Fuera caía una tormenta de nieve y estaban a diez grados bajo cero. En el interior era una sudorosa mañana de lunes y Billy T. intentaba en vano encontrar una posición confortable en la incómoda silla del despacho de Hanne Wilhelmsen. Mientras el resto de la unidad trabajaba con gran empeño en un caso de doble asesinato ocurrido en la zona más pija de la ciudad —algo muy atractivo para los medios de comunicación—, ellos dos luchaban solos, con la única ayuda de los agentes Erik Henriksen y Tone-Marit Steen, para resolver el homicidio por arma blanca de una pobre monitora de orfanato.
—Por lo menos la prensa nos deja tranquilos —dijo Billy T.—. No hay mal que por bien no venga.
El atestado se hallaba sobre la mesa de la subinspectora. Un día antes de lo previsto, puesto que solo habían pasado seis días desde que se produjera el homicidio. Pero no les aportó nada que no supieran. El informe de la investigación oficial, que no estaría disponible formalmente hasta dentro de unos cuatro meses en el mejor de los casos, resultaría decisivo.
—Pero me he enterado de bastantes cosas. —Billy T. se estiró—. Tenemos solamente las huellas dactilares de los conocidos: en los marcos, en el despacho de la directora, en las puertas… Todas las huellas están en su lugar de un modo natural. El maldito simulacro de incendios causó muchos destrozos. Las pisadas son de mala calidad, pero siguen trabajando para comprobarlas con el calzado que llevaban los niños y los empleados. En lo que atañe a las fibras, cabellos y esas cosas, de momento no tenemos ningún indicio. Los investigadores que examinaron el lugar de los hechos están bastante frustrados.
—¿Y qué pasa con el cuerpo? —preguntó Hanne intentando mostrar interés—. La autopsia revela que clavaron el cuchillo con maestría. Entre dos costillas, la tercera y la cuarta, creo.
Los papeles crujieron en las manos del policía.
—El asesino o bien tuvo suerte, o bien poseía conocimientos detallados de anatomía. El cuchillo atravesó la aorta, entró por la aurícula izquierda y alcanzó el ventrículo izquierdo. Tuvieron que emplear una fuerza considerable. Por otro lado, la mujer tenía algo de sobrepeso, pequeñas acumulaciones de cálculos renales y un pequeño quiste benigno en un ovario. Además de un pulmón perforado en el lado del corazón. Y un diminuto rasguño cubierto por una tirita en el dedo índice derecho.
—¿Quiénes han sido interrogados hasta ahora?
La pregunta iba dirigida a Erik Henriksen, un agente competente, con pinta de jovenzuelo, ancho de espaldas y pelirrojo, que además sentía un amor lleno de resignación, pero igualmente profundo, hacia Hanne Wilhelmsen. Habían trabajado juntos durante un par de años y estaba encantado de tenerla como subinspectora.
—Trece personas —respondió, y colocó los informes delante de ella—. Once de los empleados, el marido y el hijo mayor de la difunta.
—¿Por qué no a todos los empleados? ¿Quiénes faltan?
—Todavía no nos ha dado tiempo a interrogar a Terje Welby. Tampoco a Eirik Vassbunn, el guardia nocturno. Fue el que encontró el cadáver. O sea, he hablado con él, pero solo lo suficiente para hacerme una impresión personal. Está en un estado de shock total. Considero que no tiene sentido someterle a más estrés.
Hanne Wilhelmsen se abstuvo de expresar su opinión sobre aquella valoración y se quedó pensativa. Juntó las palmas de las manos y se las puso delante de la boca, como si estuviera rezando una oración silenciosa. Durante veinte segundos nadie dijo nada. Billy T. bostezó de modo ostentoso.
—Bueno, chicos, ¿tenemos entonces a alguien con algún móvil? —preguntó la subinspectora al terminar su plegaria.
—El marido podría tener una especie de móvil —dijo Billy T.—. Pero yo sigo pensando que él no lo hizo. En lo que respecta a los demás, no encuentro ningún motivo. Ninguno de ellos saldría beneficiado con el fallecimiento de la mujer. Al menos, un beneficio que resulte evidente. Tenía una relación bastante buena con los empleados y todos los niños la querían.
—Excepto Olav, según tengo entendido —murmuró Tone-Marit, avergonzada por tomar la palabra.
—Correcto, pero por lo visto él odia a todo el mundo. Salvo a Maren Kalsvik. Ella era la única a la que hacía algún caso.
Hanne Wilhelmsen encendió un cigarrillo ignorando la discreta tos y la cauta reprobación de Tone-Marit.
—Entonces, planteémoslo desde otra perspectiva —dijo la subinspectora, echando la cabeza hacia atrás y exhalando un anillo de humo perfecto—. A ver, ¿qué móviles podemos imaginar para quitarle la vida a una pobre mujer que es propietaria de una pequeña tienda, que regenta un pequeño orfanato y que trabaja para el Ejército de Salvación?
Billy T. sonrió sardónicamente.
—¡Yo habría suspendido esa pregunta en un examen! Normalmente se trata de sexo, dinero o simple odio puro y duro. Descartemos el sexo…
—¡Joder con los prejuicios, Billy T.! —protestó Hanne—. Que sepamos, la mujer podría haber tenido un amante despechado en alguna parte.
—O una amante —sonrió Billy T., sin darse por aludido ante la furtiva mirada asesina de su jefa—. De acuerdo. Busquemos al examante pasional y homicida de la diminuta y obesa cuarentona. O también podríamos concentrarnos en el dinero.
—¿Quién es el responsable de las finanzas en un centro de ese tipo? —preguntó Hanne de repente.
—En este caso, era Agnes. Pero el tal Terje Welby también tenía la titularidad de todas las cuentas. Sobre el papel, él es el director pedagógico. Maren Kalsvik, que en realidad ejerce como una especie de subdirectora, no tiene ningún acceso al dinero.
—¿Se trata de cantidades importantes?
El aumento de interés resultaba evidente.
—Sí, claro, debe de serlo. ¡Imagina lo que cuesta mantener una casa como esa! ¡Con un montón de empleados! ¡Y ocho niños! A mí me desangran los cuatro míos…
Al recordar sus propias obligaciones de manutención, Billy T. adoptó una expresión sombría y silenciosa.
—Compruébalo con más detalle, Tone-Marit. Echa un vistazo a la contabilidad y mira si hay algo ahí. No resultaría tan extraño… —Hanne colocó las piernas sobre la mesa y dio una profunda calada—. Matar para ocultar otro delito es un móvil bastante habitual.
—Pero en esos casos también se trata de sexo o de dinero —objetó Billy T., sacudiéndose las cavilaciones sobre sus apuros económicos.
—Da igual, pero al menos compruébalo. Y otra cosa más: ¿qué hay de los padres de los niños? ¿Podemos encontrar algo ahí?
—La mayoría no ofrece interés alguno. Pero desde luego vamos a investigar más a fondo. La que parece más interesante es la madre del niño desaparecido. —Tone-Marit hojeaba un pulcro archivador de anillas que tenía colocado sobre el regazo—. Birgitte Håkonsen —leyó—. El chico vivió allí durante tan solo tres semanas, pero ella ya había conseguido atemorizar a la mayoría de los empleados. No es que dijera mucho. Se limitaba a estar allí como una criatura enorme y muda de mirada extraña.
—La Buka de Los Moomin —murmuró Hanne Wilhelmsen.
—¿Qué?
—Olvídalo. ¿El niño fue enviado allí voluntariamente?
—No, para nada. La madre luchó con uñas y dientes contra la oficina de protección al menor. Lo cual resulta muy interesante. Los otros niños fueron enviados voluntariamente. Solo Olav fue internado allí a la fuerza.
—¿La hemos interrogado?
—Francamente, Hanne —protestó Billy T.—, ¿crees que la madre de un chaval que llevaba tres semanas en el orfanato entraría allí a hurtadillas para matar a alguien?
—Seguramente no. Pero tenemos que hablar con ella.
—En cierto modo ya lo hemos hecho —dijo Erik Henriksen—. Quiero decir, la gente que trabaja en el asunto de la desaparición ha hablado con ella. Varias veces. Además de hacerle un interrogatorio propiamente dicho, están en contacto diario con ella para ver si ha tenido noticias del niño.
—De acuerdo. Tráeme copias de eso. ¿Y el niño sigue desaparecido?
—Sí —respondió Henriksen—. Están empezando a pensar que le ha ocurrido algo. ¿Cuánto tiempo puede realmente permanecer oculto un niño de doce años?
—Hanne, ¿estás hablando en serio? —dijo Billy T., irritado—. ¿De verdad vamos a perder el tiempo con esa tipa?
—Una cosa es cierta —dijo Hanne Wilhelmsen—. Cuando hay niños de por medio, se activan unos sentimientos muy potentes.
Billy T. se encogió de hombros. Los otros dos procuraron no mirar a ninguno de ellos. Todos comprendieron que la reunión se había acabado. Antes de marcharse, Billy T. hizo constar que podría haber algo interesante en la agenda que había junto al teléfono del barato escritorio de la gerente. La estaban examinando y lo más llamativo eran dos notas amarillas pegadas recientemente. Una correspondía al número de la Escuela Superior de Asuntos Sociales. En cuanto a la otra, aún no había tenido tiempo de comprobarla. Pero podía haber algo ahí.
—Lo dudo —dijo Hanne con aire abstraído y meditabundo tras el colérico portazo de su agente.
Sus pensamientos eran bastante caóticos.
Dos horas más tarde, Billy T. volvía a ser el de siempre. Como de costumbre, irrumpió en su despacho sin llamar y, como de costumbre, ella se sobresaltó. Pero no tenía sentido mencionarlo. Se inclinó con los brazos extendidos sobre la mesa y agachó la cabeza hacia ella. Su cráneo estaba tan brillante que Hanne Wilhelmsen casi se ve reflejada en él.
—Un peinado clásico —declaró orgulloso—. ¡Toca!
Ella le acarició la calva. Estaba caliente, limpia y resultaba muy agradable al tacto.
—Como la seda, ¿verdad?
Satisfecho, se levantó pletórico y comprobó con sus propias manos que su piel seguía siendo tan suave como la de un bebé.
—El cráneo más bello de toda la comisaría. ¡De todo Oslo! Pero tengo que afeitarme dos veces al día. ¡Dos veces al día!
Hanne sonrió y sacudió la cabeza.
—A veces tu ego me alucina por completo —dijo ella—. ¿Vienes para enseñarme eso? Además, me parecías más guapo con un poco de pelo. No tan extremadamente macho, por así decirlo.
Él permaneció de pie con mirada firme y expresión triunfante, como si se hubiera tomado el comentario sobre su imagen de macho como un cumplido, no como una crítica. Ella nunca llegaría a entenderle del todo. Su voluminosa figura resultaba sobrecogedora y atractiva al mismo tiempo. Sus proporciones estaban tan equilibradas que mitigaban su aterrador tamaño. Si le quitaran las joyas —llevaba una cruz invertida en una oreja, una larga y maciza cadena de oro alrededor del cuello y una pulsera ancha y plana en la muñeca izquierda—, y se le pusiera un uniforme de las SS, se obtendría un prototipo salido de la maquinaria propagandística de Goebbels a finales de los treinta. La nariz recta y bien formada, la boca ancha pero sensual, la tez, los ojos de un azul intenso: todo concordaba con la caricatura hitleriana del perfecto ario. Pero era un tipo agradable y, ante todo, extremadamente leal. Poseía un instinto que, según opinaba ella, ni el suyo propio podía superar.
—¿Vienes a darte autobombo o a contarme algo importante?
—Algo importante —exclamó en voz alta—. ¡El aspecto de un hombre es importante!
—Nadie lo diría al verte —dijo ella, y agitó las manos para indicarle que fuera al grano.
—Al parecer, nuestro chico ha estado en Grefsen unos cuantos días —dijo sentándose en un extremo de la mesa—. Me refiero a Olav, el niño desaparecido.
—¿Cómo? ¿Le han encontrado?
—No. Pero cierta familia que regresaba de vacaciones en Austria se llevó una sorpresa un tanto desagradable al volver a casa. Alguien había estado allí y se había comido sus gachas, por así decirlo. La mitad de sus provisiones de conservas habían desaparecido, habían gastado todo el papel higiénico, habían arrancado el empapelado de media pared de la cocina… El resto de la casa permanecía intacta.
Hanne apagó el cigarrillo. Las cenizas se esparcieron.
—¿Grefsen? ¡Eso debe de estar a más de diez kilómetros de la residencia infantil!
—Quince… dieciséis kilómetros, para ser exacto. Fue caminando hasta allí sobre sus gruesas piernas, si no me equivoco al pensar que no llevaba dinero. Aunque ahora, con la búsqueda y todo eso, el taxista habría avisado. Lo peor es que, si su intención era volver a casa, iba en la dirección totalmente equivocada.
Hanne percibió un débil olor a loción para después del afeitado. Tan solo un minúsculo vestigio le vino a la nariz. ¿Utilizaría ese tipo de loción en la cabeza?
—Bueno —concluyó Billy T. levantándose—. Por lo menos, sabemos que ha empezado una nueva vida y su madre, según dice, no ha tenido noticias suyas. Pero parece bastante evidente que fue él quien estuvo allí y, en este momento, están comprobando las huellas. Podremos determinar fácilmente las huellas gracias a las que había dejado en el orfanato. Así pues, algo de suerte estamos teniendo.
Se estiró y posó las palmas de las manos en el techo. Enseguida las volvió a bajar. Hanne vio cómo dos tenues huellas quedaban impresas en la superficie pintada de un blanco grisáceo.
Cuando se marchó, Hanne se quedó mirando las marcas con un sentimiento de agrado que no se podía explicar de ninguna manera.
Terje Welby sudaba. El aire del pequeño apartamento donde se había ido a vivir hacía dos años —tras un divorcio que le había costado dos hijos, un adosado y dos mil quinientas coronas al mes— estaba viciado y húmedo. Había apostado a caballo perdedor. Una joven y estilosa sustituta de verano en el orfanato le había encandilado. Ella solo tenía diecinueve años y aspecto de finlandesa. Al menos así se imaginaba él a las mujeres finlandesas. Una especie de versión juvenil de Arja Saijonmaa. Se llamaba Eva, siempre se reía y había apelado a lo mejor y más lascivo de él. Su asombro con respecto a la facilidad con la que ella se había dejado seducir pasó, con demasiada rapidez, a una exagerada fe en su propia superioridad. Ella no le prometió nada, pero él daba por hecho que iban a estar juntos. Seis intensos y maravillosos meses más tarde, él estaba a punto de mudarse con ella cuando fue destronado por un chaval de veintiún años con acné y anchos hombros. Con la cabeza gacha, le pidió a su esposa que por favor volviera a acogerlo. Sin embargo, ella había empleado aquellos seis meses en recuperarse de la catástrofe. Había empezado a creer que la vida era posible sin aquel cabronazo que la había herido tan terriblemente. Ahora él veía a sus hijos cada dos fines de semana, pero era evidente que estos cada vez mostraban menos interés y se quejaban de tener que compartir habitación con su padre.
Los problemas económicos habían acentuado su depresión. Realizaba su trabajo, se tomaba unas cervezas todos los miércoles y sábados en el bar de la esquina y, ¡maldita sea!, había descubierto que, al hacer el reparto de bienes, su mujer también se había quedado con todos los amigos que tenían en común.
Le temblaban las manos. Los documentos que tenía delante crujían amenazantes cada vez que los tocaba. Encendió el mechero y acercó su titilante llama a la esquina de la primera hoja, que sostenía con la mano extendida sobre el fregadero de la cocina. Prendió antes de lo esperado. Se quemó los dedos y soltó un tímido improperio antes de meter la mano bajo el agua fría del grifo. Tras un breve instante, todos los papeles habían quedado reducidos a una masa de cenizas y agua.
No sirvió de nada abrir la ventana. Entró aire frío, pero él seguía sudando.
Hanne Wilhelmsen no sabía bien hacia dónde se dirigía. En una notita amarilla pegada en el dispositivo del airbag del volante había escrita una dirección. La de Birgitte Håkonsen. La madre de Olav. Pero Hanne Wilhelmsen iba en la dirección contraria. Durante un rato.
No se decidía a abandonar el trébol viario de Postgirobygget. Después de dar tres vueltas y soportar los bocinazos in crescendo de los demás conductores, el coche escogió su propio camino.
Veinticinco minutos más tarde se encontraba en uno de los suburbios más antiguos de Oslo; un monumento a la fallida política urbanística que le causaba escalofríos. Bloques bajos de viviendas grises ubicados como maltrechos adoquines esparcidos al azar, con pequeñas y tristes cortinas de Hansen y Dysvik que daban la impresión de que las casas tenían los ojos cerrados. Hacía tiempo que habían instalado alguna que otra cancha de deportes para la juventud, sin tener en cuenta la necesidad de mantenerlas. Todas las superficies a las que podían acceder los adolescentes estaban cubiertas por pintadas de gruesas letras ilegibles escritas en un código críptico que solo podían entender los menores de veinte años. Los escasos contenedores de basura verdes que el Ayuntamiento había tenido la misericordia de conceder hacía ya mucho tiempo presentaban un estado lamentable, con sus bocas abiertas derramando bolsas con caquita de perro. Una niebla gris y húmeda se extendía sobre el barrio.
En medio de todo había un centro comercial. Un enorme bloque de Lego que puede que alguna vez fuera blanco, pero cuyo color se mezclaba ahora con el entorno. Se había construido según el principio de la mayor superficie posible por la menor cantidad de dinero posible. Dentro del bloque se podía pasar de discutir con la gente de la oficina de protección al menor a cobrar la paga en la oficina de servicios sociales, para después gastarla en la cafetería sucia y llena de humo de la planta baja. Allí dentro debía de estar todo el mundo, porque en las calles no había nadie.
La subinspectora aparcó el coche y, al bajarse, se llevó consigo la notita amarilla. Comprobó dos veces que el auto estaba cerrado. A continuación cruzó el aparcamiento y entró por un pequeño sendero peatonal. Estaba señalado con el habitual pictograma, apenas visible bajo las pintadas, de un adulto con un niño de la mano. Estaba torcido y con las esquinas dobladas. El camino estaba asfaltado y cubierto de gravilla.
14 b, segunda planta.
El cerebro de Hanne Wilhelmsen era un infierno de alertas sonoras. Le sonaban todas las alarmas. Estaba haciendo algo sumamente irregular. Para amortiguar el ruido, intentó recordar si alguna vez había hecho algo parecido: mantener una entrevista con un testigo fuera de la comisaría.
Jamás.
El hecho de ir sola no mejoraba la situación.
Durante unos instantes consideró la posibilidad de no identificarse. Convertir aquello en una visita privada, de mujer a mujer. Ridículo. Ella era de la policía.
La puerta de entrada al bloque de pisos estaba pretendidamente protegida por un tejadillo con cubierta de cartón y un pequeño canalón. Aquello no parecía de gran ayuda. La puerta estaba desgastada, sin barnizar y cubierta por las dichosas iniciales en rojo y negro. A la derecha de la puerta estaban situados los timbres, pero nadie se había molestado en colocar las etiquetas con sus nombres bajo el cristal correspondiente. Algunos nombres estaban pegados con celo mientras que otros habían empleado cinta aislante sin ni siquiera molestarse en recortar los bordes. Sin embargo, cuatro de los timbres presentaban un aspecto bastante decente.
B. Håkonsen por lo menos había intentado esmerarse. Había colocado un trozo de cinta sobre una placa de cartón que llevaba su nombre escrito con letras bonitas y claras. Justo en el momento en que Hanne Wilhelmsen se disponía a pulsar el timbre, cambió de idea y dio unos pasos atrás, alejándose del pequeño tejadillo para observar la fachada.
El edificio tenía cuatro plantas y en cada una debía de haber un par de pisos. Intentó adivinar en qué lado vivirían los Håkonsen. Resultó imposible. Decidió volver a casa. Sin embargo, avanzó con resolución hacia el timbre y colocó su dedo sobre el botón.
Dado que la zona parecía bastante tranquila —lo único que se oía era el lejano zumbido de la autopista y unos golpes monótonos que provenían de una obra que había a cierta distancia—, pudo incluso escuchar el sonido del timbre en algún lugar del interior de la vivienda. Aunque muy débil, el zumbido se oía. Nadie respondió. Hanne se sintió aliviada.
Estaba a punto de desistir cuando el telefonillo emitió una voz chirriante.
—¿Hola?
—Hola, soy… Me llamo Hanne Wilhelmsen y soy de la policía. ¿Podría entrar?
—¿Hola?
Hanne se inclinó hacia la placa metálica que servía tanto de micrófono como de altavoz.
—Mi nombre es Hanne Wilhelmsen —gritó con exagerada claridad—. Soy de la policía. ¿Podría…?
Se oyó un clic. La subinspectora dio un respingo. Sin embargo, la puerta no emitió ningún sonido. Algo irritada, volvió a llamar.
Esta vez nadie contestó. Después de un minuto pulsó el botón durante diez segundos con fuerza y rabia.
La voz seguía sin aparecer. Pero, antes de pulsar de nuevo, la cerradura emitió un zumbido. Agarró el frío pomo de metal con cautela y tiró de la puerta. Se abrió.
La entrada olía a bloque de viviendas: una leve mezcla de toda clase de comidas, productos de limpieza y un tenue olor a basura. Al pasar por la primera planta percibió el hedor a pañales que provenía de una bolsa de plástico cerrada y colocada junto al felpudo.
No había ningún comité de bienvenida. La puerta estaba cerrada, como muestra de rechazo, pero la misma letra que había abajo en el timbre le indicaba, mediante una etiqueta de bordes floreados, que estaba ante la puerta correcta. Dio un suspiro y volvió a llamar. La puerta se abrió de inmediato.
La mujer que apareció en el vano de la puerta era un auténtico espectáculo. Llevaba un chándal enorme que, sin embargo, no lograba esconder aquel cuerpo tan peculiar. Sus caderas eran casi tan anchas como su altura. Las zapatillas de piel de foca revelaban que el tamaño de sus pies no correspondía en modo alguno con el de su cuerpo. Tenía un pelo negro y liso que caía sobre un rostro redondo como una bola, con una boca de color rojo oscuro.
Pero lo más singular eran los ojos. Parecían pequeños, pero estaban tan hundidos que resultaba difícil asegurarlo. Las pestañas eran largas y se rizaban a casi un centímetro de los gruesos párpados. Parecían surgir de dos cuencas vacías y alargadas incrustadas en la cabeza.
La mujer no se movió ni dijo nada. Hanne Wilhelmsen hizo un pequeño amago de entrar con la esperanza de que la mujer se apartara, pero no sirvió de nada.
—¿Me permite pasar un momento? ¿Le parece bien?
En vez de contestar, la mujer se dio la vuelta y avanzó por el pasillo. Puesto que había dejado la puerta abierta, Hanne supuso que aquello era una especie de invitación a entrar y la siguió de forma vacilante. El alargado pasillo era oscuro y la puerta del salón parecía un rectángulo blanco que dificultaba ver bien el interior. Casi se tropezó con una jarapa.
El salón estaba ordenado. Apenas tenía muebles, pero las ventanas relucían y olía a limpio. Lo que más llamaba la atención de la habitación era la luz. Sobre una pequeña mesa de comedor con decoración floral de tela y papel colgaba una lámpara que parecía de carpintería, aunque con una pantalla más bonita. La bombilla debía de ser de al menos doscientos vatios. De la pared más alargada asomaban no menos de seis apliques, cada uno con dos bombillas. Asimismo, la estancia contaba con cuatro lámparas de pie y tres largos tubos fluorescentes sin cubierta colocados sobre la ventana. Todas las luces estaban encendidas.
El sofá, de cuadros azules, era antiguo. Tenía aspecto de haber sido utilizado mayormente en uno de sus extremos, puesto que el cojín de esa punta estaba más chafado que los demás. Observó que el armazón había comenzado a ceder. Sobre una mesa de salón de pino barnizado descansaba un ejemplar de la revista Se og Hør. Por lo demás, no había nada para leer en la habitación, excepto unos folletos colocados en una oscura estantería. Hanne fue incapaz de ver de qué trataban.
La mujer se sentó en su sitio habitual haciendo un gesto en dirección a un sillón de los años sesenta, con una funda roja y nudosa y con placas de teca pegadas a los lados de los reposabrazos. Hanne tomó asiento.
—¿Quiere un café?
La voz resultó ser más profunda de lo esperado, con una bonita entonación melódica bajo la que subyacía algún dialecto oculto. Dado que un «Sí, por favor» implicaría que la mujer tendría que levantarse para coger una taza limpia, declinó el ofrecimiento. Al percibir cierta decepción en aquel rostro inexpresivo, cambió de idea.
—La verdad es que me vendría bien un poco de café.
A pesar de su obesidad, la mujer se movía con gracia, casi con elegancia. Caminaba como un gato. Sus zapatillas de piel de foca apenas emitieron sonido alguno cuando pisó el linóleo para dirigirse a la cocina. Poco después volvió con una bandeja roja de metal esmaltado con dos tazas de café, un platito de galletas María y un termo. Sirvió el café y, con gesto oferente, acercó las galletas al lado de la mesa donde estaba Hanne.
—Adelante, sírvase —dijo, dando un sorbo al café.
—Se preguntará por qué estoy aquí —empezó Hanne, a falta de una mejor forma de iniciar la conversación.
La mujer no contestó. Se limitó a mirarla con su rostro inexpresivo.
—En realidad solo he venido para hablar con usted de su hijo Olav.
Su semblante permaneció impasible.
—Al menos ya sabemos que no le ha ocurrido nada grave —añadió con voz optimista—. Con toda probabilidad estuvo escondido en una vivienda de Grefsen, donde tuvo acceso a comida y un techo.
—Sí, eso me han dicho —dijo la mujer finalmente—. Me han llamado esta mañana.
—¿Ha tenido usted noticias suyas?
—No.
—¿Tiene idea de dónde puede haberse metido? ¿Cuenta con más familia? Abuelos, por ejemplo…
—No. Bueno, sí. Pero nadie a quien él acudiría.
La situación no parecía muy alentadora. Hanne bebió un poco de café. Estaba bueno y muy caliente. Las alarmas de su cabeza se habían calmado un poco, pero le sorprendía sobre todo el hecho de encontrarse allí. Dejó la taza. Se había derramado un poco de café en el platillo y durante un instante miró a su alrededor en busca de una servilleta. La anfitriona no se inmutó.
—Debe de haber sido duro. Quiero decir, criarlo sola. Porque el padre del niño está…
—Está muerto.
La mujer lo dijo sin amargura, sin pesadumbre, con el mismo tono profundo y melódico que antes. De un modo neutral y correcto, como si fuera una locutora de radio.
—Yo no tengo hijos y, por tanto, no sé lo agotador que eso puede llegar a ser —dijo Hanne mientras se preguntaba íntimamente si se podría fumar allí.
No había ningún cenicero a la vista, pero aun así se aventuró a preguntar. Por primera vez, la mujer sonrió, aunque sin mostrar los dientes. Se levantó de nuevo y regresó con un cenicero del tamaño de un plato.
—Lo cierto es que lo dejé hace muchos años —dijo ella—. Pero… ¿podría invitarme a uno?
Hanne se inclinó hacia delante y le encendió el cigarrillo que le había dado. Birgitte Håkonsen le rozó la mano y Hanne se asombró de lo suave que era su piel. Suave, seca y cálida. La mujer dio la primera calada como una antigua fumadora empedernida.
—No, yo tampoco sabía lo agotador que era —dijo lentamente mientras exhalaba el humo por la nariz y la boca—. Pero, en el caso de Olav, tiene DCM, y por tanto no es culpa mía que sea tan especial.
—En absoluto —dijo Hanne con la esperanza de que siguiera hablando.
—Pedí ayuda muy pronto. Ya en la clínica de maternidad me percaté de que no era como los demás niños. Pero no me creyeron. Cuando finalmente… —Su rostro inexpresivo comenzó a cobrar vida—. Cuando finalmente logré convencerles de que algo iba mal, me lo quisieron arrebatar. Yo llevaba bregando con él durante casi once años. Y no quería que se lo llevaran a ninguna residencia. Tan solo quería ayuda. Hay medicamentos como el Ritalin. Solicité una persona para que me ayudara. Tal vez una casa de acogida.
Hanne no estaba segura, pero tenía la impresión de que las profundas cuencas en las que debían de estar sus ojos se estaban anegando. La mujer parpadeó con fuerza.
—Aunque no creo que eso le interese a usted —añadió en voz baja.
—Pues sí. Intento hacerme una idea de cómo es el niño. Nunca le he visto. Tan solo en una fotografía. Se parece a usted.
—Sí, vaya suerte que ha tenido en eso.
Apagó el cigarrillo con un movimiento que demostraba que antaño se le había dado bien hacerlo. Hanne le ofreció otro y pareció que tenía ganas de aceptarlo. Sin embargo, negó con la cabeza, agitando la mano en señal de rechazo.
—Se parece a mí físicamente, pero su personalidad es muy diferente. Se le ocurren las cosas más insólitas. Tiene que ver con su forma de afrontar la realidad. Es como si viera cosas buenas donde otros ven las malas. Cuando alguien intenta tratarle bien, él cree que le van a tratar mal. Cuando intenta ser educado y agradable, los demás niños se asustan. Y tiene un aspecto aterrador. Así es exactamente como es… Lo contrario a todos los demás. En cierto modo, un niño al revés.
La mujer subió las piernas al sofá y se apartó el pelo de la cara con un movimiento inesperadamente femenino.
—Cuando todos los niños están ilusionados con la Navidad, él se inquieta porque solo dura unos pocos días. Cuando es verano y todos los niños quieren ir a nadar, él se queda en casa, comiendo y diciendo que está demasiado gordo para salir. Cuando cualquier niño llora o se pone triste, él sonríe y no me deja consolarle. ¿Ha leído La Reina de las Nieves?
Hanne negó con la cabeza.
—H. C. Andersen. Trata sobre un espejo que lo distorsiona todo. Se rompe en mil pedazos, y a quienes se les mete un trocito de cristal en el ojo lo ven todo distorsionado y de forma errónea. Si se les mete uno en el corazón, se vuelven fríos como el hielo.
Se inclinó hacia delante, tal vez considerando cambiar de opinión con respecto al cigarrillo. Antes de que Hanne tuviera tiempo a reaccionar, la mujer continuó:
—Olav tiene un buen corazón. Él solo quiere ser bueno. Pero tiene metido en el ojo un trocito del espejo mágico.
La subinspectora Hanne Wilhelmsen no tenía ni idea de qué hacer. Se sonrojó, avergonzada. El vapor del café caliente la ayudó a disimularlo. Se frotó el ojo derecho inconscientemente.
—Todos tenemos un trocito de cristal que nos impide ver las cosas tal y como son. Usted también.
Ahora exhibía una amplia sonrisa. Sus dientes eran irregulares, pero estaban limpios y bien cuidados.
—¡Usted seguramente piensa que soy tonta! El típico caso de usuaria de los servicios sociales a quien la oficina de protección al menor arrebato a su hijo. ¡Alguien que no tiene trabajo, ni familia, ni libros en la estantería!
—No, para nada —mintió Hanne.
—Pues sí que lo piensa —insistió la mujer—. Y hasta cierto punto tiene razón. Fui idiota casándome con su padre. Fui una débil y una estúpida que no…
De las dos pequeñas cuencas de su cara brotaban ahora las lágrimas. Se secó las mejillas con el dorso de su mano regordeta y lisa. A continuación se sobrepuso y recuperó su actitud del principio. Volvió a bajar las piernas al suelo y su rostro regresó a su típica expresión plana y apagada.
—¿Qué quiere de mí en realidad?
—Para serle sincera, no lo sé muy bien. Nos está costando mucho resolver este homicidio y tengo la sensación de que hay algo que tiene que ver con Olav que deberíamos saber.
—Él no lo hizo.
Su voz ya no era agradable. Había subido una octava y se había vuelto casi chirriante.
Hanne levantó las manos a la defensiva.
—No. No. Eso no es lo que pensamos. No obstante, puede que viera algo. O que oyera algo. Nos gustaría mucho hablar con él. Supongo que no tardará en aparecer.
—Yo sé que él no fue. Y tampoco vio ni oyó nada. Tienen que mantenerse alejados de mi hijo. Ya tenemos bastante con la oficina de protección al menor…
Sus ojos se dejaron ver al fin. Tal vez se debiera a la gran presión que sufrían desde el interior. O quizá a que los abría todo lo posible. Sorprendentemente, eran azules.
—Señora Håkonsen… —comenzó Hanne.
—Nada de «señora Håkonsen» —la cortó la mujer—. Usted no sabe nada sobre Olav. No tiene ni idea de cómo se siente ni de cómo afronta la realidad. Se escapó porque odiaba estar allí. ¡Quería irse a casa! ¡A casa!, ¿entiende? ¡Aquí! Aunque imagino que, según sus criterios, esto no sea un hogar propiamente dicho, pero de hecho soy la única persona del mundo que quiere a Olav. ¡La única del mundo! Pero ¿eso lo toman en consideración ustedes? No, ¡trasladan al niño de aquí allá como si fuera un paquete y esperan contar con mi colaboración! «Debe entender, señora Håkonsen, que usted tiene que ayudar a Olav en el conflicto de lealtades que le creará el traslado. Es muy importante que usted colabore». —Reprodujo la cita mientras bufaba con una mueca distorsionada en la cara—. ¿Entenderlo? ¿Cooperar? ¿Cuando me quitan lo único que tengo en esta vida? Y en lo que respecta a la tal Agnes… —volvió a emplear aquella entonación chirriante y desagradable—, no lamento ni un segundo su muerte. Se creía la madre de todos. ¡Olav ya tiene una madre! ¡Soy yo! ¿Sabe lo que hizo antes de que mi hijo se escapara? Le castigó diciéndole que yo no podría ir a visitarle en dos semanas. ¡Dos semanas! ¡Eso ni siquiera es legal! Olav me llamó y…
Se dejó caer en el sofá y se calló.
Hanne carraspeó y levantó la taza del platillo. La base estaba húmeda por el café derramado. Puso la mano debajo en un intento de no manchar. No sirvió de nada: una gota enorme cayó sobre la alfombra de color crema.
—Yo no sé nada del caso de la oficina de protección al menor, señora Håkonsen —fue lo único que acertó a decir.
La mujer pareció tomar impulso para proseguir con su arrebato. Sin embargo, cambió de idea. Tal vez le fallaran las fuerzas. Volvió a reclinarse en el sofá y permaneció completamente inmóvil.
—No era mi intención enojarla —se disculpó Hanne—. De verdad, no era esa mi intención.
La mujer no le contestó y Hanne comprendió que era hora de marcharse. Se levantó, dio las gracias por el café y se disculpó una vez más por las molestias causadas. Juraría que, al salir al pasillo, oyó algo tras la puerta cerrada del dormitorio. Pensó en preguntar si había alguien allí dentro, pero lo dejó estar. Ya había obtenido más que suficiente de aquella mujer que, de entrada, no mostraba unos sentimientos muy favorables hacia la administración pública. En un estante, junto al guardarropa del vestíbulo, había un montón de libros con cubierta de la biblioteca. Fue lo último que vio antes de que la puerta se cerrara tras ella.
Mientras bajaba por las escaleras de hormigón, constatando que nadie se había tomado la molestia de meter los malolientes pañales en el contenedor de basura, pensó de nuevo en la elegancia con que se movía aquella mujer. En realidad, Birgitte Håkonsen era muy distinta de lo que ella se había imaginado.
El exterior seguía gris, húmedo y yermo. Pero, al menos, nadie había destrozado su coche. Ni siquiera tenía una pintada, ni la más mínima.
Parece increíble, pero ha logrado mantenerse quieto. Eso prueba lo asustado que está. La agente ha estado al menos media hora. No recuerdo que jamás se hubiera mantenido quieto durante tanto tiempo.
En una ocasión, hace ya mucho, cuando tenía unos ocho años o así y nos mudamos a Oslo por primera vez, también permaneció en su habitación durante mucho tiempo. O eso pensaba yo. Cuando no oí ningún ruido en más de una hora, entré para darle de comer. El piso estaba en la planta baja y la luz del sol nunca llegaba a entrar. Me preguntaba si se habría quedado dormido en la oscuridad. Sin embargo, él había desaparecido. Yo me asusté muchísimo y no sabía qué hacer. Así que me quedé allí, sentada en su cama, esperándole. Justo antes de la medianoche, la policía llamó a la puerta y lo trajo a casa. El niño sonreía de oreja a oreja y apestaba a alcohol. Entró a su cuarto tambaleándose mientras el educado policía explicaba que unos chavales mayores le habían incitado con engaños a que bebiera. El hombre opinó que lo mejor sería que le viera un médico. No estaba muy claro cuánto alcohol había ingerido.
Yo no llamé al médico, pero me quedé con él en su habitación toda la noche. Él vomitaba como un cerdo y estuvo indispuesto durante dos días. De hecho, me dejaba que le ayudara a hacer algunas cosas sin rechistar. Ocho años y superborracho. Pero, bueno, le vendría de familia.
Dicen que no creen que fuera él. Que él matara a Agnes. Eso es lo que dicen. Aunque la agente parecía bastante amable, ya me conozco yo la historia. Ellos hablan y hablan sin parar, y luego terminan haciendo lo contrario.
Sé que él no lo hizo. Sé que tengo que mantenerle escondido. Pero ¿durante cuánto tiempo podré hacerlo?