09.15 Comisaría de Oslo
—Cuánto tiempo sin verte —bromeó Billy T. con Severin Heger, agachándose para ayudarle a recoger las carpetas que se le habían caído.
—Podrías mirar por dónde vas —protestó el agente Heger, aunque sin dejar de devolverle la sonrisa.
—¿Dónde te has metido últimamente? —preguntó Billy T., mirando inquisitivamente a su colega.
Severin Heger llevaba cuatro años trabajando en la secreta. Era el único agente de la unidad de inteligencia con el que Billy T. se llevaba bien, y eso tenía su origen en una historia muy especial. Eran de la misma edad y habían ido juntos a la academia de policía. Los dos medían más de dos metros y conducían una Honda Goldwing, y cuando Billy T. fue declarado campeón extraoficial de Noruega de kárate de contacto en 1984, Severin había quedado segundo. La tarde en que les hicieron entrega de sus títulos y añadieron orgullosos una banda dorada a los hombros hasta entonces desnudos de su uniforme, habían salido de juerga con un montón de gente. De madrugada, Severin había hecho un torpe intento de acercamiento sexual en plena borrachera. Billy T. había declinado la oferta de una forma bastante refinada y considerada, pero cuando Severin se derrumbó llorando desconsolado, Billy T. le cogió por los hombros y le llevó a su casa, donde preparó tres cafeteras en una larga noche de desesperación sin límites y palabras de consuelo. Cuando el sol apareció entre las nubes por el este, los dos ya estaban completamente sobrios, sentados con las piernas colgando de la cornisa de su pequeño apartamento de Etterstad. Entonces Severin se levantó de repente para traer su modesto trofeo de plata con la inscripción de subcampeón, y soltó:
—Quiero que lo tengas tú, Billy T. Es mi primer trofeo y lo mejor que tengo. Muchas gracias.
Después de aquello no habían tenido mucho trato, tan solo un saludo de vez en cuando y una palmada en el hombro por el pasillo, y en muy contadas ocasiones una cerveza de verano helada. Ninguno de ellos había vuelto a mencionar aquella noche de verano de muchos años atrás. El trofeo de plata reposaba en una estantería del dormitorio de Billy T., junto con una huevera que le regalaron por su bautizo y un zapatito de plata que había pertenecido a su hijo mayor. Por lo que Billy T. sabía, aquella noche Severin había tomado una determinación, totalmente contraria a lo que Billy T. le había aconsejado. Severin Heger vivía en celibato, y Billy T. nunca había oído ni el más mínimo comentario malintencionado sobre su antiguo camarada.
—Estoy trabajando en lo mismo que tú, supongo —dijo Severin—. Es lo que hacemos todos, ¿no?
—Supongo. ¿Estás bien?
Severin Heger se mordió el labio y miró a su alrededor. La gente pasaba a su lado muy ocupada, algunos levantaban la mano a modo de saludo, otros soltaban un alegre «¡Hola!» al llegar a su altura.
—¿Tienes tiempo para un café? —preguntó Severin de repente.
—No, pero sí, gracias —dijo Billy T. con una media sonrisa—. ¿En la cafetería?
Se sentaron al fondo, junto a las puertas que daban a la terraza. El día era frío y amenazaba lluvia, así que pudieron estar tranquilos.
—Supongo que lo estáis pasando en grande allá arriba —dijo Billy T. mirando hacia el techo—. Seguro que nunca os habíais divertido tanto.
Severin le miró muy serio.
—No entiendo por qué te muestras tan negativo hacia nosotros. Mis colegas son gente honrada y muy trabajadora, igual que vosotros.
—No tengo nada en contra de ti. Lo que pasa es que no soporto todo vuestro secretismo. Por ejemplo en este asunto. Tengo la sensación de que ni siquiera el responsable de coordinar la investigación sabe exactamente qué teorías estáis barajando. Lo más frustrante de trabajar en este caso es que nadie parece tener toda la información, pero por lo menos nosotros intentamos informarnos los unos a los otros.
Severin no contestó, pero no apartaba la vista de Billy T. mientras se rascaba el dorso de la mano.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Billy T., y se echó Coca-Cola en el vaso tan deprisa que se derramó. El líquido oscuro y espumoso se extendió por la mesa—. Joder —murmuró.
Trató de limpiarlo un poco con el canto de la mano y luego se la secó en el pantalón.
Severin se inclinó hacia él mirando la porquería que quedaba sobre la mesa.
—Ayer pescamos a un extremista —dijo en voz baja—, un tipo que compró un arma sin registrar de manera sospechosa en un parque, y que creemos que es el líder de un grupo neonazi. Está claro que tiene trato con un sueco de su misma calaña, y ese sueco… —Severin sacó un pañuelo y empezó a secar la mesa—. Ese sueco estuvo en Noruega tres días antes del asesinato de Birgitte Volter, y volvió a Svealand el día después.
Billy T. le miraba como si acabara de contarle que iba a casarse con la princesa Marta Luisa.
—¿Qué coño estás diciendo?
Severin Heger le lanzó una mirada de advertencia mientras dos mujeres pasaban a su lado para comprobar si, pese a todo, sería posible sentarse fuera. Cambiaron de opinión en cuanto asomaron la cabeza por la puerta, y volvieron a la barra, que estaba a unos veinte metros.
—Y eso no es todo —dijo Severin, que ahora hablaba casi en susurros—. Tenemos motivos para creer que el tipo que detuvimos ayer conocía de algo al vigilante de la sede del gobierno. El que murió el otro día en un alud. ¿Has oído hablar de él?
—¿Oído? —Billy T. intentó moderarse, pero el entusiasmo le deformaba la voz. Bufó—: ¡No es que haya oído hablar de él! ¡Es que le interrogué, maldita sea! Y no he parado de insistir en que le investiguemos más a fondo. ¿Es cierto? ¿De verdad hay una conexión?
—No lo sabemos seguro —dijo Severin haciendo un gesto con la mano para intentar calmar a Billy T.—, pero tenemos motivos para creer que sí. ¿No es eso lo que suele decirse cuando uno no puede contar cómo ha averiguado algo?
—Pero ¿habéis conseguido sacarle algo al tipo?
—Nada de nada, cero patatero. Registramos su apartamento. No había nada más que literatura sospechosa en las estanterías y revistas porno debajo de la cama. Ningún arma. Nada ilegal.
—¿Podéis retenerle?
—Lo dudo. El nuevo reglamento sobre armas va lentísimo. Ahora las penas son tan leves que tendremos problemas para retenerle aquí hasta la tarde. Luego habrá que vigilarle y esas cosas. Dios sabe lo que podremos sacar en limpio. Los del país vecino interrogaron a Tage Sjögren, el sueco. Estuvo bajo custodia dos días y le dieron mucha caña, pero el tío no dijo nada y tuvieron que dejarle marchar.
Consultó su reloj y pasó el pulgar por el cristal.
—Tengo que irme.
—¡Eh, Severin!
Billy T. le agarró del brazo cuando pasaba por su lado.
—¿Cómo te va la vida? —dijo en voz baja.
—Yo no tengo vida. Trabajo en la secreta.
Severin Heger esbozó una sonrisa, liberó su brazo y salió casi corriendo de la cafetería.
17.19 Calle Vidar, 11c
Brage Håkonsen sabía que iban a controlar cada paso que diera los días siguientes. Le estarían vigilando en todas partes, y todo lo que hiciera sería registrado y acabaría en un despacho de la última planta de la comisaría. De alguna manera tendría que vivir con eso. No estaba ni mucho menos tan alterado como esperaba, fue peor cuando le confundieron con un manifestante contra la caza de ballenas. Al fin y al cabo ahora se trataba de algo en lo que creía, y habría sido ingenuo pensar que, con lo que estaba haciendo, nunca llamaría la atención de nadie. Solo tendría que ser aún más prudente. Había sido muy sensato no decir nada. Fue su abogado quien se lo aconsejó, un tipo mayor con pinta de infeliz, pero que compartía sus opiniones sobre más de un tema. El policía se había puesto de muy mala leche por su elección de abogado, y pasaron varias horas hasta que por fin le dejaron reunirse con él. Lo último que le dijo el abogado fue que tuviera cuidado en los próximos días. Cuando se lo dijo le había guiñado el ojo derecho, casi escondido bajo unas espesas cejas.
La pasma no había encontrado el arma. No habían bajado al sótano para buscarla, pero estaba claro que le hubieran hecho responder por ello si supieran dónde estaba. La dejaría allí una temporada.
La primera consecuencia de su detención era que el atentado tendría que ser aplazado. Era lamentable, por varias razones. Por un lado, el efecto sería menor cuanto más tiempo pasara entre la muerte de Volter y el nuevo golpe. Por otro, siempre era complicado modificar un plan tan detallado. Además, había tomado la decisión de cambiar de colaborador; Reidar era de toda confianza, pero a Brage no le había llevado mucho tiempo constatar que no era muy espabilado. Cuando Tage le dijo al despedirse que estaba a su disposición cuando él quisiera, subrayando la importancia de colaborar a escala internacional, se le ocurrió la idea. Lo harían ellos dos. Tage y él. Tal vez hasta fuera ventajoso aplazarlo; seguro que Tage tendría algunas propuestas para mejorar el plan.
La sola idea le aturdía, y se echó a reír cuando miró por la ventana y vio que había dos hombres sentados en un Volvo al otro lado de la calle.
Sabía cómo llegar hasta la cabaña. Solo tendría que esperar un par de días.