09.00 Comisaría de Oslo
A Billy T. habían empezado a gustarle en cierto modo aquellas reuniones masivas. Normalmente odiaba ese tipo de cosas, pero tenía sentido reunir a los responsables de los equipos de investigación un par de veces a la semana. Tanto porque era la mejor manera de hilvanar todos los hilos y coordinarse, como por los intercambios de opiniones a los que daba lugar. Todos participaban, incluso Tone-Marit Steen, sin que nadie supiera muy bien por qué, ya que en realidad no estaba al frente de ninguno de los grupos, no oficialmente. Pero se había atribuido una función que le iba mucho: hablaba bien, era concienzuda y tenía visión de conjunto. Así que aparecía en todas las reuniones sin que nadie protestara.
El único que era parco en palabras y siempre daba la sensación de estar guardándose algo era el jefe de la sección de información e inteligencia. Tampoco podía esperarse otra cosa. La reunión de ese día se había visto reforzada con la presencia de la fiscal general, pero Billy T. decidió no inmutarse por el gesto malhumorado y huraño de la que pensaba que debía de ser la mujer más cabezota del mundo. Era competente, aburrida y obstinada, y había convertido en una virtud el no dejarse influir nunca por lo que otras personas pudieran opinar sobre cualquier cosa. Fueran cuales fuesen las circunstancias. Cuando Billy T entró en la sala, la fiscal estaba pasando las páginas de un informe y le miró con mala cara. Bueno, no tenía intención de hacerse mala sangre por eso; tampoco ella era santo de su devoción.
Billy T. echó agua de un termo en una taza blanca con el logo de la red de cafeterías del Estado. Dejó que la bolsita reposara minuto y medio de reloj, la exprimió con los dedos y la tiró a la papelera de la esquina. El agua no estaba bien caliente y el té no sabía a nada.
Por fin estaban todos, salvo el inspector Håkon Sand. Nadie sabía nada de él, y ya habían pasado diez minutos de la hora. El comisario jefe no quiso esperar más.
—La semana pasada nos deparó unas cuantas sorpresas. Billy T., ¿quieres empezar?
Billy T. dejó la taza de té y fue hacia la cabecera de la mesa. Se apoyó en la pared con las manos a la espalda.
—Creemos haber descartado al cien por cien a la familia. Per, el hijo, tiene una coartada incuestionable. También hemos considerado la posibilidad de un complot, claro, porque en ese caso no tendría por qué haber estado presente en el gabinete de la primera ministra cuando le dispararon, pero no hay ningún indicio que apunte en esa dirección. En cuanto al arma… le dimos otra vuelta a la teoría de la conspiración cuando resultó pertenecer a Per, pero solo hemos podido concluir que fue robada a la familia. No… —se impulsó hasta quedar balanceándose sobre las puntas de los pies mientras miraba al suelo—, Per Volter es un joven muy desdichado que ha visto cómo su vida se desmoronaba en muy poco tiempo, pero un asesino… me niego a creer que lo sea. También podemos descartar a Roy Hansen, ya he informado sobre esto con anterioridad.
Miró al comisario jefe, que asintió levemente con la cabeza.
—Es muy poco probable que pudiera pasar junto a los vigilantes sin ser visto, asesinar a su mujer y luego enviar el arma de su hijo. Además, sabemos que su madre le llamó a casa a las seis cuarenta. Lo ha confirmado el registro de llamadas de la compañía telefónica. Eso debería ser suficiente para descartarle. Como es sabido, viven en el valle de Grorud. El asesinato tuvo que haber ocurrido aproximadamente a esa hora. Y aunque… —de nuevo miró al comisario jefe, quien volvió a asentir con aire irritado—… no es agradable revolver en la mierda cuando no es imprescindible, no me queda más remedio que mencionar que Roy Hansen tuvo una breve… aventura el otoño pasado. Con la ministra de Sanidad Ruth-Dorthe Nordgarden.
Se extendió un murmullo por la sala. Hasta la fiscal general mostró cierto interés tras sus poco favorecedoras y anticuadas gafas de montura de acero.
—No duró mucho, y no creo que una relación así pudiera ser el desencadenante de un asesinato, no… —Billy T. se encaminó de nuevo hacia su asiento, pero se detuvo un momento—. La familia Volter-Hansen es como cualquier familia noruega. Con sus alegrías y sus penas, y sus oscuros secretos. Como todos. Y por lo que se refiere al escándalo sanitario… —se pasó una mano por el cráneo, como hacía siempre que estaba abatido—, supongo que son otros los que deben valorarlo. Yo solo puedo decir que…
La conversación con Hanne Wilhelmsen del sábado anterior, después de haber acostado a los niños, pasó por su mente a gran velocidad como una película.
—Si guarda alguna relación con el asesinato, no creo que se deba al escándalo como tal. En aquel momento Birgitte era una madre jovencísima. Y por mucho follón que monten ahora los políticos… no. Si, y subrayo el «si», las muertes súbitas de bebés en 1965 tienen algo que ver con este asesinato, creo que debemos buscar algo relacionado con su propia hijita. Pero, como digo, no creo que sea así.
Se sentó y murmuró:
—El vigilante, él lo hizo.
Se tapó la boca con la mano. No era su intención que nadie le oyera. El vigilante no era asunto suyo. Tone-Marit Steen, sentada a su lado, no pudo evitar sonreír.
—No te rindes, ¿eh? —le dijo en voz baja mientras se levantaba a una señal del comisario jefe—. Billy T. no ha mencionado el arma —continuó, ahora en voz alta—. El Nagant que sabemos que fue el arma empleada en el crimen, y que pertenece sin duda alguna a Per Volter. Hemos inspeccionado el armario de las armas en el domicilio familiar. Como es natural, encontramos las huellas de todos ellos. Por lo demás, puedo añadir que en el resto de la casa prácticamente no había huella alguna, lo cual no es de extrañar, ya que el Ministerio de Asuntos Exteriores tuvo la genialidad de mandarles la contrata de limpieza más eficiente de la ciudad antes de que nosotros pudiéramos registrar la vivienda.
Tone-Marit hizo una pausa cargada de significado.
—Un grave error, podría decirse sin miedo a exagerar. Bueno, creo que de momento debemos conformarnos con afirmar que en algún momento el arma fue sustraída de la vivienda familiar, aunque no hay ningún indicio de allanamiento. La pena es que no podemos hacer ninguna estimación de cuándo ocurrió el robo, porque Per no había tocado el armario de las armas desde la pasada Navidad.
Se sentó en el borde de la mesa y se giró hacia los presentes.
—Billy T. sigue emperrado en que hay algo raro con el vigilante de la sede del gobierno —dijo dedicando una sonrisa a su colega—, y la verdad es que estoy de acuerdo con él. Hay algo ahí, algo que todavía no he descubierto. Ninguno de nosotros lo ha hecho. Pero estoy convencida de que ese tipo mentía sobre algo. Es muy rebuscado que el tipo se muriera precisamente ahora. Desconsiderado, diría yo.
Algunos se rieron por lo bajo, pero la fiscal general le dedicó una mirada asesina y ella compuso un gesto de pretendida seriedad mientras le guiñaba un ojo a Billy T.
—Al contrario que la mayoría de los demás implicados en este caso, sabemos que el vigilante sí estaba en el lugar del crimen. Lo cual no deja de ser importante, teniendo en cuenta que nuestro principal problema, aparte de encontrar algo parecido a un móvil, es encontrar la ocasión para cometer el asesinato. Por eso estamos investigando si el tipo estaba vinculado a algún determinado ambiente o círculo. Y para ello me gustaría contar con una colaboración más estrecha de… algo más de ayuda por parte de…
Tone-Marit miraba retadora al jefe de inteligencia, que parecía más que nunca una esfinge. Billy T. estaba impresionado. Estaba claro que Tone-Marit Steen no le tenía miedo a nada ni a nadie.
—Y luego está Benjamin Grinde —dijo, y centró su mirada en el comisario jefe—. ¿Quiere que hable de eso también o tal vez el jefe de la policía judicial…?
El comisario jefe, impaciente, hizo un gesto circular con la mano derecha para indicarle que siguiera, y Tone-Marit continuó:
—Para empezar, el pastillero presentaba huellas tanto de Birgitte Volter como de Wenche Andersen y Benjamin Grinde. En la parte exterior. Lo que indica que, probablemente, llegó a las manos de Grinde en fecha bastante reciente. Y eso encaja con el testimonio de Wenche Andersen. En el interior no han aparecido huellas. Lo que implica que es imposible saber si tenía algún significado especial. —Se pasó un dedo por la frente y miró al comisario jefe—. Daría lo que fuera por poder ver una nota de despedida de ese hombre. Porque no hay ni la más mínima duda de que Benjamin Grinde se quitó la vida. Ninguna señal de allanamiento, ningún indicio de violencia u otro tipo de presión sobre él. El apartamento estaba recogido y limpio, y en la chimenea había cenizas que indican que tuvo la serenidad suficiente como para deshacerse de sus papeles más personales. Los asuntos que se había llevado para trabajar en casa estaban perfectamente ordenados, de forma que no supusieran ningún problema para quien tuviera que hacerse cargo de ellos. Pero ninguna nota de suicidio, lo cual es muy poco habitual.
—Tal vez no le debiera ninguna explicación a nadie —comentó el comisario jefe en voz baja.
Tone-Marit levantó la vista de sus notas, una pequeña ficha con palabras clave que tenía en la mano izquierda.
—Nos encontramos con casos así de vez en cuando —continuó el comisario jefe con los codos clavados en la mesa—. Los llamamos suicidios «ordenados». Limpios. Todo listo y organizado, ningún cabo suelto. Tan solo el final de una vida. En cierta forma se borran, como si nunca hubieran existido. Triste, muy triste.
—Pero ¿y su madre? Y también tenía amigos, amigos muy cercanos.
—A lo mejor no le debía nada a nadie.
El comisario jefe parecía lanzado, y Billy T. intentó esconder su propio asombro. Cuando asumió el puesto algo más de seis meses atrás, Billy T. había sido muy escéptico, al igual que otros muchos. El hombre tenía muy poca experiencia operativa, casi no había trabajado en la policía, solo dos años a principios de los setenta como un simple agente raso en Bodø. Luego había ejercido como juez de primera instancia durante once años, una experiencia que no parecía la ideal para alguien que debía hacerse cargo de la comisaría más grande y conflictiva del país. Pero se había crecido con el reto. Les había impresionado a todos en las últimas dos semanas. Les mantenía unidos, hacía que todos formaran parte del mismo equipo. Trabajaban hasta caer exhaustos y todavía nadie se había quejado de no cobrar horas extraordinarias. Y eso era un reto de los más difíciles para cualquier jefe.
—El suicidio es un tema muy interesante —prosiguió reclinándose en su silla, consciente de que todos estaban pendientes de sus palabras—. Sombrío y fascinante. A grandes rasgos, podría decirse que la diferencia entre todos los que alguna vez, en momentos de desesperación, hemos considerado la posibilidad de quitarnos la vida… —Sonrió con aire adolescente y Tone-Marit de pronto le encontró casi atractivo. El hombre contravenía el reglamento llevando remangada la camisa recién planchada del uniforme. Había algo juvenil y masculino en él, algo descuidado y muy fuerte a la vez—. La diferencia entre nosotros y ellos es que nosotros pensamos en cómo una muerte así afectaría a nuestros allegados —dijo en voz baja—. Nos hacemos a la idea de la terrible tragedia que supondría para los que se quedan. Apretamos los dientes y, al cabo de unos meses, la vida vuelve a parecer mejor, más fácil.
Se puso de pie y se acercó a la ventana. La lluvia había amainado, pero las nubes se veían grises, pesadas y húmedas sobre el enorme campo de césped gris verdoso que se extendía en triángulo entre la comisaría, la cárcel y la calle Grønnlandsleiret. Cuando continuó, pareció que buscaba un código secreto en los dibujos que habían dejado las gotas de agua sobre el cristal:
—El que podríamos denominar «auténtico» candidato al suicidio piensa lo contrario. Cree que, si elige la muerte, las cosas probablemente mejorarán para los que le aman. Se siente como una carga. No necesariamente porque haya hecho algo malo, sino tal vez porque su dolor se hace tan… tan insoportable que se contagia a las personas queridas, hace la vida intolerable para todos. Eso cree. Y se quita la vida.
—¡Vaya! —exclamó Billy T. sin querer: nunca había oído a un mando policial pronunciar la palabra «amar».
—Fijaos en el tal Grinde —prosiguió el comisario jefe sin hacer caso de la breve interrupción—. Un hombre de éxito. Muy competente. Respetado en muchos ámbitos. Tiene intereses, amigos. Entonces ocurre algo. Algo que es tan horrible que… Tuvo que tomar la decisión después de considerarlo con calma, fue a comprar las medicinas y dejó todas sus cosas organizadas. El dolor era insoportable. ¿Qué lo produjo?
Se dio la vuelta deprisa y abrió los brazos a modo de invitación colectiva para que especularan sobre los motivos que podría tener para suicidarse un hombre del que, en realidad, sabían muy poco.
—No has mencionado el honor —dijo Billy T. en voz baja.
—¿Qué has dicho?
El comisario jefe le miraba con intensidad, algo ardía en su mirada. Billy T. se arrepintió de haber abierto la boca.
—Honor —repitió de todas formas en un murmullo—. Como en Madame Butterfly.
El jefe de la policía judicial estaba boquiabierto y parecía no tener ni idea de qué estaban hablando.
—Quien no puede vivir con honor muere con honor, o algo parecido —dijo Billy T. Cuando se dio cuenta de que podía continuar, elevó el tono de voz—: A veces ocurre que, cuando un personaje prominente es pillado robando o con los pantalones bajados, se suicida. En esos casos solemos pensar que el tipo se avergonzaba de lo que había hecho, que la caída sería demasiado dura, etcétera, etcétera. Con frecuencia interpretamos ese tipo de suicidios como un reconocimiento de culpabilidad. El tipo ha hecho algo horrible y no puede enfrentarse al mundo. Pero no tiene que ser… ¡no siempre es así! Tal vez no soporte la idea de vivir deshonrado, ¡aunque sea inocente!
—O, por ejemplo —se arriesgó a interrumpirle Tone-Marit—, puede que el candidato a suicida haya hecho algo que pueda ser… moralmente reprochable, aunque no necesariamente ilegal. Desde ese punto de vista, un mismo hecho puede ser valorado de forma totalmente distinta por dos personas: una puede no dedicarle siquiera un pensamiento a ese hecho, mientras que la otra, con unos estándares de moralidad especialmente elevados, puede…
—¡Con todos mis respetos, comisario!
El jefe de inteligencia, Ole Henrik Hermansen, que hasta ese momento había permanecido inmóvil mirándose las uñas, golpeó la mesa con el puño.
—Me parece muy poco práctico discutir ideas más o menos huecas sobre el suicidio y sus enigmas en un momento de tanto trabajo. ¡Todo tiene un límite!
Las comisuras de sus labios se movían a tirones y la piel de su rostro había adquirido un tono más oscuro de lo habitual. Movía el pie arriba y abajo a gran velocidad y miraba retador al comisario jefe.
Este sonreía. Era una mueca tan tolerante que hasta el jefe de la policía judicial entendió que era un correctivo, un correctivo muy arrogante. Hermansen estaba coloradísimo y se levantó para decir algo más. Sus dos manos agarraban el borde de la mesa, como si el ser la única persona en sus cabales en aquella sala le obligara a mantenerse en contacto con una realidad tangible.
—Si pudiéramos dejar a un lado esas teorías tan pretenciosas —dijo con tanta dureza que casi le salió un gallo—, tengo muchas cosas que contarles.
Los otros se miraron entre ellos. La situación había dado un giro radical. A lo mejor era lo que hacía falta: una disertación filosófica sobre los aspectos más profundos del suicidio. Porque ahora, de repente, ¡Ole Henrik Hermansen iba a hablar!
—Adelante —dijo el comisario jefe sin quitarse la sonrisa de la cara.
—Empezaré presentando una disculpa —dijo Hermansen colocándose unos cabellos sobre el ralo cráneo—. Soy consciente de que algunos de vosotros os habéis sentido… poco informados, por así decirlo. Me permito pediros que comprendáis que esto ha sido necesario. Todos sabemos que esta comisaría tiene una lamentable tendencia a sufrir filtraciones. Filtraciones a la prensa. Filtraciones graves. Hemos tenido que callarnos muchas cosas.
Echó su silla hacia atrás y se dirigió a la cabecera de la mesa.
—Si ahora veo la necesidad de haceros una presentación detallada es porque la investigación parece ir… hacia todas partes a la vez, por así decirlo. Y porque, en realidad, tenemos lo que creemos que puede ser la solución del caso.
—¡Uau! —soltó Billy T.
La divagación del comisario jefe hacia los terrenos más espirituales de la existencia había sido interesante, pero no había nada como una buena pista.
—Pero eso implica —continuó Hermansen— que debéis manejar la información que vais a recibir con extrema prudencia. Si esto se supiera, nos arriesgamos a que toda la investigación se venga abajo como un castillo de naipes, y entonces no tendremos nada.
—Pues como hemos estado todo el tiempo —murmuró Billy T., pero cerró la boca cuando Tone-Marit le propinó una buena patada en la espinilla.
—Nos ha parecido interesante que, al parecer, la última conversación que Birgitte Volter mantuvo antes de morir fuera sobre ese asunto que ha dado en llamarse «el escándalo sanitario». Estos días hemos leído la prensa con mucho interés.
«Claro, porque eso es lo que hacéis siempre —pensó Billy T—. No hacéis otra cosa que leer periódicos, cortar, pegar y guardar».
Pero esta vez mantuvo la boca sabiamente cerrada: la mirada de Tone-Marit era muy elocuente.
—Aunque ya sabíamos la mayoría de las cosas que se han publicado. Y, de hecho, sabemos mucho más.
Hermansen hizo una pausa y disfrutó del efecto de sus palabras. Todos le miraban atentamente. Por fin alguien tenía algo. Algo concreto.
—Algunos de los países aliados mantuvieron relaciones comerciales limitadas con la República Democrática de Alemania en 1964 y 1965 —dijo Hermansen en voz muy alta, caminando arriba y abajo frente a su audiencia como un catedrático muy pedagógico—. Era uno de los eslabones de una gran operación orquestada por Estados Unidos para intercambiar prisioneros entre el Este y el Oeste. Los alemanes orientales pusieron como condición poder importar algunos artículos de los que padecían escasez, y poder exportar al bloque occidental algunos de sus productos. De ese modo obtendrían mercancías y divisas.
Billy T. no entendía adónde quería ir a parar y tamborileaba impaciente con los dedos sobre la mesa, hasta que el comisario jefe captó su mirada y paró al instante.
—Noruega colaboró exportando mineral de hierro e importando, entre otras cosas, productos farmacéuticos. Sí, la verdad es que fueron muchas las mercancías que cruzaron la frontera en uno y otro sentido en aquellos años, pero no vamos a detenernos en eso ahora. Lo que importa aquí es recordar que aquello se hizo en estrecha colaboración con nuestro aliado, Estados Unidos, con muy buenos propósitos: traer de vuelta a agentes y diplomáticos occidentales. Estados Unidos se dedicó a hacer ese tipo de tratos mucho más que nosotros, claro, a pesar de que contravenía la Doctrina Truman. Y también era algo de lo que, por supuesto, no se hablaba en voz alta.
El jefe de la secreta se sentó sobre el respaldo de una silla con los pies en el asiento, una postura juvenil y algo chulesca.
—Sobre todo es importante recordar que, por aquel entonces, la República Democrática de Alemania ni siquiera estaba reconocida como Estado, eso no ocurriría hasta 1971. Alemania del Este era un sistema muy hermético, pero lo peor, visto desde nuestra perspectiva, era que no podían pagar sus facturas.
El comisario jefe arqueó las cejas.
—Pero… —objetó con prudencia—, ¿es que no contaban con un sistema monetario?
—Claro que sí. Pero ¿qué valor podía tener un marco de Alemania del Este? ¡Ninguno, cero! Para nosotros la solución fue, sencillamente, intercambiar mercancías. Para los estadounidenses resultó más complicado. Los alemanes del Este exigían dinero. Se podría decir que, en realidad, los estadounidenses compraron la libertad de los suyos. A un precio muy alto, y a costa de uno de los principios básicos de su política exterior: mantener relaciones comerciales únicamente con naciones que tengan un sistema de derechos políticos y humanos aceptable.
—Como si alguna vez hubieran cumplido con eso —murmuró Billy T. sin que nadie le hiciera caso—. ¿Qué coño tiene que ver esto con el asesinato de Birgitte Volter?
—Naturalmente, los servicios secretos no tuvieron nada que ver en las transacciones comerciales —continuó Hermansen impertérrito—. Pero nos mantenían informados y estábamos al corriente. Era imprescindible, puesto que debíamos tener vigilados a algunos ciudadanos de Alemania del Este. No hará falta que os diga que disponemos de unos cuantos archivos de aquella época…
Bajó de la silla de un salto y volvió a pasear arriba y abajo.
—En estos momentos, resulta especialmente interesante fijarse en uno de los ciudadanos de Alemania del Este de los que no tenemos informes. Mejor dicho, alguien que «había sido» ciudadano de Alemania del Este. Kurt Samuelsen. Nacido en Grimstad en 1942. Su madre era noruega y se llamaba Borghild Samuelsen. Su padre era un soldado nazi sin identificar. El niño fue entregado a un orfelinato nada más nacer, y un año más tarde fue enviado al Tercer Reich como parte del programa Lebensborn, que recuperaba a los niños arios para el imperio separándolos de sus madres.
De pronto Hermansen dejó de pasear arriba y abajo como un alma en pena. Se plantó con las piernas abiertas, como en posición de descanso militar y, para rematarlo, se puso las manos a la espalda.
—Kurt Samuelsen acabó en Alemania del Este después de la guerra. Nadie supo de él, nadie preguntó por él. Mejor dicho, su madre hizo algunos intentos poco insistentes hacia 1950, pero casi nadie quiso ayudar a una mujer que había sido rapada y encarcelada durante tres meses en 1945. Pero en 1963, durante un viaje de estudios a París, Kurt Samuelsen deserta. Tiene veintiún años y es un prometedor estudiante de química que se presenta en la embajada de nuestro país diciendo que es noruego.
—¿Noruego?
Nadie miró al jefe de la policía judicial. Todos querían que Hermansen continuara.
—Sí. Tiene papeles y otras pruebas de que es realmente Kurt Samuelsen. De ese modo puede viajar a Noruega y reencontrarse con su madre entre grandes celebraciones. En 1963, hasta los más duros miembros de la Resistencia todavía se emocionaban hasta las lágrimas con un reencuentro entre madre e hijo. En fin. Kurt Samuelsen fue admitido en la Universidad de Oslo, en el Instituto Farmacéutico. Era muy buen estudiante y se licenció a los veinticuatro años. En química farmacéutica, no en farmacia, y esto es importante. En solo seis meses hablaba un noruego perfecto, lo que, sin mucha lógica, reforzó la idea de la madre de que de verdad era su hijo perdido quien había regresado.
Hermansen se detuvo un momento y, sin consultar a nadie, encendió un cigarrillo. En el bolsillo llevaba un cenicero de bolsillo con tapa que depositó sobre la mesa. Dio una profunda calada, sonrió satisfecho y continuó:
—Hasta aquí todo alegría y felicidad. Pero Kurt Samuelsen regresó a Alemania del Este en 1968. Sin avisar a su madre. Y, desde entonces, nadie ha vuelto a saber nada de él.
En esta ocasión ni siquiera Billy T. dijo nada, se limitó a chasquear la lengua.
—La verdad es que me molesta mucho que fumes. ¿Te importaría apagarlo? —dijo Tone-Marit de pronto.
El jefe de inteligencia la miró malhumorado, pero hizo lo que le pedía.
—Cuando su madre falleció en 1972, a la familia le fue imposible encontrarle. El caso fue investigado, por supuesto, y los servicios de inteligencia de Occidente volvieron a localizarle en Bulgaria en 1987. Y quedó claro que aquel hombre no era Kurt Samuelsen. Se trataba de Hans Himmelheimer. El auténtico Kurt Samuelsen ha vivido siempre en Ciudad Karl Marx, ahora Chemnitz, y nunca ha puesto los pies fuera de la antigua Alemania del Este. Ni siquiera tras la reunificación. Y aquí llegamos a la cuestión más interesante.
Cogió otro cigarrillo, aunque sin intención de encenderlo.
—Han sido nuestros colegas alemanes quienes nos han informado sobre Hans Himmelheimer. Encontraron su nombre en los archivos desclasificados de la Stasi. Nuestro querido Himmelheimer es hoy el farmacéutico jefe de una gigantesca multinacional alemana, y a lo mejor os gustaría intentar adivinar de cuál se trata.
—Pharmamed —dijeron a coro Tone-Marit, Billy T. y el comisario jefe.
—Exacto. Nada menos. Pharmamed era, como toda la industria, propiedad del antiguo régimen, pero, a diferencia de lo que ocurrió con muchas de las empresas de Alemania del Este, su privatización se gestionó con gran éxito. Entre otras cosas, tienen la patente de una jeringuilla que se parte tras el primer uso, una patente muy valiosa en estos tiempos del VIH. Hans Himmelheimer estuvo en Noruega en marzo de este año…
—¿Qué? —exclamó el comisario jefe abriendo los brazos, pero Hermansen le tranquilizó.
—Espera. Estuvo en un congreso en el Oslo Plaza, se alojó allí cuatro noches. Con su nombre auténtico. Algo bastante arriesgado, si quieres saber mi opinión, ya que había bastantes probabilidades de ser reconocido. Al fin y al cabo, vivió en Noruega durante cinco años.
Hasta ese momento, Ole Henrik Hermansen había disfrutado de la situación. De forma evidente. Pero totalmente merecida. Lo que estaba contando era francamente interesante, y además lo hacía con estilo.
Pero, de pronto, pareció sentirse inseguro. Su mirada se tornó vacilante y toqueteaba el cigarrillo con gesto nervioso.
—Nuestros analistas afirman que es extremadamente perjudicial para Pharmamed que se haya filtrado este asunto de las vacunas. Probablemente no porque se pueda responsabilizar a la compañía; de hecho, su identidad jurídica hoy es otra, tras la privatización y todo eso. Pero está la cuestión del nombre… —Nadie le preguntó qué quería decir, aunque nadie lo había entendido—. El nombre «Pharmamed». La compañía ha experimentado un crecimiento meteórico tras la caída del muro. Vale billones. Y sigue llamándose Pharmamed. La verdad, reconozco que no sé por qué no pueden, en el peor de los casos, cambiar sencillamente de nombre, pero al parecer cuesta un dineral y es complicado. Me han explicado que las marcas con un nombre consolidado en el mercado valen una fortuna. Y este escándalo podría contagiar a toda la compañía, lo cual supondría una catástrofe en una industria que se basa tanto en la confianza como la farmacéutica. Y ahora, si volvemos a nuestra hipótesis original…
El jefe de inteligencia se frotó la cara con fuerza y su piel enrojeció. Por primera vez ese día, pareció estar muy cansado.
—La del chal.
Hermansen le hizo una señal al jefe de la policía judicial para que rebajara la intensidad de la luz, y puso una transparencia sobre el proyector. El dibujo del hombre sin rostro situado tras Birgitte Volter, tapándole la cara con el chal y apuntándole con un revólver a la sien, el que habían visto el primer sábado, de pronto adquirió un nuevo significado.
—Supongamos, para el caso, que teníamos razón. Que su intención no era asesinar a Birgitte Volter, sino amenazarla. Y qué podía resultar más efectivo que…
—¡Demostrarle que habían podido entrar en su casa y robarle el Nagant sin que nadie se hubiera dado cuenta de nada! —casi gritó Billy T.
—Pero… —tartamudeó el jefe de la policía judicial—, tenía un chal sobre la cabeza, ¡no podía ver el Nagant!
Hermansen le lanzó una mirada frustrada.
—El asesino pudo habérsela enseñado antes. Como ya dije la última vez que vimos este dibujo, el numerito del chal podría haber tenido como objetivo asustarla aún más. Según esta teoría, el asesinato habría sido un accidente. El propósito podría haber sido hacer que cancelara o minimizara el trabajo de la comisión Grinde.
—Puede que tengas razón —dijo Billy T.—. Va a ser que tienes mucha razón.
Los decibelios fueron en aumento conforme los presentes, emocionados, se giraban los unos hacia los otros para discutir el espectacular giro que habían tomado los acontecimientos. Pero el jefe de inteligencia permaneció dubitativo mientras los observaba, y no pareció alegrarse de tener que interrumpirles.
—Casi lamento tener que decir que esta no es la única pista con la que estamos trabajando. Ayer el caso dio otro giro espectacular.
Se hizo un silencio inmediato.
—¿Qué? —saltó Tone-Marit Steen—. ¿Está relacionado con lo que acabas de contarnos?
—Con la muerte de la primera ministra Volter, sí. Con Pharmamed, no.
De forma precisa y sucinta, Hermansen dio cuenta de la aparición de Brage Håkonsen en escena. Contó toda la historia en algo más de siete minutos, incluyendo la avioneta siniestrada, en lo que aún no estaba claro si había sido un acto de sabotaje con el primer ministro sueco Göran Persson como objetivo. Les habló también del viaje de Tage Sjögren a Noruega en un momento tan crítico. Y del imponente arsenal de Brage Håkonsen, y del hecho de que tuviera listos los planes para atentar contra dieciséis destacados ciudadanos noruegos que no tenían en común nada más que una posición privilegiada o una actitud generosa hacia los inmigrantes. Concluyó con un suspiro:
—Me encantaría descartarle por idiota y por exaltado. Mis hombres me aseguran que es demasiado cobarde para llevar a cabo un asesinato. Cuando le detuvieron, podría haber intentado escaparse abriendo fuego. Tenía a su alcance armas suficientes para equipar a todo un comando y no se atrevió. Pero… —Se levantó de nuevo, parecía encontrarse algo entumecido. Todos empezaban a estar cansados, la reunión había durado cerca de tres horas y quien más, quien menos, echaba de menos un café o un cigarrillo—. Dice que sabe quién lo hizo, y parece saber de lo que habla.
Hermansen les explicó que Brage Håkonsen conocía los detalles relativos a la devolución del arma.
—Entonces ya sabe más que nosotros —exclamó Tone-Marit—. Hemos estudiado los vídeos de la central de correos durante horas, y es imposible encontrar algo de interés. Ya que tienen cámaras, deberían asegurarse de que lo que graban sirve para algo.
—Brage dice tener información, pero quiere un trato.
—¿Un trato? —La fiscal general no había abierto la boca ni una sola vez durante la larguísima reunión. Ahora se vio un brillo tras los gruesos cristales de sus gafas—. ¿Dejarle marchar a cambio de un nombre? Ni hablar.
—Ya le hemos explicado que las cosas no funcionan así —repuso en tono cortante el jefe de inteligencia—. Sabe que no es lo habitual.
—Pero tampoco el asesinato de una primera ministra es algo muy habitual en este país —murmuró Billy T.
No tenía ganas de pelearse con la fiscal general. Sabía por amarga experiencia que no conducía a ninguna parte.
—Bueno, vamos a hacer un descanso —dijo el comisario jefe—. Media hora y volvemos a encontrarnos para coordinar futuras actuaciones. Creo que sería conveniente fusionar los grupos de Billy T. y Tone-Marit.
—¡Bien! —celebró Billy T., y le dio un sonoro beso en la mejilla a Tone-Marit.
—Media hora —repitió el comisario—, ni un minuto más.
—A veces eres tan infantil, Billy T. —dijo Tone-Marit enfadada, y se secó la mejilla.
12.30 Gabinete del primer ministro
No conseguía tranquilizarse. Le parecía que estaba cotilleando, y era lo último que quería hacer. Había sido la secretaria de varios primeros ministros durante once años y llevaba una vida acorde con sus obligaciones. Tranquila y prudente, sin excesos y con un grupo de amistades más reducido que la mayoría. Eran muchos los que habían intentado tirarle de la lengua en estos años, amigos y conocidos y algún que otro periodista, pero sabía cómo debía comportarse. El puesto llevaba implícito un código de honor. Aunque todo el mundo perdiera los valores de toda la vida, no sería ella quien traicionara sus ideales.
La duda le había resultado difícil de soportar. Le había estado dando vueltas durante días sin llegar a decidirse sobre qué sería lo correcto. No estaba muy segura de qué había sido lo que inclinó la balanza. Tal vez fuera la sincera desesperación y el desconcierto de su amiga. Pero probablemente fue la certeza de que la deslealtad que iba a desvelar era mil veces peor que la indiscreción en la que ella incurriría al contárselo al primer ministro.
Tryggve Storstein se había mostrado amable y atento, y le había dado las gracias con una cordialidad en la voz que contrastaba con el gesto abatido, casi triste, que tenía cuando ella salió por la puerta, sin estar segura de haber hecho lo que debía.
Le gustaba el nuevo primer ministro. Era demasiado pronto para afirmarlo con seguridad, y tampoco quería que su trabajo estuviera condicionado por si su jefe le caía bien o no, pero era imposible no llevarse bien con él. Aunque pudiera parecer distraído, casi fuera de lugar tras el gran escritorio ovalado, con una eterna arruga en la frente y ese pequeño y raro gesto de timidez que hacía con la boca cada vez que carraspeaba para pedirle algo. Solía buscar las cosas él mismo, no parecía gustarle que le sirvieran. Una vez se lo dijo así de claro, cuando casi se tropezaron en la cocina, frente a la cafetera:
—Me siento como un tonto cuando alguien hace estas cosas por mí. La gente puede prepararse un café por sí misma.
Su amiga había llorado cuando vino a hablar con ella. Susurró y sollozó bajito, sus uñas pintadas de un rojo intenso se habían movido por su cara como mariquitas sin puntitos. Fue a verla porque se sentía completamente desconcertada, y porque Wenche Andersen no solo era una vieja amiga sino una especie de superior, no formalmente, pero sí por experiencia y competencia. Su amiga solo llevaba cuatro años en la secretaría del Ministerio de Sanidad. De hecho había llegado al puesto con las referencias que le dio Wenche Andersen, lo que le hacía sentir una responsabilidad aún mayor.
—Se ha alegrado mucho de que se lo hayamos contado —había consolado en voz baja a su amiga por teléfono, pero tuvo que colgar de golpe cuando entró otra de las secretarias.
El primer ministro Storstein le había pedido expresamente que no le mencionara el episodio a nadie más. Eso fue el viernes y aún no había ocurrido nada. Por lo menos nada de lo que Wenche Andersen tuviera noticia, así que suponía que todo iba bien.
El teléfono volvió a sonar en cuanto colgó.
—Despacho del primer ministro.
Llamaban del parque móvil. Escuchó con gran atención.
—Métanla en una bolsa de plástico y, por favor, no la toquen más de lo que ya lo han hecho. Llévenla a la comisaría inmediatamente. Pregunten por Tone-Marit Steen. Sí, Steen, con dos es. Llamaré para avisar de que van de camino.
La llave electrónica. Habían encontrado la tarjeta de Birgitte Volter, metida entre el asiento y el respaldo de uno de los vehículos oficiales. No la habían visto hasta que tocó limpiar el coche a fondo y fueron a pasar la aspiradora por el interior.
Wenche Andersen descolgó de nuevo para localizar a la joven y amable policía que la había interrogado hacía solo unos días que parecían una eternidad. Al marcar el número se fijó en sus manos. Era como si todo, salvo la piel, hubiera encogido; se arrugaba en torno a tendones y tejidos que daban la sensación de haber perdido toda su fuerza. Wenche Andersen se acarició lentamente la palma de la mano y se dio cuenta, por primera vez en mucho tiempo, de que estaba envejeciendo. Otra vez sintió que la embargaba un intenso deseo de retroceder en el tiempo.
13.00 Comisaría de Oslo. Oficinas del servicio de información e inteligencia
—Si le hacemos comparecer ahora se va a liar una muy gorda, ¿no lo entiendes?
Severin Heger nunca antes había levantado la voz a su jefe, pero ahora irradiaba desesperación.
—Como esto se sepa habremos quemado todos nuestros puentes. Nunca he sabido de nadie que haya solicitado una prisión provisional sin que la prensa se entere. ¡Por Dios, Hermansen! Si aquí tenemos filtraciones de planta en planta, ¡eso no es nada en comparación con lo que pasa en los juzgados de primera instancia!
El jefe de inteligencia movía la mandíbula inferior adelante y atrás con un chasquido, una mala costumbre que su mujer creía haber eliminado años atrás. Ahora hacía rechinar los dientes de lado a lado, y literalmente se le oía pensar.
—Entiendo lo que quieres decir —dijo manoseando los bordes del vade—, pero no podemos retenerle sin encarcelarle. Está detenido desde el sábado por la mañana y, con el reglamento en la mano, hoy es el último día.
Severin Heger entrelazó las manos e intentó estarse quieto.
—¿No podríamos pedírselo a uno de los jueces que conocemos, uno de los que solemos usar? Y luego le encarcelamos con mucha discreción esta tarde, cuando el juzgado esté vacío…
Ole Henrik Hermansen observaba a una araña que se estaba construyendo una mansión en un rincón del techo, junto a la puerta. El entusiasta insecto iba y venía a toda velocidad y, de pronto, colgaba en el aire suspendido de un hilo tan fino que era imposible verlo. Un mosquito se movía desesperado por salvar su vida en medio de la telaraña; era inútil, la araña lo había visto y se acercaba amenazante por el funicular que ella misma había fabricado.
—Ya ha llegado la primavera —gruñó el jefe de inteligencia—. Veré lo que puedo conseguir. No podemos elegir juez, Severin. Pero entregaremos la documentación en mano. Yo mismo llamaré al secretario para ver qué puedo hacer. Siempre será mejor por la tarde que ahora.
—Tienes que conseguirlo —dijo Severin Heger, y salió del despacho de su jefe para preparar el papeleo.
16.03 Gabinete del primer ministro
Tryggve Storstein apenas había acabado de instalarse en su nuevo despacho. En toda la gran estancia rectangular que dominaba la ciudad de Oslo no había ni un solo objeto personal. Ni siquiera una foto de su mujer e hijos, ni una taza con la inscripción PARA PAPÁ o BUEN CHICO, aunque era merecedor de ambas cosas. Por lo menos eso opinaban sus hijos, pero la taza con las palabras EL MEJOR PADRE DEL MUNDO en letras verdes sobre fondo naranja estaba guardada en el fondo del cajón marcado como PRIVADO. No se sentía a gusto, aquel no era su lugar. Ese despacho no. Tampoco el cargo. Ni toda esa gente que corría de un lado para otro y que eran su «gabinete». El despacho era demasiado grande; las vistas de la caótica y ruidosa ciudad, demasiado imponentes. Todo aquello le mareaba. Pero había aceptado el puesto, y lo había hecho de corazón. Era la persona apropiada para el cargo, a pesar de que los trajes le estuvieran grandes y que los domingos se hiciera el torpe para que su mujer le dejara hechos los nudos de tres corbatas. Todo se arreglaría dedicándole el tiempo necesario. Quién sabe, a lo mejor hasta se acostumbraría a que ya nadie usara su nombre de pila.
—Dígale que pase —murmuró por el interfono cuando Wenche Andersen le anunció en voz baja que la ministra de Sanidad había llegado.
—¡Tryggve!
Fue hacia él con aire resuelto y abrió los brazos para darle un beso. Lo evitó sentándose para mirar unos papeles sin importancia. No levantó la vista hasta que ella no hubo tomado asiento.
—Creo que sabes por qué quiero hablar contigo —dijo mirándola de repente.
Ruth-Dorthe Nordgarden nunca se había fijado en los ojos de Tryggve Storstein. Impactaron en ella como una inesperada lluvia de flechas. Eran incómodos, francos; por alguna razón, el pliegue entre somnoliento y triste había desaparecido de sus párpados; ese pliegue que hacía que uno no se fijara en su mirada, sino en los globos oculares dentro de sus profundas cuencas. Ahora estaba cambiado. Ahora los ojos eran su cara. Una intensa expresión entre gris y verde en la que ella reconoció, a regañadientes pero sin lugar a dudas, un desprecio total e indisimulado.
La vergüenza le recorrió todo el cuerpo hasta provocarle pinchazos en las palmas de las manos, y sin querer repitió su tic más molesto rascándose el cuello.
—¿Qué quieres decir?
Ruth-Dorthe se obligó a sonreír, pero los nervios de su cara se resistían. Su boca se torció en una mueca de culpabilidad confesa: él lo sabía.
—No hagamos que esto sea innecesariamente embarazoso, Ruth-Dorthe —dijo levantándose.
Se quedó de pie junto a la ventana. Le habló a su propio reflejo en el cristal, los gruesos ventanales verdosos que supuestamente le protegerían de un atentado procedente del exterior. Sonrió escéptico. Aquellos cristales no habían ayudado a Birgitte.
—¿Sabes cuál es la finalidad de ser político? ¿Alguna vez te has parado a pensar cuál es el objetivo de todo esto?
Ella no se movió. Él podía ver su reflejo en el cristal: paralizada, tan solo su mano bajaba y subía por su delgado cuello una y otra vez.
—Deberías haberlo hecho. Te llevo siguiendo mucho tiempo, Ruth-Dorthe. Más del que tú llevas siguiéndome a mí. Nunca me ha gustado lo que veía. Y no ha sido ningún secreto.
Se giró de repente. La observó fijamente, intentando captar su mirada. Pero también la traicionaban los ojos, se empeñaban en mirar hacia algún lugar a la izquierda de su hombro.
—No tienes principios, Ruth-Dorthe. No sé si alguna vez los has tenido. Y eso es peligroso. A falta de ideales perdemos de vista el objetivo, la base para dedicarse a la política. ¡Eres miembro del Partido Laborista, maldita sea!
Levantó la voz, sus mejillas enrojecieron y sus ojos se hicieron aún más grandes.
—¿Qué representamos en realidad? ¿Puedes contestarme a eso?
Se inclinó hacia delante y puso las manos sobre el apoyabrazos de su silla. Su cara estaba a treinta centímetros de la de ella, y Ruth-Dorthe podía notar el suave olor de su loción para después del afeitado, pero no quería mirar. No podía, no tenía fuerzas.
—La gente que está ahí fuera, los electores, el pueblo en general, llámalos como quieras. ¿Por qué nos votaron precisamente a nosotros? Porque queremos «repartir», Ruth-Dorthe. Ya no somos revolucionarios, ni siquiera muy radicales. Administramos una sociedad regida por el mercado y vivimos a gusto en un escenario internacional que está en manos del capital. Nos parece bien. Muchas cosas han cambiado, tal vez hasta deberíamos cambiarnos el nombre. Pero en fin…
Ella podía notar el calor que despedía la cara de él, microscópicas gotas de saliva caían sobre su rostro enrojecido. Ruth-Dorthe parpadeaba sin cesar, pero no se atrevía a apartarse.
—Justicia —prosiguió entre susurros—, un reparto sensato y más o menos justo de todo el gas y el petróleo que brota ahí fuera. Nunca será…
Se incorporó como si de pronto le doliera la espalda. Desde la ventana vio que la oscuridad había cubierto la ciudad, junto con la lluvia que había esperado agazapada tras las colinas de Østmark hasta que llegara el anochecer. Dos coches habían colisionado en la calle Aker, vio gente enfadada que movía mucho los brazos y un autobús que intentaba pasar subiéndose a la acera.
—Nunca alcanzaremos la equidad total, nunca. Pero para intentar hacer algo, para intentar igualar… ¿Has estado alguna vez en los barrios obreros del este de la ciudad?
La observaba por el cristal, en el reflejo su piel tenía un tinte verdoso.
—¿Has estado ahí fuera alguna vez? ¿Has visitado alguna vez a una familia de inmigrantes en Tøyen con cinco hijos y el retrete en el pasillo, y ratas tan grandes como gatos en el sótano? ¿Y has hecho luego el viaje al otro lado —movió la mano en dirección a las colinas del oeste—, y visto cómo viven ellos?
Ruth-Dorthe se mordió el interior de la mejilla para no derrumbarse. No dejaba de parpadear y notó calambres en la mano izquierda. Tenía los nudillos blancos e intentó soltar el borde del asiento.
—Casi nunca tenemos tiempo —dijo Tryggve Storstein con la voz cambiada, más suave, como si hablara a un niño desobediente que necesitara una charla de su padre—. Muy pocas veces pensamos en por qué, por qué nos dedicamos a esto, pero de vez en cuando hay que hacerlo.
Su voz cambió de nuevo, se sentó con gesto brusco y las palabras cayeron sobre la mesa como latigazos.
—Tú te dedicas a la política para medrar, Ruth-Dorthe. Para tu beneficio personal y particular. Eres muy peligrosa. No piensas ni en el partido ni en la gente en general, solo en ti misma.
No iba a consentirlo. Su vida se estaba desmoronando, era como estar en medio de un terremoto sin saber si tenía suelo firme bajo los pies, o si se abriría un abismo al segundo siguiente. Pero no lo iba a tolerar. Se abalanzó furiosa sobre la mesa, agarró un pisapapeles de cristal y lo blandió amenazante.
—Te estás pasando mucho de la raya —siseó—, no olvides que soy la segunda de…
Él se echó a reír. Levantó la cabeza y lanzó una carcajada.
—Y no deja de ser un enigma cómo llegaste a serlo.
—Pero…
—¡Cierra la boca!
Ruth-Dorthe se hundió en el asiento. Todavía tenía el pisapapeles. Lo sujetaba con fuerza, se agarraba a esa figura informe de cristal azul como si fuera su última oportunidad para algo que no sabía qué era.
—Eres idiota —dijo Tryggve Storstein con una voz que destilaba desprecio—. ¿No sabes nada de nuevas tecnologías? ¿No sabías que un fax archiva la confirmación de envío de todos los documentos enviados y registra los números donde se han recibido?
La cabeza le daba vueltas. ¿Qué podía hacer? Seguro que podría encontrar algo contra él. Viejas historias de faldas, algún conflicto por una herencia… Algo había oído, podría desenterrarlo y tirárselo a la cara. Él no podía hacerle esto, no debía…
—Eres tan egoísta que no ves a los demás, Ruth-Dorthe. No les entiendes. Y te estalla entre las manos cuando menos te lo esperas, porque nunca dedicas ni cinco minutos a tratar de comprender cómo viven las demás personas, lo que sienten y cómo perciben el mundo. Por eso nunca podrás ser política. Nunca te has dedicado realmente a la política. Solo quieres el poder por el poder. Es tu afrodisíaco. El problema es que solo te quieres a ti misma, no puedes hacer otra cosa porque no quieres a nadie más. ¿Sabes lo que has hecho al filtrar el informe de la comisión al KA?
—Pero… —intentó argumentar con voz metálica e inexpresiva—. Yo… ¡El informe solo decía la verdad! —Parecía como si, inesperadamente, hubiera encontrado un arma que agarró con las dos manos—. Pero a ti te da miedo la verdad, Tryggve, y odias a la gente como yo, que piensa que necesitamos una prensa independiente… Sí, a los que pensamos que la libertad de expresión y una sociedad transparente es mucho más que unos documentos con el sello de «Confidencial».
Él se reía, balanceaba su silla adelante y atrás sin parar de reír.
—¡La verdad! ¿Quién eres tú para administrar la verdad a tu antojo, por encima de los demás y en tu provecho? ¿Crees… —echó la cabeza hacia atrás y soltó otra risotada exaltada—, crees que la verdad es algo que puedes repartir a tus contactos de prensa para que te devuelvan el favor cuando te convenga? Era algo que me preguntaba, ¿sabes? —Ya no reía, su voz temblaba y se esforzaba para no gritar—. Me preguntaba cómo alguien como tú, desleal, inútil, impopular e intrigante, salía tan increíblemente bien parada en la prensa. Era un enigma que no te hubieran destrozado hace tiempo. Y no solo para mí. Ahora lo sé: les pagabas. Les pagabas con información. ¡Pero eso se acabó!
Extendió la mano con brusquedad.
—¡Dame ese pisapapeles!
Ella bajó la vista, dudó unos instantes y lo dejó en el borde de la mesa. Amenazaba con caerse al suelo, y él tuvo que levantarse para sujetarlo.
—Nunca pensé… Nunca pensé que tendría que explicarle a un ministro de mi propio gobierno las reglas básicas del juego democrático. No lo entiendes, Ruth-Dorthe, estás al frente de la sanidad para servir al pueblo noruego. Y, en lugar de eso, has utilizado tu poder para urdir una venganza personal contra mí. Diste esa información a la prensa para poder ser la primera en hablar de ella y pillarme completamente desprevenido, sin idea de nada. Es un abuso de confianza de tal calibre que… no tengo palabras. Un ultraje hacia mí y hacia las personas a las que representas. Y con esos retazos de verdad que has ido soltando no solo has conseguido minar la credibilidad y la confianza en el gobierno, sino que has contribuido a sembrar miedo y especulaciones. ¡Miedo y especulaciones! ¡Ahí tienes tu verdad!
Cerró los ojos y su antiguo rostro pareció estar de vuelta. Cuando volvió a abrirlos, su gesto preocupado y algo tímido había ocupado su lugar. Eso le dio valor a Ruth-Dorthe, que volvió a lanzarse.
—¡Pero la verdad nunca puede ser perjudicial! Solo cuando…
—Te voy a contar algo sobre la verdad —repuso él en tono cansado—. Claro que debe salir a la luz. Toda la verdad. Y entonces compareceré ante el Congreso de los Diputados, no ante la prensa. Ellos tendrán también todos los datos, por supuesto, pero en su momento. Ahora es el Congreso el que debe ser informado de este caso tan serio. Solo así puede tratarse el asunto con la dignidad que merece. Y mientras tanto… —Marcó un número de cuatro cifras en el teléfono—. Wenche, ¿podrías traernos dos tazas de té?
Colgó y se quedó esperando.
Ninguno de ellos dijo nada hasta que entró la secretaria, con dos pequeñas manchas de color lila en las mejillas. Depositó las tazas y sirvió el té con mano firme.
—¿Azúcar? —ofreció a Ruth-Dorthe—. ¿Leche?
La ministra de Sanidad no respondió y Wenche Andersen no consideró oportuno insistir. Cuando regresó con pasos cortos a su despacho, le pareció ver que su jefe le dedicaba una sonrisa de ánimo.
—A partir de este momento estarás bajo tutela —dijo Tryggve Storstein en voz baja, removiendo una cucharada de azúcar en el líquido dorado—. Desde este mismo momento. No tomarás ninguna decisión de importancia sin consultarme. ¿Comprendido?
—Pero…
Algo le estaba ocurriendo al rostro de Ruth-Dorthe Nordgarden. Tenía otra expresión, era como si todos sus rasgos se hubieran agrandado. Su boca crecía, la nariz se veía hinchada y los ojos parecían haber sido tallados demasiado grandes, demasiado bastos en su rostro menudo. Las sombras que proyectaba la lámpara de mesa reforzaban la sensación de que sus proporciones estaban equivocadas: un rostro delgado con la expresión mal dibujada.
—¡No puedes hacerlo! ¡No tienes derecho! Vétame en el próximo consejo de ministros, hazlo, pero ¡no tienes ningún derecho a apartarme de la gestión!
Tryggve Storstein seguía removiendo el té, en un ritmo circular e innecesario que le proporcionaba un lugar en el que fijar la vista. Paró, chupó la cuchara y sopló sobre el líquido caliente.
—La alternativa es que dimitas ahora. Puedes elegir entre dos males: o haces lo que te digo y te sustituyo poco después de las elecciones, con calma y dignidad y sin que nadie se entere de nada; o te vas ahora y hago públicas las razones de tu dimisión, todas.
—Pero no puedes… el partido… ¡Tryggve!
—¡El partido! —Volvió a reír, con más ganas esta vez, como si de verdad la situación le pareciera divertida—. Tú nunca has pensado en el partido. Ahora elige: lo malo o lo peor.
Permanecieron en silencio durante cinco minutos. Tryggve bebió té, estiró las piernas y parecía estar pensando en otra cosa. Ruth-Dorthe estaba como petrificada. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla enrojecida. Él la vio, y por unos instantes pareció sentir algo que podía parecerse a la compasión. Pero lo reprimió.
—Lo malo o lo peor, Ruth-Dorthe, la decisión es tuya.
Sonó el teléfono. Los dos dieron un respingo y Tryggve Storstein dudó antes de contestar.
—Es para ti —dijo sorprendido tendiéndole el auricular.
La ministra de Sanidad lo cogió en un acto reflejo, como un maniquí, con los brazos rígidos y movimientos mecánicos.
—De acuerdo —dijo un momento más tarde y le devolvió el teléfono—. Quieren que vaya a la comisaría de Oslo, ahora mismo.
Y de esa forma dejó Ruth-Dorthe Nordgarden a su primer ministro, sin decirle qué había elegido.
No importaba. Él sabía que nunca aceptaría una derrota pública. La había aniquilado. Le sorprendía no sentir ni un ápice de arrepentimiento o de pena. Pensándolo bien, le daba pena. Pero eso era todo. Alguien debería haberle parado los pies mucho tiempo atrás.
23.10 Comisaría de Oslo
—Ni puta idea. —Billy T. se frotó la cara con rudeza y emitió un sonido con los labios como si acabara de emerger de un baño de agua helada—. Pero su testimonio parece verdadero. Hay algo en ella…
Se estremeció e intentó alcanzar un punto de su espalda con los dedos, retorciéndose desesperado.
—¡Ráscame, Hanne, ráscame! Ahí. No, no, más arriba, a un lado. Así.
Hanne Wilhelmsen puso los ojos en blanco y rascó intensa y brutalmente en el mismo punto durante cinco segundos.
—Vale. Siéntate.
Dedicó una sonrisa a Håkon Sand, quien seguía pareciendo incapaz de concentrarse en nada que no fuera el bebé que aún no había dado señales de querer abandonar el vientre de su madre. Marcó un número e hizo una señal a los demás para que se mantuvieran en silencio.
—¡Uy, lo siento! —dijo haciendo una mueca—. ¿Dormías?
Escuchó unos instantes, besó el auricular y colgó.
—Piensa que me preocupo demasiado y que estoy despertándola todo el rato —sonrió con aire atontado—. Pero es que todo esto me pone muy nervioso. Me perdí la reunión de esta mañana porque cuando nos despertamos me pareció ver unos espasmos en la tripa de Karen. ¡Dios mío, qué agotador es esto!
—Relájate —dijeron los otros dos a coro—, el crío llegará cuando tenga que llegar.
—Es una niña —murmuró Håkon Sand mientras observaba la llave electrónica de Birgitte Volter, que estaba en una funda de plástico y cuyas huellas ya habían sido comprobadas.
Las de Ruth-Dorthe Nordgarden eran muy claras. Dos, una del pulgar y otra del anular de la mano derecha. La expresión de su rostro cuando le plantearon los hechos fue de total y absoluto desconcierto. Con un poco de ayuda y varias pausas para pensar, había recordado, a trompicones, que hacía un mes a Birgitte se le había caído en la sala de juntas del Congreso. Ruth-Dorthe la había recogido, había corrido unos pasos tras ella y se la había devuelto. Y esa era la única razón que se le ocurría por la que sus huellas pudieran aparecer en la tarjeta estatal de acceso de Birgitte Volter.
—Supongo que, de haberla utilizado, se habría preocupado de limpiar sus huellas antes de dejarla en el coche a la espera de que alguien la encontrara —dijo Hanne en tono cansado—. Por lo que sé, los ministros no tienen un coche oficial fijo, y Tone-Marit me explicó que Birgitte y Ruth-Dorthe habían utilizado el mismo vehículo varias veces durante las dos semanas anteriores al crimen.
—Creo a esa mujer —refrendó Billy T.—. Hay algo repulsivo en ella, pero su vecino ha confirmado que la vio sacando la basura a las seis y media la tarde del asesinato. Tengo que reconocer que sentí algo de curiosidad cuando me enteré de que nadie había conseguido hablar con ella por teléfono en toda la noche, pero dice que quería estar tranquila y que lo había desconectado todo.
—Ruth-Dorthe no es más que una serpiente en el paraíso —dijo Hanne—, una de esas personas que embrollan cualquier investigación porque están llenas de secretos, y eso hace que la detestemos. ¿Qué pudo haber visto Roy Hansen en una tipa como esa?
—Un desliz —rio Billy T.
—Sí, tú eres experto en eso —soltó Hanne—. Pero, sinceramente, ¿qué pudo ser?
—Aun a riesgo de que me llames sexista, Hanne, creo que fue un pequeño tejemaneje de nuestra amiga Ruth-Dorthe. Esa tía colecciona secretos y pilladas por los huevos como otros coleccionan sellos. Tiene cerebro y físico para hacerlo. En todo caso, ninguno de nosotros puede decir nada sobre con quién se acuesta o no. No, si no tiene relevancia para el caso, y no la tiene. Estoy convencido.
Håkon bostezó y consultó su reloj.
—Tengo que irme a casa. Si esa niña no se abre camino en veinticuatro horas, voy a exigir una cesárea.
En la puerta del despacho de Håkon había un hombre, tan silencioso que nadie se había percatado de su presencia.
—Severin Heger —exclamó Billy T. entusiasmado—. ¿Tú también andas levantado a estas horas?
—Ahora estoy despierto día y noche —respondió, saludando a Hanne con una inclinación de cabeza—. ¡Qué morena estás! ¿En casa por vacaciones?
—Más o menos. ¿Cómo lo llevas?
—Bien. Querría hablar un momento contigo, Billy T.
—Claro —dijo este—. Vamos a mi despacho.
Salió del estrecho cuarto armando un gran revuelo, pasando por encima de Hanne y tirando un bote de bolígrafos.
—Te veo en el vestíbulo dentro de diez minutos —le dijo a Hanne, y le dio una palmada en la espalda a Severin.
Una vez fuera, se dio la vuelta, asomó la cabeza por la puerta y dijo en voz alta para que todo el mundo lo oyera:
—Hanne duerme en mi cama de matrimonio, Håkon, conmigo.
—¡Cotilla! —espetó Hanne Wilhelmsen, decidida a quedarse a dormir en casa de una amiga.
Aunque, bien pensado, era demasiado tarde para ponerse a llamar.