Viernes, 4 de abril de 1997
18.30 Gabinete de la primera ministra
Cuando Benjamin cerró la puerta tras él, fue como si cerrara la vida.
Seguía siendo tan bello como siempre. Igual de serio. Pero ya no era más pequeño que ella. Aquel año oceánico que se abría entre ellos cuando eran jóvenes. Ahora estaban igualados. Hablaron en voz baja. En cierto modo era como si no hubiera pasado nada en los últimos treinta y dos años. Cuando le miraba a la cara podía sentir el olor de las lilas y la leche materna. Se veía con el vestido de crinolina de diseño princesa ceñido a la cintura, pegado al pecho, la falda de vuelo atrevidamente corta hasta la rodilla. Lo había cosido ella misma, feliz por haber recuperado su figura y su peso tan poco tiempo después del parto. Los ojos castaños de Benjamin con aquellas pestañas femeninas, ojos de noche de verano, ojos de juventud. Liv estaba en su mirada, y Birgitte supo que la decisión que había tomado era definitiva.
—Tengo que retirarme de la comisión —dijo con el pastillero entre los dedos, el que sus padres les habían regalado a Roy y a ella por su boda, el que Birgitte no dejaba que nadie tocara pero que no podía quitarle a él, no podía evitar que lo inspeccionara, tal vez lo abriría y ella no podría hacer nada para impedirlo—. Me ha llevado tantos años olvidar… y había olvidado. Es increíble que pudiera olvidar. Tal vez porque era tan joven. Me consuelo con eso, Birgitte, que era demasiado joven. Pero esta vez no puedo callarme, Birgitte. Si me preguntan debo decir la verdad, aunque nos afecte a los dos.
Ella no intentó hacerle cambiar de opinión. De forma mecánica, escribió unas palabras en la lista que le había entregado, la lista en la que aparecía el nombre de Liv, el nombre que saltaba de la página a sus ojos y significaba que su muerte ya no podría permanecer escondida y olvidada en aquel año lejano. Un año que había tardado todo el resto de su vida en borrar.
Benjamin fue indulgente. Su voz era queda y sostenía su mirada cada vez que ella la buscaba. Hablaron un rato y callaron aún más. Por fin, él se había puesto de pie sin intentar disimular que se llevaba el pastillero. Lo levantó, lo miró y sin decir nada se lo metió en el bolsillo.
—Hace tanto tiempo, Birgitte. Tenemos que aprender a vivir con ello. No podemos seguir pretendiendo que nunca haya sucedido. Los dos nos equivocamos. Pero de aquello ya hace mucho.
Luego la dejó allí y, al cerrar la puerta tras de sí, también cerró la vida de Birgitte Volter.
No temía la humillación. No era la pérdida del honor, podía soportar la caída que vendría. No temía el juicio ajeno. Puede que ni siquiera se lo reprocharan. Tenía a Roy, y a Per. Se merecía perderlo todo, pero no a ellos dos, y ellos no desaparecerían.
La noche anterior le había llegado la certeza. La decisión llevaba tomada muchos años.
Treinta y dos años no eran suficientes. No habían cicatrizado las heridas, solo la habían hecho madurar hasta entender la magnitud de su traición. Su niña murió sola, cuando su madre podría haber estado con ella. La vergüenza que le causaba su acción se mezclaba con la añoranza de un mundo en el que Liv estuviera viva.
Su vida se había terminado porque Liv había vuelto. Liv estaba en la habitación. Birgitte notaba el aroma de la nuca de la recién nacida, los cabellos diminutos y suaves contra su nariz. Birgitte sentía sus pechos hinchados sobre la boquita que se abría en una mueca hambrienta. Sintió la sensación arrolladora, desconocida y terrible de responsabilidad que cayó sobre ella cuando con solo dieciocho años, casi diecinueve, tuvo su primer hijo. Había llorado durante horas. Podía oír su llanto, llegaba de todas partes, llenaba la habitación hasta el techo, hasta el cielo, casi tan alto como era posible llegar en Oslo, esta ciudad en la que se había escondido de Liv y en la que había trabajado y se había esforzado para alejarse de la catástrofe de su juventud. Desde entonces siempre había asumido grandes responsabilidades, y las había sentido plenamente, pero nunca había conseguido alejarse de su infinita traición. Ahora la había alcanzado, estaba frente a ella como un león con las fauces risueñas, abiertas y babeantes, y era aquí donde todo iba a terminar. La muerte de Liv la había traído hasta aquí, y era aquí donde la vida debía detenerse.
Muy despacio, envolvió el revólver con el chal. No soportaba ver el arma. El revólver en sí ya era un reproche. Había escogido el Nagant de su madre precisamente porque ella lo habría impedido; su madre nunca hubiera dejado morir a Liv.
Cuando se llevó el arma envuelta a la sien, oyó que alguien andaba en la habitación de al lado.
Eso no le impidió apretar el gatillo.