21.35 Calle Holmen, 12
Øyvind Olve estaba sentado al final de la gran mesa de comedor de pino, acunando a un bebé. La criatura hacía movimientos incomprensibles con las manos, y Øyvind observaba sus deditos fascinado. Karen Borg se inclinó sobre él y cogió el pequeño bultito que Øyvind no tenía ganas de soltar.
—Una niña preciosa —sonrió con timidez—. ¿Cómo se va a llamar?
—Aún no lo sabemos —contestó Karen—. ¡Amigos!
Llevaba al bebé apoyado en el hombro y parecía muy cansada. Hanne Wilhelmsen lo lamentó. No había caído en la cuenta en que era como poco inapropiado llenarle a Karen la casa de gente el mismo día en que había vuelto del hospital con un bebé y con una cesárea reciente.
—Me voy a dormir. Arriba no se oye nada, así que pasadlo bien. Solo procurad tener un poco de cuidado al marcharos, ¿vale?
Håkon Sand se puso en pie de un salto.
—¡Te ayudo!
—No, no, siéntate. Pásalo bien. Pero acuérdate de llevar a Hans Wilhelm a la guardería por la mañana.
—¡Yo me ocupo! —berreó Billy T.—. Tú déjame el chico a mí, Karen.
Karen no contestó, pero hizo un pequeño gesto con el bebé para decir buenas noches y desapareció escaleras arriba, hacia el segundo piso del amplio y acogedor chalet de madera.
Billy T. cogió la botella de vino número seis y la abrió con gesto mundano.
—Espero que tengas bastantes de estas, Håkon —rio entre dientes mientras iba llenando las copas.
—No, gracias —dijo Øyvind Olve tapando la suya con la mano—. Ya he bebido bastante.
—Pero ¿qué clase de gallina te has traído hoy, Hanne? ¡Si no bebe!
Øyvind Olve seguía sintiéndose fuera de lugar. Hanne había insistido en que viniera. Había coincidido con Billy T. en un par de ocasiones, en reuniones en casa de Hanne y Cecilie, pero evidentemente aquel gigantón ruidoso no se acordaba de él. Y al resto no los conocía.
—Mañana tengo que condusir —dijo sin querer soltar su copa.
—¡Condusir! ¡Vas a condusir! ¿Y eso qué coño es?
—Contrólate, Billy T. —dijo Hanne dándole unas palmadas tranquilizadoras en la espalda para que se sentara—. Ya sabes que no todo el mundo puede seguir tu ritmo.
—Continúa, Tone-Marit —dijo Billy T. sentándose—. ¿Qué dijo después?
Tone-Marit aún tenía lágrimas en los ojos de la risa. Bajó la voz dos tonos y habló con un mal imitado acento de Kristiansand.
—«A lo mejor no le debía nada a nadie», y entonces Billy T. se puso a hablar de Madame Butterfly y del honor. ¡Tendríais que haber visto la cara del jefe de la policía judicial! Parecía alguien que hubiera entrado en el cuerpo con la reforma de la psiquiatría.
Los otros se morían de risa. Hasta Øyvind Olve sonrió, a pesar de que no entendía dónde estaba la gracia en el relato que hacían Billy T. y Tone-Marit de lo que había pasado en la reunión plenaria del lunes.
—Y para entonces —gritó Billy T. agitando su copa y casi tirando la botella de vino entera al suelo cuando se puso de pie y clavó los puños en la mesa—, ya habíamos ido demasiado lejos con el rollo espiritual para el gusto de nuestro querido jefe de inteligencia. Así que va y dice… —Billy T. se aclaró la garganta y cuando volvió a hablar se había transformado en Ole Henrik Hermansen—: «Con todos mis respetos, señor comisario, ¡no quiero dedicar mi amargado tiempo de trabajo a esta chorrada!».
Hanne tuvo que mandarles callar, se reían tan fuerte que era imposible que Karen pudiera descansar. Tone-Marit se atragantó con la ensalada de patata y se puso rojísima. Billy T. le golpeó en la espalda.
—Pero resulta muy curioso, la verdad, que al comisario le interesen ese tipo de temas —dijo Hanne.
—Su hijo se suicidó hace dos años —dijo Tone-Marit, después de que el trozo de patata hubiera bajado y se secara las lágrimas—. Pensándolo bien, tal vez no deberíamos reírnos.
—No lo sabía —dijo Hanne llevándose la copa a la mejilla—. ¿Cómo es que lo sabes?
—Yo lo sé todo, Hanne, ¡absolutamente todo!
Tone-Marit susurró esas palabras en tono dramático y sostuvo su mirada tanto rato que Hanne, incómoda, procedió a servirse más carne.
—Pero ¿por qué hablabais de honor en este caso?
Quien había hecho la pregunta era Øyvind Olve, y era la tercera vez que decía algo en toda la noche.
Billy T. le observó un momento y luego se puso las manos en la nuca.
—La verdad es no que estoy muy seguro de qué pretendía al hablar de ello. Todos sabemos lo que queremos decir cuando hablamos de «integridad», es algo que nos preocupa todo el tiempo. Pero, por el contrario, el «honor»… es una palabra que nos hace clavar la mirada en la mesa de puro embarazo. Aunque, en realidad, no son más que las dos caras de la misma moneda. Pensadlo. —Apartó su plato manchado de restos de comida y salsa barbacoa, y puso los brazos sobre la mesa—. Imaginad a Benjamin Grinde. Un buen chico durante toda su vida. Jodidamente listo. Todo le va bien. Juez y médico y no sé cuántas cosas más. Entonces le exponen en la prensa y lo arrastran por el barro. Y una semana después se quita la vida. En este caso, es legítimo pensar en el «honor», ¿no?
Hanne Wilhelmsen observaba su copa de vino. El líquido rojo resplandecía y mandaba pequeños destellos de luz a sus ojos cuando la hacía girar.
—Puede que sea así de sencillo en el caso de Benjamin Grinde —dijo tomando un sorbito de vino—, pero, por aquello de tener una hipótesis, echemos un vistazo al orden de los acontecimientos. Si Benjamin Grinde se hubiera quitado la vida en otro momento, nadie, salvo sus más allegados, se habrían inmutado. La policía habría asomado la cabeza por la puerta, confirmado el suicidio, y al archivo con él. Pero la muerte inesperada y muy probablemente por su propia mano ocurrió… —Desdobló una gran servilleta de papel y se inclinó sobre la mesa para cogerle a Øyvind Olve el bolígrafo que llevaba en el bolsillo—. Birgitte Volter fue asesinada el 4 de abril.
Dibujó un puntito y escribió un 4 encima.
—Sabemos que le dispararon en la cabeza con un arma que no garantizaba al asesino que pudiera matar a alguien, incluso aunque se disparase de cerca. No hay rastro del asesino. Un total de tres personas han estado en la escena del crimen o muy cerca a la hora del asesinato, y me refiero a la secretaria, el vigilante y Grinde. En el plazo de una semana mueren dos de los tres, a pesar de que ninguno es muy mayor. Raro, ¿no?
Recalcó su argumento dibujando dos crucecitas en el papel.
—Y además hay un…
—Pero, Hanne… —interrumpió Tone-Marit.
Håkon notó que se ponía tenso; interrumpir a Hanne Wilhelmsen en medio de una de sus reflexiones solía ser castigado con una mirada gélida que cerraba la boca del culpable por mucho, mucho tiempo. Se concentró en la bandeja de la comida con la esperanza de no ser testigo de la humillación. Para su sorpresa, observó que Hanne se reclinaba en su asiento, miraba a Tone-Marit con aire indulgente y esperaba a ver qué tenía que decir.
—A veces «sobreinterpretamos» las cosas —dijo Tone-Marit entusiasmada—. ¿No estáis de acuerdo? Quiero decir que el vigilante murió en una catástrofe natural que solo nuestro Señor pudo orquestar… —Se puso un poco colorada por el comentario de tinte religioso, pero enseguida continuó—: Y, francamente, me parece muy raro que Benjamin Grinde se suicidara porque se arrepentía de haber asesinado a la primera ministra del país, que además era una vieja amiga suya. Tal vez el suicidio no tenga absolutamente nada que ver con el caso, quizá el hombre llevaba mucho tiempo deprimido. Además, sabemos con seguridad que el arma estaba en casa del vigilante, así que podemos excluir a Benjamin Grinde como sospechoso, ¿no es así?
—Sí, eso es lo que hacemos, en cierto modo. Por lo menos, creo que podemos descartar que la matara. Pero el suicidio puede tener algo que ver con el caso… ¡de otra manera!
Nadie dijo nada, todos habían dejado de comer.
—Mi argumento es… —dijo Hanne despejando un trozo de la mesa—, mi argumento es que, a veces, el orden en el que ocurren las cosas nos puede despistar. Buscamos un esquema, una lógica, donde no la hay.
Dio varios golpecitos con el bolígrafo y ladeó la cabeza. Un mechón de cabello le tapó la cara, y Billy T. se volvió hacia ella y se lo colocó detrás de la oreja.
—Te pones tan mona cuando te concentras tanto —susurró, y le dio un beso en la mejilla.
—Idiota. Escucha, hombre, si es que todavía no estás demasiado borracho. Además de dos personas muertas, tenemos unos extraños objetos que se habían extraviado pero que se han recuperado. Y luego casi hemos tenido una crisis en el gobierno, ¿verdad, Øyvind?
Øyvind Olve entornó los ojos tras sus pequeñas gafas. Había escuchado la conversación con interés, pero no estaba preparado para tener que intervenir.
—Bueno —dijo dubitativo dándole vueltas al tenedor—, en realidad ha habido dos. En la primera se trataba de formar un nuevo gobierno y la cosa ha salido aceptablemente bien. Tenemos munición para las elecciones, porque los partidos de centro no estaban precisamente deseosos de asumir el poder.
Se detuvo un momento y Severin aprovechó la ocasión. Había bebido demasiado y sabía que no había sido buena idea. No estaba acostumbrado al alcohol y tomó un largo trago de agua con gas.
—Pero has hablado de dos crisis —insistió Hanne—. ¿A qué te refieres con la segunda?
—El escándalo sanitario, por supuesto. No ha sido exactamente una crisis de gobierno, pero ha resultado muy duro. Ya hemos capeado el temporal. Tryggve se defendió razonablemente bien en su comparecencia ante el Congreso. Además, el hecho de que en el sesenta y cuatro y en el sesenta y cinco hubiera gobiernos tanto conservadores como socialdemócratas en el poder tuvo el efecto de un calmante en vena sobre la oposición. Les dimos buen mineral de hierro a los alemanes del Este y a cambio nos devolvieron malas vacunas. En mi opinión, todo el asunto de las vacunas es un ejemplo del cinismo que imperaba durante la guerra fría. Nadie se libró, ni siquiera unos cientos de recién nacidos.
Se hizo un silencio absoluto en torno a la mesa. En la escalera se oyeron unos débiles pasitos.
—De alguna manera, los niños siempre son víctimas de la guerra —suspiró Øyvind con ganas de beber más vino—. Son tan víctimas como cualquiera.
Un niño de dos años estaba en la puerta, junto a la espléndida chimenea de esteatita. Llevaba un pijama azul con balones de fútbol y se frotaba los ojos.
—¡Papá! Hassilen no puede dormir.
—A Hassilen le van a contar unas estupendas historias para dormir —dijo Billy T. poniéndose de pie.
—Billit —sonrió el niño, y levantó los brazos hacia él.
—Serán máximo cinco minutos —dijo Billy T. antes de desaparecer—. No contéis nada importante.
—Hanne —se apresuró a decir Håkon, algo dolido porque el niño se hubiera ido tan alegremente con Billy T.—, de las dos teorías… si tuvieras que elegir entre la pista Brage-vigilante y la pista Pharmamed, ¿con cuál te quedarías? Porque la una excluye a la otra, ¿no? Y, para ser sincero, yo… —Empezó a recoger los platos—. Anyone for dessert?
—Dios mío, es contagioso —murmuró Tone-Marit—. ¿Voy a tener que hablar en inglés para integrarme en este grupo?
—Yesss —repuso Hanne, ayudando a Håkon a recoger—. ¿Qué tienes?
—Helado y fresas españolas.
—Sí, gracias —dijo Severin—. Las dos cosas. ¿Qué ibas a decir?
—Hanne ya ha comentado que la teoría original del jefe de inteligencia le parecía excesiva —dijo Håkon camino de la cocina con tres platos en cada mano—. Y en eso estamos todos de acuerdo. Suena demasiado a novela de intriga… ¡que una gran empresa de un país democrático envíe un escuadrón de la muerte contra la primera ministra de un país amigo y aliado!
—Tienes razón, claro —dijo Hanne después de depositar el helado y las fresas sobre la mesa y haber repartido los platos de postre—, pero nunca dejes que tu imaginación te ponga límites. Debo reconocer que me costó admitirlo cuando el caso Mannesmann estaba en su apogeo.
Se adelantó a la pregunta de Tone-Marit.
—La empresa pública que gestiona el gas y el petróleo, Statoil, compra servicios y mercancías por cantidades billonarias. Los contratos son extremadamente cuantiosos y la dirección de la empresa destina mucho tiempo y esfuerzo a evitar la corrupción en sus filas. A pesar de eso, hubo gente que se dejó comprar por una gigantesca multinacional alemana, Mannesmann. Algunos miembros de Statoil recibieron regalos y Mannesmann consiguió un gran contrato para suministrar tuberías para la plataforma continental. Yo no creía que algo así fuera posible, no en Noruega. Tampoco en Alemania, la verdad. La moraleja es: no hay moral ninguna. Solo importa ganar dinero. Y si por ejemplo nos fijamos en el caso de la talidomida…
En ese momento, podría haberse cortado la lengua de un mordisco. En cuanto lo dijo se acordó de algo que Billy T. le había contado muchos años atrás. La hermana de Severin Heger no tenía brazos ni piernas. Y una sola oreja.
—No pasa nada —dijo Severin, y dio otro trago—. Está bien, Hanne.
Avergonzada, removió su helado, que había empezado a deshacerse.
—¿No me oyes, Hanne? Te digo que no pasa nada.
—Bueno. La talidomida, que en Noruega se vendió con el nombre de Neurodyn, era un medicamento para combatir las náuseas durante el embarazo. Entre otras cosas. Creo recordar que también tenía cierto efecto tranquilizante. La fabricaron en Alemania del Este en los años cincuenta, y solo después de que más de diez mil niños nacieran con graves deficiencias, un genetista alemán consiguió que hicieran caso de su teoría de que había una relación entre los graves daños que sufrían los fetos y la medicación que tomaban sus madres.
—¿Cómo puedes saber tantas cosas? —murmuró Tone-Marit.
—Yo lo sé todo —susurró Hanne mirándola fijamente a los ojos—, absolutamente todo.
Øyvind se rio a carcajadas, pero Hanne no se inmutó.
—Fue una catástrofe para los fabricantes. Grandes demandas, indemnizaciones millonarias y, finalmente, la quiebra. Y eso que la compañía producía otros medicamentos que eran excelentes. Nadie quiso saber nada de la empresa después de aquello. ¿Y no creéis, mis queridos amigos… —hizo un gesto con la mano que les incluía a todos, también a un enorme cocodrilo amarillo que estaba sentado en la silla más cercana a la ventana—, no creéis que en Pharmamed deben de estar temblando estos días? A pesar de que haga tanto tiempo, a pesar de que los dueños sean otros. El nombre está contaminado. La palabra «Pharmamed» estará durante mucho, mucho tiempo asociada a la muerta trágica y perversa de recién nacidos…
Durante un rato no se oyó nada más que el ruido de las cucharillas sobre los valiosos platos de cristal de la casa.
—Pero —dijo de repente Severin—, aunque yo en principio… —Se le trabó la lengua; «en principio» era una expresión difícil de pronunciar—. Aunque en realidad estoy de acuerdo contigo, me refiero a eso de que nunca hay que descartar nada y que el dinero es lo que mueve casi todo en este mundo…
Billy T. entró en tromba.
—¿Me he perdido algo?
—¿Está dormido? —preguntó Håkon.
—Como un tronco. Le he contado dos historias de miedo. Se ha quedado tieso de terror y ahora duerme dulcemente. ¿Por dónde vais?
—Me temo que debo comunicaros que la pista Pharmamed queda descartada —prosiguió Severin—. Al menos, no hay nada sospechoso en la presencia de Himmelheimer esta primavera en Oslo. Estaba ocupado con otras cosas, por así decirlo.
—Oye, Severin —dijo Billy T. con calma, y le dedicó una mirada que quería ser una advertencia—. No todos los que estamos aquí somos policías, ya sabes…
—¿Ese de ahí? —dijo Severin señalando a Øyvind Olve—. Ese está acostumbrado a los grandes secretos. Ha trabajado para el primer ministro. Pero escuchad…
Le dio un trago enorme a su copa de vino tinto.
—Cuando procedimos a investigar la presencia del tal Hans Himmelheimer en Oslo, primero hablamos con la gente del hotel SAS: los empleados, el servicio de habitaciones, controlamos los registros de llamadas… todo. No hizo ninguna llamada sospechosa. Dos a su mujer en Alemania, cuatro a las oficinas de Pharmamed. Pero, probablemente su mujercita de Alemania no sabía que en la habitación del señor Himmelheimer había dos personas: además de nuestro Hans, también estaba registrada una frau.
—Una amante —murmuró Billy T.
—¡Exacto! Y podéis tratar de adivinar su nombre. Puedo daros la pista de que es noruega. Pero seguro que diréis el nombre de cuatro millones trescientos setenta y cinco mil noruegos antes de acertar.
Ninguno de ellos se sintió llamado a resolver el enigma, y Billy T. frunció las cejas en una mueca impaciente.
—¡La señora era Liten Lettvik!
—No puede ser verdad —dijo Billy T.
—¿La del KA? —preguntó Øyvind.
—Es que no puede ser cierto —murmuró Hanne.
—Liten Lettvik —repitió Håkon.
Tone-Marit rompió a reír a carcajada limpia y sus ojos volvieron a transformarse en dos rayas dibujadas sobre sus pómulos.
—Chsssss —chistó Severin acallándolos con las manos—. Debo pedirosssss el más absssssoluto sssssilencio —dijo con acento sueco—. Se conocen desde hace años. Se conocieron en la Universidad de Oslo en 1964. Por aquel entonces el nombre de Liten, «pequeña», le iba un poco más. Se han ido viendo de vez en cuando, cuando Hans acude a congresos fuera de su país. En casa, en Leipzig, tiene mujer y tres hijos adolescentes, pero en sus viajes al extranjero se ha seguido viendo con Liten. Muy tierno.
Apuró su copa y se la acercó a Billy T., que la rellenó con mucho gusto.
—La llevamos a comisaría para interrogarla. Estuvo bufando un buen rato, que si la confidencialidad de las fuentes y toda esa mierda, así que no fue mucho lo que le sacamos. Pero no hay ninguna duda de que, de alguna manera, ha estado obteniendo información a través de él. Probablemente lo engañara para ello, o tal vez disfrutaron juntos durante bastante tiempo.
—Por eso el KA destapó el asunto tan increíblemente rápido —dijo Hanne pensativa—. Me preguntaba cómo lo habrían hecho. Para ser sincera, me tenían bastante impresionada.
—En todo caso —dijo Severin suspirando profundamente—, Hans Himmelheimer no hizo otra cosa en Oslo que asistir a un par de reuniones y pasar el resto del tiempo en la cama con Liten. Eso hemos podido confirmarlo. Y no estamos ni un milímetro más cerca de demostrar que Pharmamed haya tenido algo que ver en el asunto.
Había empezado a llover. Håkon se levantó y echó otro tronco a la chimenea. Se vio el resplandor de un relámpago en el jardín primaveral y mojado, que tiñó los oscuros cristales de azul, seguido de un trueno que les hizo dar un respingo. Se acercaron unos a otros y se inclinaron sobre la mesa en un ambiente denso, de confianza, y se sintieron mejores amigos de lo que en realidad eran. Tone-Marit hasta sonrió cuando, al sonar el ensordecedor estruendo, Billy T. le pasó la mano por la espalda en un gesto amistoso.
—Odio los truenos —dijo él en voz baja, como si se disculpara.
—Pero ¿por qué en un hotel? —preguntó Håkon Sand rascándose la cabeza—. Liten Lettvik vive sola.
—Lettvik dice que, por principios, nunca deja pasar a un tío más allá de la puerta —explicó Severin—. Y, después de haberla conocido, ese argumento resulta totalmente convincente.
—Pero si Pharmamed ya no es una pista que seguir… —empezó Hanne.
—No hay nada en lo que basarse —interrumpió Severin—, aunque eso no quiere decir que no vayamos a seguir investigando, claro. Pero… —regurgitó y tragó saliva—, no creo que ahí haya nada que rascar. Sobre todo porque el arma la tenía el vigilante, eso es seguro, y es totalmente improbable que él estuviera relacionado con Pharmamed… Sí… Si ellos estuvieran detrás del asesinato, habría sido todo más profesional. Otra arma, y seguro que otro cómplice mucho más preparado. No, olvidaos de Pharmamed.
—Y olvidaos también del vigilante —dijo Billy T.—. Me ha perseguido como una pesadilla durante tres semanas, pero pensadlo… ese tío es un pringado. Deja que su chica, que apenas tiene quince años, le convenza para mandarnos el arma. Y luego se va de vacaciones a Tromsø… ¡a Tromsø! Supongo que, si de verdad hubiera asesinado a Volter, se habría ido a Bolivia o algo así. Yo creo que el vigilante decía la verdad cuando le contó a Kaja lo que había sucedido. ¿Por qué iba a mentirle? Está claro que confiaba tanto en ella que le dejó el arma y el chal. Y si hubiera matado a Volter, jamás nos habría enviado el revólver. Resulta bastante incomprensible que se lo robara a una primera ministra muerta, aunque, por otro lado… era el tío más pringado que me haya echado a la cara nunca. Si alguien era capaz de hacer una estupidez así, ese era él. Pero era un cobarde de mierda. Exactamente igual que ese Adonis Brage. No, olvidaos del vigilante. Odio tener que decirlo, pero no fue él.
—Pero escuchad una cosa. —Hanne se había pasado al agua con gas, y había acercado tanto el vaso a su cara que las burbujas le hicieron cosquillas en la piel—. Si descartamos a Benjamin Grinde, y a esa bruja de Ruth-Dorthe Nordgarden, que ha causado un montón de problemas pero está claro que nada más, y a Pharmamed… Y al vigilante. Y, por ende, también a ese hijo de puta nazi que se está pudriendo en la parte de atrás de la comisaría… Entonces… entonces no queda nadie.
—Algún enemigo personal del que, sencillamente, aún no sabemos nada —dijo Billy T.—. Eso implicará muchos días y meses de duro trabajo, y también, muy probablemente, que nunca lleguemos a descubrir al culpable. Somos demasiado incompetentes. Eso es lo que hay. Y ahora quiero música, música de verdad. —Se acercó a Håkon y le dio una palmada en la espalda—. Ópera, Håkon, ¿tienes algo? ¿Puccini?
—Bueno, creo que por ahí está Tosca. Echa un vistazo.
—Tosca es genial. Mató por amor. Y ese, damas y caballeros, es el motivo por el que mata casi todo el mundo.
—¿Es por eso por lo que te gusta tanto la ópera? —preguntó Tone-Marit—. ¿Porque todos se matan? ¿No tienes bastante con el trabajo?
Billy T. pasó los dedos por los cedés colocados en una estantería al fondo de la habitación. Por fin encontró lo que estaba buscando. Cuando lo introdujo en el reproductor se sintió tentado por unos instantes de decirle a Håkon lo que opinaba de su cutre aparato de música, pero lo dejó estar. Se estiró con un suspiro de placer cuando las primeras notas de Tosca salieron por los altavoces.
—Déjame contarte una cosa, Tone-Marit. —Cerró los ojos y empezó a dirigir una orquesta invisible—. ¡Ópera! En realidad, la ópera es una chorrada, pero Puccini, ¿entiendes?, Puccini hace a las mujeres como deberían ser. Tosca, Lulú, Madame Butterfly… todas ellas se suicidan cuando les alcanza la tragedia. Le exigen tanto a la vida, y a ellas mismas, que no quieren seguir viviendo si algo ha ido realmente mal.
Movía los brazos descontrolado y los demás contemplaban fascinados la extraña escena.
—¡No transigen! —gritó Billy T.—. ¡Jamás transigen!
Se detuvo de pronto, en medio de un movimiento circular entre el suelo y el techo. Dejó los brazos colgando, abrió los ojos y bajó el sonido.
—Exactamente como tú, Hanne —dijo sentándose a su lado y dándole un sonoro beso en la mejilla—. Nunca transigen, pero…
Se la quedó mirando fijamente. Los demás también se habían dado cuenta: la oficial Hanne Wilhelmsen estaba como en trance. Tenía la boca entreabierta y parecía que había dejado de respirar. Sus ojos eran claros, grandes, y daban la sensación de mirar hacia algo que estaba en otro lugar, tal vez en otro tiempo. En su cuello latía muy visible una vena, intensa y rítmicamente.
—¿Qué te ocurre, Hanne? —preguntó Billy T.—. ¿Te encuentras mal?
—Estoy pensando en el asesinato de Volter. Hemos descartado a todos los posibles asesinos, así que estamos ante…
El cedé se había atascado, el equipo emitía las mismas tres notas una y otra vez. Pero ni siquiera Billy T. se levantó para solucionarlo.
—Sencillamente, el asesinato de la primera ministra Birgitte Volter no pudo haberse cometido —dijo Hanne Wilhelmsen con voz queda—. Nadie pudo haberlo hecho.
Sin motivo, y por sí solo, el cedé volvió a funcionar. La música siguió fluyendo por los altavoces, limpia y cristalina, llenando la casa en la que una madre dormía junto a su bebé recién nacido en el piso de arriba. Tone-Marit se miró el brazo y vio que tenía la piel de gallina. Parecía que acabara de pasar un ángel.