—¡Soy el chico nuevo!
Caminaba con paso resuelto hacia el interior de la habitación. Se quedó allí de pie mientras la nieve que cubría sus enormes zapatillas deportivas comenzaba a formar charcos alrededor de sus pies. Con las piernas separadas, como para ocultar su condición de patizambo, abrió los brazos y repitió:
—¡Soy el chico nuevo!
Tenía la cabeza rapada por uno de los lados. Justo por encima de la oreja derecha llevaba el cabello liso y negro como el carbón, peinado de tal modo que formaba un arco en torno a la coronilla y luego se deslizaba a lo largo de su cabeza, redonda como una pelota, hasta acabar en un corte recto a solo unos milímetros por encima del hombro izquierdo. Un grueso rizo, entrelazado como un trozo de cuero, colgaba en solitario tapándole un ojo. Su boca formaba una agria U al intentar, una y otra vez, colocar el flequillo en su sitio con un soplido. Su plumífero era de la talla cincuenta y seis. Le quedaba bien en la cintura, pero le sobraba medio metro de largo y unos treinta centímetros de manga, que se enrollaba en un par de puños enormes. Llevaba el pantalón remangado por las pantorrillas. Cuando, con cierta dificultad, logró abrirse el abrigo, quedó en evidencia que los pantalones le estaban muy estrechos a la altura de los muslos.
La habitación era amplia. El chico pensó que no podía ser el salón, pues no había ningún tresillo ni tampoco ningún televisor. A lo largo de una de las paredes se extendía una encimera con fregadero y fogón. Pero no olía a comida. Alzó la nariz para olfatear, constatando que debía de existir otra cocina en la casa. Una cocina de verdad. Esta habitación era un cuarto de estar. Las paredes estaban cubiertas de dibujos y desde el techo, más alto de lo habitual, colgaban pequeños móviles decorativos y figuras de lana que debían de haber elaborado los niños. Justo por encima de su cabeza batía una gaviota de cartón e hilo de lana, gris y blanca, con un pico muy rojo medio caído que pendía de un fino hilo como un diente suelto. Se estiró para alcanzarla, pero no pudo. En su lugar arrancó un pollito de Pascua hecho de cartones de huevo y plumas amarillas. Lo recogió del suelo y le sacó todas las plumas antes de volver a tirar el cartón de huevos.
Bajo dos grandes ventanales con travesaños había una enorme mesa de trabajo. Cuatro niños detuvieron su tarea. Se quedaron mirando fijamente al recién llegado. La mayor, una niña de unos once años, lo examinó de arriba abajo con incredulidad. Dos niños que podrían ser gemelos, ataviados con idénticos jerséis y con flequillos blancos como la nieve, se reían con disimulo a la vez que susurraban entre sí y se empujaban. Una pelirroja de unos cuatro o cinco años permaneció aterrada unos segundos antes de deslizarse de la silla e ir corriendo hacia la única persona adulta que había en la habitación, una mujerona que enseguida tomó a la pequeña acariciándole los rizos de modo tranquilizador.
—Este es el chico nuevo —dijo—. Se llama Olav.
—Eso es justo lo que he dicho —dijo Olav malhumorado—. Soy el chico nuevo. ¿Estás casada?
—Sí —respondió la mujer.
—¿Estos son los únicos niños que viven aquí?
Su desilusión quedó muy patente.
—No, ya lo sabes —dijo la mujer, sonriente—. Aquí viven siete niños. Aquellos tres…
Inclinó la cabeza hacia los tres niños que había en torno a la mesa, aprovechando para enviarles una mirada estricta que pasó inadvertida para los chavales.
—¿Y esa? ¿No vive aquí?
—No, esta es mi hija. Casualmente está aquí justo hoy.
Ella sonrió mientras la niña reclinaba la cabeza en el cuello de su madre, agarrándose más fuerte a ella.
—Vale. ¿Y tienes muchos hijos?
—Tengo tres. Esta es la menor. Se llama Amanda.
—¡Qué nombre más cursi! Ya me imaginaba que era la menor. Eres demasiado mayor para tener hijos.
La mujer se rio.
—En eso tienes razón. Ya soy demasiado mayor. Mis otros dos hijos ya casi son adultos. Pero ¿no quieres conocer a Jeanette? Casi tiene tu edad. ¿Y a Roy-Morgan? Tiene ocho años.
Roy-Morgan no mostraba ningún interés en saludar al chico nuevo. Se retorcía en la silla y giraba la cabeza en dirección a su compañero de modo ostentoso y hostil.
Jeanette frunció el ceño y se recostó en la silla cuando Olav se le acercó con la mano tendida, goteando nieve sucia que se había derretido. Antes de llegar, y mucho antes de que ella hiciera ademán de agarrar los dedos separados que se le estaban ofreciendo, él hizo una profunda reverencia declarando solemnemente:
—Olav Håkonsen. ¡Mucho gusto!
Jeanette se apoyó en el respaldo de la silla agarrando el asiento con ambas manos mientras colocaba la barbilla entre las rodillas. El chico nuevo intentó dejar caer los brazos por los costados, pero su corpulencia y la ropa que llevaba hacían que los brazos colgaran de modo oblicuo, como si fuera un muñeco de Michelín. Su actitud agresiva había desaparecido y se olvidó de separar las piernas. Sus rótulas se besaban ahora bajo sus muslos gordos y los dedos gordos de los pies apuntaban el uno hacia el otro dentro de sus enormes zapatillas.
Los chavalines se callaron.
—Ya sé por qué no quieres saludarme —dijo Olav.
La mujer había llevado a la niña pequeña a otra habitación. Cuando regresó, vio a la madre de Olav en el vano de la puerta. Madre e hijo tenían un parecido asombroso: el mismo pelo negro, la misma boca ancha con un labio inferior que llamaba inmediatamente la atención, ya que parecía inusualmente suave además de húmedo y tenía un color rojo oscuro. No estaba reseco y agrietado, como correspondería a la estación. Al muchacho le daba un aspecto infantil. En el caso de la madre, el labio resultaba repugnante, en particular porque ella sacaba constantemente su lengua igual de roja para humedecerlo. Aparte de la boca, lo que más llamaba la atención eran sus hombros. No tenía hombros. Desde la cabeza se extendía un arco regular que iba bajando como el de los bolos, o el de una pera; una línea curvada que culminaba en unas caderas increíblemente anchas, con unos muslos gordos y unas finas pantorrillas que lo sostenían todo. La forma del cuerpo era más definida que la del niño, probablemente porque su abrigo le quedaba bien. La otra mujer intentaba en vano captar su mirada.
—Sé muy bien por qué no quieres saludarme —repitió Olav—. Porque soy muy feo y gordo.
Lo dijo sin atisbo de dolor, con una sonrisa débil y satisfecha, más bien como un hecho que finalmente había descubierto; la solución de un problema complicado que había empleado doce años en solucionar. Se dio la vuelta y, sin mirar a la robusta monitora del orfanato, preguntó dónde se alojaría.
—¿Serías tan amable de mostrarme mi cuarto?
La mujer enseguida extendió la mano para tomar la suya, pero él, en vez de cogérsela, hizo un movimiento galante y brioso con el brazo e inclinó la cabeza débilmente.
—¡Las señoras primero!
A continuación la siguió al segundo piso con andares de pato.
Él era muy grande. Y yo sabía que algo iba mal. Lo pusieron en mis brazos, y no sentí ninguna alegría, ninguna pena. Impotencia. Una impotencia enorme y oprimente, como si me hubieran impuesto algo que todos sabían que yo no era capaz de realizar. Me consolaron. Todo fue completamente normal. Pero él era tan enorme… ¡Tan enorme! ¿Normal? ¿Alguno de ellos había intentado expulsar un bulto de 5340 gramos? Yo sabía que me había pasado tres semanas de la fecha en que salía de cuentas, pero la doctora insistía en que eso no era así. Como si ella pudiera saberlo. Yo sabía exactamente cuándo había sido concebido. Un martes por la noche. Una de esas noches en que yo cedía para ahorrarme problemas, cuando el temor a sus ataques de furia era tan fuerte que ya no podía más. No en ese preciso momento. No con tanto alcohol en casa. El día después se mató en un accidente de coche. Fue un miércoles. Desde aquel entonces no había habido otro hombre en mi vida hasta que aquel bebé fofo llegó al mundo con una sonrisa. ¡Es cierto! ¡Sonreía! La doctora dijo que solo era una mueca, pero yo sabía que era una sonrisa. Aún sigue con la misma sonrisa, siempre la ha tenido. Es su mejor arma. No ha llorado ni una sola vez desde que cumpliera año y medio.
Lo colocaron sobre mi vientre. Una inconcebible masa de carne humana que ya en ese momento abrió los ojos y exploró con su amplia boca mi piel en busca de la teta. Todos los que iban de blanco a mi alrededor se rieron y volvieron a darle un cachete en el culo. ¡Vaya pícaro!
Yo sabía que algo iba mal. Ellos decían que todo era normal.
Ocho niños y dos adultos alrededor de una mesa de comedor ovalada. Siete de los niños bendecían la mesa junto con los adultos. El chico nuevo tenía razón. El lugar donde había entrado antes no era la cocina.
Esta se encontraba en el interior del gran chalet reformado de finales del siglo pasado, y probablemente había sido la antecocina cuando la casa era nueva. Era familiar y cálida, con mobiliario azul y jarapas en el suelo. Lo único que la distinguía de un hogar común, aparte de la prole inusualmente numerosa, eran las listas de guardia. Estaban expuestas en un gran tablón de anuncios junto a la entrada de uno de los salones; el chico nuevo había oído que se trataba de la sala de estar. Además de los nombres, había pequeñas fotografías de los empleados. Al chico le informaron de que eso era porque no todos los niños sabían leer.
—¡Ja!, no saben leer —comentó con desdén—. ¡Pero si aquí no hay nadie menor de siete años!
No recibió más respuesta que una amable sonrisa por parte de la mujerona, que él ya sabía que era la gerenta.
—No se dice «gerenta» —había constatado él—. Se dice «gerente». En todos los casos. Del mismo modo que se dice «docente» aunque sea mujer.
—A mí me parece mucho más simpático «gerenta» —insistió la mujer—. Además, puedes llamarme Agnes. Ese es mi nombre.
En ese momento Agnes no estaba allí. Los adultos que había alrededor de la mesa eran mucho más jóvenes. El hombre incluso tenía un montón de granos. La mujer era bastante guapa, con el pelo largo y rubio que había trenzado de forma extraña y elegante, comenzando en la coronilla y terminando en un lazo de seda rojo. El hombre se llamaba Christian y la mujer Maren. Entonaban una breve canción mientras se cogían de las manos. El chico no quería cantar.
—No hace falta si no quieres —dijo Maren de un modo realmente muy dulce.
Acto seguido empezaron a cenar.
Junto a Olav estaba sentada Jeanette, la niña que se había negado a saludarlo aquella mañana. Ella también estaba un poco gordita, con el pelo castaño y liso recogido en una goma que se le caía todo el rato. La pequeña protestó cuando le dijeron que se colocara a su lado, pero Maren zanjó con determinación cualquier discusión al respecto. Jeanette estaba sentada en un extremo de la silla, tan alejada de Olav como era posible, lo cual le permitía a Roy-Morgan hincarle el codo sin cesar en el costado a la vez que gritaba que iba a pillar piojos de chica. Al otro lado de Olav se sentaba Kenneth. Tenía siete años y era el menor de la casa. Luchaba por untar la mantequilla en una rebanada de pan que acabó por destrozar.
—Eres incluso más torpe que yo —dijo Olav, satisfecho, y cogió otra rebanada, la untó con mantequilla y la colocó en el plato de Kenneth.
—¿Con qué la quieres?
—Con mermelada —susurró Kenneth, colocando las manos debajo de los muslos.
—¿Con mermelada, idiota? ¡Entonces no necesitas mantequilla!
Olav agarró otra rebanada, vertió en el centro una gran cucharada de mermelada de arándanos y la untó bruscamente con la cuchara.
—¡Ten!
Con un manotazo puso la rebanada en su plato y cogió para él la que llevaba mantequilla. Miró a su alrededor.
—¿Dónde está el azúcar?
—No necesitamos azúcar —dijo Maren.
—¡Yo quiero azúcar en el pan!
—No es sano, aquí no tomamos.
—¿Tú sabes cuánto azúcar hay realmente en la mermelada que el idiota ese está mascando?
Los demás niños permanecían callados y muy atentos. Kenneth estaba rojo como un tomate y dejó de masticar con la boca llena de pan con mermelada. Maren se levantó. Christian estaba a punto de decir algo, pero Maren bordeó la mesa y se inclinó sobre Olav.
—Pues tú también puedes ponerte mermelada —dijo con amabilidad—. Además es mermelada ligera, ¡mira aquí!
Ella fue a coger el tarro, pero el niño se le anticipó con un raudo e inesperado movimiento. Se levantó tan bruscamente que la silla se cayó y acto seguido lanzó el tarro a través de la habitación hasta impactar contra la puerta de la nevera con gran estruendo. La puerta recibió una considerable abolladura, pero el tarro, increíblemente, quedó intacto. Antes de que nadie pudiera pararle, ya se había dirigido al otro lado de la cocina para sacar de un armario un gran tarro de azúcar.
—¡Aquí está el azúcar! —gritó—. ¡Aquí está el jodido azúcar!
Arrancó la tapa y la arrojó al suelo, y al momento se vio envuelto en una nube de azúcar. Jeanette comenzó a reírse. Kenneth rompió a llorar. Glenn, que tenía catorce años y ya mostraba una incipiente pelusa de color negro en el labio superior, murmuró que Olav era un imbécil. Raymond tenía diecisiete años y era un viejo zorro. Se lo tomó todo con una calma estoica, cogió su plato y se marchó. Anita, de dieciséis años, le siguió. El gemelo de Roy-Morgan, Kim-André, agarró la mano de su hermano, exaltado y feliz. Miró a Jeanette y, de forma vacilante, se echó a reír él también.
El tarro de azúcar estaba vacío. Olav estaba a punto de arrojarlo al suelo, pero en el último momento Christian le detuvo agarrando su brazo como una tenaza. Olav gritó intentando soltarse. Sin embargo, Maren se acercó a él y le rodeó el cuerpo con los brazos. El chico poseía una fuerza increíble para tener solo doce años, pero tras unos minutos ella percibió que empezaba a calmarse. Le hablaba todo el rato en voz baja y al oído.
—Tranquilo. Cálmate ya. Todo va bien.
Cuando vio que Maren tenía al chico bajo control, Christian se llevó a los otros niños a la sala de estar. Kenneth había vomitado. Una pequeña y repugnante masa de pan, leche y arándanos reposaba sobre el plato que había agarrado titubeante a fin de llevarse algo que comer, al igual que los demás.
—Déjalo ahí —le animó Christian—. ¡Puedes coger una de mis rebanadas!
En cuanto los demás niños se hubieron marchado, Olav se calmó por completo. Maren probó a soltarlo y él se desplomó en el suelo como un saco.
—Yo solo como azúcar en el pan —murmuró él—. Mi madre dice que está bien.
—Entonces te propongo una cosa —dijo Maren sentándose a su lado, de espaldas al abollado frigorífico—. Cuando estés en casa de tu madre, comerás azúcar como de costumbre. Pero cuando estés aquí, comerás lo que haya aquí. ¿Te parece bien?
—No.
—Puede que no estés de acuerdo, pero lamentablemente ha de ser así. Aquí tenemos unas cuantas reglas que todos tienen que seguir. Si no, sería bastante injusto, ¿no crees?
El niño no le contestó. Parecía totalmente ausente. Ella probó a poner una mano en su grueso muslo. La reacción fue instantánea. El niño le dio un golpe en el brazo.
—¡No me toques, joder!
Ella se levantó muy tranquila y se lo quedó mirando desde su altura.
—¿Quieres algo de comer antes de que recoja la mesa?
—Sí, seis rebanadas con azúcar.
Maren sonrió débilmente y se encogió de hombros mientras comenzaba a envolver la comida en un plástico.
—¿Tengo que irme a la cama con hambre en este maldito antro o qué?
Por primera vez él la miró a los ojos. El chaval tenía unos ojos completamente negros, como dos profundos agujeros horadados en su obeso rostro. Ella tenía la sensación de que habría sido un chico guapo si no fuera por su corpulencia.
—No, Olav, no tienes que irte a la cama con hambre. Depende de ti. No vas a tener azúcar en el pan, ni ahora ni mañana. Nunca. Si dejas de comer esperando a que nos rindamos, vas a morirte de hambre. ¿De acuerdo?
Él no entendía cómo ella podía estar tan tranquila. Le desconcertaba que no se diera por vencida. Seguía sin entender por qué tenía que irse a la cama con hambre. Por un momento pensó que el salami estaba realmente bueno. Pero descartó esa idea con rapidez. Se incorporó con dificultad, jadeando por el esfuerzo que ello le supuso.
—Joder, estoy tan gordo que ni siquiera me puedo poner en pie —se dijo en voz baja mientras se dirigía al salón.
—¡Oye, Olav!
Maren estaba de espaldas examinando la abolladura de la puerta del frigorífico. Él se detuvo sin girarse hacia ella.
—Ha estado muy bien por tu parte que ayudaras a Kenneth con el pan. Él es muy pequeño y vulnerable.
Durante un instante, aquel chico nuevo de doce años permaneció de pie, vacilando, antes de girarse lentamente.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis.
—Ajá.
Olav se fue a la cama con hambre.
Raymond roncaba. Roncaba realmente como si fuera un adulto. La habitación era amplia y, en la tenue luz que provenía de la noche exterior, Olav pudo divisar un enorme cartel de Rednex sobre la cama de su compañero de cuarto. En un rincón había una bicicleta de montaña desmontada. La mesa de Raymond era un caos de libros de texto, envoltorios de comida, cómics y herramientas. En cambio, su propia mesa permanecía completamente desnuda.
Las sábanas estaban limpias y eran un poco rígidas. Olían extraño, pero bien. Como a flores. Eran mucho más bonitas que las que él tenía en casa: estas eran muy coloridas y estaban estampadas con coches de Fórmula 1. La funda de la almohada y la del edredón mostraban el mismo dibujo. La sábana bajera era azul, a tono con algunos coches. En su casa nunca tenía ropa de cama que hiciera juego con algo.
Las cortinas se movían con la corriente de la ventana entreabierta. Raymond lo había decidido así. Olav estaba acostumbrado a un dormitorio más caluroso y, aunque tenía un pijama nuevo y un cálido edredón, sentía un poco de frío. Y hambre.
—¡Olav!
Era la gerente. O, bueno, Agnes. Le susurraba desde el vano de la puerta.
—¿Estás durmiendo?
Él se dio la vuelta con el rostro hacia la pared y no le contestó.
¡Lárgate, lárgate!, dijo para sus adentros, pero no sirvió de nada. Ella ya estaba sentada en el borde de la cama.
—No me toques.
—No te voy a tocar, Olav. Solo quiero hablar un poco contigo. Me han dicho que te has enfadado durante la cena.
Ni una palabra.
—Debes comprender que es inaceptable que los niños se comporten así. ¡Imagínate si los ocho comenzaran a arrojar el azúcar y la mermelada contra las paredes todo el rato!
Se echó a reír. Su risa era suave y cristalina.
—¡Estaría bueno!
Él seguía sin decir nada.
—Te he traído un poco de comida. Tres rebanadas. Con queso y salchicha. Y un vaso de leche. Te lo dejo aquí junto a la cama. Si te lo quieres comer, bien. Si no, dejaremos que mañana temprano lo tires a la basura sin que nadie lo vea. ¿Vale?
El niño se movió un poco y se giró de repente.
—¿Eres tú la que ha decidido que tengo que vivir aquí? —preguntó en voz alta, enfadado.
—¡Chsss! —dijo ella, chistando—. ¡Vas a despertar a Raymond! No, sabes de sobra que yo no decido esas cosas. Mi tarea es cuidarte bien. Junto con los otros adultos. Todo irá bien. Aunque seguramente echarás de menos a tu madre. Pero irás a visitarla con frecuencia, no lo olvides.
Olav se incorporó un poco en la cama. Parecía un demonio gordo, con ese pelo negro como el carbón y peinado con tan mal gusto, con esa boca tan ancha que lucía rojísima incluso en la oscuridad. Ella no pudo evitar bajar la mirada. Las manos que reposaban sobre el edredón eran las de un niño pequeño. Eran grandes, pero la piel era la de un bebé y se agarraban desvalidas a dos coches dibujados en la tela.
¡Dios mío!, pensó ella. Este monstruo solo tiene doce años. ¡Doce años!
—La verdad… —dijo él mirándola directamente—. La verdad es que eres mi carcelera. ¡Esto es una puta prisión!
Entonces, la gerente del orfanato Vårsol, la única institución de acogida infantil y juvenil de Oslo, vio algo que jamás había visto en sus veintitrés años al servicio de la protección de menores. Bajo las cejas negras y finas de aquel niño reconoció lo que tantos adultos desesperados sentían; todas aquellas personas despojadas de sus hijos, que la medían con la misma vara que al resto de la burocracia pública que las perseguía. No obstante, Agnes Vestavik jamás había visto aquello en un niño.
El odio.
De la clínica me mandaron a casa reiterando sus aseveraciones. Todo estaba muy bien. Tan solo era un poco glotón. Y era simplemente porque se trataba de un bebé grande y lustroso. A los tres días me enviaron a un piso vacío. En la oficina de servicios sociales me dieron dinero para una cama, una trona y un poco de ropa infantil. Una mujer me visitó dos o tres veces. Yo la observaba cuando miraba furtivamente por los rincones y me mentía diciendo que iba al servicio. Solo para ver si tenía la casa limpia. Como si alguna vez eso hubiese sido un problema. Yo limpio sin parar. Aquí siempre huele a Ajax.
Él llenó el piso enseguida. No sé exactamente cómo, pero desde la primera noche parecía dar a entender que aquel era su lugar, su piso, su madre. Eran sus noches. No lloraba. Solo hacía ruido. Otros tal vez lo llamarían llanto, pero no era eso. Raras veces salían lágrimas. Las pocas veces que de veras lloraba, en realidad era fácil consolarle. Tenía hambre. Yo le metía la teta en la boca y entonces se callaba. Por lo demás, solo hacía ruido. Un ruido chirriante y quejumbroso mientras se agitaba quitándose el edredón a patadas y sacándose la ropa. Él llenaba el piso completamente y a veces a mí no me quedaba más remedio que irme. Lo metía en el cuarto de baño, donde el aislamiento era mejor, y lo ataba en la trona. Por si acaso, colocaba a su alrededor un montón de cojines. Tenía tan solo unos meses y, por tanto, le era imposible salirse de la silla. Luego me marchaba. Iba al centro comercial para tomar un café, leer una revista, ir de tiendas. De vez en cuando me fumaba un cigarrillo. Cuando me quedé embarazada había conseguido dejarlo, y sabía que mientras lo estuviera amamantando no debía fumar. Pero un cigarrillo de vez en cuando no haría ningún daño. Aun así, después me quedaba con mala conciencia.
Mis escapadas se acabaron bruscamente cuando él tenía cinco meses. No había estado fuera mucho tiempo. Tal vez unas dos horas. Como mucho. Cuando regresé a casa, había un silencio escalofriante. Abrí la puerta del baño con ímpetu y allí lo encontré, inerte, con el cuerpo medio fuera de la trona y el cinturón alrededor del cuello. Debieron de pasar muchos segundos antes de que reaccionara y le soltara. Él tosía y jadeaba, y tenía el rostro completamente azulado. Yo lloraba a lágrima viva mientras le sacudía y, poco a poco, su cara volvió a la normalidad. Sin embargo, él seguía en silencio.
Lo abracé y, por primera vez, sentí que le quería. Mi hijo tenía cinco meses. Y hasta aquel instante yo no había sentido nada por él. Todo ha sido anormal desde el principio.
Era ya bastante tarde. El chico nuevo era peor de lo que ella había previsto. Hojeaba el informe psicológico sin prestar demasiada atención, sin enterarse de mucho. Ella ya conocía aquellas palabras. Eran las mismas para todos los niños, solo que con nuevos giros, en otras combinaciones: «Máxima negligencia durante un largo período de tiempo»; «La madre carece de capacidad para proteger al niño contra el acoso»; «El niño es fácil de inducir»; «El niño tiene problemas de aprendizaje en el colegio»; «Serios problemas a la hora de establecer límites»; «El niño alterna un comportamiento desordenado y agresivo con un comportamiento parentificado, distendido y casi galante frente a la madre y otros adultos, algo que evidentemente apoya la hipótesis de trastorno severo del desarrollo como consecuencia de la mencionada negligencia»; «La carencia de control de los impulsos del niño puede constituir a corto plazo un peligro inminente para el resto del mundo si no es introducido en un entorno de cuidados donde reciba la firmeza, la seguridad y la previsibilidad que necesita con tanta urgencia»; «El niño interactúa con otros niños con una actitud de adulto que a estos les infunde temor y, por consiguiente, resulta marginado y cae en un comportamiento agresivo y antisocial».
Tan solo los peores acababan aquí. Los niños que por una u otra razón no podían vivir junto a sus padres biológicos eran llevados a un hogar provisional. Así funcionaban las cosas. Era muy fácil encontrar este tipo de hogares de acogida para los bebés. También era bastante fácil cuando se trataba de niños pequeños, más o menos hasta la edad de primaria. Entonces, de pronto, la cosa se tornaba más difícil. Pero normalmente acababan consiguiéndolo. Excepto en los casos peores. Los que exigían demasiado, los que estaban tan lastimados y destrozados por la vida y por unos padres incompetentes que no podía esperarse que ninguna familia normal tuviera la capacidad de desempeñar esa tarea. Esos terminaban en manos de Agnes.
Ahogó un bostezo mientras se masajeaba la zona lumbar. Olav ya se amoldaría. Ella jamás había dejado a un niño por imposible. Además, en realidad, él no era su mayor problema en ese momento. Intentó sin éxito sentarse más cómodamente, guardó los documentos de Olav en un cajón y abrió otro con llave. Una carpeta con tapas de cartón contenía cinco folios que ella se quedó mirando fijamente. Al final volvió a recogerlos, suspiró y cerró el cajón cuidadosamente con llave. Esta ofreció un poco de resistencia, pero al fin la pudo sacar. Se incorporó algo dolorida, levantó una maceta situada en una estantería BBB que había junto a la ventana y colocó la llave debajo. Durante un instante permaneció de pie mirando por la ventana.
El jardín siempre parecía más grande por la noche. La luz de la luna arrojaba sombras de un color azul gélido sobre la escasa nieve. Cerca de la carretera, junto a una valla metálica de poca altura, se encontraba la bicicleta de Glenn. Suspiró y decidió que esta vez le pondría firme. No se puede montar en bicicleta sobre el hielo. Hacía dos días le había dicho a Christian que debía encerrarla en el sótano. O no lo había hecho, o Glenn había forzado la puerta del trastero para volver a sacarla. Ella no sabía qué era peor: un empleado descuidado o un niño desobediente.
Entraba corriente por la ventana, que era vieja y estaba deteriorada. Habían tenido que establecer prioridades, y la primera planta, donde los niños permanecían la mayor parte del día, se había beneficiado de unas ventanas nuevas.
Sabe Dios cuándo alcanzaría su despacho el primer puesto en la lista de prioridades. Suspiró en voz baja y se dirigió a la puerta. Aunque no le apetecía nada volver a casa, dada la situación que ella y su marido atravesaban últimamente, su cuerpo se moría por dormir. En el mejor de los casos, él ya se habría ido a la cama.
Antes de marcharse echó un nuevo vistazo a Olav. Un cuarto de siglo de experiencia con niños le indicó de inmediato que estaba dormido, aunque solo intuía la silueta de aquella pesada figura en la cama. Su respiración era regular y tranquila, y dedicó un tiempo a ponerle bien el edredón antes de cerrar la puerta con cuidado. Sonrió un poco al ver que la comida y la leche habían desaparecido. Cumplió lo pactado y dejó la vajilla donde estaba.
En la sala de estar, Christian dormitaba con los pies sobre la mesa. Maren estaba sentada con las piernas recogidas en un sillón de orejas, leyendo una novela negra. En el instante en que la directora entró en la habitación, Christian bajó de golpe los pies al suelo en un acto reflejo. Podría haberse ido mucho antes, ya que su turno había acabado hacía una hora. Pero era demasiado vago.
—La verdad, es muy difícil enseñar modales a los niños cuando tú mismo careces genéticamente de ellos —dijo dirigiéndose al joven estudiante que trabajaba media jornada en turnos de tarde y noche—. ¡Además, pensaba que habíamos acordado que encerrarías la bici de Glenn!
—¡Ay, joder, se me olvidó!
Parecía avergonzado mientras se toqueteaba torpemente un grano en el ala izquierda de la nariz.
—Escúchame, Christian —prosiguió la gerente sentándose a su lado con la espalda recta y las rodillas juntas—. Esta es una institución dirigida por el Ejército de Salvación. Hacemos todo lo posible para que los niños se deshagan de esos terribles hábitos lingüísticos. ¿Por qué te resulta tan difícil respetar mi necesidad de no tener que escuchar todas esas palabrotas? ¿No entiendes que me ofendes cada vez que profieres esos tacos? Los niños son niños. Tú eres un adulto y ya deberías haber aprendido a mostrar un poco de respeto. ¿Es que no puedes entenderlo?
—Lo siento, lo siento —murmuró débilmente.
De repente, el grano reventó. Derramó una sustancia amarillenta, y él se quedó mirando fascinado su dedo índice.
—¡Santo cielo! —gimió Agnes, al tiempo que se ponía de pie con la intención de marcharse.
En cuanto se hubo puesto el abrigo, se giró hacia Maren, quien, sin alterarse por la pequeña confrontación entre los otros dos, había seguido leyendo.
—Tenemos que reunirnos cuanto antes —le dijo. Luego, mientras miraba a Christian extrañada por todo el pus que podía caber en un grano, añadió—: Tenemos que hablar sobre los turnos de febrero y marzo. ¿Puedes elaborar una propuesta?
—Mmm… —asintió Maren, alzando la mirada del libro por un instante—. De acuerdo.
—Estaría bien que la dejaras preparada a lo largo de esta noche. Así podremos hablar sobre ello mañana por la tarde.
—De acuerdo, Agnes. La tendré lista para mañana por la tarde. ¡Hecho! ¡Que tengas una buena noche!
—Buenas noches a los dos.