2

Era un chalet magnífico. Aunque los medios disponibles para restaurarlo apenas habían permitido poco más que sustituir las ventanas originales de la primera planta por unas ventanas estándar en H con travesaños, la casa, coronada por unos chapiteles rectos, se erguía orgullosa sobre una buena extensión de terreno. El acabado era de cemento pintado de beige, pero tenía unos adornos de madera de color verde que recordaban al estilo suizo. Las dos extensas plantas del edificio se habían redistribuido hacía cinco años. La planta baja constaba de dos salones, una sala de reuniones, una cocina, un baño y un cuarto al que llamaban la biblioteca, pero que en realidad era un archivo. En el piso de arriba había seis dormitorios para los niños, algunos de ellos para dos personas, así como un par de habitaciones individuales que se empleaban como cuartos de estudio o salas comunes. Además había un dormitorio para los empleados. Al fondo del pasillo, a la derecha de la escalera, se situaba el despacho de la gerente. Enfrente de este había un gran cuarto de baño con una bañera, y otro más pequeño con ducha e inodoro. A las dos plantas bien aprovechadas se sumaban un sótano completo y una buhardilla grande y de techo alto. A causa de la inspección contra incendios que hubo hacía unos años, se habían instalado escaleras que descendían de las ventanas en cada extremo del corredor, además de unas cuerdas de escape en cada uno de los dormitorios.

A los niños les encantaban los simulacros de incendio. A todos menos a Kenneth. Y, ahora, tampoco a Olav. El primero se quedó llorando en medio del pasillo, agarrado a un extintor fijado a la pared. Olav se plantó malhumorado con el labio inferior más prominente que de costumbre.

—Ni de coña —dijo irascible—. Ni de coña voy a bajar por esa cuerda.

—Por la escalera entonces —le sugirió Maren—. La escalera no da tanto miedo. Además, tienes que abandonar ese lenguaje. Ya llevas aquí tres semanas, así que ¡te quedas sin tu paga!

—Venga, Olav.

Terje le dio un empujoncito por la espalda. Tenía treinta y tantos años y, en teoría, era el director pedagógico.

—Yo iré justo delante de ti. Bueno… por debajo de ti. O sea, que si te caes yo estaré ahí y te cogeré. ¿Vale?

—Ni de coña —dijo Olav dando un paso hacia atrás.

—Me apuesto diez coronas a que el imbécil ese no se atreve —gritó Glenn desde el exterior.

Él ya había subido y bajado cuatro veces.

—Entonces ¿qué te pasará si hay un incendio? —preguntó Terje—. ¿Te chamuscarás aquí dentro?

Olav lo miró con odio.

—¡Eso no es asunto tuyo! Mi madre vive en un edificio de hormigón. Me podría mudar allí, por ejemplo.

Terje se dio por vencido, sacudió la cabeza y dejó a Maren con aquel niño tan terco.

—¿De qué tienes miedo? —le dijo ella en voz baja, y señaló hacia el cuarto de Olav.

Él la siguió a paso lento y desganado.

—Yo no tengo miedo.

Se desplomó sobre la cama, que crujió bajo su peso. Maren sopesó la solidez del mueble antes de sentarse a su lado.

—Si no tienes miedo, ¿qué te lo impide?

—Simplemente no me da la gana. No tengo miedo.

Desde el pasillo les llegaba el llanto dolorido de Kenneth en medio del vocerío entusiasmado de los demás niños y de la imitación de los gritos de Tarzán mientras bajaban por las cuerdas.

Maren no era ninguna santa. Las afirmaciones del tipo «Quiero mucho a todos los niños» le parecían muy ridículas. Los críos eran como los adultos: unos eran adorables, otros eran encantadores, y los demás eran unos cabrones. Como cuidadora profesional opinaba que nadie podía adivinar cuándo no le caía bien un niño. Nunca los trataba a todos por igual porque ninguno era igual. Sin embargo, era justa y no discriminaba. Lograba establecer un equilibrio muy delicado del que se sentía muy orgullosa. Pero Olav le provocaba algo.

Nadie le había podido tocar desde que llegó. Sin embargo, había algo en su expresión, como si fuera un Buda que intentara parecer cabreado, aunque en realidad solo estaba triste; todo aquel macabro personaje tenía algo que la atraía. Desafiando el rechazo a ser tocado, Maren le acariciaba suavemente el cabello. Él se lo permitía.

—Pequeño Olav, ¿qué es lo que te pasa? —dijo en voz baja, pasándole la mano por el pelo.

—Tampoco es que sea precisamente un pequeñajo —le respondió él, pero ella percibió el esbozo de una sonrisa en su voz.

—Bueno, un poco sí —dijo ella riéndose—. Por lo menos algunas veces.

—¿Te gusta trabajar aquí? —le preguntó él de repente, apartando la mano de su cabeza.

—Sí, me gusta muchísimo. No me gustaría trabajar en otro lugar del mundo mundial.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Más o menos tres años… —Vaciló antes de añadir—: Desde que terminé los estudios. En la Escuela Superior de Trabajo Social. Hace casi cuatro años. Y me voy a quedar muchos años más.

—¿Por qué no prefieres tener tus propios hijos?

—Quizá algún día los tenga. Pero esa no es la razón por la que trabajo aquí. No es por no tener hijos, quiero decir. La mayoría de los que trabajan aquí tienen hijos.

—¿Cuántas páginas tiene la Biblia? —preguntó él de pronto.

—¿La Biblia?

—Sí, ¿cuántas páginas tiene? ¡Tiene que ser un puto montón! ¡Mira el tocho que es!

Agarró la Biblia de la mesilla de noche —había un ejemplar en todas las mesillas— y la golpeó varias veces contra sus muslos antes de entregársela a Maren.

Ella comenzó a hojearla.

—Puedes mirar en la última página —le sugirió él—. No es necesario contarlas, ya sabes.

—Mil doscientas setenta y una páginas —constató ella—. Además de algunos mapas. Y ya estamos otra vez con las palabrotas. ¿Quieres probar la salida de incendios ahora?

Olav se levantó y la cama suspiró de alivio.

—Ya bajo. Por las escaleras.

No había nada que discutir.

Me puse en contacto con los servicios de protección al menor. Sí, lo hice cuando él tenía dos años. Estaba aterrorizada, pero necesitaba ayuda. Alguien tenía que cuidar de él un poco. Tan solo unas horas al día. Durante varios meses había estado considerando la idea de llamarles por teléfono, pero lo había pospuesto siempre por temor a lo que pudieran hacer. No me lo podían quitar. Solo éramos nosotros dos. Le seguía amamantando, aunque ya pesaba diecinueve kilos y comía cinco veces al día. Comía de todo. No sé por qué le dejé que continuara haciéndolo durante tanto tiempo. Al menos estaba tranquilo durante los diez minutos que le amamantaba. Yo tenía el control. Aquellos ratos se convertían en pequeños remansos de paz. Pero, cuando empezó a perder el interés, fui yo la que perdí. No él.

Se mostraron muy amables. Después de venir a la casa algunas veces, tal vez dos o tres, le consiguieron una plaza en la guardería. Desde las ocho y cuarto hasta las cinco. Decían que no debía dejarle allí tanto tiempo, ya que era ama de casa y me podía permitir que estuviera menos horas. Para él era muy cansado, decían.

El niño entraba a las ocho y cuarto todas las mañanas. Yo jamás iba a buscarle antes de las cinco. Tampoco llegué tarde nunca.

Le consiguieron una plaza en la guardería y yo sobreviví.

Olav echaba de menos su casa. Tenía como un vacío en el cuerpo, algo que jamás había sentido antes. Tampoco había estado fuera durante tanto tiempo con anterioridad. Había intentado disminuir aquel hueco en el estómago respirando de forma acelerada y breve, pero aquello tan solo tenía como resultado causarle mareos y provocarle un verdadero dolor. Le dolía todo el cuerpo. A continuación trataba de respirar profundamente, pero entonces el vacío volvía a él. Estaba a punto de llorar.

No sabía si echaba de menos a su madre, el piso, su cama o sus cosas. Tampoco reflexionaba mucho sobre ello. Todo le parecía un gran revoltijo de nostalgias.

Quería irse a casa. Pero no le dejaban marcharse. Le habían dicho que debía permanecer allí durante dos meses antes de poder ir de visita a su casa. A cambio, su madre venía a verle dos veces por semana. Como si su madre pintara algo en el orfanato. Él observó cómo los demás niños la miraban y los gemelos se reían cada vez que aparecía. Kenneth era el único que le dirigía la palabra. Puesto que el pobrecillo ni siquiera tenía madre, sentiría un poco de envidia. De algún modo, una madre horrible y atroz era mejor que ninguna.

Cada vez que venía, la dejaban estar con él durante dos horas. Durante la primera hora todo iba bien. Hablaban un poco, a veces daban un paseo por el barrio. En un par de ocasiones fueron a una cafetería a comer pasteles. Pero quedaba bastante lejos y el trayecto les robaba casi todo el tiempo. Una vez volvieron media hora tarde y Agnes le echó una bronca a su madre. Él vio cómo ella se ponía triste, aunque no dijo nada. Por eso destrozó el perchero del vestuario. Entonces Agnes se enfureció también con él.

Después de transcurrida la primera hora, era más difícil inventarse alguna actividad. Agnes propuso que su madre le ayudara con los deberes. Pero nunca antes lo había hecho y a él no le agradaba la idea. Así que se quedaban en el cuarto sin hablar apenas.

Echaba mucho de menos su casa.

Y tenía hambre.

Siempre. Siempre tenía hambre. Había empeorado desde que llegara al orfanato. Allí no le daban suficiente de comer. El día anterior quiso repetir por tercera vez el plato de albóndigas con un montón de salsa. Agnes se negó, aunque quedara un montón en la olla. Kenneth se ofreció a darle su porción, pero en el momento en que se lo pasaba todo a su plato, Agnes se lo arrebató y, en su lugar, le dio una manzana. Pero él no quería una manzana. Él quería albóndigas.

Tenía un hambre atroz.

En ese momento los demás niños se encontraban fuera. Al menos había silencio en la enorme casa. Ese día no había clases, y seguramente por eso habían hecho el simulacro de incendio. Se incorporó en la cama y sacudió una pierna que se le había quedado dormida. Sentía los pinchazos. Aunque le dolía, también le hacía cosquillas.

Casi le fallaron las piernas cuando fue a ponerse de pie y, medio cojeando, se dirigió a la puerta. Oyó voces abajo, pero debían de ser de los mayores. Se acercó a la ventana que había al final del pasillo y vio a Kenneth y los gemelos montando en trineo por la pendiente que había cerca de la carretera. Una pendiente para cobardicas. Era demasiado corta y además había que frenar para no chocar contra la valla. No sabía dónde se encontraban los chicos mayores. A ellos les dejaban hacer lo que quisieran. El día anterior, Raymond había ido incluso al McDonald’s. Con su novia. Trajo un muñequito, que le regaló a Olav. Era la hostia de infantil, por eso se lo dio a Kenneth. Intentó bajar sigilosamente por las escaleras, pero los escalones crujían un poco. Se percató de que, si pisaba en el extremo de cada peldaño, no se producían crujidos. Bajó casi sin hacer ruido.

—¡Hola, Olav!

Pegó un respingo. Era Maren.

—¿No has salido? ¡Todos los demás niños están fuera!

—No, no me da la gana. Prefiero ver la tele.

—No puedes ver la tele tan temprano, ya lo sabes. Tienes que hacer otra cosa.

Ella le sonrió. Era la única persona adulta en el orfanato a la que soportaba. Maren era «lógica». Casi nadie lo era. Tampoco su madre. Y en modo alguno Agnes.

—Tengo mucha hambre —se lamentó en voz baja.

—¡Pero si hace tan solo media hora que hemos almorzado!

—Solo he comido dos rebanadas de pan.

Maren miró a su alrededor para constatar que no había nadie a la vista. Luego se llevó el dedo índice a la boca sonriente y, con movimientos exagerados, se dirigió a la cocina de puntillas mientras canturreaba la canción de Kasper, Jesper y Joonatan. Olav la siguió también sonriendo y de puntillas, aunque aquello le parecía bastante estúpido.

Una vez en la cocina, Maren entreabrió el frigorífico. Los dos acercaron sus rostros a la rendija. La luz se apagaba y se encendía, ya que la puerta no estaba abierta del todo, y tuvieron que abrirla un poco más.

—¿Qué quieres? —susurró Maren.

—Las albóndigas —contestó Olav susurrando también y señalando las sobras del día anterior.

—Eso no puede ser, pero puedes tomar un yogur.

No le hizo especialmente gracia, pero era mejor que nada.

—¿Puedo echarle cereales?

—Vale.

Maren cogió una tarrina de yogur barato y vertió parte del contenido en un pequeño plato hondo. Olav había cogido el paquete de cereales del armario grande y se disponía ya a echar la tercera cucharada en el bol cuando apareció Agnes por la puerta.

—¿Qué estáis haciendo?

Los dos se quedaron helados durante un instante, hasta que Maren cogió la comida y se colocó parcialmente delante del niño.

—Olav tiene mucha hambre. Un poco de yogur no hace daño.

Agnes no dijo nada cuando rodeó la mesa y le quitó el bol a Maren. Sin decir palabra, buscó el papel de plástico en un cajón, cubrió con él la comida e hizo apartarse a los dos pecadores del frigorífico, donde puso el bol y cerró la puerta.

—Ya está. En esta casa no comemos entre horas. Los dos lo sabéis.

Ni siquiera miró a Olav. Pero clavó los ojos en Maren mientras hablaba. Maren se encogió de hombros, molesta, y colocó su mano sobre el de Olav. Este, por su parte, había conseguido recuperarse después de la sorpresa.

—Zorra de mierda.

Agnes se disponía a salir de la habitación, pero se detuvo en seco y se dio la vuelta lentamente.

—¿Qué has dicho?

Maren le apretó el hombro al niño en un intento de prevenirle.

—¡Jodida zorra de mierda!

Y se puso a chillar.

Agnes Vestavik se dirigió al niño con mayor rapidez de la que cabía esperar. Le agarró por la barbilla y le obligó a levantar la cara hacia la suya. Él protestó cerrando con fuerza los ojos.

—Aquí no empleamos esa clase de lenguaje —gruñó ella.

Maren hubiera jurado que su mano izquierda se alzó como si le fuera a dar una humillante bofetada. En ese caso habría sido la primera vez en la historia que Agnes Vestavik le hubiera puesto la mano encima a un niño. Tras unos segundos de vacilación volvió a bajar el brazo, aunque seguía sujetando la cara del niño.

—¡Mírame!

Él apretó los ojos aún más.

—¡Olav, abre los ojos y mírame!

El rostro de Olav estaba enrojecido, con marcas blancas formadas por los dedos de Agnes.

—Yo me ocupo de él —dijo Maren con calma—. Ya hablo yo con él.

—¡Hablar! Aquí no se habla. Aquí vamos a…

—Coño apestoso —murmuró Olav a través de sus dientes apretados.

La gerente se quedó pálida como un cadáver. Alzó de nuevo su mano izquierda y volvió a bajarla tras unos segundos. Apretó la cara del niño con más fuerza. Luego tragó saliva dos veces y le soltó lentamente. Sin embargo, el niño no abrió los ojos y permaneció con la cara vuelta hacia arriba.

—Voy a llamar a tu madre para decirle que no hace falta que venga en dos semanas, ¿lo entiendes? Será un castigo adecuado.

Maren abrió la boca para protestar, pero la cerró enseguida al percibir la mirada de la gerente. En cambio, intentó interponerse entre el niño y Agnes, cosa que resultó complicada dado que Olav, tras oír la sentencia del castigo, abrió tanto los ojos como la boca y se abalanzó contra la mujer. Esta ya se había dado la vuelta y se disponía a salir por la puerta. Maren logró detener al chico al vuelo agarrándolo por los brazos y retorciéndoselos a la espalda. El niño chillaba:

—¡Te odio! ¡Te odio, hija de puta!

Agnes dio un portazo y desapareció.

—¡Mamá! —gritó el niño tratando de zafarse—. ¡Mamá!

Se mordió la lengua adrede hasta que empezó a sangrar.

Pero no lloraba.

—Mamá —murmuró mientras la sangre le chorreaba por la boca.

Maren permaneció tras él y se percató de que el niño ya no intentaba liberarse. Lo soltó lentamente y lo acompañó a una silla. Entonces vio la sangre.

—¡Dios mío, Olav! —dijo espantada, cogiendo un trozo de papel de cocina.

El papel se llenó de sangre enseguida y prácticamente gastó todo el rollo hasta que logró detener la hemorragia y examinar la herida. Casi se había arrancado un trozo de lengua.

—Olav, por favor —dijo abatida, mientras presionaba el papel contra la herida.

En ese momento comprendió que no había nada más que decir. Excepto una cosa.

—Olav, debes recordar que, cuando las cosas se pongan difíciles y todo salga mal y todo el mundo te trate fatal, debes acudir a mí. Yo siempre te ayudaré. Si no te hubieras enfadado tanto, podríamos haber arreglado esto juntos. ¿Intentarás recordarlo para la próxima vez? ¿Que yo siempre te podré ayudar?

No estaba del todo segura, pero tuvo la impresión de que el niño asentía con la cabeza. A continuación, se levantó y llamó al médico de cabecera.

Al final hubo que ponerle tres puntos de sutura en la lengua.

Solo uno de los catorce empleados no asistió. Agnes presidía la reunión. La lista de turnos había sido elaborada para los próximos dos meses, aunque habían realizado algunos ajustes a la propuesta inicial de Maren. A continuación hablaron de los niños, uno por uno.

—A Raymond le han aceptado en ese curso —dijo Terje—. Empieza la próxima semana y tendrá tres días lectivos y dos de prácticas de mecánica de motos cada semana. Está ilusionado.

A Raymond le iba bien. Había vivido en Vårsol desde los nueve años y hasta los diez había sido un hueso duro de roer. Luego se relajó y aceptó que su madre solo podía estar con él los fines de semana. Ella era una mujer maravillosa. Tenía todas las cualidades de una madre: era atenta y protectora, lo estimulaba y le daba cariño. Cuando estaba sobria. Durante los primeros cinco años de vida del niño todo fue bien, pero luego volvió a darle a la bebida. A los siete años mandaron a Raymond a un hogar provisional. Fue un desastre. Estaba tan apegado a su madre que era imposible que nadie asumiera el papel parental. Después de que tres parejas de acogida diferentes terminasen extenuadas sin que la mujer lograra dejar la botella, fue trasladado a Vårsol. Allí le fue mucho mejor. La madre se mantenía abstemia desde el viernes por la mañana, y solo abría la primera botella en cuanto Raymond salía por la puerta el domingo por la noche. A lo largo de la semana bebía sin parar para cobrar fuerzas a fin de poder pasar cuarenta y ocho horas sin alcohol. Pero, incuestionablemente, era la madre de Raymond. Y a Raymond le iba bien.

No había mucho que decir de los demás inquilinos. Excepto de Olav.

—Realmente hay que llevar mucho cuidado con este —dijo suspirando Cathrine, una empleada de día anoréxica ya entrada en la treintena—. Sinceramente, ¡yo le tengo miedo al chaval! ¡No hay manera de controlarlo cuando se te retuerce!

—Pues come un poco más —murmuró Terje sin que los demás le hicieran caso.

—El martes resultó bastante terrible, cuando la madre se fue —dijo Eirik, que había estado de guardia ese día—. Él se colgó de su pierna y ella se quedó como un pasmarote, mirándome sin ni siquiera intentar amonestar al chico. ¡Cuando me incliné para tratar de separarlo, recibí esto! —Todos pudieron apreciar un círculo azulado y amarillo alrededor de su ojo izquierdo—. ¡Ese niño es simple y llanamente un peligro! ¡Y la verdad es que la madre da miedo!

—Pero nunca se mete con los demás niños —objetó Maren—. De hecho, a veces les presta su ayuda. Tiene buenos modales y es educado cuando quiere. No debemos exagerar. En cuanto a su madre, está bastante desesperada.

—¿Exagerar? ¿No te parece fuerte que me pegue una patada en el ojo, me amenace de muerte y luego haga pedazos todos los dibujos de los demás niños?

—Mientras solo te afecte a ti y a los dibujos, debemos tomárnoslo con calma —concluyó Agnes, sin ni siquiera mencionar el dramático episodio de esa misma mañana.

Empezó a recoger sus documentos, dando a entender que la reunión ya había concluido. En medio del ruido provocado por los demás al levantarse de sus sillas, la mujer alzó una mano para reclamar su atención y añadió:

—Me gustaría tener una conversación privada con cada uno de vosotros —dijo sin mirar a ninguno de ellos—. Una especie de evaluación.

—¿Evaluación?

Cathrine advirtió que era una irregularidad llevar a cabo una evaluación en ese momento, sin previo aviso y dos meses antes de lo que establecía la rutina.

—Lo haremos ahora. Será muy breve. Terje, tú primero. Subamos a mi despacho.

Maren Kalsvik, que solo ejercía de nombre como subdirectora en Vårsol, examinó pensativa a su jefa. Agnes parecía algo cansada. Su cabello se veía sin lustre y el rostro, habitualmente tan redondo y terso, estaba demacrado. Tenía una sombra azulada debajo de los ojos y había momentos en que hasta mostraba desinterés hacia los niños. Debía de ser por su matrimonio. Maren y Agnes no eran lo que se dice amigas, pero trabajaban estrechamente juntas y, de vez en cuando, charlaban de sus cosas. Durante los últimos meses su matrimonio no andaba bien, y ella lo sabía. Tal vez fuera más grave de lo que Agnes le había dado a entender. El terrible castigo por el arrebato de Olav era una clara prueba de que algo iba muy mal. Procuraría preguntarle con cuidado durante la conversación que mantendrían. Además, tenía que lograr que le quitara el castigo a Olav. No debería resultar tan difícil. Castigar a los niños privándoles de la compañía de sus padres no solo era poco pedagógico, sino que también era ilegal.

—¿Puedo ser la segunda? —preguntó—. Tengo cita con el dentista más tarde.

Agnes no acabó de hablar con sus empleados hasta pasadas casi cuatro horas, aunque las dos últimas conversaciones solo duraron diez minutos.

Parecía que la casa respiraba. De forma calma, pesada. Una fortaleza segura y cálida para ocho niños que dormían.

Al menos permanecen quietos, pensó Eirik satisfecho al apagar la tele.

Según el reloj, pasaba media hora de la medianoche, pero él no tenía sueño. Eso no era habitual. ¿Se habría quedado dormido sin darse cuenta? Cogió una baraja de cartas y se puso a hacer un solitario. Resultó ser un auténtico somnífero. Después de hacerse trampas a sí mismo un par de veces, le sobrevino el sueño. Lo mejor sería usar la cama de la primera planta, que ya estaba hecha. Al subir por las escaleras recordó que Agnes todavía no se había marchado. Al menos no se había percatado de ello, y le parecía muy improbable que ella no hubiera asomado la cabeza por la puerta de la sala de estar para despedirse. En realidad no entendía por qué se había vuelto a pasar antes por allí, esa misma noche, a eso de las diez. Todos los informes estaban al día, eso había quedado claro durante la reunión de la tarde. Y ya llevaba mucho tiempo allí. Volvió a mirar la hora. Casi la una. Con pasos cuidadosos se dirigió a la izquierda del pasillo de la primera planta y abrió la puerta de los gemelos tirando del pomo hacia abajo. Los dos estaban en la cama de Kim-André. Parecían dos angelitos, abrazados y con sus pequeñas bocas abiertas respirando de forma ligera y regular. Eirik levantó cuidadosamente a Roy-Morgan y lo llevó a su cama. El niño murmuró unas cuantas protestas entre sueños antes de darse la vuelta y colocarse boca abajo. Suspiró y siguió durmiendo. Como de costumbre, los chicos habían dejado la luz encendida. Eirik la dejó así y continuó con la ronda.

Todos dormían. Raymond roncaba. Con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás, yacía sobre su espalda con los brazos y las piernas muy separadas, sobresaliendo por los lados de la estrecha cama. El edredón estaba en el suelo. El guardia nocturno lo recogió y colocó sus largas extremidades de adolescente en su sitio sin que el propietario se inmutara. Luego remetió el borde del edredón entre el colchón y el somier con la esperanza de que no se volviera a caer.

Miró hacia la cama de Olav y se quedó helado. La cama estaba vacía. No podía ser. Aunque había estado viendo la tele, se habría dado cuenta si el niño hubiera salido.

La puerta de la sala de estar había estado abierta. ¿Lo había estado realmente? Sintió que se sofocaba.

No era la primera vez que un niño se escapaba. Bastaba con que no volviera al orfanato desde el colegio, o de una visita al centro de la ciudad, o lo que fuera. Pero esto era culpa suya. En plena noche. Y Olav tan solo tenía doce años.

La ventana estaba abierta. La cuerda de escape estaba sujeta al gancho que había debajo del marco y colgaba por el exterior. Eirik abrió la ventana del todo y observó el suelo allá abajo, a unos cinco metros. ¡Pero si Olav no se había atrevido ni a acercarse a las cuerdas!

Sin pensar en no molestar a los niños que dormían, salió corriendo al pasillo, pasó junto al dormitorio de los empleados y, cuando estuvo a dos metros del despacho de la gerente al final del corredor, a la derecha de la escalera, gritó:

—¡Agnes! ¡Agnes! ¡Olav se ha escapado!

Entró al despacho a toda prisa. Allí se quedó completamente estupefacto.

Detrás del escritorio de caoba, comprado en un rastro por trescientas coronas y sobre el cual descansaban una maceta de soleirolia, un teléfono, una carpeta barata de plástico, una taza roja con cuatro bolígrafos y un lapicero, Agnes Vestavik permanecía completamente inmóvil. Lo observaba con mirada asombrada y la boca semiabierta, y en la comisura de sus labios se dibujaba un arroyo de sangre coagulada que ya no corría.

Después de permanecer totalmente quieto durante medio minuto, Eirik rodeó el escritorio de forma lenta y titubeante, como en señal de respeto por la fallecida. Porque más muerta no podía estar: de su espalda sobresalía una hoja de cuchillo de trece centímetros. Aproximadamente a la altura del corazón.

Eirik se tapó la cara con ambas manos y comenzó a llorar.