16.00 Calle Ole Brumm, 212
La luz entraba por el tragaluz, cayendo sobre el sucio suelo de madera en forma de cono luminoso, y le trajo a la mente el recuerdo de una foca. La oscuridad era casi negra en torno al desgarro blanco y definido de luz. El aire estaba saturado de polvo y de viejos recuerdos. Mientras avanzaba hacia la claridad, se tropezó con los primeros esquíes de Per, pintados de azul. Recordó unas vacaciones de muchos años atrás, antes de que naciera Per. Birgitte y él habían ido a Bergen. Las focas del acuario de Nordnes, vistas desde los ventanales subterráneos de la piscina: deslizándose por el agua, dando vueltas, hasta que de pronto aceleraban y se abrían paso en el agua como un abanico hacia la claridad. Las focas se lanzaban hacia arriba, hacia la luz, hacia el aire.
Roy Hansen estaba en medio del desván. No había subido allí en tres años, y pensaba en una foca. Era hora de tomar el aire.
Algunos días consideraba la posibilidad de mudarse. Fue algo después del entierro, cuando ya había tomado cierta distancia de lo ocurrido pero el camino hacia el futuro parecía intransitable. No quería seguir viviendo allí, entre las cosas de Birgitte, con su huella en todas partes: un imán para la nevera de escayola que ella hizo antes de una Navidad; el sofá que él no quiso, pero que ella insistió en comprar. Iba tan bien con las paredes… él cedió. Una tarde que Roy había ido a visitar a su madre, Per había recogido toda la ropa de ella, sin decir nada. El chico parecía haber madurado muchísimo. Cuando volvió a casa, Per no dijo nada, solo sonreía, y Roy había intentado darle las gracias pero no fue capaz. Su ropa ya no estaba, y con ella había desaparecido algo de su olor. Habían tirado la ropa de cama en la que durmió su última noche.
Pero en los últimos días las cosas habían adquirido un nuevo significado. Ya no eran un recordatorio mortal y abrasivo de algo que nunca recuperaría. Birgitte estaba en las paredes, en los objetos, en los cuadros que había escogido y en los libros que había leído. Eso estaba bien. Deseaba que fuera así. Pero también quiso saber qué había en el desván.
Por eso estaba allí. Birgitte tampoco subía con frecuencia, pero mucho más que él. Cuando bajaba, tenía un aire azul, ausente, durante un día o así, no más. Una distancia en su mirada, algo que ni se le ocurría intentar cruzar. Hacía demasiado tiempo que la amaba. Algo persistía allí arriba, y hasta ahora no había tenido el valor para subir.
Había algunas cosas demasiado pesadas para moverlas. Un viejo telar con los hilos rotos… Roy rio en voz baja. Era una bonita historia. Birgitte embarazadísima de Per, vestida con diseños copiados de la artista Sigrun Berg, y con la férrea determinación de aprender a tejer como ella, pero sin tiempo de hacer más que un cursillo básico de la Universidad Popular. Roy tocó la lana, tan polvorienta que era imposible distinguir el color con tan poca luz. El dibujo del tapiz apenas empezado era casi invisible; deslizó el dedo por el polvo y dibujó una B dentro de un corazón. Se quedaría el telar, nunca se desharía de él.
En el límite de la luz había un baúl. Se quejó en voz alta del esfuerzo que le costó moverlo para poder verlo mejor. La llave no estaba. Se enderezó y miró a su alrededor. El escondrijo resultaba evidente. Lo descubrió al instante. «Tal vez Birgitte quiere que haga esto», pensó mientras pasaba la mano por la viga que dividía el desván por la mitad. La llave, negra, grande y pesada, estaba donde debía estar.
La tapa era pesada, pero no hizo ningún ruido cuando la levantó. El baúl estaba vacío, salvo por una caja redonda, pequeña; una sombrerera, pensó, su madre había tenido algunas. Era de color rosa y estaba rodeada por un gran lazo. «Lo ha anudado Birgitte», se dijo, dejando que la gruesa seda pasara entre sus dedos.
Dudó antes de abrir la caja. Un extraño sabor a hierro o sangre inundó su boca. Resultaba desagradable. Cogió la caja con mucho cuidado, bajó la tapa del baúl y se sentó encima. Abrió la sombrerera.
Encima de todo había unos patucos, que en algún momento debieron de ser de un blanco luminoso. Eran minúsculos, para un recién nacido, con un encaje casi invisible en los tobillos. Puso los patucos sobre su rodilla y los acarició con el pulgar. Luego cogió la foto, la primera de Liv, desnuda, con las rodillas dobladas sobre el pecho y los puños cerrados. Lloraba. Debajo de la foto había un librito rosa. Lo abrió y pasó las páginas con cuidado. Le daba miedo que se deshiciera entre sus manos. Birgitte había apuntado muchas cosas: peso, talla… La pulserita de lino de la maternidad, con el nombre de Birgitte y la fecha de nacimiento de Liv, estaba pegada en la primera página. El pegamento estaba seco y cuando tocó la cinta se cayó. La colocó entre las últimas páginas. Lo último que había escrito tenía fecha del 22 de junio de 1965: «Hoy le han puesto a Liv la triple vírica. Lloró desconsolada y le dolió a ella y a mí, pero se le pasó enseguida». Ya no había nada más.
Roy no podía respirar. Dejó la caja bruscamente y los patucos cayeron de su rodilla al suelo sucio. El tragaluz del techo estaba atascado y duro, pero al final consiguió abrirlo. Se quedó un rato así, dejando que el aire fresco y la luz cegadora le dieran en la cara.
Birgitte ni siquiera quería tener fotos a la vista. Cuando al año siguiente de la muerte de Liv, Roy puso una foto suya en la mesilla, en un marco de plata que acababa de comprar, se enfadó muchísimo y le pidió que la quitara. Nunca quería hablar de Liv, no quería conservar nada de ella. Cuando nació Per, intentó hablar con su esposa un par de veces: el chico debía saberlo. Era muy probable que se enterara de la existencia de su hermana por otros, y eso sería mucho peor. Birgitte se enfadó otra vez. Acabó resultando imposible. No se podía mencionar a Liv, y a Roy le había resultado aún más difícil contárselo a Per conforme se iba haciendo mayor. Luego la niña había ido difuminándose, poco a poco. De vez en cuando pensaba en ella. A veces le golpeaba con fuerza, sobre todo hacia San Juan, cuando el sol brillaba con intensidad en el cielo y el aire estaba cargado de un olor fresco y nuevo de vida veraniega. Liv… vida. Birgitte no quería que se la mencionara, no quería hablar de ella, saber nada de ella. Al menos, era lo que él siempre había creído.
Solo había un niño en la vida de Birgitte: Per. Esa era la impresión que daba. Eso era lo que todos habían creído. Tras el nacimiento de Per, ella había actuado de una forma muy seria y responsable. La alegría juvenil y juguetona que vibraba entre el matrimonio cuando nació Liv había desaparecido. En su lugar, había un cuidado constante y preocupado en el que no cejó hasta que Birgitte por fin tuvo que admitir que Per era un niño de diez años, sano y robusto.
Volvió a sentarse con cuidado en el baúl y balanceó la sombrerera sobre su regazo. Allí estaba la cucharita de plata que compraron para su bautizo. Y el chupete; sonrió al ver lo anticuado que se veía, sencillo y rosa, con la goma rígida por el paso del tiempo. Debajo de todo, en el fondo de la sencilla caja de recuerdos, había una carta. Parecía gruesa y estaba metida en un sobre. En él, Birgitte había escrito su nombre con letra curvada y precisa.
Cuando lo abrió, le temblaban tanto las manos que el sobre cayó al suelo. Enderezó la espalda, se volvió hacia la luz y respiró profundamente. Luego desdobló la carta y alisó el papel pasando el canto de la mano por encima una y otra vez. Birgitte la había escrito treinta y dos años atrás.
Nesodden, 2 de agosto de 1965
Queridísimo Roy:
Durante mucho tiempo he pensado en escribirte esta carta, pero solo ahora me siento con fuerzas para hacerlo. Si no lo hago ahora, temo que nunca seré capaz. Esta carta solo llegará a tus manos si tengo que dejarte. Y no creo que lo haga. Ya has perdido suficiente, y te amo, pero Dios sabe que apenas he sabido cómo sobrevivir durante estas semanas que han pasado. Parece imposible. Me arrastro de día en día, y solo quiero dormir. Lo que he hecho es imperdonable, para ti y, desde luego, para mí misma.
Sé que soportas tanto dolor como yo, pero tú no tienes que llevar además el peso de la culpa. Nada es culpa tuya, pero yo he fallado, y la vergüenza no me deja vivir. Cada vez que intentas hacerme hablar de Liv y de todo lo que ha ocurrido, siento que la culpa y la vergüenza me bloquean por completo. El dolor en tu mirada cuando crees que estoy enfadada es insoportable, y lo intento, lo intento de verdad, pero me resulta tan imposible… Tal vez lo mejor sería contarte la verdad. Entonces podrías odiarme y abandonarme, y tendría el castigo que merezco. Pero no tengo fuerzas. No me atrevo, soy demasiado cobarde. Demasiado cobarde para morir, para seguir viviendo con honestidad.
Así que esta noche escribo esto.
En estas semanas no he parado de pensar: ¿cómo pudo ocurrir? ¡La quería tantísimo! Aunque llegara en un momento inconveniente. Recuerdo muy bien tu reacción cuando te conté que estaba embarazada. Llevaba dos semanas temiendo ese momento, te acababan de admitir en la escuela de magisterio y nada podría ser menos oportuno que un niño en ese momento. ¡Te echaste a reír! Me cogiste en brazos y me diste una vuelta en el aire y dijiste que todo saldría bien, y al día siguiente habías cambiado todos tus planes y le contaste a todo el mundo que ibas a ser padre. Nunca, nunca olvidaré lo que hiciste.
Tenía tanto miedo de que pudiera pasarle algo. Mi madre me tomaba el pelo diciendo que habían venido antes unos cuantos niños al mundo y habían sobrevivido. Ahora, esta noche, veo que mi amor por Liv no valía nada. Yo creía que era una buena madre que quería a su hija y cuidaba de ella, pero en realidad fui una irresponsable. El sentido de la responsabilidad es más importante que todo el amor del mundo. Si yo hubiera tenido sentido de la responsabilidad, Liv aún estaría con nosotros.
En San Juan íbamos a tener la noche libre. ¡Me apetecía tanto! Por fin volveríamos a ser Birgitte y Roy, como lo éramos antes de que llegara Liv, como el año anterior, aquel verano maravilloso. Ahora me doy cuenta de que nunca debimos dejar a un bebé tan pequeño al cuidado de nadie, pero solo íbamos a bajar al puerto, y a Benjamin se le daba muy bien cuidar de Liv. No debí salir aquella noche, pero era tan tentador tener un rato libre… Mis padres estaban en Oslo, y creo que si hubieran estado en casa nada malo habría ocurrido. Mamá me habría dicho que no saliera, o habría cuidado ella de Liv.
Estabas tan guapo cuando volví sola a casa hacia las once para darle el pecho a Liv. Me dejaste ir cuando te dije que volvería enseguida. Estabas un poco borracho, pero muy guapo y divertido. Yo estaba muy contenta, también había bebido de más y regresé un poco tambaleante a casa. Esa noche la bebida me sentó mal. Sabes que no suelo tomar alcohol, y la cabeza me daba vueltas. Es la única explicación que se me ocurre para lo que sucedió: estaba achispada.
A ti y a todos los demás les he dicho que estaba cansada y me quedé dormida cuando llegué a casa. Que por eso no volví.
Es mentira.
Roy se pasó la mano por los ojos y notó que sus dedos se humedecían. Las dos líneas siguientes estaban tachadas con mucha fuerza, con tinta negra, y en un par de sitios el papel se había roto. Pasó a la página siguiente.
Todo es una mentira enorme y tenebrosa. Resulta difícil escribir la verdad, es como si no quisiera fijarse en el papel.
Benjamin me recibió en la puerta. Estaba bastante alterado e iba a salir a buscarme. Liv estaba intranquila, roncaba al respirar y tenía casi cuarenta de fiebre. No entendí que podría ser peligroso, Roy. Había tenido fiebre otras veces y desaparecía tan rápido como había llegado. En ese momento estaba un poco cansada de la niña. Esa noche íbamos a pasarlo bien. ¡Iba a librar! Así que le dije a Benjamin que seguro que no era nada, le daría el pecho a la niña y seguro que se volvía a dormir.
Y se calmó cuando me la puse al pecho, de verdad. ¡Estoy segura de que no son imaginaciones mías! No mamó mucho, pero estaba más tranquila cuando la volví a dejar en la cuna. Seguía teniendo fiebre, se notaba en sus ojos y al tocarle la piel, pero todos los niños tienen fiebre alguna vez, ¿no?
De pronto me pareció que Benjamin era tan mono. Me resulta horrible cuando lo pienso ahora; acababa de dejarte a ti en el puerto con la sensación de que eras el más atractivo de todos los presentes. Te lo juro, nunca había mirado a Benjamin con esos ojos; solo es un estudiante de bachillerato, y siempre está tan serio. Pero ocurrió algo, tal vez no debí darle el pecho a Liv con Benjamin delante.
¡Lo siento! Sencillamente ocurrió. Él era tan inexperto e inseguro, y bebimos vino, aunque pensé que te darías cuenta de que la botella no estaba. Era la única botella de vino que nos habíamos podido permitir en seis meses. ¿Cómo es que nunca preguntaste por ella?
El vino después de la cerveza que había tomado fue demasiado, y cuando me desperté en el sofá a las cinco de mañana Benjamin ya se había marchado. Tú aún no habías vuelto. Me dolía un montón la cabeza y estaba muy avergonzada. Busqué analgésicos, pero no los encontré. Luego fui a ver a Liv. Estaba fría. Sus ojos estaban cerrados y su piel se había enfriado. La cogí en brazos y pasó por lo menos un minuto hasta que me di cuenta de que estaba muerta.
Ya no recuerdo mucho más. Solo que limpié las copas de vino y las guardé. Y que tú llegaste a casa poco después, feliz y muy borracho.
Solo he cruzado un par de palabras con Benjamin después de que pasara aquello, pero cuando le veo caminando por la calle puedo ver que sufre. Se muda a la ciudad a finales de mes. Su madre me ha contado que ha entrado en medicina, y está muy preocupada. Está más delgado y habla menos que nunca. Espero no tener que volver a verle jamás. Siempre, siempre me recordará mi traición, mi gran traición a ti y mi imperdonable traición a nuestra hija.
Pienso en ella todo el tiempo. Cada segundo del día, y por las noches sueño con su piel, su pelo color miel, la uña de su meñique que era del tamaño de un puntito. A veces, durante un momento fugaz, olvido que está muerta.
Pero lo está.
Fui una irresponsable y os traicioné. He decidido seguir viviendo, pero tengo que sacar a Liv de mi vida por completo, de nuestra vida. En el tiempo que me quede por vivir, nunca, jamás olvidaré que lo más importante es asumir las responsabilidades. Ya nunca dejaré de hacerlo.
No tengo fuerzas para escribir más. Si alguna vez lees esta carta, Roy, ya no existiré.
Y sabrás que no merezco que pases duelo por mí.
Tuya,
BIRGITTE
El polvo bailaba en el haz de luz. La corriente del tragaluz hacía que las partículas se arremolinaran arriba y abajo con movimientos imprevisibles, brillando como focos microscópicos, sin meta ni sentido. Roy dobló la carta con dedos agarrotados. Miraba sus manos como si fueran de otra persona, alguien desconocido. Dejó la carta en la sombrerera, que estaba a sus pies con la tapa torcida. Muy despacio, alzó las manos con las palmas levantadas hacia la luz.
Fue como si alguien esparciera un polvo de oro sobre ellas. Imaginaba que podía sentirlo sobre su piel, tenía que sentir algo, algo doloroso, y de repente se pegó un fortísimo bofetón.
Podía ver con claridad meridiana las últimas horas de vida de Birgitte. La última noche. Él había dormido mal. Cada vez que se despertaba, percibía que ella tenía los ojos completamente abiertos en la oscuridad. Ni siquiera parpadeaba. El muro que les separaba era demasiado alto; él no sabía qué la atormentaba, pero la conocía lo bastante bien como para saber que no debía intentar acercarse, abrirse camino hasta ella. No dijo nada en ese momento, ni después. Tampoco a la policía. Sus preguntas sobre Birgitte, sobre el pastillero, sobre Liv, habían resultado muy desagradables. De pronto supo por qué. Había algo en él que había estado escondido y olvidado tanto tiempo que no quería salir. No quería dejarlo salir. Tenía que quedarse donde estaba, muy lejos de su conciencia. Lo había olvidado todo.
Pero nunca lo olvidó.
La verdad volvió a él, casi como una revelación. El sol acababa de asomar sobre el tejado de la casa y una luz intensísima iluminó todo el desván. Roy volvió a pensar en la foca. La imagen era clara y hermosa, como una foto bien conservada, como un fragmento de una película que no había envejecido. La ágil y escurridiza foca que giraba sobre sí misma en una piscina de agua turquesa en Bergen en 1970, y que le dirigió una mirada atormentada antes de lanzarse hacia la luz, hacia la vida en la superficie, hacia el aire.
Nadie había matado a Birgitte. Birgitte se había quitado la vida.