—Míralos. ¡Míralos!
Billy T. entró corriendo en el austero despacho de la subinspectora sin llamar a la puerta. Hizo un gesto señalando a la calle Åkebergveien, donde dos hombres con gabardina estaban a la gresca. El morro de un Volvo se había incrustado descaradamente en la parte trasera de un Toyota Corolla último modelo.
—Se ha oído ¡pum!, y acto seguido el de delante se ha bajado y sacado al otro tipo del coche antes de que pudiera decir ni mu. Te apuesto cien coronas a que el del Volvo sale ganando.
—¿Quién es el propietario del Volvo? —preguntó Hanne con bastante falta de interés, aunque al menos se había levantado para dirigirse hasta la ventana donde Billy T. se hallaba de un humor excelente.
—El de la gabardina más clara. El alto.
—Yo no me apuesto nada —dijo Hanne en el momento en que el susodicho le daba un derechazo perfecto al propietario del Toyota.
Este se tambaleó, perdió el equilibrio y se desplomó contra el suelo.
—Pura defensa propia —exclamó Billy T.—. ¡Ha empezado el del Toyota!
En el momento en que el agredido intentaba ponerse de pie, se acercaron corriendo dos policías. No llevaban ni gorra ni chaqueta de uniforme, y seguramente también habían observado la escena desde alguna ventana.
—Es tan típico de Torvald —dijo Billy T., irritado—. Siempre lo estropea todo.
Permaneció de pie un minuto más para ver cómo seguía la cosa, pero lógicamente los dos púgiles desistieron ante la mera vista de un par de agentes. Estaba claro que intentaban disimular el incidente y resultó asombrosa la velocidad con que se dispusieron a rellenar el parte del accidente.
—La vida nos ofrece grandes y pequeños placeres —dijo Billy T. sentándose frente a su jefa—. Y, en el caso del orfanato, parece que no tiene previsto darnos muchas alegrías.
—¿Ah, no?
—Huellas técnicas: un millón. Útiles: ninguna.
Una descomunal mano se posó sobre el paquete de cigarrillos que había en la mesa de Hanne Wilhelmsen.
—Ya te he dicho que debes dejar esto —se interrumpió a sí mismo—. Te va a matar, cielo.
—Oye, eso ya me lo dicen bastante en casa. Paso de escuchar el mismo rollo aquí —replicó ella en un tono inesperadamente enojado.
Billy T. no se dejó amilanar.
—Cecilie es de armas tomar, ya sabes. Ella sabe lo que le conviene a su novia. Es médico y todo eso.
Hanne Wilhelmsen adoptó una expresión severa. Se levantó de inmediato y cerró la puerta que daba al pasillo. Billy T. aprovechó la ocasión para estrujar el paquete que contenía al menos diez cigarrillos. A continuación lo tiró a la basura.
—Ya está. Un paquete menos de clavos de ataúd —declaró satisfecho.
Ella se puso más furiosa de lo que él habría esperado.
—Escúchame, Billy T. Eres mi amigo. Y soportamos bastantes cosas de los amigos. Pero te exijo una cosa: respeto. Tanto en relación con el hecho de que yo no quiera hablar de mi vida privada cuando otras personas nos pueden oír, como por las cosas que me pertenecen. Ponte pesado si quieres con el tema del tabaco. Ya sé que lo haces con la mejor intención. ¡Pero deja mis cosas tranquilas, joder!
Ella se inclinó llena de rabia sobre la papelera y recogió el paquete destrozado entre papeles y restos de manzanas. Un par de cigarrillos habían sobrevivido, aunque estaban retorcidos. Se encendió uno y le dio un par de caladas profundas.
—Ya está. ¿Por dónde íbamos?
Billy T. bajó los brazos que había mantenido extendidos durante el arrebato.
—Lo siento, lo siento, Hanne. De verdad que no era mi intención…
—De acuerdo —interrumpió ella con una breve sonrisa—. Hallazgos técnicos.
—Un montón —murmuró Billy T., todavía avergonzado y sorprendido por el furibundo ataque—. Huellas dactilares por todas partes, excepto donde las queríamos: en el cuchillo. Está químicamente libre de cualquier huella de quien lo haya usado. Es un cuchillo común. Por desgracia, comprado en IKEA: el único lugar del mundo donde es imposible averiguar quién ha adquirido cualquier cosa. Ahí se venden unos cuantos millones de cuchillos. En cuanto a las huellas… —se incorporó un poco en la silla—, están empañadas y su valor es mínimo. Tú misma has visto cómo estaba el lugar. Sin embargo, los técnicos siguen trabajando y haciendo comprobaciones. Las probabilidades nos indican que todas proceden de los niños y de los adultos del orfanato. En otras palabras…
Hanne le interrumpió de nuevo:
—En otras palabras, ¡nos encontramos ante el clásico y más divertido trabajo policial!
Ella se inclinó hacia delante sonriendo. Billy T. hizo lo mismo. Con los rostros separados a una distancia de tan solo veinte centímetros, ambos dijeron al unísono:
—¡¡¡Investigación táctica!!!
Se rieron y Hanne agitó ante él un pequeño montón de folios escritos a máquina.
—Esta es la lista de todos los niños y adultos del orfanato. La ha elaborado Maren Kalsvik.
—Démosle el valor que realmente tiene, puesto que ella también es sospechosa en gran medida.
—Todos lo son —dijo Hanne de modo escueto—. Pero mira aquí.
La lista contenía el currículum de todos los empleados. El más joven era Christian, que estaba a punto de cumplir veinte años. La mayor era Synnøve Danielsen, que llevaba allí desde la inauguración del orfanato en 1967. Al igual que Christian, no poseía ninguna formación, pero, a diferencia de él, tenía mucha experiencia. Además de ellos, el resto de los empleados eran: tres trabajadores sociales, dos diáconos, tres pedagogos especializados en protección de menores, un maestro de párvulos y un mecánico de coches. El último de la lista, Terje Welby, era licenciado en historia, pedagogía y literatura comparada.
El orfanato Vårsol estaba gestionado por el Ejército de Salvación, pero la mayor parte del presupuesto era sufragado por la administración pública. Había en total once puestos y uno a media jornada, que habían sido ocupados por catorce empleados.
—Ahora trece… —dijo Billy T. de modo lacónico—. ¿Quién ejerce de gerente?
—Según tengo entendido, Terje Welby es, nominalmente, el director pedagógico. Pero se lesionó la espalda durante el simulacro de incendio y está de baja. Imagino que Maren es quien lo dirige todo en este momento.
—Hummm… ¡Qué casualidad!
—¿El qué?
—Que esté de baja.
—Tenemos que investigarlo.
—Eso será bastante sencillo. Será más complicado encontrar posibles móviles entre toda esta pandilla.
—Móviles siempre hay. El problema es encontrar a alguien cuyo móvil sea lo suficientemente fuerte. Además, puede haber sido alguien de fuera; puede haber sido uno de los críos. No parece probable, pero no podemos descartar nada. ¿Han sido interrogados todos los niños?
—Apenas. Aunque a mí me parece altamente improbable. El guardia nocturno acababa de hacer su ronda justo antes de encontrar el cadáver, y debe de tener experiencia suficiente para saber si los niños duermen de verdad o solo lo fingen. Él jura que todos estaban durmiendo como troncos. Si alguien hubiera asesinado a su maestra y luego se hubiera sumido en un sueño profundo, sería un auténtico diablillo. —Se frotó la cara—. No. Por supuesto, la única posibilidad es el niño que ha desaparecido. Parece ser un hueso duro de roer. Es muy nuevo; llegó allí hace solo tres semanas. Raro y difícil de cojones.
Hanne Wilhelmsen hojeaba los folios.
—¿Un chaval de doce años? ¡Doce años! ¡A duras penas podría apuñalar con tanta fuerza para hacer que un cuchillo atravesara la carne y llegara directamente al corazón de una mujer robusta!
Apagó con vehemencia el cigarrillo en un hortera cenicero de cristal marrón.
—Se supone que es enorme, ya sabes… —insistió Billy T.—. De un tamaño anormal.
—En todo caso, sería un mal comienzo centrarnos en un crío de doce años. Vamos a dejar esa vía abierta de momento. —Luego añadió—: Aunque será importante encontrarle, por supuesto. Por muchas razones. Puede haber presenciado algo. Por ahora, debemos escarbar en las vidas privadas de estas personas en la medida de lo posible. Busca todo lo que haya: movimientos de dinero, amantes, inclinaciones sexuales…
Un leve rubor se extendió por debajo de sus ojos de color azul oscuro y, para desviar la atención, encendió el último cigarrillo aprovechable.
—… disputas familiares. Todo. Además, debemos investigar la vida y milagros de la víctima. ¡Manos a la obra!
—Entonces me daré una vuelta por el orfanato para ver si puede haber otras rutas alternativas de entrada y salida para nuestro asesino —dijo Billy T. levantándose.
Eran las dos y media. Hanne Wilhelmsen reflexionó unos instantes y calculó que no tenía que llegar a casa hasta las cinco.
—Te acompaño —declaró, apresurándose tras él por el linóleo azul del pasillo de camino a los ascensores.
—No te va ni de coña eso de ser subinspectora, Hanne —dijo él riéndose a carcajadas—. Hay demasiada curiosidad en ese coco tuyo.
—¡Cállate! —dijo ella con fingida hosquedad.
Cuando las pesadas puertas de metal que protegían la entrada a la jefatura de policía de Oslo se cerraron bruscamente detrás de ellos, Hanne le agarró la mano durante un instante. Él se detuvo.
—Tienes que saber una cosa. Alégrate de que puedas cabrearme tanto.
Y siguió caminando. Él no tenía ni idea de a qué se refería, pero la creyó gustosamente.
Los niños habían regresado. Dos chiquillos de unos ocho años les abrieron y miraron consternados al hombre alto con bigote.
—Hola, chicos, me llamo Billy T. Soy policía. ¿Hay algún adulto por aquí?
Los dos críos parecieron tranquilizarse un poco y se alejaron entre susurros. Billy T. y Hanne Wilhelmsen entraron. La última vez que estuvieron allí les llamó la atención el silencio que había. Ahora era como si todos los niños se esforzaran por recuperar el tiempo perdido.
Un chico un tanto mayor estaba sentado en el suelo arreglando una bicicleta. A su lado había un chavalín que irradiaba felicidad cada vez que le dejaba sostener una herramienta. El grande hablaba con el pequeño en voz baja y amable, y sus palabras resultaban casi inaudibles a causa de los gritos de un chico de catorce años que corría triunfalmente con un sujetador en la mano mientras le perseguía una niña furiosa.
—¡Anita cree que tiene tetas!
—¡Tíramelo, Glenn! ¡Por aquí!
Los dos chavales de ocho años saltaban a su alrededor. Uno de ellos se subió a una enorme mesa de oficina, agitando los brazos y gritando:
—¡Glenn, Glenn! ¡Por aquí!
—¡Anita cree que tiene tetas! —continuó Glenn.
Era tan alto que, aunque se había detenido, la muchacha, dos años mayor que él, no alcanzaba a coger la bochornosa prenda que tan desesperadamente quería recuperar y que él agitaba en el aire puesto de puntillas.
—¡Jeanette, ayúdame! —gimoteó Anita.
—Anda, déjalo ya, Glenn —fue la única ayuda que le prestó una niña rechoncha que dibujaba sobre la mesa con total indiferencia—. ¡Roy-Morgan! ¡No pises mi dibujo!
Ella le dio un puñetazo y el chiquillo se puso a aullar de dolor y a lloriquear.
—¡Por Dios, niños! ¡Glenn, déjalo ya! Dale a Anita su sujetador. ¡Inmediatamente! ¡Y tú, baja de ahí!
El niño de ocho años seguía subido a la mesa sosteniéndose sobre una pierna y frotándose la otra pantorrilla. Saltó al suelo antes de que a Maren Kalsvik le diera tiempo a decir nada más.
Entonces la mujer se percató de los dos extraños que había junto a la puerta.
—¡Ay, perdonen! —dijo, aturdida—. ¡No sabía que hubiera alguien aquí!
—¿Que hubiera alguien aquí? —Billy T. sonrió tan abiertamente que sus dientes relucieron a través del espeso bigote—. ¡Pero si tiene la casa llena, mujer!
Los otros dos chavales seguían sentados en el suelo, arreglando la bicicleta.
—Ya te lo he dicho antes, Raymond —dijo Maren haciendo un gesto de abatimiento con la mano—. Tienes que hacer eso en el sótano. ¡Esto no es un taller!
—Es que allí hace mucho frío —protestó él.
Ella se rindió y el chico la miró con asombro.
—¿Está bien o qué? —preguntó, sorprendido.
La mujer se encogió de hombros y se dirigió de nuevo hacia los dos policías. El último día y medio la había dejado extenuada.
Llevaba el cabello recogido con una sencilla goma, sin trenzar. Varios rizos le tapaban la cara y, junto con los hombros caídos y la ropa holgada que llevaba, ofrecía un aspecto casi desaliñado. Sus ojos seguían enrojecidos.
—¿No han recibido las listas?
—Ah, sí —respondió Hanne Wilhelmsen—. Muchas gracias. Son de gran ayuda.
Hizo un breve gesto con la cabeza en dirección a los niños, indicando a Maren Kalsvik que preferirían hablar en un lugar más tranquilo.
—Podemos entrar aquí —dijo, abriendo la puerta de un cuarto luminoso y agradable con cuatro sillas Sacco, un sofá y dos sillones enfrente de un televisor de veintiocho pulgadas situado en el rincón de la izquierda.
Las dos mujeres se sentaron en los sillones mientras Billy T. se dejaba caer en una Sacco. Prácticamente se quedó tumbado en el suelo, pero Maren Kalsvik no se dio por enterada.
—El hombre que estaba de guardia esa noche, ¿está aquí ahora?
Era Hanne Wilhelmsen quien hacía la pregunta.
—No, está de baja.
—¿Él también? ¿Hay una epidemia aquí o qué? —refunfuñó Billy T. desde el suelo.
—Terje se lesionó la espalda durante el simulacro de incendio. Una hernia discal o algo así. Parecía estar bien cuando acabamos, pero, según dice, empezó a sentir dolores por la noche. Por lo que respecta a Eirik, sigue en estado de shock. No tuvo que ser muy agradable encontrarla así. Estaba totalmente fuera de sí cuando me llamó. Al principio pensé que me estaba tomando el pelo y estuve a punto de colgar, pero entonces me di cuenta de que iba en serio. Estaba completamente histérico.
—¿Sabe dónde estaba sentado?
—¿Sentado?
—Sí, ¿no se pasó la mayor parte de la noche sentado en este cuarto?
—Ah, ya, entiendo. —Estaba claro que tanto pasarse la mano por el flequillo se había convertido en una mala costumbre—. Pues no, ¿cómo lo voy a saber? Pero todos los adultos suelen sentarse en uno de los sillones. —Miró a Billy T. y parpadeó—. Probablemente estuviera sentado en este sillón, ya que está más cerca del televisor. No suele poner muy alto el volumen.
Billy T. se levantó del suelo con dificultad. Luego se dirigió hacia la puerta y la entreabrió.
—¿Mantienen la puerta abierta cuando están aquí dentro?
—No hay ninguna regla al respecto. Pero yo al menos lo hago. Por si algunos niños llaman. O bajan. Kenneth a veces se levanta sonámbulo.
—¡Pero desde esa posición no se ve el salón!
Maren Kalsvik se giró para poder mirar al policía.
—Tampoco es necesario. Lo importante es que oigamos a los niños. Ellos saben que por las noches estamos aquí normalmente. De hecho, algunos de nosotros nos quedamos a dormir aquí abajo, aunque hay una cama en la primera planta. Por cierto, la puerta principal debe estar siempre cerrada.
—¿Alguna vez no lo está?
—Lógicamente puede ocurrir…
En ese momento, el pequeño ayudante de mecánico se presentó en la puerta llorando, vaciló un instante antes de entrar a toda prisa pasando por delante de Billy T. y se arrojó en brazos de Maren.
—Glenn dice que yo maté a Agnes —manifestó entre sollozos.
—Pero, Kenneth… —le dijo ella al oído—. Qué tontería. Nadie cree que tú mataras a Agnes. Si tú la querías mucho. Y eres tan buen chico…
—Pero él dice que yo la maté. Y también dice que la policía ha venido a buscarme.
Lloraba a moco tendido y respiraba con dificultad mientras se aferraba a la mujer. Con cuidado, ella apartó los bracitos que rodeaban su cuello a fin de poder establecer contacto visual con el niño.
—Kenneth, cariño. Solo se está metiendo contigo. Ya sabes que a Glenn le encanta meterse con los demás. No le tomes en serio. Pregúntale a ese señor si ha venido a por ti. Él es policía.
El niño parecía cada vez más pequeño. Conservaba un aspecto prematuro, con unos ojos grandes y un poco saltones, y un rostro alargado y casi enfermizo que culminaba en una barbilla afilada. Miró aterrado a Billy T. mientras agarraba la mano de Maren Kalsvik con desesperación.
El policía se puso en cuclillas delante del crío y sonrió.
—Kenneth, ¿así es como te llamas?
El niño asintió imperceptiblemente con la cabeza.
—Me llamo Billy T. A veces me llaman Billy Café.
Algo resplandeció en los llorosos ojos del chiquillo.
—¡Vaya, también tienes sentido del humor! —dijo sonriendo y removiéndole el pelo suavemente—. Te voy a contar una cosa, Kenneth. No pensamos que ninguno de los niños haya podido hacer algo así. Y estamos segurísimos al cien por cien de que tú no has hecho nada malo. Mira… —Tendió su mano y agarró la manita del niño, que ya había soltado la de Maren—. Te prometo una cosa con un apretón de manos: ningún policía va a venir a buscarte. Porque sabemos que tú no has hecho nada malo. Puedo verlo en ti. Eres un chaval estupendo y honesto. Y yo estoy muy entrenado para ver esas cosas.
Kenneth sonrió, aunque no muy convencido.
—¿Completamente seguro?
—Completamente seguro.
Billy T. se trazó una cruz sobre el pecho.
—¿Se lo puedes decir a Glenn? —susurró el chico.
—Claro que sí.
Se levantó y descubrió que Raymond, el reparador de bicicletas, se encontraba apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados. Durante un breve instante se miraron a los ojos. Luego el chico comenzó a hablar con voz calmada, casi monótona:
—Desde luego que no ha sido Kenneth. Y tampoco he sido yo. Pero, aun así, yo no estaría tan seguro de que no pueda haber sido alguno de los que vivimos aquí. Ese tal Olav es un tipo siniestro. Es casi tan fuerte como un adulto. Y es el niño más violento que he visto en mi vida. Además, él me dijo que iba a matar a Agnes.
Se hizo un silencio absoluto. Los demás niños se habían reunido detrás del chico apoyado en la puerta para enterarse de lo que decía. Hanne Wilhelmsen sintió la urgente necesidad de hacerle callar y llevárselo a otro lugar donde no pudieran oírle, pero Billy T. captó su intención e hizo un gesto para impedírselo.
—Lo dijo muchas veces —prosiguió Raymond—. Por ejemplo, cuando nos íbamos a acostar. Yo pasaba de contestarle, los nuevos siempre están muy cabreados con todo y con todos.
Entonces sonrió por primera vez. A pesar de su pelo ralo y el rostro lleno de cicatrices, era bastante guapo. Tenía los dientes parejos y blancos y unos ojos oscuros.
—Yo también era así al principio. Pero lo de Olav era mucho peor. Parecía ir completamente en serio. Incluso dijo cómo lo iba a hacer. Utilizaría un cuchillo, dijo. Lo recuerdo bien porque me pareció raro que no usara una escopeta o una metralleta, como solía decir yo. Está claro que es mucho más fácil pillar un cuchillo. Hay montones en la cocina. Si yo fuera madero, no descartaría a ese chaval. Además, se ha largado.
Estaba claro que había terminado de hablar. Bostezó e hizo amago de darse la vuelta para regresar al salón. Billy T. le detuvo.
—Pero el cuchillo empleado para matar a Agnes no era de aquí —dijo con calma—. Los cuchillos de aquí no son de IKEA.
El chico se encogió de hombros con aparente desinterés antes de salir por la puerta.
—Lo que tú digas —murmuró casi inaudiblemente—. Pero me apuesto cien coronas a que fue Olav.
Olav ya estaba bastante harto de comer conservas. Además, le dolía el pulgar hinchado. En esa casa no había un abrelatas normal. Por lo menos, no uno como los que tenía mamá. El que por fin había encontrado era mucho más pequeño, y le dolía la mano de utilizarlo. La mayoría de las veces había comido las conservas frías. Pero ya estaba cansado de hacerlo. Tiró de la tapa medio abierta de una lata de albóndigas laponas y se cortó.
—¡Joder!
Se metió el dedo en la boca y chupó la sangre. Gimió cuando el pulgar le rozó la herida de la lengua. Cayó un poco de sangre en la salsa, formando una bonita mancha roja sobre el color marrón.
—¡Mierda de tapa!
Vertió el contenido en una olla demasiado grande y encendió a tientas uno de los interruptores de la cocina. Los números y símbolos que indicaban cuál era cada placa se habían borrado por completo. Pero esta vez acertó también. Unos minutos después la comida comenzó a humear y la removió un par de veces con fuerza. Antes de que empezara a hervir, colocó la olla sobre la mesa y comió directamente de ella.
Llevaba allí una noche y un día. No había salido de la cocina. Dormía y comía allí. El resto del tiempo permanecía sentado en el suelo, pensando. En una ocasión echó una ojeada al salón, pero le asustó el enorme ventanal panorámico con vistas a toda la ciudad. En un momento dado pensó en trasladar con cuidado el televisor a la cocina, pero enseguida se percató de que el cable de la antena no era lo suficientemente largo.
Agnes había muerto. Estaba completamente seguro de ello, aunque él jamás había visto a alguien muerto. Tenía una expresión sumamente extraña en el rostro y sus ojos estaban abiertos. Él siempre había imaginado que uno cerraba los ojos al morir.
Si pudiera llamar a su madre… Había un teléfono en el pasillo, seguro y sin ventana alguna. Y daba señal. Lo había comprobado. Pero tenía claro que la casa de mamá estaría llena de polis. En la tele siempre iban a la casa de la gente que había hecho algo malo. Se escondían entre los arbustos y… ¡PUM!, atacaban en cuanto uno llegaba. También habrían pinchado el teléfono. Durante un rato consideró dónde habrían colocado el micrófono, dónde estarían los tipos con auriculares que escuchaban siempre por allí cerca. Tal vez en casa de la vecina. Ella era una auténtica bruja. O bien en el sótano. O puede que tuvieran una de esas furgonetas sin ventanas y con un montón de equipamiento en su interior.
Antes de que pudiera dar con una respuesta lógica al enigma, se quedó profundamente dormido. Aunque la tarde aún no estaba muy avanzada. Y pese a que se sentía más solo que nunca. Y muy, muy asustado.
Estaba un poco asustada de la gente de protección al menor. Ellos ya me habían visto: debía de figurar en algún lugar de sus grandes archivos. Las raras veces que alguien llamaba a la puerta —casi siempre se trataba de algún vendedor o, generalmente, de una panda de mocosos que desaparecían entre gritos y voceríos cuando yo abría al fin— me quedaba pasmada de miedo. Yo habría preferido quedarme allí calladita, simulando que no estaba. Pero entendía que ellos tenían sus métodos, así que más me valía abrir. Y nunca eran los de protección al menor.
Sin embargo, cuando la guardería me convocó a una reunión privada una tarde, lo tuve muy claro. Evalué las posibles escapatorias que tenía. No me llevó mucho tiempo: no tenía ningún lugar adonde ir. Mi madre no entendía nada, y su constante machaqueo me ponía de los nervios. De hecho, creo que el niño no le gustaba, como tampoco a todos los demás. Desde que nació, yo apenas había visto a nadie más. De eso hacía ya cinco años.
Pero los de protección al menor tampoco asistieron a la reunión. Allí solo estaba la directora, y ella siempre me había tratado con franqueza. En ese momento estaba seria y parecía enfadada porque el niño había venido conmigo. Pero ¿dónde diablos lo iba a dejar? No dije nada.
Ese mismo día, el niño había cortado el cable del frigorífico. Podría haber resultado fatal para él. Esa vez podría haberse tratado de una simple ocurrencia. Una travesura. Pero, según la directora, se enmarcaba dentro de un patrón destructivo, y él ya exigía demasiada atención por parte del centro. No jugaba con los demás niños. Lo consideraban un aguafiestas. No tenía límites. Y era terriblemente activo.
Yo seguía guardando silencio. El interior de mi cabeza era una simple bola blanca y dolorosa, y solo podía pensar en el temor a perder la plaza en la guardería. Pero no dije nada.
Tal vez ella lo entendió, porque de pronto se volvió más amable. Me contó que habían solicitado enseñanza de apoyo. Un profesor de refuerzo durante quince horas a la semana. Iban a recurrir a los servicios psicológicos y pedagógicos, así como a otras prestaciones sociales de las que no tenía ni idea. Pero no dijo nada sobre la oficina de protección al menor. Poco a poco me di cuenta de lo más importante: mi hijo iba a seguir acudiendo a la guardería. Mi cabeza se despejó ligeramente y comencé a respirar de nuevo. Me dolía el estómago.
Al día siguiente encontré un folleto en la oficina de los servicios sociales. Trataba sobre la DCM, la disfunción cerebral mínima. Le estuve echando un vistazo para matar el tiempo mientras intentaba no mirar a la demás gente que estaba esperando. Pero entonces algo me llamó la atención. Un listado de síntomas. Toda una serie de indicios de que el niño sufría lesiones cerebrales, sin que nadie tuviera la culpa de ello. ¡Todo encajaba! La intranquilidad, la actitud violenta, el lenguaje deficiente pese a no ser para nada más tonto que los demás niños, las dificultades a la hora de jugar con otros niños… Parecía una descripción de mi hijo. Algo estaba mal en su cerebro. Algo que nadie había podido remediar. Algo que no tenía nada que ver conmigo. Me llevé tres copias del pequeño díptico y sentí una especie de esperanza.
—Resultaría muy fácil pasar por delante de un guardia nocturno medio dormido y sentado de espaldas viendo la tele. Subir y bajar. Bastaría con que la puerta estuviera abierta.
—O puede que el asesino tuviera llave. Pero eso no cambia el hecho de que la persona en cuestión tenía que conocer la casa. Él o ella debía saber dónde se encontraba el guardia nocturno, y además debía conocer qué había detrás de todas las puertas idénticas de la primera planta.
Billy T. la había acompañado a casa. Cada uno estaba sentado en un extremo de un hondo sofá americano, apoyando sus largas piernas sobre la mesa baja de pino. El cuarto no se veía muy grande, a lo cual contribuía una estantería que ocupaba toda una pared.
—Y además… —añadió Hanne, sorbiendo un té que aún quemaba demasiado—. Además, la persona en cuestión tendría que saber que Agnes se encontraba allí justo esa noche. Ella no estaba de guardia.
—No, pero tampoco es seguro que el asesino fuese allí con el propósito de matar. Puede que estuviera buscando otra cosa. El cuchillo podría haber sido una simple medida de precaución.
—Entonces ¿qué podría andar buscando alguien en ese despacho? ¿La soleirolia?
—En cualquier caso, algunos cajones estaban cerrados. Por tanto, podría haber algo en ellos. Aunque no fueran forzados. Por cierto, ¿te acuerdas de la llave?
Hanne Wilhelmsen frunció el ceño y ladeó levemente la cabeza.
—¡Sí! —exclamó ella—. ¡La llave que según Maren Kalsvik debía estar debajo de la maceta de flores! Ella pareció perpleja cuando no la encontramos. ¿Tú sabes dónde está?
—Los muchachos de atestados se la llevaron. Han examinado las huellas. Nada destacable.
—¿La habían limpiado?
—No necesariamente. Con una llave tan pequeña, solo hace falta frotar muy levemente de modo natural hasta que ya no queda nada. Por tanto, no sabemos si el asesino estuvo rebuscando en los cajones. Todavía quedaban allí algunos papeles: informes psicológicos y anotaciones de la difunta sobre asuntos completamente triviales como compras, minutas y cosas por el estilo.
—Pero si alguien estuvo buscando algo en los cajones, tuvo que ser alguien que sabía dónde estaba la llave.
—Entonces centraremos nuestra búsqueda en un individuo que conociera bien el orfanato —concluyó Billy T.—. Alguien que estuviera al tanto de que podía toparse allí con Agnes y que, o bien fue a matarla, o bien comprendió que tendría que hacerlo para conseguir algo que se encontraba en el despacho de la gerente.
—That pretty much sums it up —dijo Hanne, pensativa, en el momento en que su pareja, una mujer rubia y casi grácil, asomó por la puerta.
—¡Billy T.! ¡Qué alegría! ¿Te quedas a cenar? ¡Qué moreeeno estás!
Cecilie Vibe se inclinó sobre el hombre sentado en el sofá y le dio un beso en la mejilla.
—Hombre, no puedo rechazar una cena con las dos tías más buenas de la ciudad —dijo él con una amplia sonrisa.
No se fue a casa hasta casi medianoche.