12.07 Sala de prensa de la sede del gobierno
—Por los pelos.
Edvard «Loffen» Larsen tuvo que reprimirse para no soltar un suspiro de alivio cuando pasó junto al montón de fotógrafos que estaban a la puerta de la gran sala esperando que apareciera la ministra.
Había tenido que recurrir a todo su ingenio y astucia acumulados durante años para hacerle comprender que la comparecencia debería llevarse a cabo como él decía. Ruth-Dorthe Nordgarden había insistido mucho: Loffen leería una declaración de su parte, luego entraría ella y contestaría a las preguntas de la prensa durante diez minutos.
—Pero, Ruth-Dorthe —intentó explicarle—, resultará muy extraño que yo, que soy un simple funcionario del ministerio, lea unas declaraciones tuyas, que eres política. ¡Sería muy raro!
—Pero es que no soporto la idea de leer en voz alta delante de un montón de gente que me observa —se quejó—. ¿Qué más da que no sea algo habitual? Lo importante es que tendrán la información sobre lo que estamos haciendo.
Le había llevado media hora convencerla, y era el tiempo que tendría que haber dedicado a prepararse. Pero, al menos, al final recuperó la sensatez.
Loffen Larsen se abrió camino entre los numerosos periodistas presentes y subió a la tarima. Llevaba la corbata torcida y uno de los faldones de la camisa se le había salido del pantalón. Intentó devolverlo a su sitio con discreción, después de que una buena amiga, reportera de televisión, le hiciera bajar la mirada con las muecas que le dirigió desde la segunda fila.
Sobre la mesa estaba la prensa del día. Ya la había leído. A fondo. Todos los periódicos estaban hasta arriba de información sobre el escándalo sanitario, y la redacción del KA había dedicado toda su portada a una foto en color de un matrimonio de unos sesenta años, acuclillados a ambos lados de una pequeña lápida blanca coronada por un ángel. Sobre la piedra estaba grabado en oro el nombre de Marie, y debajo decía: «Nacida el 23 de mayo de 1965, fallecida el 28 de agosto de 1965. Nunca te olvidaremos». El titular que presidía la foto clamaba: ¿QUIÉN ES EL RESPONSABLE DE LA MUERTE DE LA PEQUEÑA MARIE? Loffen Larsen tomó asiento mirando hacia la puerta. Por fin apareció Ruth-Dorthe Nordgarden, bañada en la formidable luz de innumerables flashes. Se tapó la cara con el brazo, como si fuera camino de prisión preventiva por un grave delito y no quisiera ser reconocida.
«¡Dios mío! —pensó Loffen Larsen—, van a salir unas fotos estupendas».
Se pasó la mano por los ojos y luego ayudó a Ruth-Dorthe a ocupar su asiento. El responsable de comunicación miró a los presentes con los ojos entornados y gesticuló con las manos para hacer que pararan los flashes. Tosió y miró los documentos que tenía delante.
—Bienvenidos a esta conferencia de prensa —empezó, poniéndose de pie—. La ministra Nordgarden les hará una breve presentación de lo que sabemos hasta ahora de la muerte súbita de recién nacidos en 1965. Serán unos diez minutos. Luego podrán hacer preguntas.
Dedicó un gesto de ánimo a Ruth-Dorthe, pero esta estaba concentrada en sus papeles. Dio dos pasos hacia ella y puso con cuidado la mano sobre su hombro.
—Cuando quiera, ministra.
La voz de Ruth-Dorthe sonaba débil y se la notaba muy nerviosa. Sus grandes ojos de un azul infantil no paraban de moverse entre los presentes, hasta que los centró en los documentos que tenía delante y la cosa empezó a ir un poco mejor.
—A tenor de las informaciones publicadas por la prensa en los últimos días, considero necesario explicar las circunstancias históricas relacionadas con la compra por parte del Estado noruego de la vacuna triple vírica en 1964 y 1965. Quiero recalcar que esta información no hará referencia a la labor de la comisión de investigación, que como saben está casi terminada. Solo daré datos concretos.
Levantó un momento la vista, un gesto estudiado que no resultó convincente, y luego le costó volver a encontrar por dónde iba leyendo.
—El gobierno quiere que todo este asunto sea conocido por la opinión pública —continuó cuando por fin logró retomar el hilo de la lectura—. El ministerio ha trabajado intensamente en un breve lapso de tiempo para evitar más especulaciones. Espero que pronto podamos dar este asunto por zanjado a fin de que nos sea posible centrar la agenda de trabajo en temas más actuales.
Loffen Larsen cerró los ojos frustrado. Cuando le dieron el texto para revisarlo había tachado esa frase, explicándole educadamente a Ruth-Dorthe que lo último que debía hacer era quitarle importancia al asunto. Estaba claro que no le había hecho ningún caso.
—En 1965 se compró una cantidad limitada de la vacuna triple vírica. Los proveedores fueron los prestigiosos laboratorios holandeses Achenfarma. El importador fue la Agencia Estatal de la Sanidad Pública. Hacia finales de 1965 llegaron informes que hablaban de que durante ese año se habían producido unas cifras anormalmente altas de muerte súbita entre bebés. En ese momento se retiró la partida de la vacuna triple vírica, aunque, insisto… —soltó un par de gallos y tuvo que carraspear dos veces antes de poder continuar—, insisto en que no se había demostrado ninguna relación de causa-efecto entre la vacuna triple vírica y las muertes. Se hizo por precaución. Investigaciones posteriores han demostrado que el conservante utilizado en la vacuna estaba contaminado. Al año siguiente se firmó un acuerdo de compra de la vacuna con un prestigioso laboratorio farmacéutico estadounidense.
Ruth-Dorthe aceleró el ritmo. Leía tan deprisa que para algunos de los periodistas era difícil seguir su discurso, y un rumor de protesta se extendió por la sala. Loffen Larsen escribió dos palabras en un posit amarillo y lo dejó frente a la ministra con mucha discreción.
Por un momento, esta perdió el hilo, pero captó el mensaje, y cuando reanudó la lectura fue a un ritmo más lento.
—Los daños causados por la vacuna de Achenfarma no han sido conocidos por la opinión pública hasta ahora. El Ministerio de Sanidad informa de que resulta crucial que la población mantenga la confianza en los programas de vacunación. Si más del diez por ciento de la población dejara de vacunarse, se perdería su efecto preventivo. Les recuerdo que las vacunas que por sistema se administran en Noruega tienen como objetivo proteger de enfermedades graves, algunas potencialmente mortales, y no hay ninguna razón… —y recalcó la importancia de lo que estaba diciendo dando un golpe en la mesa—, ninguna en absoluto, para no confiar en las vacunas que hoy día se aplican a niños y jóvenes.
Se hizo un silencio absoluto. Luego se desató la tormenta. Loffen Larsen tuvo que ponerse de pie, y solo después de un minuto de explicar esforzadamente que todos tendrían oportunidad de hacer sus preguntas, consiguió calmar los ánimos. Las preguntas llegaron en tromba: desde el derecho a pedir indemnizaciones, hasta si esa compañía, Achenfarma, aún existía. El periodista del Dagbladet quería saber si el Ministerio de Sanidad había tenido conocimiento todos estos años de la relación entre los fallecimientos y la vacuna triple vírica, o si lo habían sabido como consecuencia del trabajo de la comisión. El Bergens Tidende estaba representado por un cascarrabias que hacía unas preguntas excesivamente detalladas, provocadoras y, de momento, innecesariamente conspiratorias.
Ruth-Dorthe asombró a Loffen con una calma y sensatez que nunca le había visto hasta ahora. No se dejó desconcertar y contestó con tanta claridad como podía esperarse. Loffen empezó a relajarse. Al final, aquello no iba a ir tan mal. Lo único que le causaba cierta preocupación era que Liten Lettvik estaba sentada en la primera fila, inmóvil, sin apuntar nada. Solo cuando el aluvión de preguntas se hubo calmado un poco, se levantó de pronto y pidió la palabra. Ruth-Dorthe le dedicó una amable sonrisa y le dijo «Adelante» antes de que Loffen pudiera hacerlo.
—He observado con mucho interés que la ministra quiere sacar a la luz todos los detalles históricos —empezó, notando con satisfacción que los demás periodistas se callaban como muertos y la observaban. Hasta los fotógrafos hicieron una pausa. Todos querían escuchar a Liten Lettvik; después de todo, era ella la que había destapado el asunto—. Y esto de la compra de la vacuna es un punto interesante. ¿Está segura de que fue Achenfarma quien fabricó la vacuna?
Ruth-Dorthe parecía desconcertada; un pequeño tic empezó a subir y bajar por su mejilla izquierda.
—Sí —contestó—, sí, fue allí donde se compró.
—Pero yo no pregunto dónde se compró la vacuna —dijo Liten Lettvik, bien plantada sobre sus piernas abiertas y con el cabello rebelde disparado en todas direcciones. Todo su cuerpo parecía rebosar de entusiasmo, como un perro de caza demasiado viejo y gordo que enseñara a unos cachorros cómo se hacían las cosas—. Pregunto quién la fabricó.
—Bueno, sí —dijo Ruth-Dorthe Nordgarden, pasando las hojas que tenía delante. No encontró nada y miró a Loffen en busca de ayuda. Él negó con la cabeza y se encogió de hombros—. No, bueno, fabricado… ¿Es que también hay subcontratas en la industria farmacéutica?
—¿La ministra me está haciendo una pregunta? —inquirió Liten Lettvik—. En ese caso puedo informarla de que la vacuna que costó la vida a tal vez mil bebés en 1965 fue producida en la República Democrática de Alemania por una empresa llamada Pharmamed. Aún existe y ha sido privatizada.
Después de unos instantes de absoluto silencio, empezó a oírse un zumbido. Los reporteros de televisión avanzaron hacia la primera fila, acercaron sus micrófonos a Liten Lettvik y dieron instrucciones en voz baja a sus cámaras para que alternaran la filmación entre la periodista y la ministra.
—El caso es que en el KA hemos hecho lo que la comisión Grinde no tuvo tiempo de hacer —continuó Liten Lettvik con una amplia sonrisa—. Hemos investigado en archivos en el extranjero. Algo muy sencillo. —De nuevo sonrió con un pérfido aire de perdonavidas, y se acercó a la tarima para arrojar unos documentos sobre la mesa de la ministra—. La empresa de Alemania del Este, Pharmamed, obtuvo en 1964 licencia para exportar una partida de vacunas a Achenfarma. Pero la vacuna triple vírica nunca llegó a comercializarse en el mercado holandés. Lo único que fabricaron allí fue el envase, antes de que toda la partida mortal procedente de Alemania del Este fuera exportada a Noruega.
Un joven entró corriendo en la sala y se detuvo unos segundos para mirar a su alrededor con expresión frenética. Cuando localizó a Liten Lettvik, se dirigió presuroso hacia ella para entregarle un periódico.
—Gracias, Knut —dijo, permitiéndose una irónica reverencia.
Luego enseñó el periódico a todos los presentes.
—Esta es la edición extra del KA que acaba de salir a la calle en este mismo instante —dijo mirando a sus colegas—. En ella podréis leer todo lo relativo a este asunto. —Soltó una risita, tomó aire un par de veces y prosiguió—: También he encontrado una carta del Departamento de Asuntos Sociales de Noruega para Achenfarma, del 10 de abril de 1964. En ella se reclama el envío de las vacunas. Pero al final de la carta dice, y traduzco al noruego con el fin de simplificar las cosas: «El Departamento de Asuntos Sociales confirma que el pago se realizará directamente al subcontratista».
Parecía que Ruth-Dorthe Nordgarden hubiera dejado de respirar. Loffen Larsen sentía un intenso deseo de interrumpir la rueda de prensa, pero sabía que eso solo empeoraría las cosas.
—Me gustaría recordar a los presentes —dijo Liten Lettvik dirigiéndose tanto a sus colegas como a la ministra— que esto ocurrió en los años más fríos de la guerra fría. Tres años después de que se levantara el muro de Berlín, cuando la República Democrática de Alemania estaba políticamente aislada y todos los países de la OTAN habían introducido restricciones en sus relaciones comerciales. Seis años antes de que Willy Brandt lanzara su política de reconciliación.
Liten Lettvik tenía la sartén por el mango y todos lo sabían. Hizo una pausa efectista.
—¿Podría la primera ministra explicar por qué ninguno de estos datos estaba incluido en el comunicado que acaba de dar y que, supuestamente, tenía como objetivo sacar a la luz toda la historia relacionada con el caso?
Ruth-Dorthe Nordgarden se cuadró.
—No es mi cometido tomar postura ante afirmaciones no documentadas.
—¿No documentadas? Lea el KA, ministra. Y le daré un amistoso consejo al gobierno, si me lo permite. Comprueben qué países eran importadores de mena de hierro procedente de Narvik en 1965. Revísenlo con detalle, porque eso es lo que hemos hecho nosotros.
Volvió a sentarse.
Después de aquello, nadie se vio con presencia de ánimo para hacer más preguntas y Loffen Larsen aprovechó para apresurarse a dar la rueda de prensa por terminada. La ministra salió corriendo de la sala con un séquito de fotógrafos detrás, que se tropezaban entre sí, soltaban tacos y gritaban. Pero ninguno de ellos se dio cuenta de que Ruth-Dorthe Nordgarden estaba llorando a moco tendido.
23.52 Eidsvoll
—¿Duermes, querida? —susurró él desde la puerta.
Su mujer se incorporó.
—No —sollozó—, no duermo. Pienso.
Le destrozaba oír su voz. La pena, la desesperación. Les había llevado muchos años aprender a convivir con ello. De alguna manera habían conseguido transformarlo en algo que les unía, algo grande y pesado que era solo suyo. La foto de la pequeña Marie estaba colgada encima del sofá, desnuda sobre una piel de cordero, con una expresión de asombro en su carita, la boca abierta con un poco de saliva en el labio inferior, unos grandes ojos redondos. Era la única foto que tenían del bebé. Estaba descolorida por los años, igual que había ocurrido con sus vidas, que se habían ido apagando después de la muerte de Marie. Por alguna razón, no llegaron más hijos al matrimonio de Kjell y Elsa Haugen. Un año después de su muerte, él había redecorado el cuarto de la pequeña para hacerse un estudio, y Elsa lo había aceptado sin comentarios. Pero sabía que ella conservaba una caja de zapatos con cosas de la niña: un leotardo rosa pálido, un pañal de tela, su sonajero, un mechón de cabello que le cortaron cuando ya había muerto. La caja estaba en el fondo del armario, pero Kjell no lo interpretaba como un reproche, aunque nunca la compartiera con él. Eran las cosas de una madre, los recuerdos de una madre. Lo aceptaba y lo entendía. Con los años habían dejado de conmemorar su cumpleaños, y poco a poco la vida se había vuelto tolerable. Visitaban su tumba en Nochebuena, pero nada más. Los dos estaban de acuerdo en que era mejor así.
Se miró las manos. El anillo de boda estaba incrustado en su anular derecho.
—Ven, preparemos un café. De todas formas, no vamos a poder dormir ninguno de los dos.
Ella le dedicó una débil sonrisa, se secó las lágrimas con un pañuelo grande y arrugado, y le siguió arrastrando los pies. Se sentaron a la mesa de la cocina, la mesa de diario con solo dos sillas.
—Es tan raro —dijo Elsa en voz baja—. Siempre pienso en Marie como un bebé. Pero ahora sería adulta. Tendría treinta y dos años. Tal vez… —las lágrimas resbalaron por sus mejillas cansadas y apretó la mano de Kjell—, tal vez tendríamos hasta nietos, alguien que pudiera heredar la granja.
Miró a su marido. Tenía cincuenta y cuatro años. Se habían conocido en el baile de quinceañeros y se habían sido fieles desde entonces. Si no hubiera sido por Kjell, su vida habría terminado la mañana que despertó y encontró a Marie muerta en la cama. Durante cuatro horas estuvo meciéndola en sus brazos, agarrándola con fuerza, y se negó a soltarla cuando llegó el médico de la comarca. Fue Kjell quien finalmente la convenció para que la dejara ir. Fue Kjell quien estuvo tumbado a su lado y la mantuvo amarrada a la vida durante tres días. Fue Kjell quien con el paso de los años la hizo sonreír pensando en el bebé que, al fin y al cabo, tuvieron durante unos meses.
—Bueno —dijo Kjell mirando por la ventana; la oscuridad ya no tenía la negrura del invierno, un matiz de gris en la noche auguraba que pronto llegaría la primavera de verdad—. No sirve de nada pensar así, Elsa, no sirve de nada.
—No tendrías que haber dejado venir a esa periodista, Kjell —susurró—. No deberías habérselo permitido. Todo es… todo se ha hecho…
Cogió su mano con más fuerza.
—Vamos, vamos —dijo él intentando sonreír.
—Es como si volviera todo, todo lo malo —sollozó bajito—. Todo lo que hemos conseguido…
—Chsss, lo sé, cariño. Lo sé. Ha sido un error. Pero por teléfono parecía muy decente. Parecía tan importante… ¿Qué fue lo que dijo? Llamar la atención sobre el escándalo de las vacunas. Tal y como lo dijo consideré que era lo que debíamos hacer. Daba la sensación de que todo el asunto le interesaba de verdad y que compartía nuestro dolor.
—Pues cuando vino no mostró mucha compasión —dijo Elsa levantando la voz. Soltó la mano de su marido para sonarse otra vez—. ¿Viste cómo miraba la foto de Marie? No tuvo ningún reparo al pedir que se la prestara, fue muy insolente.
Se levantó con gesto enfadado y quitó el filtro de la cafetera. Les sirvió a los dos, pero en lugar de volver a sentarse se quedó apoyada en la encimera de la cocina.
—Y la fotógrafa… ¿viste cómo nos atosigaba en el cementerio? ¿Cómo pisaba las flores? «Perdón», dijo, y pisó la hierba recién cortada de la tumba de Herdis Bråttom. ¡Menudo comportamiento!
Kjell Haugen no dijo nada. Dio un sorbo a su café y dejó que Elsa diera rienda suelta a su enfado. Por un rato ayudaría a que estuviera menos triste. Se arrepentía con todas sus fuerzas. La señora del KA no había estado allí ni media hora, y no les escuchó. No le interesaba realmente lo que decían. Ellos no le interesaban, solo quería detalles, detalles que anotaba a gran velocidad en una libreta. Ni siquiera había aceptado un café, y eso que Elsa había hecho un pastel antes de que llegaran.
—No se enteró de que el doctor Bang lo había sabido —dijo Kjell—. No nos dio tiempo a contárselo, que estuvo mandando cartas a las autoridades durante muchos años.
Elsa miraba por la ventana. Amanecía. Débiles haces de luz matinal asomaban por los campos, brotando de cada surco de la tierra recién arada.
—Es como si me hubieran clavado un cuchillo —susurró—, como si alguien hubiera abierto la cicatriz de una herida que tardó muchos años en cerrar.
Kjell Haugen se levantó entumecido y fue al salón. Cogió el KA de la mesa del salón. De repente, lo rasgó con rabia y tiró los trozos a la chimenea. Cogió una caja de cerillas, pero sus manos temblaban tanto que no fue capaz de prender una.
—Yo lo haré —dijo su mujer tras él—. Yo encenderé el fuego.
—Ha sido un error —susurró Kjell, contemplando las llamas que empezaron a crecer y a colorear su rostro de rojo y amarillo—. Pero por teléfono parecía tan maja…