5

El marido de Agnes Vestavik había venido al mundo el 8 de mayo de 1945. Pero, a pesar de haber nacido en esa fecha, no parecía estar muy feliz ni en paz consigo mismo. Tenía un rostro que a Billy T. le costaría recordar: una boca de tamaño mediano bajo una nariz un tanto pequeña que asomaba por debajo de unos ojos de un débil color azul. La expresión un tanto amarga del rostro podía deberse a lo fastidioso de su situación: tan solo hacía dos días que la esposa de aquel hombre había sido brutalmente asesinada y ahora estaba siendo interrogado por la policía. Por otro lado, podría ser algo que ya estaba arraigado a su semblante.

Medía alrededor de uno ochenta y, a todas luces, toleraba mejor la dieta familiar que su fallecida esposa. Era un hombre flaco. Su vestimenta correspondía a la de un gerente de tienda de ropa de caballero: pantalones grises de lana fina, camisa blanca y discreta corbata azul bajo una americana a cuadros. Sus entradas eran profundas, pero todavía tenía una cabellera imponente.

—Entiendo que esto es doloroso —comenzó a decir Billy T. como si recitara de memoria—. Pero, como seguramente entenderá, hay algunos asuntos que debemos esclarecer.

Sus palabras resultaron un tanto extrañas; aquel modo de hablar contrastaba acusadamente con su imagen casi aterradora de individuo de pelo corto ataviado con camisa de franela y botas con espuelas. Su interlocutor pareció no reparar en ello.

—Entiendo, entiendo —murmuró, impaciente, mientras se pasaba por la cara una alargada mano con una finísima alianza—. Acabemos con esto.

—¿Cómo están los niños?

—Amanda no se entera mucho. La menor. A los dos mayores les ha afectado bastante.

Tenía lágrimas en los ojos. Tal vez fueran por él mismo. Tal vez fueran de pensar en sus afligidos hijos. Abrió mucho los ojos para impedir que acabaran brotando y sacudió la cabeza de modo breve y brusco.

—No lo entiendo…

—No, estas cosas son tremendamente incomprensibles cuando le tocan a uno.

Billy T. retiró las manos del teclado del ordenador. Por fin había llegado la era informática, al menos a parte de la jefatura de policía de Oslo.

—Empecemos con lo más fácil —prosiguió, a la vez que ofrecía un café al hombre.

Este declinó educadamente.

—¿Cuándo se conocieron?

—Realmente no lo recuerdo. Tengo una hermana menor que era amiga de Agnes. Pero no empezamos a vernos hasta que era adulta. Vernos de aquella forma, quiero decir.

Parecía un poco confuso, pero Billy T. le sonrió tranquilizador.

—Entiendo. Entonces ¿cuándo se casaron?

—En 1972. Agnes tenía veintidós años y ya estaba trabajando en la oficina de protección al menor. Ella siempre ha trabajado con niños. Yo tenía… esto… veintisiete. Pero ya llevábamos comprometidos un tiempo. Por lo menos un año. Luego nació Petter, en 1976, y Joachim en el 78. Amanda llegó en febrero del 91.

—Una hija bastante tardía.

—Sí, pero fue buscada.

El hombre sonrió por primera vez, aunque fue una sonrisa débil que no alcanzó a sus ojos.

—¿Dificultades en el matrimonio?

A Billy T. le incomodaba aquello, pero tenía que cumplir con su deber. El hombre sabía que esa cuestión iba a caer tarde o temprano, porque suspiró profundamente y cogió impulso para enderezarse en la silla.

—No más que otros, supongo. Hemos tenido nuestros altibajos. Todo el mundo se cansa con el tiempo, imagino. Pero teníamos a nuestros hijos, teníamos una casa, amigos en común y todo eso. De todas formas, últimamente la cosa iba un poco… cuesta abajo. Ella tenía problemas en el trabajo, creo. Yo no sabía de qué se trataba. No fui muy considerado con ella. No sé muy bien…

Entonces las lágrimas comenzaron a brotar. Intentó desesperadamente contenerse, lo cual dio lugar a un sollozo agudo semejante a un ronquido. Billy T. dejó que se tomara su tiempo para sacarse un pañuelo del bolsillo. Era elegante, masculino y estaba recién planchado. Se sonó con fuerza y se secó los ojos presionando el pañuelo contra cada uno de ellos.

—Tampoco discutíamos mucho —prosiguió al fin—. Más bien no nos hablábamos. Ella se tornó muy distante y terriblemente irritable. Algunas noches la cosa llegaba a tal punto que pensé que tenía la menopausia. Aunque solo tuviera cuarenta y cinco años.

Lanzó una mirada al policía suplicando que le entendiese. Obtuvo respuesta.

—Las tías pueden ser muy difíciles —confirmó Billy T., compasivo—. Con o sin menopausia. ¿Ella quería divorciarse?

La expresión del hombre se volvió impenetrable. Dobló correctamente el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo del pecho. A continuación, carraspeó, cambió de posición y miró al policía directamente a los ojos. Pasó de ser un marido pasivo y llorón a alguien de aspecto casi agresivo.

—¿Quién dice eso?

Billy T. alzó los brazos de modo preventivo.

—Nadie. Nadie lo dice. Yo tan solo pregunto.

—No, no íbamos a divorciarnos.

—Pero ¿hablaron del tema? ¿Le habló ella de eso?

—No.

—¿No?

—No.

—¿Ella nunca mencionó la posibilidad de divorciarse? ¿Jamás mencionó esa posibilidad durante veinte años de un matrimonio con altibajos?

—No, nunca.

—Bueno.

Billy T. cedió y abrió un cajón cuyo contenido era bastante caótico, pero enseguida encontró una hoja A4 que colocó bocabajo sobre la mesa y empujó hacia el hombre.

Ya estaba pálido de antes, pero Billy T. juraría que livideció aún más.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó en tono hosco, devolviéndole la hoja bruscamente tras comprobar de qué se trataba.

—Pero, señor Vestavik, por favor… Se trata de información pública accesible a todo el mundo. Ya sabe, están los registros mercantiles, el registro civil y toda clase de registros —dijo gesticulando con sus largos brazos—. ¡Somos un organismo público! Nos proporcionan todo lo que necesitamos.

El documento mostraba que la tienda de moda masculina Gregusson, donde el marido de Agnes Vestavik ejercía como gerente, era una empresa familiar con una economía muy sólida. En realidad, «familiar» quería decir que la propietaria era Agnes Vestavik, nacida Gregusson. Ella no tenía hermanos y, cuando falleció su padre en 1989, todas las acciones pasaron a sus manos. Aunque el padre, como buen creyente, no había puesto ninguna condición en su testamento, Agnes, tras el amable consejo de los abogados de la familia, había adoptado la separación de bienes en todo el paquete. Nunca se sabía. La tienda reportaba unos buenos beneficios anuales, mientras que el sueldo de gerente, que no era nada impresionante, había permanecido congelado durante los últimos ocho años.

—Así es. Nunca ha sido ningún secreto —dijo el señor Vestavik, arisco—. Pero mi trabajo habría estado asegurado aunque nos hubiésemos divorciado. En este país tenemos leyes para estas cosas.

—El trabajo, sí —repuso Billy T., con calma—. Pero la casa también era de ella. Era la casa paterna, ¿no?

En el despacho se hizo un silencio absoluto. Desde el pasillo llegaban voces y risas amortiguadas, mientras que por la ventana podían oír débilmente cómo un detenido excarcelado profería maldiciones por doquier, en particular contra los agentes uniformados. El suave zumbido del ordenador pareció aumentar en intensidad.

—Así que cree que yo la he matado —dijo el marido al fin, señalando a Billy T. con un dedo índice indignado—. Por culpa de la casa, se supone que he matado a mi esposa después de veintitrés años casados, a la madre de mis hijos. ¡Por culpa de la casa!

Se inclinó furioso sobre el escritorio y dio un manotazo en la mesa. Parecía no tener claro si levantarse o permanecer sentado. Al final se quedó sentado en el borde de la silla, como a punto de saltar en cualquier momento.

—Yo no creo nada, Vestavik. Tampoco afirmo nada. Tan solo señalo una serie de circunstancias muy significativas que no podemos obviar. No se trata solamente de la casa. La tienda presenta unos ingresos considerables, y también está todo lo que Agnes ha acumulado durante el matrimonio. La verdad es que no es usted propietario ni de los clavos de las paredes. O mejor dicho: no era propietario ni de los clavos de las paredes. Imagino que ahora se agarrará al tema de los bienes gananciales. No nos consta que exista testamento alguno. ¿No es así?

El hombre volvió a sacar el pañuelo, pero esta vez no lo trató ni por asomo con la misma delicadeza que antes. Sus nudillos se pusieron blancos alrededor del trozo de tela.

—Por supuesto que no existe ningún testamento. Nadie había previsto que Agnes muriera. Además, no estábamos divorciándonos.

De repente vio la lógica de su propio razonamiento y se aferró a él:

—¡Eso es! Ella no había hecho testamento. Lo cual pone de manifiesto que no estábamos tan mal. En cualquier caso, no había divorcio a la vista. Si ella tuviera intención de pedirlo, seguro que se habría asegurado de que yo no me quedara con todo. Así que se equivoca usted por completo.

Se interrumpió. Pareció vacilar un poco antes de poner el as sobre la mesa:

—Además, tengo que compartir los bienes con mis hijos. Uno no se queda con los bienes gananciales cuando hay fondos procedentes de la separación de bienes.

—Pero los niños no le echarán de la casa, ¿verdad? —dijo Billy T. con sarcasmo, plantando las palmas de las manos sobre la mesa e inclinándose en dirección al interrogado.

Su arranque de ira solo ocultó parcialmente el disgusto que le producía equivocarse.

Alguien llamó a la puerta con fuerza repetidas veces. El viudo se sobresaltó y se desplomó de nuevo en la silla. Hanne Wilhelmsen entró, tendió la mano al hombre y se presentó.

—Es terrible lo que le ha sucedido a su mujer —dijo ella con calma—. Haremos todo lo posible para solucionar este caso.

—Entonces deben buscar en otro sitio en vez de molestar a la familia —dijo el hombre en tono adusto, pero al mismo tiempo desarmado ante la amabilidad de la subinspectora.

—Bueno, ya sabe… —dijo Hanne con voz apesadumbrada—. Las labores policiales pueden ser bastante despiadadas. Pero no podemos dejar que ninguna piedra permanezca sin remover en un asunto como este. Estoy segura de que lo entiende. Se trata solo de investigaciones rutinarias, pero cuanto más rápido terminemos con esto, antes podrán usted y su familia continuar con sus vidas tras este trágico incidente.

El hombre pareció apaciguarse. Hanne Wilhelmsen intercambió unas palabras con Billy T. y se marchó.

El interrogatorio se prolongó dos horas más y lo hizo en unos términos más o menos cordiales. Billy T. averiguó que el marido conocía relativamente bien el orfanato. Lógicamente, había estado allí en varias ocasiones. Su casa no quedaba muy lejos y Agnes había trabajado allí durante doce años. La noche del asesinato, ella le había comunicado durante la cena que llegaría tarde. Ninguno de los dos hijos mayores estaba en casa: el mayor estaba estudiando en la universidad y ya no vivía allí, mientras que Joachim, de dieciséis años, estaba de campamento con su clase. La propia Agnes acostó a Amanda antes de regresar al orfanato a eso de las nueve y media. Ella le dijo que no la esperara despierta, ya que seguramente llegaría muy tarde. Él vio un poco la tele y se acostó como de costumbre, hacia las once y media. Amanda solía dormir bien por las noches, pero justo esa noche tuvo una pesadilla y estaba tan angustiada que la dejó acostarse con él en la cama de matrimonio. Ninguno de los dos se despertó hasta que, a las cuatro de la madrugada, un cura llamó a la puerta. Tampoco había recibido ninguna llamada telefónica en toda la noche. No podía recordar qué había visto en la televisión, pero después de que Billy T. le mostrara la programación de la noche en cuestión pudo ofrecer un resumen breve y fidedigno de la película emitida en el tercer canal.

—¿Algo más? —preguntó Billy T. al final.

—¿A qué se refiere?

—¿Hay algo más que en su opinión pueda ser relevante en relación con el caso? —dijo Billy T. con impaciencia.

—Bueno… Una cosa, tal vez.

Se sacó la cartera y buscó un papel que, al parecer, no encontró. A continuación se la volvió a guardar en el bolsillo interior y soltó un suspiro. Daba la impresión de que dudaba de si debía contar lo que tenía en mente.

—Se ha retirado cierta cantidad de dinero —comenzó a decir titubeante.

—¿Dinero?

—De la cuenta corriente. Lo sé por el extracto bancario. No sé ni dónde, ni quién lo ha hecho. Pero en una misma fecha se cobraron tres cheques de diez mil coronas cada uno.

—¿Treinta mil coronas?

—Sí. —Se tiró del lóbulo de la oreja y miró al suelo—. De la cuenta particular de Agnes. Tenemos una en común, ¿comprende?, pero ella tenía además una propia. Evidentemente abrí su extracto bancario cuando llegó ayer.

El viudo parecía avergonzado por haber abierto el correo de su esposa. Billy T. le aseguró que no pasaba nada.

—¿Tiene la menor idea de para qué pudo haber usado ese dinero?

Vestavik negó con la cabeza y suspiró profundamente.

—Pero hay indicios de que ella bloqueó la cuenta después. No lo he podido comprobar aún. Tal vez le robaron el talonario de cheques…

—Puede ser —dijo Billy T., pensativo—. ¿Nos da su consentimiento para averiguarlo? Mera formalidad.

—Por supuesto.

Después de que concluyera el interrogatorio y fuera debidamente firmado por el interrogado, Billy T. le acompañó a la salida del edificio gris de hormigón.

Intercambió un breve apretón de manos con el viudo y luego subió corriendo las escaleras de tres en tres y entró dando grandes zancadas en el despacho de Hanne Wilhelmsen sin llamar a la puerta.

—¡Joder, Hanne! —dijo consternado—. Deberías saber mejor que nadie que no puedes irrumpir en mitad de un interrogatorio. ¡Imagínate que estuviera en plena confesión!

—Pero no lo estabas —repuso ella sin alterarse—. Yo estaba escuchando tras la puerta, y en realidad estabais a punto de enzarzaros en una pelea seria. Entonces tuve que entrar. Ya sabes, para calmar un poco los ánimos. ¿Funcionó?

—Bueno… Sí, la verdad.

—¿Lo ves? Y bien, ¿podemos descartarle?

—No, no todavía. Parece bastante hermético. Además, matar a la parienta no es algo que se pueda hacer así sin más. En eso él tiene razón. Tienen una hija de apenas cuatro años. Y dos chicos mayores. Lo dudo. Pero todavía no le podemos descartar definitivamente.

—El uxoricidio no es tan insólito —dijo Hanne mirando al techo—. Todo lo contrario. Muchos asesinatos se cometen cuando existe una relación íntima entre el agresor y su víctima.

—Pero en este caso tendría que haber sido algo premeditado, Hanne. El tipo debería tener una sangre muy fría, y no parece que sea así. Aunque la relación entre ambos sí debía de ser bastante fría. Al parecer, a la tía le desplumaron treinta mil coronas después de que alguien le robara el talonario de cheques. Y no le dijo ni mu al marido sobre el tema.

—¿Cómo dices?

—Lo que has oído. El tipo abrió ayer la carta del banco y se enteró de que, en una misma fecha, se cobraron tres cheques de diez mil coronas cada uno. Después no sacaron nada más.

Se miraron durante un largo rato.

—¿Lo haría él mismo pensando que tarde o temprano lo descubriríamos y así guardarse las espaldas contándolo antes?

—Lo dudo. Él mismo parecía muy sorprendido. Más bien bastante abochornado.

Hanne se levantó, apagó un cigarrillo e intentó en balde ahogar un bostezo.

—Ya veremos. Comprueba lo que han averiguado los demás, ¿vale?

—Pídele a Tone-Marit que haga un seguimiento de lo del dinero. Ya me cuentas mañana. Me piro.

Odd Vestavik estaba sudando. Se tiró del cuello de la camisa y se desabrochó el cinturón de seguridad, intentando buscar una posición más cómoda. No sirvió de nada.

Lo de la separación de bienes le tenía de los nervios. Debería haberlo contado. Sin embargo, explicar que hacía solo tres semanas Agnes le había llegado con un nuevo acuerdo matrimonial sería cavar su propia tumba. En el mismo se constataba que todos los bienes particulares pasarían a ser bienes gananciales en el caso de que ella falleciera. Eso era lo que ponía: «fallecer». Y «óbito». A él le había llamado la atención que ni siquiera los juristas pudieran emplear simplemente la palabra «muerte». Porque eso era lo que estaba Agnes: muerta.

Él lo había llevado al notario solo dos días antes de la muerte de Agnes. Le sorprendía que la policía no lo supiera ya. El documento debía de estar haciendo cola en la oficina del registro. ¿Cuánto tiempo tardarían esas cosas?

Ellos lo averiguarían. Y cuando eso ocurriera, resultaría muy sospechoso que él no hubiera comentado nada.

Redujo la velocidad y el coche que iba detrás hizo sonar el claxon con furia. Consideró la posibilidad de dar la vuelta. Había mentido a la policía.

Sin embargo, aumentó la velocidad y siguió rumbo a casa. Tal vez nunca se enteraran. En cualquier caso, ahora estaba demasiado cansado para sopesar el asunto.

Tendría que consultarlo con la almohada.

Pero no paraba de preguntarse por lo de las treinta mil coronas.

Maren había tomado el mando por completo. Había sido algo automático. Tanto los empleados como los niños actuaban como si fuera la nueva jefa, sin formalidades ni protestas. Aunque Terje había regresado con una baja de media jornada, ni siquiera él tenía inconveniente en que ella le hiciera su trabajo. Los niños habían vuelto al día a día con una notable rapidez. Jugaban, discutían, hacían los deberes y comían. Solo Kenneth parecía preocupado por el hecho de que una mujer hubiera sido brutalmente acuchillada a escasos metros de su dormitorio. Todas las noches comprobaba varias veces que no hubiera asesinos y atracadores en su habitación, debajo de la cama, en los armarios e incluso en una caja de juguetes donde, en cualquier caso, no cabría más que un niño diminuto. O tal vez un pequeño aunque peligroso dragón. Los empleados le dejaban pacientemente realizar su ritual y luego se acostaban a su lado durante más o menos una hora hasta que se dormía.

Olav llevaba desaparecido ya tres días. Lo estaban buscando por toda la región este del país, y su desaparición se haría pública al día siguiente en los medios de comunicación. La policía también estaba muy preocupada.

—Sin embargo, no parece que lo vinculen con el asesinato —dijo Maren Kalsvik, tamborileando con un lápiz sobre la mesa del salón principal—. En realidad, todo esto me resulta un tanto extraño. Los policías que trabajan en su desaparición no son los mismos que investigan el asesinato.

Terje Welby suspiró con cierto desánimo.

—Tienen claro que un niño de doce años no va por ahí matando a gente —dijo—. Por lo menos, no de esa manera: con un enorme cuchillo.

—Si un niño tuviera intención de matar, difícilmente lo haría con un arma de fuego —comentó ella ásperamente, antes de levantarse y acercarse a la gran puerta de madera gruesa con espejo que separaba el salón principal de la denominada sala común.

Cerró la puerta, que produjo un leve chasquido. Luego volvió a sentarse en el sofá, cogió el lápiz y se lo llevó a la boca, pensativa. Tras un par de fuertes mordiscos, resquebrajó la madera.

—No dejo de preguntarme una cosa, Terje —dijo en voz baja, escupiendo virutas. Se quitó el lápiz de la boca, escupió un poco más y, tras clavar la mirada en su compañero, prosiguió—: ¿Dónde están los papeles que estaban en el cajón y que probaban todo el chanchullo?

El hombre reaccionó sonrojándose violentamente. El sudor brotó alrededor de sus tensos labios.

—¿Papeles? ¿Qué papeles?

Lo dijo entre gruñidos y lanzando una mirada angustiada a la puerta cerrada.

—Los papeles que probaban lo que habías hecho —dijo Maren—. Los papeles que Agnes había elaborado al respecto.

—¡Pero ella no sabía nada!

La desesperación dibujó unas manchas blancas en su rostro ruborizado. Parecía enfermo. Movió su torso de modo violento y repentino a la vez que emitía un quejido.

—¡Jodida espalda! —jadeó mientras se sentaba con cuidado en una silla—. Tienes que creerme, Maren, ¡ella no sabía nada!

—Estás mintiendo.

La afirmación fue lanzada como una verdad incuestionable e inalterable que no admitía discusión alguna. Ella incluso le sonrió; una mueca cansada y mustia que contenía tanto desánimo como irritación.

—Yo sé que mientes. Agnes había averiguado lo de la malversación. O, más bien, las malversaciones. Te puedo dar todos los detalles, pero no será necesario. Agnes estaba muy decepcionada. Y bastante furiosa.

Terje estaba tan indignado que ella dudaba de que pudiera alcanzar picos mayores en su registro emocional. Pero se equivocaba. El hombre jadeaba y respiraba con dificultad. Su voz sonó como la de un niño cuando finalmente logró preguntar:

—¿Ella te lo contó?

Pasaron unos penosos segundos antes de que Maren contestara. Miraba por la ventana, donde la nieve había comenzado a caer de nuevo en copos grandes y húmedos que se derretirían en cuanto tocasen el suelo. Sacudió levemente la cabeza y la giró hacia Terje.

—No, de hecho no lo hizo. De todas maneras, lo sé. Y sé que ella tenía pruebas. No resultaba muy difícil encontrarlas si se examinaba a fondo la contabilidad. Los papeles estaban en el cajón. El que permanecía cerrado. Y esos papeles ya no estaban cuando llegó la policía. Si hubieran seguido ahí, ya te habrían detenido hace tiempo. Y no lo han hecho. Ni siquiera te han interrogado.

La última frase tenía la entonación de una pregunta. Él negó con la cabeza.

—¿Por qué no lo han hecho? —prosiguió ella—. ¿Es una forma de terror psicológico o qué?

Su pálido rostro empezaba a tornarse de color rojo. En ese momento lo tenía sonrosado y húmedo. El flequillo se le había rizado a causa de la humedad y por su oreja izquierda cayeron tres gotas de sudor.

—¡Pero ya lo he arreglado casi todo, Maren! ¡Ya te lo dije! ¡Por Dios, tampoco se trata de cantidades importantes!

—Sinceramente, Terje, no creo que a la policía le importe si las cantidades eran grandes o pequeñas —replicó, gesticulando con aire abatido y dirigiéndole una mirada condescendiente.

—¡Pero casi todo está arreglado! Estoy completamente seguro de que Agnes no sabía nada. ¡No tenía ni la más remota sospecha! Pero ella sabía otra cosa, Maren. Sabía otra cosa, algo que…

Se detuvo.

Maren Kalsvik se recostó de modo ostentoso en su silla. Oyeron cómo algunos niños invadían la sala común entre ruidos y risas. De la primera planta llegaban los suaves sonidos procedentes del equipo de música de Raymond. Más allá de las ventanas, la nieve caía cada vez con más densidad y parecía que poco a poco habría suficiente para que cuajara. La temperatura había oscilado fuertemente durante los dos últimos días, subiendo y bajando, subiendo y bajando.

Parece un niño al que han pillado con las manos en la masa, pensó. Negando rotundamente algo que es tan obvio. Maren lo miró fijamente.

—Terje. Yo sé que Agnes lo sabía. Y tú también lo sabes. Yo sé que ella tenía los papeles. Y tú también lo sabes. Soy tu amiga, ¡diablos! —exclamó con énfasis, subrayándolo con un golpe en la mesa—. Los papeles estaban allí antes de que Agnes muriera, y cuando llegó la policía habían desaparecido. Solo hay una explicación: tú entraste en el despacho y te los llevaste en algún momento de la tarde o de la noche. ¿No es mejor admitirlo?

Él permanecía paralizado en la silla.

Ella se levantó y le dio la espalda. De pronto, se giró bruscamente.

—¡Te puedo ayudar, Terje! ¡Por Dios, quiero ayudarte! ¡No quiero que te detengan por algo que no has hecho! Hemos entrado y salido por esa puerta todos los días, hemos comido juntos, hemos hablado, ¡casi hemos vivido juntos, Terje! Pero si tengo que dar la cara por esto… —Gesticuló con los brazos, puso los ojos en blanco y murmuró algo que él no pudo oír—. En serio —prosiguió—, estoy ocultándole información a la policía. No puedo dar la cara por ti a menos que sepa lo que pasó. Y lo que no pasó. ¿No lo entiendes? ¡No debes seguir mintiendo! A mí no.

Él pareció coger impulso. Respiró tres veces de modo rápido y profundo.

—Estuve aquí —susurró—. Estuve aquí sobre las doce. Vine a buscar los papeles del cajón. ¡Pero solo para ver lo que ella sabía en realidad! ¡Solo para estar al tanto de lo que ella sabía, Maren! Cuando la vi muerta en la silla, me quedé en estado de shock. —Se llevó las manos a la cabeza mientras se balanceaba—. ¡Tienes que creerme, Maren!

—Pero tu estado de shock no te impidió coger los papeles del cajón y llevártelos… —dijo Maren con fría calma.

Volvió a sentarse, sin parar de pasarse la mano derecha por el flequillo.

—No, pero ¿qué iba a hacer? ¡Si la policía los hubiese encontrado, me convertiría en el principal candidato a autor del delito!

En ese momento, Glenn irrumpió por la maciza puerta. Terje se estremeció y dio una patada a la mesa que tenía enfrente.

—Jo… lines —dijo con los dientes apretados y girándose bruscamente hacia el chico, que acababa de pedirle dinero para ir al cine—. ¿Cuántas veces te he dicho que debes llamar a la puerta antes de entrar a una habitación? ¿Eh? ¿Cuántas veces te lo he dicho?

Furioso, agarró con fuerza el brazo del muchacho de catorce años. Glenn gimió e intentó soltarse.

—Cálmate, tío —se quejó—. ¿Se te ha ido la olla o qué?

—¡Estoy hasta las narices de que hagas lo que te dé la real gana! —bufó Terje a la vez que lo lanzaba con un empujón brutal contra la pared—. ¡Déjate de estupideces!

—Solo son diez coronas de la paga semanal —murmuró el chico frotándose el brazo izquierdo—. ¡Solo quería dinero para ir al cine!

Maren presenció la escena paralizada por el asombro. Cuando por fin se recuperó, dirigió una mirada tensa a Terje, sacó a Glenn de la habitación y le dio un billete de cincuenta coronas.

—¿Está enfermo o qué?

—Le duele la espalda —dijo ella en tono calmado—. También está consternado. Por lo de Agnes. Todos lo estamos. ¿Qué película vas a ver?

El cliente.

—¿Es muy violenta?

—No. Creo que se trata de una peli policíaca normal.

—De acuerdo. Vuelve directamente aquí. Y pásalo bien, ¿vale?

El chico se alejó murmurando por el pasillo mientras continuaba frotándose el antebrazo dolorido. Maren regresó al salón y cerró la puerta de nuevo. Después de un instante de vacilación, agarró una llave vieja y negra que había colgada en un clavo junto al marco, la introdujo en el ojo de la cerradura y la giró. Se oyó un chirrido de metal contra metal. La llave apenas se había utilizado en todos aquellos años. Ella volvió a hundirse en la silla. Aunque estaba muy demacrada por los sucesos de los últimos días, algo se había encendido en sus cansados ojos. Un atisbo de optimismo, una determinación clara. Él, más que verlo, lo intuyó y concibió una suerte de esperanza.

—¿No vas a decirle nada a la policía?

Resultaba patético. No solo había mentido vilmente respecto a su presencia en el orfanato en aquel momento particularmente crítico, sino también respecto al hecho de que Agnes tenía conocimiento de su manejo irregular de las cuentas de operaciones; y, sobre todo, respecto al tema principal: que se había llevado los documentos del cajón del escritorio de la gerente. En ese momento parecía dispuesto a hincarse de rodillas y suplicar ayuda.

—¿Por qué mentiste, Terje? ¿No confiabas en mí?

Apartó su mirada del rostro de Maren y estuvo a punto de dirigirla hacia el suelo, pero rectificó y la centró en un punto fijo a unos veinte centímetros por encima de la cabeza de la mujer. Permaneció sentado de ese modo, con las manos en los reposabrazos y agarrándose bien a los extremos, como si estuviera en el dentista. No respondió.

—Necesito saber qué pasó exactamente. ¿Quería Agnes hablar contigo sobre la malversación aquel mismo día por la mañana? ¿Por eso organizó las evaluaciones? ¿Te enseñó los papeles?

—No —susurró él finamente—. No, ella no me enseñó los papeles. Tan solo me contó que había descubierto ciertas irregularidades y que estaba muy decepcionada. Agitó algunos papeles y entendí que me atañían a mí. Ella me pidió…

En ese momento dobló las piernas sobre la silla y apoyó las cuencas de los ojos contra las rodillas, como si fuera un niño o, mejor, un embrión descomunal. Al continuar hablando, su voz devino inarticulada y difícil de entender.

—Yo iba a explicarlo todo por escrito antes de que pasara nada. Lo iba a entregar al día siguiente. O sea, el día después de… su muerte.

De repente dejó caer otra vez las piernas al suelo. No lloraba, pero en su rostro se dibujaron unas muecas que Maren jamás había visto. Unos tics cortos por encima de la boca, como destellos rapidísimos. Los ojos parecían a punto incrustarse en el interior de su cráneo. Durante un instante ella tuvo auténtico miedo.

—¡Terje! ¡Terje, tranquilízate!

Maren se levantó y se sentó sobre la mesa que les separaba. Intentó cogerle la mano, pero él no quiso soltar el reposabrazos. En su lugar, posó la mano derecha sobre su muslo. Estaba inusualmente caliente. El calor atravesaba los pantalones y, al cabo de unos segundos, la mano se le humedeció.

—No voy a decir nada. Pero necesito saber lo que pasó. Debes entenderlo. Para no decir nada equivocado a la policía.

Los ojos se volvieron a colocar en su sitio. Su respiración se normalizó y ella observó que sus nudillos ya no estaban tan blancos.

—Solo fui para averiguar qué había descubierto ella. Qué sé yo… Ella tan solo podía haber descubierto una ínfima parte. Y ya estaba casi todo arreglado. Yo iba a… Ella fue muy lista al querer saber mi versión primero.

—¿Estás seguro de que ella estaba muerta cuando entraste?

—¿Seguro? —Volvió a mirarla a los ojos con escepticismo—. Tenía un enorme cuchillo clavado entre los omoplatos y no había indicio alguno de que respirara. A eso yo lo llamo estar muerto.

—Pero ¿lo comprobaste? ¿Le tomaste el pulso o pensaste en la posibilidad de reanimarla? ¿Su cuerpo estaba aún caliente?

—No la toqué. Por supuesto que no lo hice. Estaba en estado de shock. Lo único en lo que pude pensar cuando me repuse fue en conseguir los papeles y salir pitando de allí.

—¿El cajón estaba abierto?

—No, estaba cerrado. Pero la llave se encontraba donde siempre. Debajo de la maceta.

—¿Tú también lo sabías?

Ella pareció un poco sorprendida.

—Sí, lo descubrí hace varios años. En una ocasión entré de forma un tanto repentina. Un escondite ridículo. Casi el primer lugar donde cualquiera buscaría. ¿Tú lo sabías?

Maren no contestó. En lugar de eso se levantó y se acercó de nuevo a la ventana. La oscuridad se había posado ya sobre el jardín como una pegajosa manta, como harapos blancos y húmedos de patrones irregulares. Se subió la manga del jubón con un movimiento que demostraba que habitaba en el interior de aquella prenda. Constató que era la hora en que empezaba la programación infantil en la tele.

—La policía no te creería —dijo ella, observando su propio reflejo en la ventana—. También me cuesta a mí. Has mentido tanto…

—Mentía —le corrigió él con voz monótona—. Lo entiendo. No puedo exigir que me creas. Pero es verdad, Maren. Yo no la maté.

Ella le concedió quedarse con la última palabra. Pero, cuando salió para ir a hacer compañía a Kenneth y a los gemelos ante la pantalla de televisión, le lanzó una mirada que él no supo interpretar en absoluto.

«La policía de Oslo busca a Olav Håkonsen, de doce años, desaparecido de su casa el martes por la noche. El niño supuestamente llevaba puestos unos pantalones vaqueros, un abrigo azul marino y zapatillas deportivas».

—¡Caray! Creía que el telediario había dejado de dar ese tipo de noticias —exclamó Cecilie Vibe desde su relajada posición de todos los viernes en el sofá.

Una fotografía del chico, borrosa y sin apenas valor, acompañaba a la petición, transmitida por un pálido rostro femenino, alargado y neutral, de voz bastante agradable.

—Están haciendo una excepción —murmuró Hanne, pidiéndole que se callara con un movimiento del brazo.

«El niño mide aproximadamente un metro cincuenta y ocho y es de complexión fuerte. Si tienen cualquier información, pueden dirigirse a la jefatura de policía de Oslo o a la comisaría más cercana».

A continuación, la elegante mujer comenzó a hablar de un gato de dos cabezas que al parecer había nacido en California.

—Fuerte, lo que se dice fuerte… —comentó Hanne—. Según tengo entendido, el chaval es más bien gordinflón.

Cambió al canal T2, donde una morena estaba sonriendo a la cámara sin decir palabra. Volvió a cambiar a la previsión meteorológica de la NRK, la televisión estatal noruega.

—Masajéame un poco los pies —pidió, colocándolos sobre el regazo de Cecilie.

—¿Dónde se habrá metido ese niño? —preguntó Cecilie mientras frotaba distraídamente las plantas de Hanne.

—No lo sabemos, la verdad. La cosa ya empieza a tener mala pinta. Estábamos bastante seguros de que de alguna manera querría volver a casa con su madre, pero no lo ha conseguido. O no ha podido. ¡Quítame los calcetines!

Cecilie tiró de los calcetines blancos de tubo y continuó con los movimientos manuales.

—¿Creéis que le habrá ocurrido algo?

—Ocurrido, lo que se dice ocurrido… Si no fuera porque el niño se ha escapado, y por tanto seguramente se esté escondiendo, estaríamos acojonados. Un nuevo caso Therese, o casi. Pero se está escondiendo. Tiene doce años y puede seguir así por un tiempo. Presuponemos que se escapó voluntariamente. Es muy improbable que haya sido víctima de ningún crimen. Y si partimos de la base de que no fue él quien mató a esa mujer, entonces es muy posible que su desaparición no tenga nada que ver con el asesinato. Siempre estaba amenazando con escaparse, desde que llegó al orfanato. Pero sin duda este asunto nos preocupa, y mucho. Puede que viera u oyera algo, por ejemplo. Estamos muy interesados en eso. Pero… la desaparición de un niño de doce años no es nada bueno bajo ninguna circunstancia. ¡No pares!

Cecilie reanudó el masaje con la misma falta de inspiración.

—¿Cómo es en realidad un orfanato de esos? No sabía que siguiera habiendo centros así… ¿Y por qué han dicho que ha desaparecido de «su casa»?

—Imagino que no le querían estigmatizar demasiado… El orfanato casi parece un hogar normal, solo que mucho más grande. Muy agradable, en realidad. Los niños parecen encontrarse a gusto allí. Supongo que ya no existen muchas instituciones donde los niños pasen toda su infancia. Creo que las llaman centros de acogida de menores. Pero la mayoría de los niños son colocados en hogares de acogida.

Cecilie comenzó a poner más alma en el masaje y dejó que sus dedos se deslizaran ligeros por la pantorrilla, por debajo de los pantalones. Desde el televisor, una versión bastante irrespetuosa de Grieg avisaba de que empezaba el programa Alrededor de Noruega. Hanne volvió a emplear el mando a distancia, esta vez para bajar el volumen. Se incorporó en el sofá sin bajar las piernas y se inclinó hacia su novia. Se besaron, cálida y juguetonamente, durante mucho rato.

—¿Por qué no tenemos hijos? —susurró Cecilie junto a la boca de Hanne.

—Podemos intentar hacer uno ahora mismo —sonrió Hanne.

—No digas tonterías.

Cecilie se retiró apartando bruscamente la pierna de Hanne. Esta infló las mejillas y resopló frustrada de modo ostentoso.

—Ahora no, Cecilie. No discutamos eso ahora.

—Entonces ¿cuándo?

Se miraron. Había estallado una nueva batalla de una vieja guerra casi olvidada.

—Nunca. Pensaba que ya habíamos terminado con eso. Está decidido.

—Francamente, Hanne, hace años que lo decidimos. Y yo te lo dije muy claramente: era una decisión temporal. Tenemos casi treinta y seis años. Mi reloj biológico hace tictac cada vez con más fuerza.

—¿Qué? ¿Reloj biológico? ¡Ajá!

Hanne acarició el rostro de Cecilie. Era terso, suave, y solo al sonreír mostraba una finísima red de arrugas junto a cada ojo. No solo era guapa; se mantenía increíblemente bien. La gente que no las conocía mucho estaba convencida de que Hanne era varios años mayor que su novia. En realidad era dieciséis días menor. Su mano se deslizó hacia el pecho de Cecilie.

—Déjalo —dijo Cecilie, irritada, apartándole aquella mano no deseada—. Si vamos a tener hijos, debemos tomar la decisión en breve. Esta noche es un momento tan adecuado como cualquier otro.

—Pues no lo es, ¿vale?

Hanne cogió la botella de cerveza que había entre las dos y se llenó su vaso. El movimiento fue tan brusco que se formó mucha espuma y la cerveza se derramó por la mesa, amenazando con salirse por el borde y caer sobre la alfombra. Soltó unas cuantas maldiciones y, enfadada, fue a buscar un trapo. Cuando volvió, la cerveza ya había dibujado una mancha oscura en la alfombra amarilla. Tardó varios minutos en limpiarla. Cecilie no mostró intención alguna de ayudar. En vez de eso, siguió con inusitado interés la historia de un hombre que se había doctorado en latín con noventa y tres años y que, además, se dedicaba a la talla de madera.

—Esta noche no es tan apropiada como cualquier otra —bufó Hanne—. He tenido una semana agotadora, te he echado de menos, deseaba que pasáramos juntas una agradable noche en casa, deseaba estar contigo. Paso de discutir y, además, hace muchos años que decidimos no tener hijos.

Tiró el trapo mojado sobre la mesa con tanta fuerza que algunas gotas de cerveza salpicaron la madera.

—Tú lo decidiste por las dos… —dijo Cecilie en voz baja.

Hanne comprendió que había perdido la batalla. Tendría que volver a pasar por aquello, al igual que cada cierto tiempo, y por suerte de manera cada vez más espaciada, tenían que revisar las premisas básicas de cómo debían vivir la complicada vida que habían elegido cuando se conocieron una primavera de hacía unos cien años, cuando celebraron su graduación del instituto y descubrieron que la vida iba en serio. Hanne odiaba esas discusiones.

—Detestas hablar de las cuestiones más difíciles —dijo Cecilie leyéndole el pensamiento—. Si tuvieras idea de lo desesperante que es para mí… Tengo que armarme de valor durante semanas cada vez que debo sacar un tema que no resulta especialmente alegre.

—De acuerdo. Despáchate. Todo es culpa mía. Te he destrozado la vida. ¿Hemos acabado ya?

Hanne habló gesticulando con los brazos y luego los cruzó sobre el pecho. Miró fijamente al televisor, donde, en lo alto de un trampolín de esquí, una rubia con chaqueta de punto se disponía a contar la historia de una niña de once años que ya practicaba saltos.

—Hanne —comenzó a decir Cecilie. Se detuvo un breve momento—. Por supuesto que no vamos a tener hijos si tú no quieres. Tendríamos que estar de acuerdo en una cosa así. Al cien por cien. Respeto tu negativa. Pero ¿es tan raro que quiera hablar de ello?

Su voz ya no sonaba ni enfadada ni hostil. Pero no era suficiente. Hanne seguía inamovible y mantenía la mirada fija en la pequeña saltadora que planeaba sesenta metros sobre la zona de aterrizaje.

En ese momento, Cecilie agarró el mando a distancia. Se hizo el silencio y la pantalla se apagó concentrándose en un puntito blanco que fue disminuyendo hasta ser devorado por una total oscuridad.

—Estaba viendo ese programa —dijo Hanne con la mirada fija allí donde se había extinguido el puntito blanco—. De hecho, soy capaz de hacer dos cosas a la vez.

Entonces se estremeció. Cecilie estaba llorando. Cecilie casi nunca lloraba. Era Hanne la que lloraba a todas horas. Cecilie era la que lo arreglaba todo, la que era lógica y sabia, la que poseía conocimiento y coraje y la que afrontaba el mundo con una racionalidad infalible. Hanne se arrodilló en el suelo delante de Cecilie e intentó apartarle las manos de la cara. No había manera.

—Cecilie, cariño, lo siento mucho. No era mi intención ser tan brusca. Claro que podemos hablar de ello.

La delicada mujer reaccionó encogiéndose aún más y, cuando Hanne intentó acariciarle la espalda, tembló casi horrorizada. Hanne retiró la mano y se la miró como si escondiera algo terrible.

—Pero, Cecilie, por favor —susurró aterrada—. ¿Qué te pasa?

Cecilie continuaba llorando en el sofá, pero al menos intentó decir algo. Al principio no se le entendió nada, pero al cabo de un rato se calmó un poco. Finalmente apartó las manos de su rostro y miró a Hanne.

—Estoy terriblemente agotada, Hanne. Estoy tan cansada de… He pensado a menudo en… el Nuevo Testamento. Pedro renegando de Jesús y todo eso, en Semana Santa. ¿Sabes por qué hablan tanto sobre eso? Porque…

Soltó un terrible sollozo que parecía casi enfermizo. Resolló y su cara adquirió un color azulado. No obstante, Hanne no se atrevió a moverse.

—Es porque… —continuó Cecilie tras recuperar el aliento—. Porque es lo peor que se le puede hacer a alguien. Renegar del otro. Tú has renegado de mí durante casi diecisiete años, ¿eres consciente de ello?

Hanne entabló una tenaz batalla contra todos los mecanismos de defensa que ocupaban su mente. Apretó los dientes y se frotó la cara.

—Pero, Cecilie, ahora no estamos hablando de eso —dijo ella algo vacilante por temor a volver a provocar su llanto convulsivo.

—Sí, de alguna manera sí —insistió Cecilie—. Todo está relacionado. Tus compartimentos estancos por aquí y por allá, y esa terrible costumbre tuya de cerrarte a piñón fijo cada vez que saco a colación algún problema importante. Pim, pam, pum, y te conviertes en una fortaleza inconquistable. ¿No ves lo peligroso que es eso?

Hanne sentía cómo el miedo hincaba las uñas en su columna vertebral cada vez que veía que Cecilie tenía serias dudas sobre su relación. Rechinaba los dientes a fin de luchar contra sus propias reacciones, pero apenas las conseguía mantener a raya.

—Si vamos a seguir viviendo juntas tendrás que hacer un esfuerzo, Hanne.

Ni siquiera era una amenaza. Era la verdad. Las dos lo sabían. En realidad, Hanne lo sabía mejor que nadie.

—Me esforzaré, Cecilie —prometió ella rápidamente entre sollozos—. Voy a hacer un esfuerzo enorme. Te lo juro. No a partir de mañana ni de la próxima semana. A partir de este mismo momento. Tendremos montones de niños. Podemos invitar a toda la comisaría de policía. Pondré un anuncio en… ¡Vamos a inscribirnos como pareja de hecho!

Se levantó de un salto con un tremendo entusiasmo.

—¡Casémonos! Invitaré a toda mi familia y a todos los del trabajo y…

Cecilie la miró. Empezó a reír. Una extraña mezcla de risa y llanto mientras sacudía la cabeza con desesperación.

—No pido eso. Eso es una tontería, Hanne. Yo no necesito tenerlo todo de una vez. Tan solo necesito tener la sensación de que avanzamos. Fue fantástico que finalmente dejaras que Billy T. entrara en nuestras vidas. ¿Te parece que fue algo tan terrible? —Sin esperar la respuesta, agarró un cojín del sofá y lo abrazó con fuerza mientras continuaba diciendo—: Con Billy T. ya tenemos para una temporada. Pero solo una temporada. Pronto tendré que conocer a tu familia. Al menos a tus hermanos. Y en lo que atañe al tema de los niños… Siéntate, por favor.

Volvió a colocar el cojín en su sitio y dio unas suaves palmadas en el asiento de al lado.

Hanne permanecía como una estatua pálida con pose aterrada. Fue a sentarse en el otro extremo del sofá. Sus muslos subían y bajaban con ritmo nervioso. Se apretó las manos con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

—Tranquila, tesoro.

Cecilie casi había recobrado el control de sí misma y de la situación. Atrajo a su novia hacia sí y sintió que Hanne temblaba. Permanecieron sentadas en silencio durante un largo, largo rato, hasta que las dos pudieron respirar de un modo más o menos relajado.

—¿Te parece raro que quiera saber por qué no deseas tener hijos? —susurró Cecilie al oído de Hanne.

—No. Pero me resulta muy difícil hablar de ello. Sé que tú deseas tener hijos. Y cuando me niego a ello, es como si te robara algo. Al igual que te robo algo todo el tiempo por el hecho de ser tu novia. Me siento tan pequeña. Tan… cruel.

Cecilie sonrió, pero no dijo nada.

—Es solo que… —comenzó a decir Hanne enderezándose—. Siento que no sería justo para el niño.

Cecilie protestó.

—¿Justo para el niño? ¡Mira todo lo que nosotras dos podemos ofrecer a un niño! En cualquier caso, es más de lo que tienen la mayoría de los niños en Noruega: una familia estable, una economía ordenada, unos abuelos…

Las dos sonrieron un breve instante.

—Sí, sí —dijo Hanne—. Podríamos ofrecerle mucho. Pero entonces pienso en que, como yo no termino de aceptarme a mí misma, sería jodidamente injusto complicarle la vida a un niño. Imagínate toda la mierda que podría caerle encima. En la escuela. En la calle. Todas las preguntas que le harían. Además, creo firmemente que todos los niños deben tener un padre.

—¡Pero sí podría tener un padre! ¡Hace años que Claus se ofrece voluntario!

—En serio, Cecilie… Entonces ¿el niño tendría dos madres aquí y dos padres en casa de Claus y Petter? ¡Qué divertidas serían las fiestas navideñas de su colegio!

Cecilie dejó de protestar. No porque estuviera de acuerdo. Estaba totalmente en desacuerdo. Claus y Petter eran hombres guapos, educados, bondadosos, cultos y estables. Ella y Hanne habían discutido mucho, se habían amado en la adversidad y en la fortuna durante casi diecisiete años. Y probablemente seguirían haciéndolo hasta el día de su muerte. Había suficiente sitio para un niño en sus vidas. Cecilie tenía mucho que decir al respecto. Pero lo dejó estar. No entendía bien por qué.

—Realmente creo que los niños deben nacer en una familia con una madre y un padre que se aman —continuó Hanne en voz baja, arrimándose más a Cecilie—. Bueno… aunque no siempre es así. En fin, hay un montón de niños que nacen por accidente, por descuido, fuera del matrimonio, fuera del amor. Y a muchos de ellos les va bien. Todos son igual de valiosos. —Respiraba con dificultad. Se incorporó un poco y bebió un sorbo de cerveza. Después permaneció sentada haciendo girar el vaso por su eje y sacudiendo ligeramente la cabeza—. Todo eso ya lo sé. ¡Pero, si de mí dependiera, creo que no debería ser así! Quiero lo mejor para mi hijo, ¡y eso no se lo puedo dar! ¿Lo entiendes, mi amor?

Cecilie no lo entendía. Pero comprendía que Hanne había abierto por una vez su interior, o al menos lo había dejado entornado. De por sí, ya era un hito importante. Y ella, de momento, no necesitaba más. Sonrió y acarició la espalda de Hanne.

—No, no lo entiendo. Pero me alegro de que me lo cuentes.

El silencio tan solo era roto por el sonido del vaso que giraba y giraba.

—Adoptar sería otra cosa —dijo Hanne de repente, levantándose con la misma brusquedad—. Hay muchos niños esperando ahí fuera. Todos los que nadie quiere. Una pareja estable de lesbianas de Oslo sería una alternativa mil veces mejor que, por ejemplo, las calles de Brasil.

—¿Adoptar? —murmuró Cecilie sin fuerzas—. Ya sabes que eso no está permitido.

Se miraron a los ojos.

—No —dijo Hanne—. No está permitido. Debería estarlo. Y lo estará.

—Para entonces seremos ya demasiado mayores.

Ninguna de ellas interrumpió el contacto visual.

—No quiero que tengamos un hijo nuestro, Cecilie. Y nunca voy a querer. Nunca.

No había más que decir.

Hanne se sentía exhausta. Y tenía una jaqueca espantosa. Un alivio inexplicable se apoderó de ella, aunque no sirvió para aplacar del todo el dolor entreverado de culpa que siempre estaba ahí, que siempre la incordiaba. Algunas veces de manera intensa, otras solo como un débil gruñido.

Cecilie también se levantó. Permaneció frente a Hanne unos segundos antes de acariciar lentamente su rostro con la mano.

—¿Comemos o qué?

Hanne encendió la tele para regresar a la tarde de viernes. En la NRK, Petter Nome seguía hablando como si no hubiera pasado nada.

El empapelado de una de las paredes había desaparecido, a excepción de un par de trozos alargados con forma de montañas que no había logrado arrancar. Había virutas de papel, grandes y pequeñas, esparcidas por el suelo, casi como en la clase de trabajos manuales. Quería acabar totalmente con una pared antes de empezar con otra. Resultaba bastante divertido. En algunas ocasiones había conseguido arrancar grandes láminas de casi un metro.

A pesar de que todavía quedaban conservas, empezó a considerar con pesimismo si debería seguir allí. No podía recordar bien qué día era, pero tenía la certeza de que la gente que vivía en la casa no iba a estar fuera para siempre. Tenía que pensar en otra cosa. Además, empezaba a oler mal. Se había quitado uno de los puntos de la lengua, pero sangró tanto que había dejado los otros dos en su sitio.

El teléfono seguía resultando tentador. Se le formó una dolorosa bola de nostalgia en el estómago. ¿Se habría rendido ya la policía? Al momento, trató de alejar de sí ese pensamiento.

Pero no se dejó ahuyentar tan fácilmente. En casa tenía una cama. Una cama bonita y azul de la marca Stompa. Podría comer de verdad. Chuletas de cerdo. Quería ir con su madre. Realmente quería volver a casa.

Levantó cuidadosamente el auricular del teléfono, pero colgó en cuanto oyó la señal. Después comenzó con la otra pared. Esta costaba más, ya que alguien había pintado sobre el papel para que se fijara mejor. Las láminas arrancadas eran más pequeñas; algunas tan pequeñas como mechones de pelo. Cuando iba por la mitad, desistió. Volvió a salir al pasillo. Fuera estaba oscuro, y el corredor apenas estaba iluminado por la luz de un pequeño lavabo sin ventanas. Había dejado encendida aquella luz todo el tiempo.

Por fin se decidió. Marcó un número que conocía muy bien y lo dejó sonar. Tardaban mucho en contestar. Estuvo a punto de desistir. Se preguntaba dónde podría estar su madre. Ya era de noche. Ella siempre estaba en casa. Entonces respondieron.

—¿Diga?

Él no dijo nada.

—¿Diga?

—Mamá.

—¿Dónde… dónde estás?

—No lo sé. Quiero ir a casa.

Entonces comenzó a llorar. Aquello le chocó más que a su madre. Sollozó un poco y sintió el sabor de sus propias lágrimas como un débil recuerdo de su propia infancia. La nostalgia le hizo caer al suelo y repitió:

—Quiero ir a casa, mamá.

—Olav, escúchame. Tienes que averiguar dónde estás.

—¿La policía está en tu casa?

—No. ¿Estás en Oslo?

—Me enviarán de vuelta a ese puto orfanato. O a la cárcel.

—Los niños no van a la cárcel, Olav. Tienes que contarme cómo es el sitio donde estás.

Él intentó explicárselo. Cómo era la cocina. Cómo era la casa. Describió las mil luces que se veían a través de la oscura superficie acristalada del salón y las tonalidades rosáceas que cubrían como una espesa nube la ciudad al fondo.

Está en Oslo. Gracias a Dios, está en Oslo, pensó ella.

—Tienes que salir sigilosamente para ver si puedes encontrar algún indicador de carretera, Olav. Necesito saber dónde estás con mayor exactitud.

Cuando ella comenzó a escuchar interferencias en el teléfono, se apresuró a advertirle:

—¡No cuelgues! Deja el auricular al lado del teléfono hasta que vuelvas. Hazlo ahora. Sal. Suele haber indicadores en los cruces de caminos. Busca un cruce. El más cercano.

El chico hizo lo que ella le había dicho. En tan solo seis o siete minutos volvió y le pudo dar el nombre de un par de caminos.

—Ahora quédate un rato donde estás. Media hora. ¿Llevas reloj?

—Sí.

—Cuando haya pasado justo media hora, bajas al cruce y me esperas allí. No te impacientes. Yo iré, pero puede que tarde un poco en encontrar el lugar.

—Quiero ir a casa, mamá.

Y se echó a llorar de nuevo.

—Voy a buscarte, Olav. Voy a buscarte ahora mismo.

Entonces oyó un clic al otro lado de la línea.

La mujer tenía que conseguir un coche. La única posibilidad era coger el de su madre. Se le cayó el alma a los pies, y durante un momento sopesó la posibilidad de ir en taxi. Pero era demasiado arriesgado. Ahora que habían dado al niño por desaparecido en la tele y todo eso, era demasiado arriesgado meter por medio a terceras personas. Tendría que usar el coche de su madre.

De hecho, resultó más fácil de lo esperado. La mujer pretextó que tenía una cita con la policía. Su madre estaba demasiado ebria como para reflexionar sobre lo inverosímil de que la policía quisiera hablar con ella un viernes por la noche. Tres cuartos de hora después de la llamada del chico, ella se hallaba en un cruce de Grefsen. La arquitectura de la zona se caracterizaba por una serie de chalets que databan de justo después de la guerra, con alguna que otra casa de los años setenta levantada en los terrenos colindantes. Todas las viviendas estaban rodeadas por pequeñas vallas. El cruce estaba iluminado, pero el niño había tenido la sensatez de alejarse un poco, escondido tras unos arbustos de lilas oscurecidos por el invierno que sobresalían entre los jardines. Se había apretujado contra una valla, encogiéndose todo lo posible. Sin embargo, ella lo descubrió enseguida. Aunque también era cierto que lo estaba buscando.

Obviamente, el niño reconoció el coche de la abuela materna al instante, porque salió de entre los arbustos arrastrando los pies antes de que ella tuviera tiempo de detenerse. Pasó corriendo torpemente por la parte delantera del coche y abrió la puerta del pasajero. Se desplomó jadeante en el asiento sin quitarse la mochila, metió las piernas y cerró la puerta con mucha fuerza.

No se dijeron nada. Él ya no lloraba. Una hora más tarde estaba en la ducha. Comió algo y luego se quedó dormido como un tronco. Apenas intercambiaron palabra.

Dios mío, ¿qué voy a hacer? Es cierto que lo he metido en el piso sin que nadie le viera. Por si acaso, entramos por la puerta trasera del sótano, y en la escalera no nos encontramos con nadie. Pero ¿ahora qué?

La policía llama a diario. Aunque eso no es problema alguno. Han dicho que van a interrogarme una vez más. Probablemente la próxima semana. No importa. Aquí no vendrán. Pero no lo puedo tener escondido eternamente.

Él está asustado. Odia el orfanato. Eso me permite tenerlo controlado, al menos durante un tiempo.

Como aquella vez que arrasó la caseta del parque infantil. Fue cuando vivíamos en Skedsmokorset. ¿O fue en Skårer? No, tuvo que haber sido en Skedsmo, porque él tenía seis años. Algunos trabajadores habían dejado sin vigilancia una apisonadora con el motor en marcha. De alguna manera, logró subirse a aquel monstruo y comenzó a avanzar. Yo misma lo vi desde la ventana. Él acababa de regresar de la escuela y quería estar en la calle. Me quedé paralizada mirando cómo la apisonadora se acercaba a solo diez o doce metros de la pequeña caseta azul. Él no tenía posibilidad de desviarse. Me lo contaron después. Me dijeron que el volante era demasiado pesado para un niño tan pequeño. Creo que lo hizo adrede. La apisonadora se encontraba en una leve pendiente cuesta abajo e iba a una velocidad considerable cuando impactó contra la pared. Oí el ruido de la enorme máquina empujando durante unos segundos la pequeña caseta antes de que esta cediera. En ese momento, los trabajadores se percataron de lo que estaba sucediendo. Acudieron corriendo, pero no pudieron impedir que toda la construcción se derrumbara con un estruendo ensordecedor. Gracias a Dios que ocurrió a esa hora. El parque infantil llevaba cerrado desde hacía unas horas. Si hubiera habido gente en la caseta, solo Dios sabe lo que habría pasado.

Los trabajadores se portaron bien. Dijeron que había sido culpa suya. No deberían haber dejado que un niño pudiera subirse a la apisonadora. Pero toda la gente de la calle sabía que había sido culpa del niño. Tuvimos que mudarnos de nuevo.

Sin embargo, por alguna razón, la experiencia le asustó. Durante varios días fue tan dócil que casi me daba miedo. Tal vez en esta ocasión ocurra lo mismo. Parece estar muy asustado.

Pero ¿qué voy a hacer cuando ya no lo esté?