi abnegada Maren iba a matar a Agnes? Christian era encantador, pero no podía estar en su sano juicio.
—¿Qué diablos te hizo pensar eso?
—Escúchame —dijo él, excitado, agarrándole las manos—. ¿Quién saldría ganando con la muerte de Agnes? En primer lugar… —Le soltó las manos y rozó levemente con el índice la punta de la nariz de la joven—. Agnes era la que se oponía a todos los cambios que Maren proponía. Siempre. ¿Te acuerdas de cuando Maren insistió en que la hora de acostar a los niños debería retrasarse media hora? Ni hablar, dijo Agnes. Y lo mismo aquella vez que conseguimos un viaje por el Mediterráneo para todos los niños al mismo precio que el alquiler de una puta cabaña en el sur de Noruega… Agnes lo impidió.
Antes de que ella tuviera tiempo de protestar contra la insinuación de que el móvil del homicidio podía radicar en la hora de irse a la cama y en un viaje por el Mediterráneo, él volvió a acariciarle la nariz.
—En segundo lugar, Maren fue nombrada jefa cuando desapareció Agnes. Tú también te percataste de cómo ella tomó el mando enseguida. Terje tan solo es un idiota que se encarga de que los papeles estén en regla. Eso lo sabemos todos.
—Era… —le corrigió Cathrine, sintiéndose fatal de repente.
El entusiasmo inicial por las escandalosas noticias comenzó a dar paso a una especie de sentimiento similar al pesar por el hecho de que Terje ya no estuviera vivo.
—Además, él no era idiota —añadió en voz baja.
—En tercer lugar…
Ella se protegió la nariz frente a otra caricia.
—… Terje era un enclenque y un debilucho que, en mi opinión, jamás tendría el valor de matar ni una mosca. —Con las manos colocadas sobre la cabeza, y en medio de un enorme e indiscreto bostezo, continuó diciendo—: Pero estaba equivocado, tesoro. Tiene que haber sido Terje. Si no, ¿por qué se iba a quitar la vida? Y tan solo unos días después del homicidio. El caso está muy claro.
Bajó al suelo de un salto, se dirigió hacia el respaldo de la silla donde estaba sentada Cathrine y agarró sus enjutos costados antes de abrazarla con fuerza.
—¿Por qué tiene que ser tan jodidamente secreto lo nuestro? —susurró contra su cuello.
Ella le apartó las manos y le contestó con frustración:
—Tienes diecinueve años, Christian. Diecinueve años.
Él la soltó irritado y sacudiendo la cabeza. Luego se recompuso y salió del cuarto para comprobar si las noticias sobre el suicidio ya eran oficiales.
Cathrine permaneció allí sola con un sentimiento extraño que no era capaz de definir. Hasta ese momento no había visto que la ventana estaba entreabierta. Las cortinas ondeaban débilmente y dejaban entrar una corriente que parecía más fría de lo que en realidad era, y un oscuro olor a tierra mojada, nieve sucia y plantas putrefactas. Se levantó para cerrarla, pero la cortina se quedó atrapada entre la ventana y el marco. Al volver a abrir la maltrecha ventana a fin de soltar el trozo de tela, la invadió la sensación de que había algo muy importante que no podía recordar. Era como si un pensamiento recorriese su cabeza con tanta rapidez que no podía captarlo del todo. Permaneció de pie durante un buen rato intentando recuperarlo. Incluso cerró los ojos para concentrarse. ¿Había visto algo? ¿O acaso había oído algo?
—Cathrine, ¿me puedes ayudar a lavarme la cabeza?
Jeanette estaba en la puerta tirándose de unos finos mechones de pelo que, en efecto, tenían aspecto de estar grasientos.
Aquel pensamiento desapareció por completo. Pero se trataba de algo importante, y Cathrine esperaba de corazón recuperarlo en otra ocasión. Arregló la floreada cortina y, a continuación, subió al cuarto de baño con la regordeta niña de once años.
—¿Alguna vez has estado enamorada de algún chico? —preguntó Hanne Wilhelmsen en la oscuridad, ya en la cama y cerca de la medianoche.
Cecilie se rio con una risa sorprendida y cristalina.
—Pero, bueno, ¿qué clase de pregunta es esa? —interpeló ella, dándose la vuelta para estar de cara a Hanne—. ¡Si yo jamás he estado enamorada de otra persona que no fueras tú!
—¡Venga ya! Déjate de tonterías. Claro que sí. Simplemente no has hecho nada al respecto. En diecisiete años está claro que te has enamorado de otra gente. Me acuerdo de aquella catedrática tuya, por ejemplo. Yo estaba celosa de cojones.
En la penumbra, Cecilie vio dibujarse el perfil de Hanne contra el papel de rayas azules de la pared. Recorrió con el índice su frente y su nariz hasta que concluyó con un beso.
—¿Eso quiere decir que tú has estado enamorada alguna vez?
—Estamos hablando de ti —insistió Hanne—. ¿Te has enamorado de algún chico? ¿De algún hombre?
Cecilie se incorporó en la cama y se arropó con el edredón.
—En serio, ¿de qué va esto?
—No es nada comprometedor. Solo pregunto. ¿Lo has estado?
—No. Jamás en la vida he estado enamorada de un chico. Alguna vez, durante la adolescencia, creí estarlo, pero tan solo estaba enamorada de la idea de estarlo. Era algo liberador. La alternativa me daba un miedo aterrador.
Hanne apartó parte del edredón de una patada y se colocó las manos debajo de la cabeza. Todo su torso, la mitad de la cadera y una pierna se mostraban desnudos. Sus pechos llenaban la habitación y, justo por encima del ombligo, Cecilie pudo observar una vena que latía con regularidad y calma.
—Pero ¿nunca sientes algo especial… una especie de placer ante algún hombre que te caiga especialmente bien? ¿Ese tipo de sentimiento que hace que quieras estar con él todo el rato? Hacer cosas divertidas, hablar, jugar… Ya sabes, ese tipo de cosas que parecen ser lo único que deseas hacer cuando te enamoras…
—Sí, algunas veces. Pero eso no describe la sensación de estar enamorada. ¿Ya no recuerdas cómo fue, Hanne? —Posó una mano sobre el palpitante vientre de su pareja—. ¡A una le apetece mucho más que eso!
Hanne se giró y la miró seriamente. Los faros de un coche iluminaron el techo y, durante ese breve destello, Cecilie observó una expresión desesperada que no acababa de reconocer.
—¡No me dejes nunca! ¡Nunca! —Hanne se acercó más, hasta estar casi encima de ella, y volvió a repetir—: Prométeme que nunca me vas a dejar. Nunca, nunca, nunca.
—Jamás de los jamases —susurró Cecilie en su cabello.
Era un antiguo ritual. Pero hacía una eternidad que no lo habían llevado a cabo. Cecilie sabía de qué se trataba.
Lo extraño era que ella no se sentía amenazada lo más mínimo.