3

—Lo juro solemnemente.

Dejó caer la mano derecha. Había pocas cosas que le gustaran menos a la subinspectora Hanne Wilhelmsen que prestar declaración ante los tribunales. Era cierto que a los policías, al contrario que a otros testigos, los solían llamar a declarar tras una simple citación telefónica. El fiscal los convocaba media hora antes de subir al estrado. No obstante, siempre se producía algún incidente que lo postergaba todo. Además, requería bastante tiempo ponerse al día en un asunto que había tenido lugar hacía un año y medio o dos. El simple hecho de localizar el caso podía llevar mucho tiempo. Evidentemente, lo más sencillo era recibir un par de días antes una copia de los documentos por parte del fiscal, pero Hanne Wilhelmsen sabía, al igual que el resto de los mil quinientos funcionarios públicos de la jefatura de policía de Oslo, que eso solo se hacía en uno de cada diez casos. Por mucho que los fiscales jurasen y perjurasen, los papeles nunca llegaban y, finalmente, había que rebuscar en unos archivos un tanto rudimentarios.

Se trataba de un asunto sin la mayor importancia. Los fiscales, envueltos en sus togas, permanecían sentados con gesto sombrío y dedicaban su tiempo a intentar determinar el alcance de la agresión de una joven de veintiún años, que durante una manifestación había mordido a un funcionario público en la pierna, además de escupirle en una oreja.

La muchacha masticaba un chicle ruidosamente y se tiraba del pelo de color lila, y lanzó miradas asesinas a la subinspectora cuando esta subió al estrado totalmente uniformada. Hanne Wilhelmsen no lo oyó, pero a juzgar por los movimientos labiales podría jurar que la inculpada estaba articulando las palabras «pasma clasista» antes de recostarse y ponerse a contemplar el techo con un elocuente suspiro. Su abogado no le hizo ningún ademán para que guardara las formas.

Hasta el momento, el interrogatorio había transcurrido con rapidez. En efecto, Hanne Wilhelmsen había presenciado lo ocurrido. Estando fuera de servicio, había pasado por casualidad cerca del edificio del Parlamento cuando un reducido grupo de personas, que se hacían llamar más o menos Jóvenes Okupas de Blitz, declaraban con gritos airados que el pub en cuyo exterior se hallaban era un nido de fascistas. En cierto modo era así. La policía tenía conocimiento, desde hacía bastante tiempo, de que en aquel garito solían reunirse miembros de grupos de extrema derecha. En el momento en que Hanne Wilhelmsen pasaba por allí, la muchacha del pelo lila era apartada del grupo de manifestantes y esposada por dos agentes sin apenas ofrecer resistencia. La subinspectora Wilhelmsen se había parado. Estaba a tan solo unos tres o cuatro metros cuando la okupa preguntó a uno de los policías si quería que le contara un secreto. Antes de que el agente pudiera contestar, se acercó a su oreja y le lanzó un espeso escupitajo de chicle y saliva. El policía la arrojó furiosamente al suelo y, acto seguido, la chica le clavó los dientes en la bota, justo por encima del tobillo. Debió de ser un suplicio mayor para los dientes y la mandíbula de la imputada que para el cuero de la bota, sobre todo porque el policía intentaba colérico zafarse de ella. Ella le soltó al fin y se echó a reír. A continuación la levantaron brutalmente y la introdujeron en un coche policial que esperaba allí cerca.

—¿Vio usted con claridad cómo la joven mordió al policía en la pierna? —le preguntó el fiscal.

Era un comisario bajito y jovencísimo, con unas sonrojadas mejillas imberbes. Wilhelmsen sabía que este era su primer caso.

—Bueno, si se considera que las botas forman parte de la pierna, sí —contestó la subinspectora mirando al juez, que parecía a punto de caerse muerto de aburrimiento.

—¿Está completamente segura de que le mordió? —insistió el fiscal.

—La chica mordió el cuero de la bota del oficial. El tribunal debe determinar si eso se considera morderle en la pierna.

—¿Usted observó si le había escupido con anterioridad?

Hanne Wilhelmsen intentó no sonreír.

—Sí, ella le lanzó un enorme escupitajo lleno de chicle a la oreja. Resultó bastante violento.

El fiscal de mejillas sonrojadas pareció satisfecho. Por su parte, el defensor no tenía muchas preguntas. Dejaron marchar a Wilhelmsen.

La joven tendría que estar entre rejas durante unos treinta días. Por agresión a un funcionario público. Aquello no era bueno. En cuanto la subinspectora salió del nuevo juzgado de Oslo en dirección a la plaza de C. J. Hambro, se detuvo un instante sacudiendo débilmente la cabeza.

—Gastamos nuestro tiempo y dinero en muchas cosas extrañas —murmuró antes de hacer señas a un coche patrulla que pasaba por allí para que la llevara de vuelta a Grønlandsleiret 44, donde se encontraba la jefatura de policía de Oslo.

Su nuevo despacho era el doble de grande que el anterior. Era algo que venía con el cargo de subinspectora. Llevaba en el puesto apenas medio año, pero todavía no sabía si en realidad estaba a gusto. El trabajo administrativo no era muy ameno. En ocasiones resultaba claramente aburridísimo. Por otro lado, suponía un reto asesorar a otras personas en lo que ella mejor sabía hacer: investigar. Se dedicaba al trabajo policial activo más de lo que era habitual entre los subinspectores, y sabía que se hacían comentarios al respecto. Y no solamente en sentido positivo. En suma, cada vez le parecía más evidente que sus muchos años como heroína para todo el mundo, felizmente dispensada de las críticas y los conflictos, habían llegado a su fin. Antes se encargaba de sugerir, de modo constructivo pero sin compromiso, soluciones racionales que otros debían llevar a cabo y por las que ellos tenían que sufrir las consecuencias. Pero ahora era ella quien tenía el poder y el deber de que se llevaran a cabo. Como investigadora se había alejado de cualquier conflicto personal, de cualquier atisbo de intrigas. Había realizado su trabajo, de un modo excelente además, y luego se había marchado a casa llevándose numerosas miradas de admiración a sus espaldas. Ahora se encontraba en el meollo de todo, sin escapatoria, con una tarea laboral que la obligaba a estar siempre en medio, tomar decisiones y dictaminar sobre los demás. Tal vez aquello no casaba con su instinto. Había empleado una gran parte de su vida en construir compartimentos estancos entre sí misma y los demás, unos muros que le resultaban necesarios para poder aislarse. En cualquier momento.

Hanne Wilhelmsen no sabía si estaba a gusto.

—Hanne, paloma mía, ¡pájaro de mi corazón!

Un gigante bronceado llenó el vano de la puerta. Llevaba unos vaqueros blanqueados sin cinturón, con una cadena de oro colgando entre una de las presillas de la cintura y el bolsillo de reloj de la cadera derecha. La camiseta era de un rojo muy vivo, con el imperativo FUCK OFF! impreso en negro sobre el pecho. Calzaba botas negras con unas enormes espuelas auténticas alrededor del tobillo. Su cabeza estaba cubierta por medio centímetro de rizos rubios. El bigote era mucho más largo, de un rojo cobrizo.

—¡Billy T.! ¡Te has dejado crecer el pelo!

La subinspectora Hanne Wilhelmsen se levantó y de inmediato recibió el efusivo y caluroso afecto de aquel enorme invitado, que la alzó y la hizo girar en el aire hasta tirar una taza de café y lanzar la papelera varios metros por el suelo. Cuando por fin volvió a bajarla, le plantó un sonoro beso en los morros y se dejó caer sobre una silla que parecía demasiado pequeña para su cuerpo.

Se conocían desde la academia de policía. Al contrario que el resto de sus compañeros de promoción, él jamás había intentado ligar con ella. Más bien, la había rescatado de algunas situaciones bochornosas ejerciendo de príncipe azul, y ella sabía que en determinado momento surgieron rumores sobre ellos. Pero después de que él engendrara hijos aquí y allá, y ninguno de ellos de Hanne, empezaron a correr otros rumores sobre ella. De estos, él no la podía salvar. Pero él jamás le falló, en ningún momento. Al contrario, una bonita noche de primavera hacía ya unos nueve meses, aquella legendaria y calurosa primavera en la que todos estuvieron a punto de ahogarse en una enorme ola de delincuencia, él había logrado que se enfrentara a sí misma de una manera que, en el fondo, le había hecho replantearse su modo de vida. Pero solo en el fondo.

—La verdad es que me ha ido jodidamente genial —declaró él inclinándose hacia ella—. He estado muy bien, los chicos lo han pasado genial, y encima conocí a una piba maja de cojones.

Dos semanas en las islas Canarias. Ya le hubiera gustado a ella.

—Y ahora ya estás descansado, preparado para el servicio. Conmigo. Para mí.

Su voz era suave como la seda. Se apoyó sobre la mesa.

—¡Quién iba a pensar que llegaría a ver esto! Ser la jefa de Billy T. El terror de todos los jefes. ¡Cuánto me alegro!

Él estiró satisfecho su cuerpo de más de dos metros y colocó las manos detrás del cuello.

—Si alguna vez me sometía a un jefe, tenía que ser una tía buena. Y si alguna vez me sometía a una tía buena, tenías que ser tú. La cosa irá muy bien.

Billy T. volvía a ser investigador. Después de muchos años como policía ataviado con tejanos en la brigada de antidisturbios de la comisaría de Oslo, al fin se había dejado convencer por Hanne Wilhelmsen. Esta incluso había redactado su solicitud de traslado. Le había costado unas cuantas botellas de vino tinto y una buena cena, hasta que por fin accedió a firmar a las dos de la madrugada de un sábado. A las nueve de la mañana del día siguiente él la había llamado, desesperado, con la intención de que rompiera la solicitud. Ella se echó a reír. Ni hablar. Él ya estaba aquí. Y, en el fondo, él también se alegraba de ello.

—Y lo primero que vas a hacer es esto.

Le entregó tres carpetas verdes, no demasiado voluminosas: un apuñalamiento ocurrido el sábado anterior; el sospechoso fallecimiento de un bebé, probablemente por muerte súbita; y otra muerte en el extremo opuesto de la escala vital, seguramente a causa de una intoxicación etílica.

—Estas son tareas de poca monta —dijo ella.

A continuación sacó otra carpeta.

—Y aquí está el trabajo de verdad. Un asesinato. El clásico homicidio por apuñalamiento, de puro folletín. ¡En un orfanato! Ha ocurrido esta noche. Habla con el grupo destinado al lugar del crimen. ¡Suerte! Me gustaría asignar un montón de personal a este caso, pero con el asesinato doble de Smestad la semana pasada tiene que ser así. Máximo cuatro tíos. En cualquier caso, tú serás el investigador principal.

—Joder, ¿ya está decidido?

—Sí —sonrió ella de modo insinuante—. De momento vas a trabajar con Erik y Tone-Marit.

Billy T. se levantó y recogió las cosas emitiendo un suspiro elocuente.

—Debería haberme quedado donde estaba —masculló.

—Me alegro de que no lo hicieras —sonrió Hanne Wilhelmsen con dulzura, y luego añadió—: Ese tipo de camisetas no pegan aquí. ¡Cámbiate de inmediato! ¡Al menos antes de ir al orfanato!

—Aquí hay muchas cosas que no pegan —murmuró él.

Y, decidido a utilizar la misma camiseta toda la semana, salió del despacho dando fuertes pasos con sus tintineantes espuelas.

Sin embargo, Billy T. se cambió de camiseta. Pensándolo bien, el mensaje no era apropiado para los niños de un orfanato. Se había puesto una neutra camisa blanca debajo de un amplio y gastado abrigo de piel de oveja. Cuando se disponía a salir del pequeño coche oficial, se golpeó la cabeza contra el marco de la portezuela. Intentó en vano hacer desaparecer el dolor frotándose mientras subía por el camino del jardín. Tras unos días de tiempo apacible había vuelto a hacer frío, y la gravilla, reseca y aterida, crujía bajo sus botas puntiagudas.

Hanne Wilhelmsen iba con él. Las zancadas de Billy T. eran tan largas que se veía obligada a apresurar el paso para lograr mantenerse a su lado.

—Debería cobrar un suplemento por riesgo por tener que llevar esos coches —dijo Billy T., malhumorado—. ¿Estoy sangrando?

Se inclinó y mostró la coronilla a su compañera. El cuero cabelludo era visible por debajo del pelo cortísimo y mostraba numerosos cortes y cicatrices de golpes anteriores. No sangraba.

—Quejica —le dijo Hanne Wilhelmsen soplándole en la cabeza, a la vez que abría una puerta azul con una ventana en forma de media luna.

Estaba dividida en tres secciones a la altura del rostro. Una pequeña y floreada cortina impedía ver el interior.

Entraron en una marquesina, con percheros a lo largo de una de las paredes y un zapatero de tres pisos hecho de madera en la otra. Los zapatos, de las tallas 32 a 44, estaban esparcidos en un completo caos tanto en los estantes como alrededor. Antes de que Hanne Wilhelmsen pudiera decidir si se descalzaba o no, Billy T. ya estaba atravesando la siguiente puerta. Ella le siguió con los zapatos puestos. A mano derecha había una escalera que conducía al primer piso. La habitación que se encontraba frente a ella era una especie de sala de estar, silenciosa y vacía.

—Acogedor, la verdad —murmuró Billy T. para sus adentros, a la vez que esquivaba un móvil formado por coloridas brujas de cartón, papel de China y ramas de abedul secas—. No es exactamente como me lo había imaginado.

—¿Te esperabas algo más a lo Dickens? ¿O cómo te lo imaginabas? —preguntó Hanne Wilhelmsen mientras permanecía de pie escuchando—. ¡Aquí hay un silencio increíble!

A modo de respuesta, una mujer bajó corriendo por la escalera. Rondaba ya los treinta, con el pelo largo y rubio recogido en una trenza parisina, un jubón de Sigrun Berg que tenía aspecto de ser lo viejo que era, y unos vaqueros acampanados. O eran ultramodernos o eran una herencia de los años setenta.

—Lo siento —dijo casi sin aliento—. ¡Estaba hablando por teléfono! Soy Maren Kalsvik.

Su apretón de manos fue firme, pero tenía los ojos enrojecidos e inyectados en sangre. No llevaba maquillaje. Sin embargo, las pestañas eran oscuras y de una insólita longitud. Debía de haberse decolorado el pelo, aunque no lo parecía.

—Hemos enviado a todos los niños a otros lugares. Solo durante veinticuatro horas. Fue la policía… —Se detuvo, un poco confusa—. Quiero decir, los que estuvieron aquí esta noche y esta mañana, sus compañeros… Fueron ellos quienes dijeron que los niños no debían permanecer aquí, en el lugar del crimen, mientras lo inspeccionaban todo.

Se deslizó una alargada mano de uñas cortas por el flequillo y pareció todavía más cansada.

—Supongo que ustedes también querrán echar un vistazo.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y subió las escaleras de nuevo. Los dos policías la siguieron. El pasillo al que llegaron tenía una ventana en cada extremo, que daban a las fachadas laterales de la casa. El corredor tendría aproximadamente dos metros de ancho, con puertas a ambos lados. Giraron a la derecha y enfilaron por el pasillo hacia lo que parecía ser un despacho interior, situado a mano izquierda. Maren Kalsvik se detuvo en la puerta y se apartó. Sus pestañas centelleaban por las lágrimas.

—Nos han dicho que no entremos.

Una orden que no valía para Hanne Wilhelmsen. Pasó por debajo de la cinta roja y blanca que habían colocado para impedir la entrada en la habitación. Billy T. empujó la cinta hacia abajo y pasó por encima.

—Estaba sentada ahí —dijo Hanne, señalando con la cabeza una silla de escritorio tapizada con tela de lana roja, al tiempo que hojeaba una carpeta que había extraído de una bandolera grande—. De espaldas a la ventana. De cara a la puerta.

Durante un instante, Hanne permaneció mirando fijamente la mesa mientras Billy T. se acercaba a la ventana.

—Una disposición extraña, por cierto —añadió dirigiéndose a Maren Kalsvik, quien se mantenía a una distancia respetuosa del vano de la puerta—. Los escritorios suelen colocarse más bien junto a la pared.

—Era su manera de decir que todos eran bienvenidos a entrar —dijo Maren—. Nunca se sentaría dando la espalda.

Billy T. abrió la ventana. Una fría corriente penetró en la habitación. Maren Kalsvik se acercó a la cinta de plástico, pero retrocedió sobresaltada cuando se percató de que estaba a punto de soltarse de un extremo.

—La ventana estaba cerrada desde dentro —indicó—. Al menos es lo que ha dicho la policía esta mañana. Los cierres estaban echados.

Billy T. meneó un enorme gancho en espiral atornillado a la pared junto al marco de la ventana.

—¿La sujeción de la cuerda de escape?

No esperó respuesta; se inclinó hacia fuera y miró abajo. El suelo que se extendía bajo la ventana estaba cubierto de una fina capa de nieve vieja. No había huellas. Recorrió con la vista las paredes exteriores y reparó en el terreno pisoteado bajo los cuatro grandes ventanales de la primera planta. La nieve había desaparecido por completo y varias docenas de huellas se cruzaban en todas direcciones. Volvió a introducir la cabeza en la habitación y se frotó el lóbulo de una oreja.

—¿Adónde lleva esa puerta? —preguntó señalando una puerta estrecha que había en una de las paredes.

—Ese es el dormitorio de los empleados. A veces lo usamos también como despacho. Ahí es donde estaba hablando por teléfono cuando han llegado.

—¿Hay ocho niños viviendo aquí?

—Sí, en realidad tenemos sitio para nueve, pero en estos momentos hay una cama vacía.

—¿Y todos los dormitorios están aquí en la primera planta?

Ella asintió con la cabeza.

—Están situados en este pasillo. A ambos lados. Se los enseñaré.

—Sí. Enseguida —dijo Hanne Wilhelmsen—. ¿Hay constancia de que se haya sustraído algún objeto?

—No, que sepamos no. Lógicamente no sabemos lo que había en los cajones, pero… están cerrados. No han sido forzados.

—¿Dónde está la llave?

Hanne Wilhelmsen miraba hacia otro lado cuando hizo la pregunta, pero, cuando se giró y captó la mirada de la mujer, le pareció percibir cierta perplejidad en su rostro. Fue tan solo una sensación. Tal vez pura imaginación.

—Está debajo de esa maceta —contestó Maren Kalsvik—. En esa estantería.

—¡Ajá! —dijo Billy T. levantando el tiesto decorativo.

No había ninguna llave.

Maren Kalsvik parecía francamente sorprendida.

—Normalmente está ahí. Tal vez la haya cogido la policía.

—Tal vez.

Los agentes se miraron entre sí y Hanne Wilhelmsen anotó algo en un bloc antes de guardar los papeles en su bolso y hacer señas de que querían ver los dormitorios.

Olav y Raymond compartían habitación. Al igual que Glenn y Kenneth. Por su parte, Anita y Jeanette disponían del cuarto situado al otro extremo del pasillo. En el extremo opuesto, estaba el cuarto de los gemelos. Había dos habitaciones desocupadas.

—¿Por qué algunos niños tienen que compartir habitación si hay algunas vacías?

—Por motivos sociales. Kenneth no se atreve a dormir solo. Los gemelos quieren estar juntos. Olav… —Se detuvo de repente y volvió a pasarse la mano por el flequillo—. Olav es el que ha desaparecido. Agnes pensó… —Era obvio que estaba a punto de llorar. Dejó escapar un par de sollozos, aunque logró sobreponerse con esfuerzo—. Agnes pensó que Raymond podría ejercer una buena influencia en Olav. Es un chico mayor y enérgico, y de hecho tiene mucha mano con los más pequeños. Aunque al principio se opuso a tener un nuevo compañero de cuarto. O sea, comparten habitación por motivos puramente sociales, o pedagógicos, si quieren. Las habitaciones vacías se emplean para hacer los deberes y ese tipo de cosas.

—¿Aún no han tenido noticias del niño que se ha escapado?

—No. Estamos tremendamente preocupados. No ha ido a casa, pero eso tampoco es muy raro. Que sepamos no tenía dinero y la distancia es muy grande para ir andando.

Billy T. enfiló por el pasillo dando zancadas mientras contaba los metros en voz baja. Una vez de vuelta al despacho de la gerente, tuvo que levantar la voz para que los demás le oyeran.

—Esta ventana de aquí no suele quedarse abierta, ¿no?

A juzgar por el polvo de color lila pálido alrededor del marco, pudo ver que los técnicos habían estado buscando huellas.

—No —respondió Maren alzando también la voz—. Siempre está cerrada durante esta época del año. Sin embargo, ayer hicimos un simulacro de incendio. Los niños estuvieron subiendo y bajando por cuerdas y escaleras durante una hora.

Pudo comprobarlo. La ventana se había alabeado y era difícil de abrir, pero lo consiguió con cierto esfuerzo. Allí abajo vio la misma maraña de huellas que había visto bajo las ventanas del otro lado. La escalera de incendios estaba plegada para que no se pudiera alcanzar desde el suelo. Era ancha y maciza, con escalones toscos y rugosos. A tientas, soltó los cierres de ambos lados y la parte inferior se deslizó hasta el suelo por las roldanas bien engrasadas. Un artilugio muy sólido. Tiró de un cable que había sobre una roldana más pequeña situada en un lateral de la ventana, y la parte inferior volvió a subir obedientemente. Cuando se plegó por completo con un pequeño clic, Billy T. colocó de nuevo el mecanismo de cierre en su sitio. A continuación cerró la ventana y comprobó rápidamente que las habitaciones que había enfrente del despacho de la gerente eran dos cuartos de baño, uno grande y otro pequeño. Regresó en silencio a donde estaban las dos mujeres.

—Tendremos que interrogarles a todos —oyó decir a Hanne Wilhelmsen, casi en tono de disculpa—. Serán citados de uno en uno. Sería de gran ayuda si pudiera tomarse la molestia de elaborar una lista de todos los residentes. Y, más importante aún, de todos los que trabajan aquí. Sus nombres y fechas de nacimiento, por supuesto, pero también sus antecedentes, su dirección, situación familiar, cuánto tiempo llevan trabajando aquí, etcétera. Cuanto antes, mejor.

La mujer asintió con la cabeza.

Los dos policías bajaron a la planta baja con Maren Kalsvik pisándoles los talones. Inspeccionaron el resto de la casa en silencio, tomando algunas notas. Más o menos una hora después de que hubieran llegado, la mujer de la trenza parisina cerró la puerta del orfanato.

Sin previo aviso, Billy T. saltó por encima de un seto pequeño que separaba el camino de gravilla del césped. Se subió las solapas de la chaqueta, se la cerró con los dos botones que todavía no se le habían caído y metió las manos en los bolsillos. Luego dobló la esquina a paso ligero y se detuvo junto a la fachada lateral debajo de la única ventana del primer piso, situada aproximadamente a unos seis metros sobre el suelo. Hanne Wilhelmsen sabía lo que se disponía a hacer y se acercó a él.

Una semana de tiempo apacible había reblandecido el suelo, de modo que sobre la tierra marrón se dibujaban innumerables huellas grandes y pequeñas. La helada había llegado por la mañana. En ese momento el suelo parecía un paisaje lunar en miniatura, con valles planos y pequeños montes picudos por doquier sin ningún orden ni concierto.

—El simulacro de incendio ha sido de lo más oportuno —dijo Billy T. en tono lúgubre—. Incluso el forense más experimentado no sabría qué hacer con esto.

—Pero al menos lo han intentado —dijo Hanne, señalando con el dedo unas partículas minúsculas de yeso que casi se confundían con la escarcha y el spray de contraste rojo que cubría muchas de las huellas.

—Si alguien pasó por aquí después del simulacro, lo cual tendría que haber hecho necesariamente para entrar en la casa por este punto, sus huellas deben de estar en la parte superior del terreno. ¿Sabes cuándo se produjo la helada?

—No hasta las primeras horas de la mañana. De hecho, el suelo todavía estaba húmedo cuando llegó la policía sobre la una y media.

La subinspectora rodeó el área pisando con cautela, albergando la secreta esperanza de que el terreno todavía ocultara un par de enigmas que podían serle arrebatados. A continuación se apoyó contra la pared y estiró un brazo para intentar alcanzar la escalera de incendios plegada. Había una distancia de más de medio metro desde la punta de sus dedos hasta el peldaño inferior.

—¿Puedes probarlo tú?

Cambiaron de posición cuidadosamente. Sin embargo a Billy T., a pesar de sus dos metros y dos centímetros descalzo y sus brazos de gorila, le faltó un buen trecho para alcanzar la parte inferior de la escalera.

—Un paraguas o cualquier objeto con un gancho sería suficiente —dijo Hanne Wilhelmsen, soplándose en la mano derecha.

—No, la cerradura de arriba te impide tirar desde abajo. Ya lo he comprobado. Son piezas sólidas. Esta escalera solo se puede desplegar desde dentro. Como tiene que ser. Del mismo modo, solo puede volver a replegarse desde dentro. Si la empujas desde aquí deberías hacer mucha fuerza para poder encajar el dispositivo de cierre de arriba. Y desde aquí no podrías asegurarlo en su sitio.

—Pero entonces —dijo Hanne Wilhelmsen— solo nos quedan dos opciones: o este no ha sido el modo en que ha entrado el asesino, o tenemos una lista muy reducida de sospechosos.

A pesar de que la mirada de Billy T. desvelaba que había entendido por completo su razonamiento, la subinspectora añadió:

—Porque si han utilizado la escalera para entrar, debió de ser alguien que pudo acceder a ella anoche para bajarla y dejarla lista para ser usada… y que después pudo recogerla. Y todo desde dentro. En tal caso, lo más lógico es que lo haya hecho uno de los empleados.

—O uno de los niños —murmuró Billy T. estremeciéndose.

Cada vez hacía más frío.

Lo peor era el hambre, aunque también tenía frío. Debería haberse abrigado más. Unos calzoncillos largos de lana, por ejemplo, le habrían sido muy útiles. Afortunadamente tenía un abrigo en la habitación, pero la chaqueta de cuero que había colgada en el perchero de la marquesina y que llevaba su nombre con alegres letras floridas habría sido mejor. Sin embargo, no había pensado en ello. O no se había querido arriesgar. Desde luego, las zapatillas deportivas no eran muy apropiadas para esta época del año. Y la lengua le dolía un montón.

Bajar por la cuerda de escape había sido de lo más fácil. Glenn y Terje dijeron que no se atrevería. Aunque lo cierto era que no le había dado la gana. Así de simple. No le daba la gana hacer algo cuando alguien se lo ordenaba. Pero no le importaba hacerlo cuando servía para algo. Incluso con la mochila a la espalda.

Era imposible decir qué distancia habría andado tras salir del orfanato. Parecían muchos kilómetros.

—Debo de seguir estando en Oslo —se dijo en voz baja y de forma convencida, mirando desde el interior del garaje y vislumbrando un millón de luces tras la bruma rosada de la ciudad al pie de la colina.

Era una lástima que no tuviera dinero. Tampoco había pensado en ello. Dentro de un calcetín escondido en el fondo de la tercera estantería, contando desde arriba, del armario del cuarto que compartía con Raymond, había ciento cincuenta coronas. Se las había dado su madre. Ciento cincuenta coronas era mucho dinero. Tal vez fuera suficiente para un taxi hasta casa. En lo más íntimo de su alma, creía que esa era la razón por la que había recibido justo esa cantidad. Cien o doscientas coronas habría sido algo más lógico.

—Lógico quiere decir que algo es fácil de entender.

Le castañeteaban los dientes y se puso una mano sobre la tripa en el momento en que esta emitió un prolongado y grave rugido reclamando comida.

—Me muero de hambre —continuó diciendo en voz baja, mientras sus dientes iniciaban una danza irrefrenable—. O me muero de frío, o de hambre.

La casa a la que pertenecía el garaje donde se encontraba estaba a oscuras. A pesar de que su Swatch indicaba que eran ya las nueve y diez de la noche. Había esperado que hacia las cinco alguien regresara a la casa. Pero no llegó nadie. Tampoco había ningún coche en el garaje, aunque era muy grande. Quizá los que vivían allí estuvieran fuera. Debía de tratarse de una familia. Junto a la escalera de entrada había un bonito trineo, uno de esos montados sobre esquíes y con volante. Él creía que le regalarían uno de esos por Navidad. Sin embargo, le habían traído una caja de pinturas. Su madre parecía triste. Pero él sabía que ella no tenía muchos ingresos. También le había regalado un Power Ranger. Al menos eso sí lo había pedido. Pero su madre no se acordó de que quería el rojo. El rojo era el jefe. Ella le compró el verde. Igual que hace dos años, cuando le regaló la tortuga ninja Michelangelo y él quería a Rafael.

Seguramente se había dormido un poco. Al menos, se sorprendió al ver que ya eran más de las doce. De la noche. Hacía mucho tiempo que no había estado despierto hasta tan tarde. La casa seguía vacía. La sensación de hambre era tan fuerte que casi se desmaya al levantarse. Sin haberlo decidido realmente, se dirigió a la puerta de entrada. Como era de esperar, estaba cerrada. Con una cerradura normal y otra de seguridad.

Permaneció de pie sobre la escalera de hormigón y sujetó vacilante la baranda de hierro forjado durante un largo rato. A continuación miró por encima del borde y vio una ventana que daba al sótano a ras del suelo. Se apresuró a bajar los cuatro escalones y, sin pararse a pensarlo, usó el trineo como ariete y rompió el cristal. Por un instante consideró que tal vez no cabría por el marco, pero tuvo suerte. Primero tiró la mochila. En el interior había una larga encimera a solo un metro de la ventana. Ni siquiera le dio cosa entrar. Como tenía miedo a la oscuridad, buscó un interruptor. Transcurrieron varios segundos antes de caer en la cuenta de que probablemente sería una estupidez tener la luz encendida. Agarrando con fuerza el picaporte, apagó el interruptor y salió a un pequeño pasillo donde una escalera que subía a la planta baja se mostraba con claridad gracias a la tenue luz procedente del exterior. Por fortuna, la puerta que llevaba arriba ni siquiera contaba con una cerradura.

No había precisamente mucha comida en el frigorífico. Por ejemplo, no tenían leche. Tampoco fue posible encontrar pan, aunque buscó por todas partes. No obstante, había unos huevos en un cajón de la puerta del frigorífico, y Olav sabía cocer huevos. Primero tenía que hervir el agua y luego debía esperar unos siete minutos. Aunque no había comido huevos y albóndigas de pescado antes, aquello le pareció muy bien en ese momento. Tenía mucha hambre. Resultaba algo complicado comer sin rozar la herida de la lengua. Además, los puntos le raspaban todo el rato. Pero lo consiguió. Y todo el armario de la cocina estaba repleto de conservas.

Eran las dos cuando finalmente se quedó dormido en aquella cocina oscura, sin otro cobijo que un largo abrigo de mujer que había encontrado en el pasillo. Estaba completamente agotado y ni siquiera era capaz de pensar en lo que haría al día siguiente. Daba igual. Solo quería dormir.

Tenía solo tres años la primera vez que me lesionó. En realidad no fue culpa suya. Simplemente era un niño enorme de tres años. Aunque él comprendiera muchas cosas y en la guardería presumían de lo inteligente que era (tal vez para consolarme), su vocabulario solo constaba de diez palabras. «Mamá» no era una de ellas. Debía de ser el único niño de la historia universal que no sabía decir «mamá». La maestra de párvulos me tranquilizaba diciendo que cada niño era diferente. Me dijo que tenía un hermano que era catedrático y que no había dicho ni una palabra antes de los cuatro años. Como si eso me importara.

Yo estaba preparando la cena. Él estaba sentado en su trona Tripp Trapp, que había comprado con el dinero proporcionado por la oficina de protección al menor. Él apenas cabía detrás de la bandeja frontal, pero todavía no se la podía quitar, aún era muy pequeño. Y se ponía especialmente llorón. Por accidente, quemé las varitas de pescado; me dio un ataque de diarrea y permanecí demasiado tiempo en el retrete. Los trozos carbonizados eran incomestibles, pero por fortuna había más en el congelador. Él se estaba impacientando. Yo me puse terriblemente nerviosa a causa de su llanto. Era un llanto ruidoso, carente de lágrimas y beligerante. Los vecinos me lanzaron miradas muy significativas cuando me pasé un buen rato forcejeando con la cerradura de la bajante de basura. Por desgracia, me topé de cara con uno de ellos, de modo que seguro que debieron de oírle.

Lo único que tenía para calmar su impaciencia era una bolsa de barcos de regaliz. Desaparecieron enseguida. Cuando por fin saqué las cinco varitas de pescado de la sartén y se las serví en su plato de Karius y Baktus, pensé que se pondría contento. Tras colocar la sartén en el fogón para que se enfriase, me senté frente a él y me puse a pelar un par de patatas. Él parecía contento, con la boca llena de pescado. Yo le sonreía; se lo veía tan dulce y angelical, tan tranquilo y satisfecho. Fui a cogerle la mano. Y, sin previo aviso, me clavó el tenedor en el dorso de la mano. Afortunadamente era un tenedor para niños, uno de esos que solo tienen tres dientes, parecido a uno de postre. Pero penetró en mi piel con una fuerza inconcebible para tratarse de un niño de tres años y la sangre salió a borbotones. Me quedé tan perpleja que no fui capaz de hacer nada. Extrajo el tenedor y se preparó con todas sus fuerzas para hincármelo de nuevo. El dolor era indescriptible. Pero lo peor de todo era el temor que sentía. Me encontraba frente a un niño de tres años y tenía más miedo que el que alguna vez sentí ante su alcohólico padre.

¡Dios mío, tenía miedo de mi hijo de tres años!

Terje Welby llevaba desvelado unas tres horas. Cada vez que estaba a punto de quedarse dormido, la adrenalina corría repentina e inoportunamente por todo su ser. La sábana ya estaba mojada por el esfuerzo. Daba vueltas en la cama y gemía. Le molestaba la espalda. Se cubrió la cabeza con la almohada y murmuró entre dientes:

—Tengo que dormir. Simplemente tengo que dormir.

Sonó el teléfono.

Terje dio un golpe a la lámpara de la mesilla de noche y el globo de cristal se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Después permaneció chupándose la sangre mientras miraba horrorizado el teléfono.

No dejaba de sonar. Parecía que sonaba más y más fuerte. De repente, cogió el auricular.

—¡Diga!

—Hola, Terje, soy Maren. Lamento llamarte en plena noche.

—No importa —dijo él rápidamente, y constató en el reloj despertador que solo habían transcurrido tres horas del nuevo día.

—Terje, necesito saberlo.

—¿Saber qué?

—Ya sabes a qué me refiero.

Se incorporó en la cama y se apoyó contra el cabecero, dándose tirones de la pegajosa camiseta.

—¡No, sinceramente no lo sé!

Se hizo el silencio.

—¿Agnes lo había descubierto? —preguntó Maren al fin—. ¿Por eso quiso hacer las entrevistas de evaluación de modo tan repentino?

Él tragó saliva con tanta fuerza que se oyó a través del teléfono.

—No, ella no lo había descubierto.

Se alegraba de que, al menos, ella no pudiera verle.

—Terje, no te enfades.

—No me enfado.

—Cuéntamelo.

—¿Que te cuente qué?

—¿Tú la mataste?

—No, Maren. No fui yo. Yo no la maté.

La espalda le dolía más que nunca.