04.20 En las profundidades de Nordmarka, cerca de Oslo
Les había engañado, y había resultado tan sencillo que era para morirse de risa. Le había llevado un rato averiguar dónde estaban. Ahora tenía seis litros de leche de sobra en la nevera después de haber hecho cuatro visitas innecesarias a la tienda de la esquina. Se estropearía, pero no importaba. Casi era demasiado bueno para ser verdad. La policía vigilaba el portal que daba a la calle Vidar. Eso era todo. Estaba claro que no se habían dado cuenta de que era posible ir por el sótano hasta la casa de al lado, donde una trampilla de madera daba salida al patio trasero. Saltando la valla pudo aparecer tres portales más allá. Nadie le vio. Para asegurarse, había cogido tres autobuses y un tranvía en distintas direcciones, bajándose en el último momento hasta que, finalmente, había entrado en una tienda de deportes y había comprado una bicicleta barata.
Había ido pedaleando hasta la cabaña. No llegó hasta bien entrada la noche. Estaba muy oscuro. En el último tramo no había visto a nadie; el triste tiempo primaveral no resultaba tentador ni siquiera para los más aficionados al campo. Se acostó y estuvo leyendo un rato. Le costaba conciliar el sueño. Se levantó varias veces para tranquilizarse. No había nadie ahí fuera. A través de la laguna llegaba el ruido de algún animal, y durante más o menos una hora una suave lluvia de primavera había resonado alrededor de la cabaña. Por lo demás, todo estaba en silencio.
Aún estaba muy cansado después de tres horas de ligera duermevela, pero no podía seguir en la cama. Cruzó a nado la laguna dos veces y sintió su cuerpo muy despierto, aunque notara la cabeza pesada. Hizo café y se preparó cuatro rebanadas de pan con caviar rojo.
Encendió la radio, pero no encontró nada que mereciera la pena escuchar. Solo un montón de ruidosa música pop. A Brage Håkonsen no le gustaban esas cosas. En su lugar, cogió un libro de David Irving y leyó mientras desayunaba. Probablemente se había quedado sin trabajo. Había faltado cuatro días sin avisar, y seguro que el amargado jefe de almacén le escupiría a la cara si volvía. Pero no quería volver. Por lo menos, no quería pensar en eso ahora. Llevaba una vida espartana y tenía dinero en el banco.
Ya era de día, y miró por la ventana. Lo mejor sería ir al depósito de patatas a primera hora. A veces pasaba gente por allí el fin de semana, aunque el sendero discurría a más de doscientos metros de la cabaña. La laguna era un reclamo para los que se aventuraban por aquellos parajes, y había desistido de asustarles poniendo carteles de PROHIBIDO PESCAR Y BAÑARSE. Los guardias forestales acababan quitándolos de todas formas.
Lo más seguro sería ir ahora.
Se puso una sudadera y metió los pies en unas zapatillas de deporte sin desatar los cordones. Necesitaba unas nuevas, pero sabía que no debía pasarse. La bicicleta le había costado tres mil coronas, y le irritaba haber gastado tanto dinero cuando tenía una bicicleta cara, de las buenas, aparcada en el patio de atrás. Pero no merecía la pena arriesgarse. Habría sido difícil atravesar el sótano con ella, y no estaba seguro de que hubiera sido capaz de pasarla por encima de la valla.
El aire de la mañana desprendía un fuerte olor a tierra y bosque y, aunque ya había salido antes, se sintió algo mareado. Corrió al trote los cuarenta metros que le separaban de la pequeña ladera, hacia el este. La puerta del depósito de patatas estaba cubierta de ramas de abeto y palos, y era imposible verla si no se sabía que estaba allí.
Quitó el camuflaje, lo amontonó a un lado de la entrada y sacó la llave del gran candado de un bolsillito de la zapatilla de deporte. El candado estaba bien engrasado y fue fácil levantar la pesada trampilla. Las bisagras gimieron un poco y Brage se quedó petrificado escuchando intensamente. Respiró aliviado, dejó con cuidado la trampilla a un lado y entró en el negrísimo agujero. Siempre llevaba un tiempo adaptar la vista a la oscuridad, así que encendió una linterna.
Oyó algo fuera. Algo que no era ningún animalillo. Algo más que el viento que jugueteaba con las hojas podridas del otoño anterior. Una rama se partió. Luego otras. Oyó pasos.
—Sal de ahí —dijo una voz potente y autoritaria.
Por un momento consideró la posibilidad. En el bolsillo llevaba la pistola recién comprada. Y también munición. Tenía delante cuatro AG-3 y dos escopetas de perdigones, además de cuatro rifles. En la estantería había más munición. Le daría tiempo a cargar el arma. Podría abrirse paso a tiros.
—¡Sal ahora mismo! —gritó un hombre desde fuera.
Brage Håkonsen sintió que la angustia se le agarraba a las costillas. Intentó abrir el paquete de munición para la pistola, pero sus dedos parecían hinchados y reacios.
«No me atrevo —pensó en un instante—, ¡no me atrevo, joder!».
Con los dientes apretados, salió de espaldas del pequeño almacén. Tenía lágrimas en los ojos, pero tragó saliva una y otra vez y consiguió mantener cierto control.
En cuanto estuvo fuera, se lanzaron sobre él. Se vio aplastado boca abajo y sintió el sabor del bosque cuando unas agujas de abeto se introdujeron por su boca y su nariz. Las esposas se cerraron dolorosamente en torno a sus muñecas.
—Están demasiado apretadas —gritó escupiendo—. ¡Joder! ¡Están demasiado apretadas!
Uno de los hombres ya había entrado en el depósito de patatas.
—Mira —dijo mientras su colega ponía de pie a Brage—. ¿Qué tenemos aquí?
En una mano llevaba un AG-3 y en la otra la caja con los documentos. Los planes. Sus grandes ideas.
—Me parece que te hemos engañado bien —siguió diciendo el hombre con una sonora carcajada—. Creíste que éramos unos aficionados que solo vigilaban el portal.
Su risa reverberó sobre el agua, y un gran pájaro levantó el vuelo chillando al otro lado de la laguna.
—Maldito maricón —escupió Brage.
El hombre que le sujetaba, un tipo robusto en la cincuentena, le dedicó una amplia sonrisa.
—Maricón lo serás tú —dijo empujando a Brage con decisión y dureza hacia la cabaña.
Severin Heger se adelantó para pedir refuerzos.
09.40 Calle Kirkeveien, 129
La jaqueca la iba a matar. Un punzón se le clavaba en las sienes y los ojos le dolían con una presión que no entendía de dónde procedía. No había bebido la noche anterior; de hecho, no había tomado ni una gota de alcohol desde la muerte de Birgitte Volter. Aun así, le costaba sostenerse de pie; el dolor era nuevo, desconocido, le daba miedo. Dos paracetamoles no habían ayudado y revolvió en su neceser en busca de algo más efectivo.
Se sentó a la mesa de la cocina. Los titulares de los periódicos se agolpaban frente a sus ojos. El café sabía rancio, pero después de tomarse media taza pareció que se despejaba un poco. No tenía claro si era por el café o por un analgésico polvoriento que había encontrado en el fondo de su bolso.
El caso ya no era en exclusiva del KA. Aunque iban una cabeza por delante del resto, todos los periódicos de la capital y los principales diarios regionales se habían apuntado. Y por eso hacían falta nuevos enfoques, nuevas teorías, nuevas opiniones. Ya no había límites a las especulaciones de los comentaristas, cada vez más sombrías y pesimistas. Aunque todavía no se habían atrevido a señalar a un asesino, no había nadie en los medios que no diera a entender entre líneas que el escándalo sanitario estaba estrechamente vinculado con el asesinato de Birgitte Volter. El nombre de Benjamin Grinde subyacía en cada página, aunque casi nunca se le nombrara. Todos señalaban la amistad de Volter y Grinde como un ejemplo de mala praxis en la gestión pública, consecuencia de la presencia en el poder durante muchos años del Partido Laborista. Comprar vacunas a un país del Este en el momento más gélido de la guerra fría era, sin comparación posible, el mayor escándalo de la historia de la posguerra noruega, mucho peor que lo desvelado por la comisión Lund, infinitamente peor que el escándalo de la mina de Kings Bay y sus veintiún fallecidos. En medio de su intenso dolor de cabeza, Ruth-Dorthe Nordgarden no pudo dejar de reconocer que esta vez la prensa no andaba muy desencaminada: si todo era como suponían, aunque no podía saberse aún con certeza, aquello habría significado la pérdida de cientos de vidas.
A pesar de que los periódicos en realidad no disponían de ninguna novedad posterior a la edición extraordinaria del KA del día anterior, esta había sido tan rica en contenidos que se podían llenar páginas y páginas de comentarios de propios y extraños, de políticos y opinadores incansables. El catedrático de derecho Fred Brynjestad, fiel a su costumbre, lanzaba violentos ataques, aunque hasta para el lector más avispado resultaba difícil saber contra quién iban dirigidos. Dado que el primer ministro de la época, Einar Gerhardsen, llevaba mucho tiempo muerto, al igual que su último ministro de Asuntos Sociales, Olav Gjærevoll, la intensidad de su andanada parecía algo desproporcionada. Sobre todo porque no se sabía a qué nivel político se había autorizado la compra de las vacunas ni quién se había beneficiado de ella.
Algunos comentaristas incidieron en el papel de Ruth-Dorthe Nordgarden en toda esta historia. No porque la señalaran como asesina, ni mucho menos —en 1965 tenía doce años y pertenecía a los boy scouts—, pero tanto el KA como el Dagbladet y el Aftenposten cuestionaban su gestión del asunto. Especialmente gravoso era que sabían, «de fuentes fidedignas», que tan solo dos días antes de que Benjamin Grinde fuera a ver a Birgitte Volter, la ministra se había negado a recibirle. Las especulaciones sobre por qué no había querido recibirle eran tan fantasiosas como equivocadas.
—Si es que no tenía tiempo —murmuraba para sí—, no tenía fuerzas.
También los parlamentarios habían hecho su aparición, unos dudosos e inseguros, otros lanzados sin ver nada más que las elecciones para las que solo faltaban cinco meses. Como era habitual, todos empezaban mostrando una total cautela, sin sentido. Sin sentido, porque luego se pronunciaban con gran suficiencia sobre absolutamente todo: la relación del Partido Laborista con los países del Este en los años sesenta; el papel de la policía en la investigación del caso Volter; el trabajo de la comisión Grinde y su composición. Y, sobre todo, la oposición estaba montando un pollo infernal sobre lo que el asesinato había provocado en la sociedad noruega en general y en la política en particular.
El alto el fuego se había acabado definitivamente, y era el momento de que la oposición se asegurara de que el Partido Laborista no sacara beneficio del «efecto Palme» en las encuestas de la primavera.
—Como si el asesinato demostrara lo incompetente que es el Partido Laborista —suspiró Ruth-Dorthe Nordgarden llevándose las manos a las sienes mientras cerraba los ojos con fuerza—, como si el asesinato dijera algo del partido. Hace solo seis meses nos acusaban de haber perseguido a comunistas en los años sesenta. Y ahora dicen que colaborábamos con ellos.
Furiosa y frustrada, golpeó con el periódico contra una mosca descarada y atontada que se dirigía hacia el cuenco de la mermelada.
—Salgo un rato, mamá —dijo una cabeza rubia y despeinada asomándose por la puerta.
—¿Has desayunado?
—¡Adiós!
—¡Desayuna algo!
Suspiró con fuerza y se reclinó en su silla. Frente a la ventana, el gran alerce había empezado a vestirse en serio para el verano; estaría rabiosamente verde para la fiesta nacional el 17 de mayo.
—¿Astrid se ha escapado?
Otra cabeza, si cabe aún más despeinada que la anterior, la miraba malhumorada.
—No sales hasta que no hayas desayunado algo.
—Pero es que tengo que irme, ¿sabes?
Portazo.
La puerta de la calle dejó un vacío silencioso que no sabía si le gustaba o si debía llenarlo con algo. No tuvo que pensar mucho. El móvil estaba puesto a cargar y la miraba como un malvado ojo verde, como consciente de lo que le costaba usarlo.
Se sabía el número de memoria.
—Espero que hayas dormido bien —dijo malhumorada cuando por fin contestaron al otro lado.
—Gracias por preguntar —contestó una voz satisfecha—. He dormido el dulce sueño de los justos.
—Pero es que no puedes escribir eso —explotó Ruth-Dorthe—. Que tú escribas eso de mí, tú que…
—¿Yo qué? ¿Yo que he recibido tanta ayuda, quieres decir? Pero lo hiciste en favor de la libertad de expresión, ¿no, Ruth-Dorthe?
—Sabes perfectamente lo que quiero decir.
—Pues no, la verdad es que no lo sé. Tú me mandaste el informe de la comisión. Libre y voluntariamente. No te había prometido nada.
—Pero es que… es que me has perjudicado. Y no solo a mí, puede que a todo el gobierno. Mira lo que publica hoy el Aftenposten. —Rebuscó ruidosamente entre los periódicos—. Aquí: «Lamentamos constatar que parece ser imposible eliminar la cultura del “alguien ha hablado con alguien” en nuestro principal partido. La única diferencia es que parece que estamos ante un caso de “alguien ha hablado con Walter Ulbricht, el líder que instauró la Alemania comunista”. La verdad es que no sabemos qué es peor».
Tiró el periódico.
—Y es el editorial. ¿Qué has hecho, Liten Lettvik? ¡Teníamos un acuerdo!
—Error. Nunca hemos tenido un acuerdo. Te he ayudado cuando era conveniente. Y tú me has ayudado a mí. Que ya no podamos rascarnos mutuamente la espalda habrá que cargarlo a la cuenta de la libertad de prensa y la democracia participativa. Las dos estamos a favor de eso, ¿verdad?
—Yo… —Hizo un esfuerzo por controlarse y no decir nada más. La jaqueca había vuelto con toda su fuerza y sentía náuseas—. No pienso volver a hablar contigo en mi vida —susurró Ruth-Dorthe al auricular.
Pero al otro lado ya no había nadie, solo el zumbido de la línea, que no parecía estar interesada en sus tardías promesas.
Sonó un teléfono y Ruth-Dorthe dio un fuerte respingo.
—¡Diga! —respondió al móvil, pero este estaba muerto y la llamada seguía sonando.
Desconcertada, miró a su alrededor con el móvil pegado a la mejilla, como si fuera un osito de peluche que la pudiera consolar en esos momentos difíciles.
El que sonaba era el inalámbrico.
—¿Diga? —probó otra vez, y acertó—. Hola, Tryggve. Estaba a punto de llamarte. Tengo que charlar contigo sobre este escán… ¿Sí? —Empezó a morderse la uña del meñique izquierdo—. Entiendo. El lunes a las cuatro. En tu despacho. Pero a esa hora… Vale. Estaré allí. A las cuatro.
Se había mordido la uña muy cerca de la raíz y un dolor intenso le recorrió el meñique. Brotó un hilillo de sangre y se metió el dedo en la boca mientras iba a buscar una tirita.
14.27 Oficinas del servicio de información e inteligencia, comisaría de Oslo
—Mira por dónde —dijo Severin Heger de buen humor.
Intentó captar la mirada del detenido que tenía delante, pero el joven se miraba las manos y murmuraba algo que era difícil entender.
—¿Qué has dicho? —preguntó el inspector.
—Que aquí dentro no hacen falta —repitió el joven levantando las manos esposadas—. Las esposas.
—Si no hubieras intentado escaparte unas diez veces desde que salimos de tu cabaña hasta que llegamos aquí, podríamos haberlo discutido. Pero ya no.
Con una gran sonrisa, le sirvió una Coca-Cola a Brage Håkonsen.
—¿Cómo voy a poder bebérmela con esto puesto? —se quejó el chico casi lloriqueando.
—Ya verás cómo puedes —dijo Severin Heger—. Yo mismo he hecho la prueba. ¿Y qué tenemos aquí?
Los folios que tenía delante estaban metidos en fundas individuales de plástico. Habían sido mecanografiados en un lenguaje rimbombante y con faltas de ortografía que podían dar la falsa impresión de que los había escrito una persona de edad avanzada: la doble n cambiada por nd, el verbo «otorgar» en vez de «dar»…
—Lo has escrito tú, ¿verdad?
El inspector seguía sonriendo. Su voz era amable, casi risueña.
—Eso te importa una mierda —murmuró el preso en voz baja.
—¿Cómo has dicho?
Severin Heger ya no sonreía. De repente se inclinó sobre la mesa y agarró a Brage por la camisa de franela.
—Una palabra más de ese tipo y esto va a resultar mucho más difícil para ti —bufó—. Ahora te sientas derechito en tu silla y contestas educadamente a todo lo que te pregunte, ¿entendido?
—Quiero hablar con un abogado. No diré nada hasta que no hable con un abogado.
Severin Heger se puso de pie y se quedó tanto rato parado mirando a Brage Håkonsen que el chico empezó a removerse intranquilo.
—Por supuesto —dijo por fin el oficial—, claro que hablarás con un abogado. Es tu derecho. Pero tardará un buen rato, y puedo asegurarte que dentro de unas horas seré bastante menos amable y paciente. Aquí tenemos mucho lío, como sabes. Estos documentos… Y estas armas… Suficiente para retenerte largo tiempo. Pero, hombre, ¡tú decides! Una charla rápida y sin problemas conmigo ahora sería lo mejor para ti, claro, pero… si quieres un abogado tendrás uno. Suelen librar los fines de semana, como sabes, pero para mañana antes de comer te habremos conseguido uno.
Brage Håkonsen miró el vaso de Coca-Cola e intentó llevárselo a la boca con las dos manos.
—¿Ves? Sabes hacerlo perfectamente. Y ahora te llevo a tu celda para que podamos esperar a tu abogado.
—No —dijo Brage en voz baja.
—¿Perdón?
—No. Podemos hablar un poco ahora. Si luego puedo tener un abogado, quiero decir…
—¿Estás seguro? ¿Nada de lamentaciones después porque no conocías cuáles eran tus derechos y esas cosas?
El chico negó con la cabeza.
—Muy sensato —sonrió Severin Heger volviendo a sentarse—. Naciste el 19 de abril de 1975, ¿correcto?
Brage asintió.
—Trabajas en un almacén. Soltero. Resides en la calle Vidar, 11c.
Volvió a asentir.
—Pues entonces puedes empezar por contarme algo de estos documentos.
Brage Håkonsen carraspeó y se acomodó mejor en la silla.
—¿Qué puede caerme por eso? —preguntó con voz queda.
El oficial hizo un gesto con la mano izquierda como quitándole importancia.
—No pienses en eso ahora. Estás acusado según el artículo 104a del Código Penal: «Quien bla, bla, bla, organización de carácter militar, bla, bla, bla, tiene como fin el sabotaje, uso de la fuerza u otros medios ilegales para alterar el orden social, bla, bla, bla». Pero seguro que ya te lo sabes, tú que has leído tanto.
Consultó la lista con el inventario de lo que habían encontrado en su escondrijo, mientras asentía con la cabeza.
—Hasta dos años, o puede que seis, depende un poco —explicó Severin Heger cuando se dio cuenta de que Brage Håkonsen no diría nada hasta que no le respondiera—. Pero no te preocupes por eso ahora. Tú contéstame. ¿Has escrito esto?
Brage Håkonsen miraba pálido al frente. Sus ojos ya no parecían azules; observaban el despacho, descoloridos, sin parpadear.
—Seis años —susurró—. ¡Seis años!
—Pero oye —insistió el inspector—, ¿no te estás adelantando un poco a los acontecimientos?
—Son mis papeles —le interrumpió Brage—. Los he escrito yo. Yo y solo yo.
—Pues es una pena —dijo Severin Heger en tono seco, y añadió—: Haces muy bien en reconocerlo, muy bien. Pero ¿asesinar al presidente del Congreso? Eso ya no hubiera sido tan buena idea. —Pasó tres páginas—. ¿Y esto? Todavía peor —dijo colocando la hoja delante de Brage—. Un plan completito para asesinar a la primera ministra Volter. ¡En la caja del supermercado Rimi!
—Es donde hace la compra. Hacía, quiero decir.
Brage Håkonsen miraba al frente de una manera que a Severin Heger le recordó una película de serie B que había visto en una habitación de hotel en Inglaterra una noche que no podía dormir: La invasión de los zombis. Estaba claro que el chico no quería llorar; al contrario, parecía bastante relajado, casi sonámbulo. Si las manos no estuvieran involuntariamente unidas por las esposas, probablemente las tendría caídas a los lados del cuerpo, balanceándose. Parecía no sentir nada, solo el paso del tiempo.
—Pero no fue en el supermercado Rimi —dijo el inspector—. La asesinaron en su despacho.
—Es que yo no lo hice —dijo Brage Håkonsen con voz monocorde—. Fueron otros.
Severin Heger notó cómo la sangre se agolpaba en su cerebro, como si todo su cuerpo se percatara de que había llegado la hora de la verdad. El zumbido en sus oídos era tan intenso que instintivamente ladeó la cabeza para escuchar mejor antes de preguntar:
—¿Y tú sabes quién fue?
—Sí.
Oyó que alguien se aproximaba por el pasillo y durante unos segundos terribles se arrepintió de no haber colgado el cartel de INTERROGATORIO. NO MOLESTEN. Respiró aliviado cuando los pasos siguieron pasillo abajo.
—¿Y quién fue?
Intentó que sonara casual. Cogió su vaso como para recalcar que esto era cosa de todos los días. Él se pasaba la vida así, escuchando a activistas de extrema derecha que sabían quién había asesinado a prominentes personajes de la sociedad noruega. Cuando fue a servirse más Coca-Cola, el líquido desbordó el vaso.
Por primera vez, algo parecido a una sonrisa cruzó el rostro de Brage Håkonsen.
—Sé quién lo hizo, y también sé quién os envió el arma. En un gran sobre marrón, con la dirección escrita en negro y sin franquear, ¿verdad? Lo que puedo adelantarte es que esas dos cosas fueron hechas por dos personas distintas.
Esa información no era de dominio público. Ni siquiera eran muchos los que lo sabían en comisaría. Todos conocían que el arma había sido devuelta; la prensa le había dado mucha importancia. Pero no habían dicho nada de que la hubieran depositado en un buzón de la central de correos. Y menos aún que llegara en un sobre marrón sin franquear.
—¿Y vas a darme un nombre?
—No.
Brage sonreía abiertamente, y Severin Heger tuvo que agarrarse al borde de la mesa con las dos manos para no arrearle una hostia.
—No. Sé quién mató a Volter. Y quién echó el arma al buzón. Puedo ofreceros dos nombres, pero no diré nada hasta que no hayamos llegado a un trato.
—Has visto demasiadas películas —siseó Severin Heger—. En Noruega no hacemos tratos con esas cosas.
—Bueno —dijo Brage Håkonsen—, para todo tiene que haber una primera vez. Y ahora es cuando quiero hablar con mi abogado, por favor.
19.00 Calle Stolmaker, 15
Los cuatro hijos de Billy T., Alexander, Nicolay, Peter y Truls, estaban adorables en pijama. Pero solo cuando dormían. El resto del tiempo eran fascinantes, descarados y ocurrentes, pero muy, muy ruidosos. Hanne Wilhelmsen se llevó una mano a la frente, rápido y sin que se notara, o eso creyó ella.
—Cansada, ¡eh! —preguntó Billy T.
Con un cucharón de madera echaba gachas en cuatro cuencos para sus cuatro descendientes, que habían captado la indirecta de Hanne y se mantenían en relativo silencio, salvo cuando Peter pellizcó el muslo de Truls con la pinza de las salchichas que había pillado en el último cajón de la cocina.
—No, para nada. Un poco… solo un poco cansada.
Los críos habían llegado la noche anterior, vociferando expectantes. Truls, vestido de indio, venía directo de un carnaval. Los tres mayores iban en chándal, con el bañador mojado debajo.
—Pero, de verdad, Billy T. —le regañó Hanne—. Estamos en abril.
Avergonzado y rezongando, les puso ropa seca y colgó las plumas de Truls de la pared. Desde entonces no habían parado; Hanne no sabría decir qué había sido peor. Bueno, sí, probablemente cuando Billy T. inició el superproyecto de clavar ganchos en el techo y tender unas cuerdas para ver hasta dónde eran capaces de llegar los críos. Alexander pudo ir colgado del baño a la cocina y de vuelta sin soltarse, ganándose la inmensa y ruidosa aprobación de sus hermanos y el aplauso de su padre. Truls se cayó al tercer intento. Por la mañana habían tenido que ir a urgencias para que le escayolaran.
Lo bueno era que, por lo menos, aquel intenso nivel de actividad los dejaba agotados. Truls ni siquiera tuvo fuerzas para enfadarse por lo de la pinza de las salchichas. Se comió las gachas intentando mantener los ojos abiertos, hasta que pareció quedarse dormido sobre el cuenco.
—¡Eh, chico! —berreó Billy T.—. ¡Tienes que lavarte los dientes!
Media hora después dormían como troncos.
—Tres nombres de la familia de los zares rusos, y luego, de pronto, Truls —comentó Hanne susurrando mientras controlaban que todo en la habitación estuviera en orden—. Siempre me he preguntado por qué.
—Su madre quería que tuviera un nombre auténtica e indiscutiblemente noruego.
—Pues es danés.
—¿Eh?
—Truls. No es un nombre noruego, ¡es danés!
—Bueno. Él no es como los demás. Así que debía tener un nombre escandinavo y socialdemócrata. Para no desentonar, como quien dice. Lo decidió su madre. Yo la verdad es que no supe de la existencia del crío hasta los tres meses. Fue un infierno hasta que conseguí el derecho de visita, pero ahora todo va bien.
Truls no era como los demás: era negro. Los dos hijos mayores de Billy T. se parecían mucho a su padre. Ambos eran rubios, con una piel preciosa y grandes ojos azul hielo. Peter, el tercero, tenía el pelo rabiosamente rojo y estaba cubierto de pecas. Truls era tan oscuro que resultaba difícil creer que su padre era blanco si no fuera por la sonrisa. Cuando levantaba las comisuras de los labios en una sonrisa torcida, era clavado a su padre.
—Unos niños preciosos, Billy T. Hay que reconocerlo: sabes hacer niños.
Hanne Wilhelmsen colocó bien el edredón de Nicolay y trató de llevarse a Billy T. del cuarto.
Él se resistió y se sentó en la litera de abajo, donde Truls dormía con la boca abierta y la escayola recién estrenada como un escudo sobre los ojos.
—¿Crees que le dolerá? —susurró Billy T.—. ¿Lo nota? ¿Debería haberle dado algún analgésico?
—Ya oíste lo que dijo el médico. Una fractura limpia, se soldará en tres semanas y no hace falta que tome nada salvo que sea evidente que tiene dolores. Duerme como un bendito. No creo que le duela mucho.
—Pero es que no suele poner el brazo así.
Billy T. intentó colocárselo a lo largo del cuerpo, pero luego volvió a dejárselo como estaba y el niño gimió muy bajito.
—Debería haberle dado un analgésico —dijo Billy T.
—Lo que no tenías que haber hecho es organizar esa carrera por el techo, o por lo menos deberías haber puesto algo debajo. Colchones en el suelo o algo así. ¿No ves que Truls es mucho más menudo que los otros? No va a ser ni de lejos tan alto como tú.
—Lo que pasa es que es el más pequeño —dijo Billy T. tozudo—. Es así de pequeño porque solo tiene seis años. Crecerá mucho, ya verás.
—Es más pequeño que los otros, Billy T. Es hijo tuyo aunque no sea un monstruo del atletismo. ¡Déjalo ya!
—Su madre me va a matar por lo del brazo —murmuró pasándose la mano por la cara—. Opina que soy demasiado duro con él.
—Tal vez lo seas —susurró Hanne—. Anda, vamos.
Pero Billy T. no se movió. Permaneció sentado en el borde de la cama, encogido en una postura incómoda porque la distancia entre la litera de abajo y la de arriba no era lo bastante amplia. Llevó la mano desde su cara a la cabeza del niño, y con mucha delicadeza acarició una y otra vez su cabello rizado y rebelde.
—Si le pasara algo malo —dijo en voz baja—, si le pasara algo a uno de mis chicos, yo no sé…
Hanne se sentó en la cama de Peter, empujándolo con mucho cuidado hacia dentro. Un brazo blanquísimo cubierto por una miríada de pecas se salió de debajo del edredón. El crío tosió sin despertarse y frunció el ceño.
—Imagínate cómo lo habrá pasado Birgitte Volter —dijo volviendo a meter el brazo de Peter bajo el edredón, ya que hacía fresco en el cuarto y su piel estaba fría.
—¿Volter?
—Sí. Primero cuando murió su bebé. Y luego cuando todo volvió a surgir treinta años más tarde. Creo…
Alexander se removió en la litera de arriba.
—¡Papá!
Billy T. se puso de pie y le preguntó al niño qué quería. Alexander abrió un poco los ojos e hizo una mueca hacia la luz que entraba por la puerta del pasillo.
—Sed —murmuró—. Coca-Cola.
Billy T. sonrió y le hizo una señal a Hanne para que fuera al cuarto de estar. Fue a buscar un vaso de agua para el niño y poco después se dejaba caer en el sofá azul junto a ella.
—¿Qué es lo que crees? —dijo aceptando la lata de cerveza que Hanne le ofrecía—. Has dicho algo ahí dentro cuando hablabas de Volter.
Soltó un pequeño eructo y se secó la boca con el dorso de la mano.
—El bebé que murió. No consigo librarme de ese pensamiento. Imagínate cómo habrá sufrido. Por alguna razón no consigo quitarme de la cabeza la idea de que esa muerte tiene algo que ver con el caso. Pero entonces…
Billy T. fue a coger el mando a distancia que estaba sobre la mesa para poner música. Hanne lo agarró justo a tiempo y lo puso fuera de su alcance.
—De verdad, Billy T. —dijo irritada—. ¿Es que no podemos mantener una conversación sin tener que soportar ese rollo saliendo por los altavoces a doscientos decibelios?
Él no contestó, pero dio un largo trago a su cerveza.
—Tal vez deberíamos dedicar algo de tiempo a valorar cómo se encontraba realmente Birgitte —comentó Hanne con voz queda—. ¿Cómo pasó los últimos días de su vida? Deberíamos averiguarlo, en lugar de dar vueltas como locos intentando saber cómo estaban todos los demás en el momento de su asesinato. Deberíamos dedicar tiempo a descubrir qué quieren decir las palabras que había escrito en ese papel: «Otra persona», seguido de varios interrogantes, ¿no era eso? ¿Y qué era lo otro?
Billy T. no parecía escucharla.
—Pero ¿y el vigilante? Después de lo que me contó Severin ayer, estoy completamente seguro de que el vigilante estaba implicado de alguna manera. Y, en ese caso, importa una mierda cómo se sintiera la Birgitte esa.
—No seas malvado. Hace un momento casi te da un ataque pensando en que pudiera pasarle algo a uno de tus hijos, y ahora te da igual que Birgitte Volter viviera en realidad esa pesadilla. Eso se llama falta de empatía. Deberías hacértelo mirar.
—¡Oye, tú! —Le pellizcó el muslo—. No me tomes el pelo. Pero si yo soy de lo más empático. Lo que pasa es que si nos metemos en jardines como ese la investigación no irá a ninguna parte.
—Yo creo que sí —contestó Hanne Wilhelmsen, apartándole la mano—. Creo que es la única manera que tenemos de llegar al fondo de este asunto. Debemos tratar de averiguar cómo lo estaba pasando Birgitte, cómo sentía realmente las cosas en ese momento. El 4 de abril de 1997. Y luego debemos descubrir cuál era el papel del vigilante en todo esto.
—¿Y puede saberse cómo ha llegado la reina a esa conclusión? —preguntó Billy T., levantándose para ir a preparar unos sándwiches—. ¿Te lo hago de caballa en tomate?
Ella no respondió.
—Tengo la fuerte corazonada de que la muerte de la niña tiene más que ver en todo esto que el escándalo sanitario en sí. Creo que nos estamos cegando con la cuestión de los otros niños que murieron. Y tienes razón con eso del vigilante. También tiene algo que ver con todo esto. ¿Nació en 1965?
—No, era mucho más joven.
—El viejo tenía razón.
—¿Quién? —dijo Billy T. con la boca llena de caballa en tomate de la marca Stabburet.
—El viejo del parque. Olvídalo. Creo que sí me comeré un sándwich. Pero lo quiero con un vaso de leche.
—Toda tuya —murmuró Billy T. mientras abría otra lata de cerveza.
23.15 Calle Ole Brumm, 212
—¿Por qué no te sientas, Per?
La voz sonaba rasposa por efecto de demasiado whisky y cigarrillos, y Roy Hansen tuvo que apoyarse en la butaca para ponerse de pie. No debería haber bebido. Pero buscaba un camino para alejarse de tanto dolor, y ninguna otra cosa había servido. El médico que le visitó dos días antes le había recetado Valium, pero por ahí sí que no pasaba. No quería tomar pastillas. Una copa era menos peligrosa. Y ya llevaba seis.
Per le miraba con desprecio. Iba vestido de chándal, a pesar de que era imposible que hubiera salido a correr; no tan tarde y tanto rato. Le había oído salir dando un portazo seis horas antes.
—Y encima bebes —escupió Per—, lo que faltaba. ¡Joder, papá!
Ya era suficiente. Roy Hansen golpeó la pared con el puño y tiró una lámpara de pie que estaba junto al sofá. La pantalla era de cristal y se rompió en mil pedazos.
—¡Siéntate ahora mismo! —gritó frotándose el pecho como si quisiera adecentar la ropa arrugada que había llevado puesta dos días de más—. ¡Vas a sentarte y hablar conmigo!
Per Volter miró sorprendido a su padre, se encogió de hombros y se dejó caer en una silla frente a él. Roy se sentó en el sofá, repentinamente sobrio, se pasó los dedos por el cabello y se quedó al borde del sofá como si fuera a salir disparado en cualquier momento.
—¿Cuándo vas a dejar de castigarme? —preguntó—. ¿No te parece que ya he tenido suficiente?
Su hijo no respondió. Jugueteaba con un gran encendedor de mesa, de estaño. No tenía gas y la piedra lanzaba pequeños chasquidos sin sentido.
—Estoy sufriendo muchísimo, Per. Exactamente igual que tú. Te veo sufrir y daría lo que fuera por poder ayudarte. Pero me castigas una y otra vez y me alejas de ti. Los dos sabemos que no podemos seguir así. Tenemos que encontrar una manera… una manera de hablar.
—Y en ese caso, ¿qué dirías? —preguntó el chico de pronto, estampando el encendedor contra la mesa.
Roy se recostó en el sofá y dejó las manos en el regazo. Parecía que estuviera rezando a un ser superior, con la barbilla sobre el pecho y las manos entrelazadas.
—Pues te diría lo mucho que lo siento. Te pediría perdón por lo de este otoño, por lo de…
—Ruth-Dorthe Nordgarden —dijo Per en tono ponzoñoso—. No tienes que pedirme perdón a mí, ¡es a mamá! Es a ella a quien tendrías que haberle pedido perdón, pero ella no lo sabía, ¿no?
—Te equivocas. —Roy Hansen encendió otro cigarrillo y puso una mueca de disgusto, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo mal que sabía. Pero no lo apagó—. Tu madre lo sabía todo. Fue la única vez en toda nuestra vida en común que hice algo así. No sé cómo pudo ocurrir, solo… —Echó el humo por la nariz y miró a su hijo a los ojos—. No creo que esté bien que te explique esto a ti, pero quiero que sepas que se lo conté todo a Birgitte. El día que volvió de aquella reunión en Bergen. Estuve sentado aquí, en el sofá, hasta que llegó, muy tarde. De madrugada. Eran las dos. Había pasado antes por la oficina y, cuando llegó a casa, se lo conté todo.
Per miraba a su padre con una expresión que parecía dar a entender que dudaba de la veracidad de lo que acababa de decirle.
—Pero… ¿ella qué dijo?
—Eso es un asunto entre tu madre y yo. Pero me perdonó. Al cabo de un tiempo. Mucho antes de morir. Y tú también deberías hacerlo. Quiero que me perdones, Per.
Se quedaron un rato sentados en la penumbra sin decir nada. La lluvia caía con fuerza tras los cristales. Un canalón estaba roto y el agua se desplomaba en cascada por la esquina noroeste de la casa. A lo lejos se oían los ladridos de un perro enorme. El sonido era profundo y alarmante y se abría paso entre el ruido uniforme del mal tiempo primaveral. A la vez, el estruendoso ladrido les recordaba que había algo ahí fuera, algo de lo que formaban parte y a lo que pronto tendrían que intentar regresar.
—Cuando vuelva a vivir en casa, en otoño, me gustaría tener un perro —dijo Per de repente.
Roy sintió que un cansancio inexplicable le invadía. Estaba mareado y casi no podía mantener los ojos abiertos.
—Claro que puedes tener perro —dijo intentando sonreír. Hasta eso resultaba un esfuerzo casi insuperable—. ¿De caza?
—Sí, había pensado en un setter. ¿Es verdad?
—Sí, claro que puedes tener un perro. Ya eres adulto y tú decides.
—No me refiero a eso. ¿De verdad se lo dijiste a mamá?
Roy apagó el cigarrillo y tosió bajito.
—Sí. Tu madre y yo… casi no teníamos secretos el uno para el otro. Algunos, claro, pero no muchos, y no de ese tipo.
Per se levantó y fue a la cocina. Roy se quedó con los ojos aún cerrados. Su niño había vuelto, iba a regresar a casa en otoño, después de todo. Aquí, a esta casa donde su pequeña familia había vivido, discutido y amado desde el nacimiento de Per.
Puede que se hubiera dormido. Por lo menos parecía como si solo hubiera pasado un instante cuando oyó el ruido de un plato al ser puesto sobre la mesa.
—¿Puedo coger una? —pidió Roy.
Per no contestó, pero le acercó el plato con rebanadas de pan unos centímetros.
—¿Cómo era en realidad? —preguntó.
—¿Mamá? ¿Birgitte?
Estaba desconcertado.
—No, Liv. Mi hermana. ¿Cómo era?
Roy Hansen dejó la rebanada sobre la mesa sin empezar. Se rascó la tripa y se sintió muy despierto.
—Liv era maravillosa. —Su risa sonó ligera y grave a la vez—. Supongo que todo el mundo dice eso de sus hijos. Pero ella era tan… pequeña, tan chiquitita y menuda. Tan diferente a ti. Tú eras un chico. Grande y fuerte, y llorabas como un loco cuando tenías hambre, desde el primer momento. Liv era… Tenía hoyuelos y el cabello claro. Sí, creo que era… claro, casi blanco.
—¿Tenemos una foto suya en alguna parte?
Roy negó despacio con la cabeza.
—Había montones de fotos. El padre de Benjamin Grinde, bueno, ya sabes, el juez… En fin, su padre era fotógrafo y vivían al lado de la abuela y el abuelo, y allí vivimos también Birgitte y yo los dos primeros años, hasta que tuvimos a… Había muchas fotos. Creo que Birgitte las quemó todas. Por lo menos yo no he vuelto a ver ninguna. Pero…
Miró a su hijo, que le observaba con un gesto sorprendido, casi tímido.
—Puede que haya algo en el desván —añadió Roy—, algún día lo revisaré todo. Ordenaré un poco. También creo que volveré al trabajo, el martes o el miércoles, tal vez. ¿Cuándo regresas a la academia?
—Pronto.
En silencio se comieron cuatro rebanadas cada uno y bebieron leche y café. De vez en cuando intercambiaban una mirada. Roy sonreía, Per no. Sin embargo, la infección había desaparecido. La mirada rencorosa se había esfumado junto con toda la tormenta que había provocado.
La lluvia golpeaba dura e iracunda contra el ventanal del jardín.
—Papá, ¿dónde está enterrada Liv? ¿Hay una tumba?
—En Nesodden. Un día te llevaré allí.
—Pronto. ¿Vale?
—Pronto, hijo. Iremos dentro de poco.
Cuando se fue a la cama, Per no le dio las buenas noches. Pero no tardaría mucho en hacerlo.