07.35 Calle Jens Bjelke, 13
El número 13 de la calle Jens Bjelke parecía no estar en ninguna parte. Demasiado al este para pertenecer al barrio de Grünerløkka, demasiado al oeste para Tøyen. Era un bloque que tanto Dios como el Instituto de la Vivienda habían olvidado. La tecnología moderna nunca había llegado a aquel edificio gris y con desconchones. No tenía telefonillo, y Hanne Wilhelmsen y Billy T. atravesaron el portal oscuro.
—Esto es una locura —dijo Hanne en voz baja—. No tengo ni idea de cómo vas a hacer esto. ¿Y por qué no pueden los chicos de inteligencia ocuparse del asunto por sí mismos?
—Bueno, es que van como locos por ahí arriba —dijo Billy T., y se detuvo—. Con lo que les han examinado y vuelto del revés los últimos años, es un milagro que aún existan.
—¡Vaya! ¿Ahora estás de parte de la brigada de información e inteligencia?
—¡Bah! Pero estamos de acuerdo en que queremos tener un servicio de inteligencia, ¿no?
—Todo el mundo —murmuró Hanne, y siguió caminando.
—Espera —dijo Billy T.—. Severin sabe algo de lo que oficialmente no puede estar informado. No tengo ni idea de por qué, a lo mejor es que han conseguido la información de forma ilegal, qué sé yo. En todo caso… —Bajó la voz, pasó el brazo por los hombros de Hanne y añadió, con su cara pegada a la de ella—: Han encarcelado a ese Brage del que te hablé. Ayer por la tarde. De momento solo está acusado por el artículo 104a, pero esperan dar con algo decisivo sobre el asesinato de Volter. El problema es que el tipo tiene coartada para la noche del crimen. Estuvo en Scotchman con un nazi sueco idiota, unas veinte personas pueden declarar que estuvo allí.
—Eso no descarta una conspiración —dijo Hanne pensativa.
—¡Exacto! Y lo que Severin no puede saber oficialmente es que el tal Brage está de alguna manera relacionado con el vigilante.
—¿Cómo?
—No me preguntes cómo. Intuyo que en la última planta hay unos cuantos archivos ilegales. Pero el caso es que, desde el principio, he sostenido que había algo raro con ese vigilante. ¡Todo el tiempo!
De pronto apareció una niña deambulando por el portal. Era flaca y desgarbada, y les miraba con curiosidad mal disimulada. Cuando pasó por su lado hizo una enorme pompa de chicle rosa, que explotó y le cubrió el rostro como una toalla mojada y deshilachada.
—Hola —saludó Hanne sonriendo.
—Hola —dijo la niña mientras se quitaba los restos de chicle de la cara.
—¿Tienes un momento? —preguntó Billy T. con toda la amabilidad de la que fue capaz.
Pero no fue suficiente. La niña le miró asustada y se apresuró hacia la calle.
—Espera —dijo Hanne, siguiéndola y cogiéndola del brazo—. Queríamos preguntarte algo. ¿Vives aquí?
—¿Quién coño sois? —dijo la niña enfadada—. ¡Suéltame!
Hanne la soltó al momento; seguía viendo el brillo de la curiosidad en sus ojos y sabía que no se iría.
—¿Conocías al del segundo? ¿Un chico delgado de pelo castaño?
Les miró y los dos pensaron que nunca habían visto que a alguien le cambiara tan rápido el color de la cara.
—No —contestó huraña, e hizo ademán de marcharse.
Billy T. se le adelantó y le cerró el paso.
—¿Solía recibir muchas visitas?
—Ni idea.
Era una extraña mezcla de niña y mujer. Su cuerpo era delgado, pero sus pechos redondeados no eran solo una promesa emergente de lo que estaba por llegar. Sus caderas eran estrechas como las de un chico, pero ya había aprendido a moverse de una manera provocativa y estudiada. Llevaba unas mechas irregulares, de un tono entre castaño y rojo sucio, y en la aleta izquierda de la nariz tenía una bolita plateada. Pero los ojos que asomaban bajo las cejas teñidas eran los de una niña, grandes, azules y bastante asustados.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Hanne, intentando otra vez parecer amable y abriendo los brazos en un gesto tranquilizador.
—Quince —susurró la muchacha.
—¿Cómo te llamas?
De pronto volvió a imponerse su parte adulta.
—¿Quién coño sois? —preguntó, intentando pasar por el lado de Billy T. una vez más.
—Somos de la policía —dijo, interponiéndose de nuevo en su camino.
De pronto sus labios temblaron y escondió la cara entre las manos.
—¡Déjame pasar! —sollozó—. ¡Deja que me vaya!
Hanne le puso la mano en el hombro e intentó que se quitara las manos de la cara. Sus dedos de uñas mordidas asomaban entre su cabello.
—Él no hizo nada malo —susurró la niña—. ¡Es la verdad!
11.00 Comisaría de Oslo
Billy T. no tardó en comprender que no habría forma de sacarle nada más a Kaja mientras su padre estuviera en la habitación. El hombre tendría unos cincuenta años, pero el alcohol, el tabaco y la mala alimentación habían hecho que su piel flácida tuviera los poros dilatados. Se le podrían echar fácilmente sesenta y tantos.
Cuando tosía, se veía que ya casi tenía un pie en la tumba, y Billy T. se tapó la boca en un vano intento de mantener los mortales microbios a raya.
—Vaya mierda —jadeó el portero—. Tengo derecho a un abogado, para que lo sepáis.
—Escúcheme —dijo Billy T., mirando a Kaja. La muchacha era como una flor que se había marchitado antes de tiempo, y no parecía capaz de decidir a cuál de los dos hombres le tenía más miedo—. O bien se queda usted aquí mientras hablo con Kaja o traemos a los de protección al menor para que le asignen un tutor. Usted decide.
—Joder —dijo el portero respirando con dificultad—. Los de menores no tienen nada que ver con nosotros. Me quedo.
El hombre entrelazó las manos sobre su barriga. Algo rojo había dejado una mancha enorme en la camiseta sin mangas; parecía que hubiera puesto las manos sobre un mapa de Noruega. Carraspeó con fuerza y, por un momento, Billy T. pensó que iba a escupir en el suelo. En lugar de eso, tragó con dificultad.
—Pero tengo derecho a un abogado, ¡eh!
—No, no lo tiene. Voy a hablar con Kaja, no a acusarla de nada.
—No, eso puedes jurarlo por todos tus muertos. La Kaja no ha hecho na malo. Por lo menos na que le importe a la pasma.
Billy T. miró a la chica y a su padre.
—Kaja tendrá una madre, ¿no? —preguntó esperanzado—. A lo mejor debería estar aquí, si usted anda mal de tiempo, digo.
—Su madre la palmó. Me quedo. No puedo dejar a mi hija cuando la poli la quiere trincar.
Casi parecía que el hombre empezaba a encontrarse a gusto en la comisaría. Cierta expresión de satisfacción se extendió por su pálida cara gris cubierta de sudor, y rebuscó en la cintura del pantalón hasta dar con el tabaco de liar.
—Prohibido fumar, me temo —murmuró Billy T.—, pero escuche… —Mientras hablaba sacó un bloc del cajón de su mesa y empezó a escribir—. Voy a hacerle un vale para la cafetería. Está en la séptima planta, allí hay una zona de fumadores. Así, mientras tanto, charlo un poco con Kaja. Pero no anotaré nada hasta que usted esté de vuelta. ¿De acuerdo?
Lucía la mejor de sus sonrisas. El portero dudaba, su mirada iba del vale a Kaja.
—¿Y qué puedo comer ahí? —preguntó rezongando.
—Lo que quiera. Escoja lo que le apetezca.
El portero se decidió y se levantó jadeando de la silla.
—Pero no anote ni una puta palabra en el papel hasta que yo vuelva, ¿me oye? Ni una palabra.
—Por supuesto que no. Tómese el tiempo que necesite. Tenga… —Billy T. le entregó una revista para hombres junto con el vale—. Tómese su tiempo.
El vacío que dejó el padre de Kaja era palpable. El espartano despacho pareció crecer, y por fin había sitio para la frágil muchacha, que dejó de morderse las uñas. Ahora miraba por la ventana con los ojos entornados, como si se hubiera olvidado de dónde estaba.
—Siento lo de tu madre —dijo Billy T. con voz queda—. Una pena.
—Bueno —dijo Kaja con aparente indiferencia.
—¿Le tenías miedo?
Ella se giró de golpe.
—¿A mi padre?
—No, a él.
Negó con la cabeza.
—Entonces tal vez le querías.
A Billy T. le dio por pensar que el vigilante, aquel tipo malhumorado, débil y decididamente huraño que dos semanas antes había estado sentado en la misma silla en la que ahora se encontraba Kaja, era una persona por la que sería difícil sentir nada más que asco. Sin embargo, percibió algo en la mirada de la muchacha. Algo en los mínimos movimientos de sus manos, con los dedos entrelazados mientras se tocaba un pequeño anillo de metal. Seguía sin decir nada.
—Entiendo que estés triste —dijo Billy T. bajito—, pero ¿qué es lo que te da tanto miedo?
Entonces ocurrió algo, algo que Billy T. más tarde tendría dificultades para describir. Fue muy rápido y completamente inesperado. Kaja sufrió una metamorfosis total; abrió los brazos, se incorporó mirándole a los ojos y casi gritó:
—¡Creéis que fue él! Pero os equivocáis. Siempre pensáis lo peor de todo el mundo, y no es extraño que no se atreviera a hablar con vosotros, y por eso creéis que fue él y… ¡Richard no lo hizo! ¡Richard no lo hizo! Y ahora está muerto y vosotros creéis que…
Se derrumbó sobre la mesa, enterró la cabeza entre las manos y se echó a llorar.
—No fue Richard, él solo… Está en casa, en mi armario, pero no porque… Él solo… Está en el armario y yo no sé… Richard…
Billy T. cerró los ojos. Estaba agotado. Harto. Por alguna razón pensó en Truls. La imagen del niño que intentaba ser valiente y no llorar cuando el médico le iba a alinear la fractura del brazo para escayolarle se había quedado clavada en su retina. Se pasó la mano por la cara para borrarla. Abrió los ojos y miró a la muchacha sin decir nada.
¿Cuántos jóvenes tendrían que derramar sus lágrimas más o menos valientes en aquel simple y feo despacho de la tercera planta de la comisaría, zona azul, antes de que el caso estuviera resuelto?
Billy T. pensó en su hijo pequeño, en que la vida nunca volvería a ser la misma. Noruega nunca sería la misma. Frente a él tenía a una pobre muchacha, el germen de una criatura desamparada, que probablemente tenía la clave de todo el asunto. Ella podía contarle lo que de verdad pasó la noche del 4 de abril de 1997 en la planta dieciséis de la torre del gobierno, sabía la respuesta, y si desplegaba un poco de habilidad por aquí y un poco de engaño por allá, compartiría con él lo que sabía. Pero Billy T. no estaba seguro de tener fuerzas suficientes.
Pensó en que Hanne Wilhelmsen pronto se marcharía. Se lo había comentado por la mañana, de pasada, que echaba de menos a Cecilie. Se iría pronto.
En un destello que intentó reprimir con todas sus fuerzas vio a la madre de Truls, iracunda cuando vio la escayola blanquísima con las firmas en negro de sus tres hermanos; unas letras desvalidas que el pequeño había enseñado orgulloso a su madre, la mujer de la mirada oscura, acusadora.
—¿Qué es lo que hay en el armario, Kaja?
—El chal —murmuró incorporándose—. El chal que la primera ministra llevaba puesto cuando la mataron.
Billy T. se levantó de golpe. La silla salió disparada hacia la pared y se le olvidó que en realidad estaba demasiado cansado. Harto. Desbordado por todo aquello.
—¿El chal? ¿Tú tienes el chal? ¿Fue el vigilante quien mató a Volter? ¡Escúchame, Kaja! ¿Fue Richard quien asesinó a la primera ministra?
—No escuchas lo que te estoy diciendo —sollozó—. No fue Richard. Él solo iba a… Sonó una alarma de esas y subió solo, su colega estaba durmiendo, creo… —Se secó los ojos con el dorso de la mano, pero las lágrimas no dejaban de brotar—. Cogió el revólver. Las armas le vuelven loco, pero… la señora ya estaba muerta cuando llegó. Él dispara mucho, tiene montones de revistas y libros y todo eso… Richard está loco por las armas. Él… el revólver estaba allí y ella ya estaba muerta, ¿no?, encima del chal, y él cogió toda aquella mierda y… ¡Joder! Luego estaba cagado de miedo… Noté que estaba muy raro, y una noche que estábamos…
Se puso colorada y su mirada azul pareció más infantil que nunca.
—No se lo digas a papá —pidió con voz apenas audible—. No me deja ir a donde Richard. ¡Prométeme que no le dirás nada a papá!
—A la mierda tu padre —ladró Billy T.—. ¿Me estás diciendo que Richard cogió el arma que había junto a una primera ministra muerta por un disparo? ¿Estaba loco o qué?
—Mandarlo por correo fue idea mía. Pensé que si recibíais ese revólver podríais averiguar quién lo había hecho, ¿no? Lo limpiamos muy bien y luego fui a la central de correos para enviarlo. Se me olvidaron… los sellos, pero llevé manoplas.
—Pero ¿y el chal? —casi gritó Billy T.—. ¿Por qué no lo mandasteis también?
Kaja se retorcía sobre la silla y miraba ansiosa un paquete de cigarrillos que había sacado de una mochila con forma de inocente osito panda que se agarraba a su espalda.
—Fuma, fuma —dijo Billy T. dejando sobre la mesa un enorme cenicero imitación de lava glaseada en color naranja—. ¿Por qué no enviasteis el chal también?
—Richard dijo… Un chal es más difícil de limpiar. Tenía miedo de haber dejado huellas que no pudiéramos borrar, ¿no? Dijo que se pueden coger huellas dactilares de la piel, así que no era seguro que no se pudieran tomar también de la ropa y cosas así. Y no lo podíamos tirar a la basura porque en las películas y eso los polis siempre revisan la basura, ¿no? Así que era más seguro guardarlo unos días. Richard se iba a ir a Alemania, y luego iba a venir a por mí cuando… Es que mi padre odiaba a Richard, ¿sabes?
Al pensar en su padre su rostro se contrajo en una dolorosa mueca y empezó a llorar otra vez.
—Tranquila —dijo Billy T. ahora más calmado—, yo me ocupo de tu padre. Te prometo que no te causará problemas.
No sabía si la sonrisa tranquilizadora que intentó dedicarle serviría para algo, pero no había tiempo que perder. Ahora sí que quería esa orden de registro que había estado pidiendo. Y ahora se la darían. Agarró el teléfono para llamar al inspector Håkon Sand.
—Lo siento —dijo su secretaria de buen humor—. Se ha ido a Asker. ¡El parto ha empezado!
Billy T. juró entre dientes y le lanzó una mirada de disculpa a la niña. Ella no se dio cuenta, probablemente estaba acostumbrada a oír cosas peores.
—Tone-Marit —ladró al auricular—. Localiza al adjunto de guardia y ven para acá. ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
Kaja se había encendido su segundo cigarrillo.
—¿Voy contigo? —preguntó bajito echando el humo por la comisura de los labios—. ¿Voy contigo y te enseño el chal?
18.05 Celda de prisión provisional, comisaría de Oslo
El abogado no era nada tonto, lo entendió todo. Y lo de los dos días de prisión había sido buena idea. Brage había accedido a permanecer entre rejas hasta el miércoles, a fin de dar a la policía algo de tiempo para pensárselo. También habían logrado evitar que la prensa se enterara. El abogado se había puesto muy pesado y les había amenazado con demandarles si no conseguían mantener el breve encarcelamiento en secreto. Dos días. Ese era el margen que tenían. Si es que querían llegar a un acuerdo. Y seguro que sí. Tenía lo que ellos querían. Dos nombres. El idiota de Richard y su chica. Richard era un inútil, mezclar a su chica en algo así… Brage la había visto. La siguió todo el camino hasta la central de correos. No entendió por qué Richard no se quedaba con el arma. A lo mejor a la chavala le había dado un ataque de pánico. Una mocosa, no podía tener más de catorce o quince años.
La pasma se moría por conseguir los nombres. El tal Heger se había sorprendido un huevo cuando le dio detalles que cuadraban. Sabían que tenía dos nombres de los buenos.
Brage Håkonsen se colocó en el centro de la celda calurosa y pegajosa y se tumbó sobre el suelo de hormigón. Hizo sus abdominales sin pausa, al mismo ritmo constante, noventa y ocho, noventa y nueve, cien.
Se sentó con los brazos alrededor de las piernas. Ni siquiera había sudado mucho.
Mientras tuviera los nombres, la poli haría un trato y él saldría en libertad.
22.30 Calle Motzfeld, 14
Liten Lettvik estaba sentada en una vieja butaca con un Jack Daniel’s cargadito, saboreando la ausencia del éxito. Siempre era igual. Un breve e intenso sentimiento de triunfo mientras estaba pasando, después el vacío. Pero había que seguir. No había nada tan muerto y sin sentido como el periódico del día anterior. En unos meses casi nadie recordaría que ella lo había desvelado todo. Fue maravilloso durante unas horas. Sobre todo en la conferencia de prensa. Pillar a Ruth-Dorthe delante de un público tan numeroso era de lo mejor que había hecho. Las miradas entre el reconocimiento y la envidia que le habían dirigido sus colegas le habían hecho mucho bien. Algunos, los más jóvenes, que aún no tenían demasiado que ocultar, habían sido sinceros. Se habían acercado a darle entusiastas palmadas en la espalda y querían saber cómo había podido aclarar el caso de Pharmamed tan deprisa.
Si lo supieran…
Cuando lo pensaba notaba un pinchazo en el pecho, un malestar. Miró con gesto de reproche el vaso que sostenía y se apretó el estómago con la mano izquierda.
Tal vez no debería haberlo hecho. Se había aprovechado de una vieja historia, en cierta manera muy… valiosa. Tosió al llegar a esa palabra y dejó el vaso sobre la mesa con un sonoro golpe.
Claro que debía hacerlo. Nadie lo sabría, porque nadie lo supo nunca. Nunca. En tantos años… en treinta y tres años.
Llamaron a la puerta.
El dolor se agudizó y tuvo que encogerse para reprimirlo.
El timbre volvió a sonar con furia una vez más. Intentó enderezarse de nuevo, pero tuvo que ir medio encorvada hasta la puerta. El sudor brotaba de su frente.
—¿Liten Lettvik?
No le hizo falta preguntarles quiénes eran. Reconoció a uno de ellos. Era de la policía.
—¿Sí? —gimió.
—Nos gustaría que nos acompañaras a comisaría para mantener una conversación.
—¿Ahora? ¿A las once de la noche?
El hombre alto sonrió. Litten podía percibir el desprecio que había en su mirada y se fijó en el otro. Era más joven, más menudo, pero no apartó los ojos.
—Sí. Seguramente sabes por qué es urgente.
Estaba a punto de desmayarse. Insegura, se agarró al marco de la puerta y cerró los ojos hasta que la habitación dejó de dar vueltas.
Lo sabían, maldita sea, lo sabían.
Cuando tuvo listo su gran bolso y se puso el abrigo, la idea se le presentó en un destello. La desterró rápidamente.
Pensó en lo que debió de sentir Benjamin Grinde.